MÁS ESPESO QUE LA SANGRE
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es de Rowling. Las películas de "Animales Fantásticos" son de Heyday Films y Warner Bros.
Esta historia participa en el reto "Primera página" del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black.
"Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel?"
Las batallas del desierto - Jose Emilio Pacheco
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel?
1933. Un año convulso y de grandes cambios. Gellert Grindelwald se presentó universalmente como un líder absoluto durante el mes de enero, al mismo tiempo que los muggles contemplaban el ascenso al poder de Adolf Hitler. La relación entre ellos era más que evidente, aunque no todo el mundo quería o podía presagiar lo que estaba por venir.
Confieso que en aquel entonces yo no sentía ningún interés por las causas políticas ni por la guerra latente. Comencé ese nuevo año como terminé el anterior, sentado frente a la barra de un pub de mala muerte en el Londres muggle. Los brujos habían dejado de fiarme meses atrás y me resultaba ridículamente sencillo escabullirme de esos locales sin pagar. No me preocupaban los problemas que pudiera tener con el Ministerio de Magia, puesto que era consciente de que ellos estaban ocupados con asuntos mucho más graves y urgentes que lidiar con un brujo dado a la bebida. Sólo bebía hasta desfallecer, ansioso por alejar las pesadillas y los malos recuerdos de mi mente.
Aquella mañana me había acomodado en el extremo de la barra. El camarero me había hecho entrega de una botella de whisky. Me tomé algo más de la mitad sin demasiado esfuerzo. Tenía la cabeza embotada y oía fragmentos de conversaciones de lo más triviales. Recorriendo esos tugurios había tenido ocasión de comprobar que las preocupaciones de los muggles y los brujos eran muy similares, por mucho que los segundos se creyesen superiores a los primeros. Unos conversaban sobre sus problemas maritales, otros mencionaban los dolores de cabeza que acarreaba el hecho de tener hijos y la mayoría se creían expertos sobre cualquier tema que tuvieran a bien tratar. Yo encontraba a todos aburridos de solemnidad y, aunque me hubiera encantado aplicarles unos cuantos hechizos para atar sus lenguas, eso sí hubiera llamado la atención de los brujos del Ministerio.
Evadirme de la realidad no me resultaba tan complicado. Dos copas más de whisky podían volverme duro de oído, aunque me obligaran a sostenerme la cabeza con las manos. Ya nunca dejaba que llegara el momento de la resaca, puesto que las migrañas me resultaban insoportables. Era mejor mantenerse en ese estado de embriaguez permanente. Mejor para mí y para todos los demás. Empezaba a encontrarme realmente a gusto y relajado cuando distinguí una figura masculina a mi lado. El recién llegado traía puesto un traje de color gris claro y, diantres, tenía la varita oculta debajo de la manga. Alcé la cabeza para averiguar de quién se trataba y no me contuve ni un poco a la hora de expresar mi disgusto.
—¡Joder!
—Yo también me alegro de verte, Abe. ¿Cómo estás?
El gran Albus Dumbledore. Muchos decían que era el único mago capaz de derrotar a Grindelwald. En mi humilde opinión no era más que un cobarde presuntuoso. Entorné los ojos para observar mejor su sonrisa de suficiencia y bufé muy ruidosamente. Deseaba que desapareciera de mi vista lo antes posible, aunque Albus se sentó a mi lado y dejó bien claro que el encuentro iba para largo. Estaba claro que quería hablar conmigo y yo me encontraba demasiado achispado como para mostrarme coherente en su presencia. Tampoco lo deseaba. Hacía mucho tiempo que la opinión de mi hermano mayor había dejado de importarme. O eso creía en aquel entonces.
—Vete al infierno.
—Tan amable como siempre —Albus hizo un gesto para señalar la botella—. ¿Me invitas a un trago?
—Sírvete.
Albus agitó la mano y un pequeño vaso de cristal apareció frente a él. Puse los ojos en blanco. Mi querido hermano nunca perdía la ocasión de presumir y no era nada raro que obviara la presencia de los muggles. Nunca llegué a comprender cómo fue capaz de pasar siempre desapercibido. Cualquier otro mago o bruja tan descarado como él hubiera terminado en Azkaban, pero Albus Dumbledore parecía haber nacido con una flor en el culo. Desde que éramos pequeños las cosas siempre le salían bien, como si se hubiera apoderado de toda la buena suerte del mundo y no hubiera dejado ni un poco para los demás. No le quité ojo de encima mientras se tomaba la primera copa. Parecía estar rodeado por un haz de luz, aunque eso probablemente se debiera a que yo estaba demasiado borracho y la mente me estaba jugando una mala pasada.
—Me han dicho que has vuelto a irte del Valle de Godric.
—Odio ese sitio.
—Yo diría que odias cualquier lugar que no sea un pub.
—¿Tienes algo que reprocharme, Albus?
Era evidente que sí. Mi estilo de vida no cumplía con ninguno de los estándares que el grandioso Albus Dumbledore había establecido. Yo sé que se moría de ganas por decirme todo lo que pensaba, pero había dejado de sermonearme muchos años atrás, después de que le rompiera la nariz y le dejara bien claro cómo iban a ser las cosas entre nosotros. Mirándolo en perspectiva, no estoy en condiciones de asegurar que me salí con la mía. Durante aquel estallido de furia juvenil le juré que nunca seríamos hermanos. Le dije que no volveríamos a vernos y que nunca más le dirigiría la palabra. Supongo que siempre he sido más blando de lo que yo me pensaba porque la primera charla que tuvimos después de esa disputa fue apenas una semana después. Albus me dijo entonces que se marchaba de casa, que dejaba el hogar familiar a mi entera disposición y que podría contar con él para lo que fuese. Yo le mandé al infierno y le pedí que no volviera a hablarme. Obviamente, él no me hizo caso. De vez en cuando acude a mí, con la sonrisa en el rostro y el tormento en los ojos, y me comunica lo preocupado que está y lo mucho que desea echarme un cable. Como si yo necesitase de él, como si desease soportar su presencia. Como si tenerlo al lado no hiciera más que recordarme lo que pasó con Ariana y el maldito Gellert Grindelwald.
—En absoluto. Simplemente opino que todo el mundo necesita echar raíces en algún lado.
—Pues a mí no me hace falta. ¿Qué quieres?
Albus colocó ambos brazos sobre la mesa después de servirse otra copa de whisky. Vi cómo lo saboreaba muy lentamente y una pregunta absurda se me vino a la cabeza. Yo nunca había visto a mi hermano beber. Jamás habíamos compartido una noche de borrachera e ignoraba por completo cuánto era capaz de aguantar antes de desmayarse. Conociéndole, seguro que más que cualquier otra persona del mundo. Así de pluscuamperfecto era.
—Necesito que me ayudes.
El hecho de que un hombre como Albus necesitara de un hombre como yo me provocó una sonora carcajada. Fue tan fuerte que varios parroquianos giraron sus cabezas para mirarme, hecho que pareció incomodar ligeramente a mi hermano.
—¿Hablas en serio?
—Ya sabes que te considero un brujo muy valioso, Abe.
—¡Y un cuerno! Tú piensas que soy un puñetero desastre.
Y tenía razón. Lo fui desde la muerte de Ariana. Cuando ella vivía, yo tenía un plan. Ansiaba poder cuidar de ella, convertir nuestra casa en un hogar para ambos y suplir en la medida de lo posible la ausencia de nuestra madre. Nunca me imaginé estudiando las artes mágicas ni pensé en trabajar como funcionario, deportista o cualquier otra cosa. A mis dieciséis años decidí que quería ocuparme de Ariana y de la granja familiar y cuando ella murió, me perdí. Pasaron muchos años entre su fallecimiento y ese día del año 1933, pero jamás fui capaz de encontrarme.
Los primeros años me entregué al desenfreno más absoluto. Era joven y buscaba la forma de olvidar. Con los años comprendí que ya no podía seguir mostrando semejante comportamiento. Estaba cansado y tanto abuso me agotaba, así que me limité a viajar de pub en pub. De vez en cuando me establecía en un lugar concreto e intentaba buscar un empleo que nunca me duraba mucho. En otras ocasiones regresaba a mi antigua casa del Valle de Godric, hasta que la pena devoraba todas mis emociones y me veía obligado a huir de allí. En esos tiempos mal vivía en Londres, durmiendo a escondidas en hoteles muggles de mala muerte y pensando en lo único que me proporcionaba cierto placer: la bebida.
Yo no estaba capacitado para acusar a Albus de pensar mal de mí. No podía enfadarme con él por estar por debajo de sus expectativas porque ni siquiera había cumplido con las mías. Ese hecho lo comprendí tiempo después de aquellos acontecimientos, cuando mi mente dejó de estar nublada por el alcohol y analicé los acontecimientos en perspectiva. Ese día, en cambio, me creía en posesión de la verdad y sólo podía sentir desprecio por mi hermano, al que consideraba un canalla indecente y muchas otras cosas que no viene al caso mencionar.
—No creo que ahora mismo estés en condiciones de atender lo que tengo que decirte. Cuando estés mejor, ya sabes dónde puedes encontrarme.
Albus se puso en pie tras decir eso y yo me sentí absolutamente furioso, así que hice lo propio. Fue inevitable que me tambalease y que mi hermano tuviera que agarrare del brazo para evitar que me diese de bruces contra el suelo. Estaba muy borracho, todo me daba vueltas y seguramente no era capaz de hablar con claridad, pero me atreví a poner un dedo frente a sus narices para hacerle el correspondiente reproche.
—No tienes derecho. No puedes venir aquí, decirme lo que tengo que hacer y luego irte sin más.
Albus me sostuvo por los codos hasta que acerté a sentarme de nuevo en el taburete.
—Si no estuvieras tan borracho no tendría que irme.
—¡Encima es culpa mía!
—En esta ocasión debo darte la razón.
Apreté los dientes y sentí unas ganas irrefrenables de darle un puñetazo. De hecho, no recuerdo con demasiada claridad si al final se lo propiné o no. Sólo sé que Albus me miró muy fijamente y me puso las manos en la cara para guiar mi propia mirada.
—Deja de beber, Abe. No es bueno para ti.
—¡Qué sabrás tú lo que es bueno para mí!
Albus me palmeó las mejillas y no me dijo nada más. Era lo suficientemente listo como para saber que sería inútil. Se aseguró de que lograba mantener el equilibrio en mi asiento y comenzó a alejarse de mí. Yo estaba enfadado, así que le grité para que me escucharan él y todos los presentes.
—¡No te voy a ayudar a una mierda, cabrón! ¡Qué te jodan!
Albus no me prestó atención. Abandonó el pub y yo me quedé allí un buen rato, hasta que apuré la botella de whisky y dejé de sentirme un miserable por todo lo que pasaba en mi vida. Porque no tenía casa, ni trabajo, ni familia. Porque era el hermano descarriado del grandísimo Albus Dumbledore. Porque sabía que mis padres se avergonzaban de mí allá donde estuvieran. Porque a Ariana no le hubiera gustado que me portara así de mal. Porque pese a todas las desgracias del pasado, seguía querido a mi hermano. El muy cabrón.
Lo que ocurrió en días sucesivos se presenta en mi memoria como una serie de recuerdos confusos, oscuros y repletos de neblina. Nada distinto a lo que experimentaba normalmente, aunque con un final muy distinto. Es verdad que Albus me preguntó sobre ello e incluso propuso utilizar su pensadero para comprender toda la secuencia de acontecimientos. Yo puedo resumirlo con bastante acierto, habida cuenta de lo que tuvimos ocasión de observar ambos, mucho después de aquel instante, el que ayudó a cambiar el curso de la guerra contra Grindelwald.
Después de mi breve conversación con Albus, decidí por enésima vez en mi vida que no volvería a acercarme a él jamás. Me prometí que seguiría bebiendo hasta que mi cuerpo no pudiera soportarlo más y que nunca iría en su busca para que me explicara en qué consistían sus planes futuros. Porque si Albus Dumbledore necesitaba mi ayuda era porque tenía un plan. Cuando Grindelwald comenzó a hacer de las suyas por Europa, yo me juré que nunca tomaría partido en ese conflicto. Era obvio que jamás lucharía del lado de un ser tan desgraciado y mezquino como Grindelwald, pero tampoco quería seguirle la corriente a mi hermano. Después de lo de Ariana, ni siquiera podía plantearme la opción de ser su aliado. Además, en aquel entonces yo consideraba que los camaradas de mi hermano eran un montón de estúpidos manipulables.
La cuestión es que durante semanas vagué por Londres como venía siendo habitual en mí. Unas veces más borracho, otras menos, mi existencia no experimentó ningún cambio sustancial hasta que me desperté en aquel lugar desconocido. No merece mucho la pena entrar en detalles. Basta con decir que era una mazmorra con paredes de piedra, cadenas colgantes y guardias mal encarados en la puerta.
Al principio pensé que mi captor podría ser Albus. No hubiera sido algo descabellado, habida cuenta de su gusto por manipular a las personas. Creí que quería asustarme, mantenerme aislado para que tuviera tiempo de recuperarme de mi borrachera perpetua y, después, soltarme su discurso sobre lo necesario que es luchar contra el Mal. No obstante, no tardé en comprender que era otro individuo quien me había secuestrado. Por supuesto que no tuvo la decencia de mostrarse ante mí, pero los malos tratos que me propinaron sus secuaces me dejaron claro que había caído en las garras de Gellert Grindelwald.
Creo que en ningún momento tuve miedo a la muerte. Desde que Ariana se fue, yo había anhelado que llegase el momento de reunirme con ella. Respecto a la tortura, no suponía para mí una perspectiva demasiado agradable, sobre todo porque sabía que no estaba en posesión de ninguna información que pudiera resultarle útil a Grindelwald. Pensé que lo más posible era que me utilizasen como rehén para chantajear a mi hermano y tuve una certeza absoluta que me carcomía por dentro. Albus era lo suficientemente idiota como para ceder en un vano intento por salvarme.
Pasaron varios días antes de que alguien tuviera la cortesía de aclarar todas mis dudas. Era alimentado con agua y una especie de papilla macilenta que me daba arcadas. Los guardias jamás respondieron a ninguna de mis preguntas pese a que me pasaba el día insistiendo en formularlas. Mi celda no tenía ventanas, así que me resultaba imposible distinguir el día de la noche. Tenía que lidiar con el aburrimiento y la incertidumbre todo el tiempo y, para colmo de males, me obligaban a hacer mis necesidades en un cubo. Me sentía tan indigno por eso que, en un momento dado, uno de los guardias me golpeó con un hechizo para que dejara de quejarme. Debo reconocer que no fui un prisionero demasiado fácil de tratar y hubiera sido perfectamente comprensible recibir una maldición mortal de mis vigilantes. A veces incluso me compadezco de ellos.
La monotonía de mi cautiverio empezó a desesperarme hasta que un día apareció el chico. Tenía el pelo y los ojos oscuros y andaba ligeramente encorvado, como si fuese un anciano prematuro. Yo noté que había algo distinto en él casi de inmediato, algo que me recordó a Ariana e hizo que se me encogiera el corazón. Los guardias me habían atado a las cadenas que colgaban del techo y yo estaba indefenso, sin mi varita y debilitado por la falta de comida. El chico se acercó a mí y me observó durante un tiempo que pareció eterno. Y yo, que no había dejado de hablar desde que estuve lo suficientemente sobrio como para hacerlo, fui incapaz de pronunciar una palabra. Me estremecí cuando escuché su voz por primera vez. Sonó como el graznido de un pájaro.
—Así que tú eres Aberforth, el hermano del gran Albus Dumbledore.
Si lo hubiera conocido un poco mejor, hubiese captado de inmediato todo el dolor que arrastraban esas palabras y seguramente habría dicho algo totalmente distinto. Sin embargo, en esa ocasión sonreí como un idiota y solté la primera tontería que se me pasó por la cabeza.
—Prefiero ser conocido por mis propios méritos, gracias.
El chico me partió el labio de un puñetazo. Yo me acordé de la nariz rota de Albus y me sentí furioso por todo. El pasado, el presente y el futuro. Cuando enderecé la cabeza, mi captor agitaba la mano con un gesto de dolor, como si no estuviera demasiado acostumbrado a pegar a la gente. Después de todo era un mago. Usar la varita era mucho más eficiente que los puños.
—¿Dónde está?
Cualquier persona medianamente sensata hubiera rebajado el nivel de insolencia, pero yo nunca he sido tal cosa. Después de escupir para quitarme el sabor a sangre de la boca, volví a sonreír y le reté con la mirada. Si mi historia personal tenía que terminar en ese lugar, mejor que lo hiciera cuanto antes.
—En Hogwarts, supongo. Albus tiene la costumbre de esconderse allí.
—Está en otro sitio.
—No me digas que le has escrito una carta pidiéndole un rescate y te ha ignorado.
En esa ocasión consideré que el puñetazo había estado de más. El chico me golpeó en el otro lado de la cara y yo noté como uno de mis dientes salía disparado hacia el otro lado de la habitación. Tal vez debí callarme, pero me fue físicamente imposible. Notaba mi corazón latiendo a mil por hora y mis músculos se tensaban y retorcían en un vano intento por escapar de las cadenas.
—Debes saber una cosa sobre Albus Dumbledore, chaval: es un egoísta de mierda. A lo mejor te piensas que perderá el culo para venir a recatarme, pero es capaz de dejarme morir si lo considera oportuno. Todo sea por el Bien Mayor.
El chico alzó el puño como si fuera a pegarme de nuevo, pero al cabo de unos segundos dejó caer el brazo y me miró con curiosidad. Creo que fue la primera vez que se sintió interesado por mi persona. O a lo mejor no había estado fijándome en él con el suficiente detalle, aunque eso lo comprendí un poco después, a lo largo de ese día, después de charlar largo y tendido.
—¿Qué sabes tú del Bien Mayor?
Comprendí de inmediato que tenía unan posibilidad de salir indemne de aquel lío. Poseía algo que el chico deseaba y podría ganarme su confianza si actuaba con suficiente cautela. Así pues, aparté los cabellos de mi rostro y le miré como un hombre que se encuentra frente a su igual, ofreciéndole honestidad y verdades a cambio de un poco de calma.
—Te lo diré si me dices para quién trabajas.
—Yo no trabajo para nadie.
No tenía tiempo que perder, así que le sonreí y agité ligeramente las cadenas.
—Es Grindelwald, ¿no?
La cara se le puso roja de inmediato. Así que no estaba acostumbrado a realizar interrogatorios, lo cual significaba que yo era alguien especial para él. Al fin y al cabo, soy el hermano del único brujo que parecía estar capacitado para derrotar a su líder. Eso no era ninguna tontería.
—¿Está aquí?
El chico apretó los dientes. Los tendones de su cuello estaban en tensión y juraría que se estaba mordiendo la lengua.
—¿Estamos en su refugio de Austria?
Más silencio por su parte. Yo había formulado esas preguntas muchas veces y, aunque jamás me habían respondido, sabía que estaba en lo cierto. No obstante, existía algo que no había querido saber antes.
—¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas?
La respuesta a aquella cuestión era muy simple, así que me sorprendió que el chico se pusiera tan furioso de una forma tan rápida. Me agarró del cuello de la túnica y me zarandeó mientras gritaba y me llenaba la cara de babas.
—¡Cállate! Aquí las preguntas las hago yo.
Obedecí. Mis estupideces no podían llevarme hasta el límite de ser hechizado. El chico me soltó y comenzó a pasear por la habitación. Se asemejaba a un león enjaulado y yo quise averiguar qué se le estaba pasando por la cabeza. Además, cada segundo que pasaba la sensación de familiaridad iba en aumento. Yo ya había experimentado esas emociones antes. Estar con ese chico era como verse rodeado por la oscuridad. Era como estar perdido en un túnel subterráneo y buscar la luz a tientas. Era como mantener un hilo de esperanza en mitad de la mayor tragedia jamás ocurrida en el universo.
Vi al chico respirar profundamente varias veces. Noté cómo mi corazón se calmaba al mismo tiempo que él parecía relajarse. Intenté grabarme a fuego cada uno de sus gestos y facciones. Escuché todos los sonidos que emitía y aguardé hasta que estuvo preparado para retomar el interrogatorio.
—¿Qué sabes del Bien Mayor?
Mi instinto me dijo que debía hablar con sinceridad. Era el mismo instinto que siempre me ayudó a encontrar las palabras adecuadas a la hora de calmar a mi querida Ariana.
—Es algo que viene de muy lejos, de cuando Albus Dumbledore y Gellert Grindelwald eran amigos y planeaban conquistar el mundo mágico juntos.
El chico me miró con los ojos abiertos como platos, negó con la cabeza y gritó.
—¡Mientes!
—No, no miento. Que no te guste la verdad es tu problema.
Otra vez me zarandeó con brusquedad, aunque se calmó enseguida. Pareció comprender que esos ataques de ira no iban a servirle para nada. Nuevamente se paseó por la mazmorra, aunque yo no sentí la oscuridad envolviéndonos a ambos.
Durante un segundo me pareció escuchar la voz de Ariana diciéndome que lo estaba haciendo bien. Medité mucho sobre ello en años sucesivos y nunca he sacado una conclusión clara al respecto. Posiblemente todo fue producto de mi imaginación. Aquella voz era mi subconsciente diciéndome que debía seguir adelante para tener una oportunidad de escapar de allí. Aunque si tenemos en cuenta que he vivido toda mi vida en el mundo mágico, rodeado de gente capaz de obrar prodigios, ¿por qué no creer que realmente Ariana estaba allí conmigo, infundiéndome ánimos?
—¿Por qué no me dices quién eres?
—No es asunto tuyo.
—Tú sabes cómo me llamo. Quid pro quo.
—¿Qué?
El chico no comprendía los latinajos y, a decir verdad, yo tampoco. Tuve que sonreír porque me acordé de Albus y su capacidad de parecer un sabiondo y, al mismo tiempo, hacer que los demás se sintieran idiotas.
—Tengo que llamarte de alguna manera.
Permaneció tanto tiempo pensativo que llegué a creer que había resquebrajado su coraza. Sin embargo, no me dio ningún nombre. Fue a sentarse junto a la pared y se quedó mirándome largo y tendido, hasta que perdí la noción del tiempo y comencé a sentir un sueño terrible. Di un respingo cuando él me habló.
—No puede ser. Grindelwald no pudo ser amigo de ese miserable.
Me hizo gracia que existiera una persona en este mundo que no sintiera admiración por las proezas de mi hermano. Incluso sus enemigos lo respetaban como el mago poderoso que era, pero no ese muchacho. Él destilaba odio por los cuatro costados y yo comprendí que parte de ese odio también era para mí.
—¿Por qué no? Ambos son muy parecidos.
—No. Grindelwald realmente pretende mejorar el mundo. Quiere que los magos seamos libres, que los muggles no puedan dañarnos, que no tengamos que escondernos de ellos nunca más.
Tuve que poner los ojos en blanco.
—¡Bla, bla, bla!
Después, me carcajeé con todas mis ganas, consciente de que no iba a recibir más hostilidad por su parte. Podía sentir como todo su ser estaba en calma y vi en él al muchacho que realmente era y no al secuestrador que podría matarme, torturarme o hacer conmigo cualquier cosa que se le ocurriera.
—¿Eso te ha dicho? —el muchacho me miró con aire confundido—. ¿Y tú te lo has creído? Pues te diré una cosa. Lo que mi hermano y Grindelwald querían de pequeños es lo que mismo que quieren todos los hijos de puta que pululan por este mundo: poder. Y da igual cómo lo disfracen. Da igual si son brujos o muggles. Lo único que les importa es ostentar ese poder, hacer su santa voluntad y salirse con la suya. No actúan por nobleza, ni porque crean en unos ideales. Quieren poder. Sólo eso.
—Grindelwald no es así. Todo lo que Dumbledore dice sobre él es mentira. Tú no lo conoces.
En ese preciso instante comprendí hasta qué punto habían manipulado la mente de ese pobre muchacho. Quise saber quién era y comprender por qué clase de tormentos había pasado a lo largo de su existencia. Volví a centrar mi atención en él y distinguí la confusión en su rostro. Tenía los puños apretados y estaba sudando profusamente. Era extraño, puesto que yo empezaba a sentir mucho frío.
—Tuve la desgracia de conocer personalmente a tu líder, chaval. Te aseguro que es exactamente como te digo. No necesito escuchar lo que Albus tiene que decir sobre él porque me vi obligado a sufrir su presencia. Y no fue una experiencia agradable.
—Eres tan obstinado como todos los demás.
—¿Te refieres a los que habéis matado antes que a mí?
El muchacho se puso en pie de un salto. Se me acercó tanto que nuestros rostros se quedaron casi pegados. Yo quise retroceder, pero mis movimientos estaban muy limitados y sólo conseguí sentir un latigazo de dolor en el cuello.
—No tienes ni idea.
—No, chaval. Eres tú el que está muy confundido si te piensas que a Grindelwald le importa alguien que no sea él mismo. No sé quién eres, pero sí te puedo asegurar una cosa: te está utilizando.
Esa vez fue el muchacho quien se rio. Dio unas cuantas vueltas a mi alrededor, observándome con detenimiento. No fue agradable sentirse escrutado de esa manera. Me sorprendió muchísimo el giro que experimentó nuestra conversación.
—No te pareces demasiado a tu hermano, ¿verdad?
Pese al desconcierto inicial, acerté a responder.
—No te creas. Lo que pasa es que yo tengo un estilo distinto. A él le gusta usar ropa cara y yo soy mucho más humilde.
—¿Te consideras gracioso?
Bufé a modo de respuesta. El muchacho siguió examinándome un poco más, hasta que se centró en mis ojos. Yo le sostuve la mirada durante todo el tiempo que me fue posible. Al principio no fui consciente de ello, pero al cabo de un rato vi la oscuridad titilando en sus pupilas y me hizo recordar a Ariana.
—Es evidente que estoy aquí por Albus. ¿Qué quieres de mí?
No respondió directamente a mi pregunta, aunque lo que dijo fue bastante significativo.
—Albus Dumbledore es un miserable. Merece morir.
—No te discutiré lo primero, pero no me parece que tengas razón en lo segundo. Me temo que mi hermano es necesario para detener a Grindelwald. Me jode reconocerlo, pero sólo él es capaz de derrotarlo.
—¿Crees que quiere hacerlo? Porque hasta ahora se ha estado escondiendo detrás de sus secuaces.
—¿Cómo voy a saberlo? Apenas hablo con él.
—Pero es tu hermano.
—Sí. Y puedo jactarme de conocerle mejor que muchos, pero no tengo ni idea de lo que planea hacer con respecto a ese bastardo. Si estoy aquí porque necesitáis esa clase de información, me temo que esta charla no nos llevará a ninguna parte.
El muchacho me escuchó con atención y siguió paseándose a mi alrededor. Creo que me había creído. No dejó de observarme en ningún momento y yo empecé a estar muy harto. Por esa razón torcí el gesto y pronuncié aquellas palabras.
—¿Por qué me miras tanto? ¿Me han salido cuernos?
—No —el chico parecía hablar para sí mismo—. Estoy buscando algo. Un parecido.
—Ya te he dicho que Albus y yo no nos parecemos. No creo que tengamos nada en común.
—Aun así, es sorprendente.
Otra vez se detuvo frente a mí y me miró a los ojos. Yo empecé a creer que estaba loco. Era un hombre capaz de mostrarse violento, derrotado y curioso en cuestión de segundos. Su comportamiento me parecía ciertamente errático y no me agradaba esa sensación de no saber qué esperar de él. Es verdad. Era su prisionero y estaba a su merced. Con toda seguridad, Gellert Grindelwald estaría observándonos desde la habitación contigua. Estaba perdido en manos de los enemigos de mi hermano, pero me sentía extrañamente ligado a ese desconocido. Todo en él me resultaba familiar, como si ya hubiéramos confraternizado antes de conocernos.
—¿Qué encuentras tan fascinante?
—Que tú y yo seamos tan distintos. No hay nada mío en ti.
Mis cejas se movieron hacia arriba de forma automática y yo saqué una conclusión bien clara: estaba loco. Definitivamente.
—¿Por qué habríamos de parecernos?
Mi mente permaneció prácticamente en blanco durante los escasos segundos que su respuesta tardó en llegar. Dio tres pasos caminando de espaldas, y se detuvo a una distancia suficiente para que yo pudiera observarle en todo su esplendor. Era un muchacho alto y delgado y lo encontré bastante vulgar y corriente. No tenía la elegancia de Albus o la clase violenta de Grindelwald. Ignoraba qué posición ocupaba en el círculo de poder de mi antiguo enemigo, pero físicamente no resultaba imponente en absoluto. Sin duda no era más que un peón, aunque él pareciera creerse mucho más. Nada sorprendente, habida cuenta de que en los universos de Grindelwald y Dumbledore todos éramos peones.
—Antes me has preguntado mi nombre. Creo que ya es hora de que lo sepas. Soy Aurelius Dumbledore.
De haber podido, me hubiera hurgado en las orejas para asegurarme de haber escuchado bien.
—¿Qué has dicho?
—Soy Aurelius Dumbledore. Tu hermano.
Hubiera podido admitir que el muchacho fuese un primo lejano. Mi padre había tenido hermanos, aunque jamás tuvimos relación alguna con ellos. No era descabellado pensar que esos hombres hubieran tenido descendencia. Pero lo que acababa de escuchar era demencial. Una locura que tenía tanta gracia que tuve que echarme a reír. No pensé en que podría despertar su furia y salir mal parado. Las carcajadas se me escaparon a borbotones y me hice daño en todas las articulaciones cuando mi cuerpo se sacudió a causa de la risa. El muchacho apretó los dientes y sacó la varita por primera vez desde que había entrado en la mazmorra.
—¡Ya basta!
De alguna manera logré calmarme. Los ojos me lloraban y la cara me ardía. El tal Aurelius me apuntaba con la varita y las manos le temblaban.
—Es que tiene mucha gracia.
El muchacho volvió a pegarse a mí y me clavó la varita en el cuello. Yo me esforcé para dejar de reírme. No me apetecía que me friera el cerebro, aunque fuese de forma accidental.
—¿Te parece gracioso que unos miserables abandonasen a un bebé y que mi propio hermano haya intentado matarme?
Dicho así, la indignación del muchacho era comprensible, aunque no fui capaz de sentir compasión alguna por él. El tal Aurelius no estaba loco; simplemente era un idiota. De forma inmediata pensé en Grindelwald y me sentí un poco decepcionado. Recordé la forma que había tenido de seducir a Albus. En aquel entonces no era más que un adolescente y se las apañó para envolverle en su tela de araña sin que el estúpido de mi hermano se diera cuenta de lo que estaba haciendo. ¿Qué clase de burdas mentiras le había contado a ese muchacho? Eran tan fácilmente refutables que me parecía incluso absurdo hacerlo. Pese a ello, hablé de todas maneras. Algo me decía que si conseguía que Aurelius me creyera, saldría de allí más pronto que tarde.
—Vamos a ver, chaval. ¿Tú cuántos años tienes?
Fue evidente su desconcierto, puesto que abrió mucho los ojos y se alejó de mí. Agradecí que la varita dejara de presionar mi yugular.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Contéstame. ¿En qué año naciste?
Se lo pensó un poco. Su mano se relajó tanto que la varita ya estaba apuntando al suelo.
—En 1901.
Sonreí, sintiéndome absolutamente victorioso.
—En tal caso, me vas a permitir que te llame idiota.
—¿Qué?
—Que Grindelwald te ha engañado, maldito cretino —alcé un poco el tono de voz y le reté con la mirada—. Mi madre murió en 1899 y mi padre fue internado en Azkaban ese mismo año, falleciendo pocos meses después. ¿Me estás diciendo que eres hijo de dos muertos?
El tal Aurelius puso cara de haber recibido un poderoso puñetazo. Reconozco, no sin vergüenza, que me recreé en eso.
—Tú no eres mi hermano. Eres un idiota con alguna clase de poder extraordinario al que Grindelwald está utilizando para intentar matar a Albus Dumbledore. Si te hubieras tomado la molestia de investigar un poco, te habrías dado cuenta por ti mismo.
—Pero…
El muchacho comenzó a temblar. Sus ojos se pasearon por cada rincón de la celda y pareció un animalillo asustado. Al final dijo lo único que podía decir dadas las circunstancias.
—Mientes.
—No. No miento —eché todo mi cuerpo hacia delante para aproximarme a él—. Compruébalo por ti mismo. No es difícil encontrar la información. Y cuando lo hayas hecho, vuelve aquí y dime que no eres un idiota.
La consternación que mis palabras le habían ocasionado era más que evidente. Aurelius Dumbledore, cuyo verdadero nombre me era absolutamente desconocido, se acercó a la puerta de salida y conjuró un encantamiento para salir de allí. Yo no dije nada más. Sabía que le había dado mucho en lo que pensar y algo me dijo que pronto sería libre.
En el año 1933, la taberna Cabeza de Puerco estaba abandonada. Recuerdo perfectamente la mañana en la que me detuve frente a su puerta y decidí adquirirla. Estábamos en el mes de abril y todavía hacía frío. El cartel con su nombre se había caído al suelo y alguien lo había apoyado contra la pared. Los cristales que no se habían roto estaban cubiertos de suciedad y era difícil distinguir el interior desde fuera puesto que todo estaba muy oscuro. Era un lugar de mierda con una fama terrible y a mí me encantó la idea de convertirme en su dueño. Me hubiera apostado un par de dedos de la mano derecha a que Albus pondría el grito en el cielo. Sonreí, decidido a informarme sobre la identidad de su vendedor para ponerme en contacto con él. Después de pasar varias semanas sobrio, la necesidad de echar raíces se convirtió en algo muy importante para mí.
Mi cerebro pareció tomar vida propia y comenzó a hacer planes. Lo primer sería devolver al cartel a su lugar. Después, tendría que conseguir un buen proveedor de bebidas alcohólicas y, lo más importante, tendría que esforzarme por no beberme todo el género disponible. Incluso comenzaba a plantearme qué clase de mobiliario quería en su interior cuando fui interrumpido por mi hermano. En esa ocasión no supuso ninguna sorpresa para mí, puesto que había ido a buscarlo personalmente a Hogwarts.
—Te falta un diente.
No sé cómo pudo saberlo. Yo no le había sonreído en muchos años. Instintivamente paseé mi lengua por el hueco vacío y me giré para encarar a Albus.
—Tú tienes la nariz torcida.
—Gracias a ti.
—Yo podría decir lo mismo.
—No recuerdo haberte dado ningún puñetazo, Abe.
—Pero estoy convencido de que tú sabías que pasaría lo que pasó.
Albus alzó una ceja, pero no confesó. Tampoco hacía falta. Conocía lo suficiente a ese hombre como para saber cómo funcionaba su cerebro. Era retorcido y cruel y no merecía la pena enfadarse con él porque jamás iba a cambiar su manera de actuar y de pensar. Además, una vez más todo le había salido bien. Jodida suerte.
—Eres un cabrón, Albus.
—Te dije que necesitaba tu ayuda.
—No me dijiste que tus enemigos iban a capturarme.
Vi a Albus rascándose la nuca. Era un gesto que repetía cada vez que se sentía nervioso. Hacía años que no le veía hacerlo y supe que iba a decirme la verdad.
—Las cosas no sucedieron como yo las había planeado. Nunca te hubiera puesto en peligro de forma intencionada.
Puse los ojos en blanco.
—¡No! ¡Claro que no!
Albus me puso las manos en los hombros y yo me estremecí. Tal y como había hecho el falso Aurelius Dumbledore en aquella celda horrenda, me miró directamente a los ojos y yo pude ver todo lo que había dentro de ellos. Su oscuridad era muy distinta a la que tenían aquel muchacho o Ariana, la clase de oscuridad contra la que nadie puede luchar. Ni siquiera uno mismo.
—Eres mi hermano, Abe. Yo sabía que eras el único capaz de hablar con Credence. No quería que Gellert te atrapara.
Chasqueé la lengua. Habían pasado décadas desde que fueron amigos. Grindelwald había hecho cosas horribles. Posiblemente había matado a mi hermana y destruido los restos de la familia Dumbledore. Y, pese a todo ello, Albus aún lo llamaba por su nombre de pila. Era un cretino entonces y lo fue hasta el mismo momento de su muerte.
—El muchacho, ¿se llama Credence?
—Ya no es un muchacho. Y sí, su nombre es Credence Barebone.
Asentí mientras mi mente retrocedía hasta un momento acaecido no muchos días atrás. Después de mi conversación con el tal Credence, éste abandonó la mazmorra y yo permanecí colgado de las cadenas durante mucho tiempo. Tanto tiempo que comencé a desesperarme a causa del dolor y el cansancio. Volví a gritar esperando que los guardias hicieran algo para ayudarme o para hacerme callar, pero la puerta de la celda no se abrió de nuevo hasta que Credence estuvo listo para regresar. Lo hizo a hurtadillas, enfrentándose a sus colegas y renegando de su posición junto a Grindelwald. Él me liberó, lo cual no fue sorprendente. Su oscuridad se alzó feroz para sacarnos de aquel lugar y, no sé cómo, pero yo logré calmarla en algún lugar desconocido del centro de Europa. Convencer al muchacho para viajar a Inglaterra no fue fácil y yo jamás llegué a comprender cómo logré persuadirlE para hacerlo.
—¿Cómo está?
—Confundido.
—Deberías dejar que lo viera.
Albus me palmeó la espalda y me invitó a caminar rumbo al castillo. A mí no me gustaba Hogwarts. No me gustó durante mi etapa escolar y no me gustó en mi vida adulta. Siempre me había sentido atrapando entre sus muros, obligado a estudiar cosas que no eran de mi interés y presionado por el peso de mi apellido familiar. Por mi estúpido y pluscuamperfecto hermano mayor.
—Cuando llegue el momento, Abe.
—Creo que es como Ariana.
—¿Has oído hablar de los obscurial?
En aquel momento no tenía ni la menor idea de lo que eran. Sin embargo, no tardé demasiado en averiguarlo. Albus no necesitó animarme para investigar sobre el asunto porque, si estaba relacionado con Ariana y su trágico destino, era algo indudablemente de mi interés.
—Creo que hay algo innato en ti, Abe. Algo que te permite dominar al obscurus que habita dentro de personas como Ariana o Credence.
—Estás diciendo tonterías, Albus.
—En absoluto. Cuando te pedí ayuda confiaba en tu capacidad para convencer a Credence de que abandonase a Grindelwald y no me equivoqué.
—Yo no intenté hacer nada para convencerle. Me limité a decirle la verdad.
—Le liberaste, Abe. Gracias a ti, nuestra lucha contra Grindelwald será un poco más fácil.
Decidí no seguir dándole vueltas al asunto. Ignoraba si lo que decía Albus era verdad o no y no me importaba en absoluto. Sólo quería dejar todo lo ocurrido atrás para poder seguir con mi vida, así que aclaré mi posición.
—Querrás decir tu lucha, Albus. No te creas que puedes contar conmigo.
Albus me palmeó la espalda y se rio con suavidad. No me soltó su típico discurso para convencerme de obrar en pos del Bien Mayor. Caminamos juntos durante bastante rato, cada uno sumido en sus propios pensamientos, hasta que alzó el pulgar y señaló algún punto indeterminado ubicado a nuestras espaldas.
—Antes me ha parecido que estás interesado en Cabeza de Puerco.
—Creo que es un negocio con posibilidades.
—Te has pasado los últimos años bebido como un cosaco. ¿Estás seguro de que te conviene tener un pub?
—¿Y tú estás seguro de que es buena idea meterte en mi vida?
Albus agitó la cabeza y cerró la boca hasta que llegamos a Hogwarts. Yo se lo agradecí, de la misma manera que siempre le he agradecido que se mantuviera próximo a mí pese a mis constantes desplantes. Tardé muchos años en comprenderlo. Odié mucho a Albus y le culpé por todas las desgracias de mi existencia, pero en el fondo siempre supe que le quería a mi lado. Aunque discutiésemos, aunque me pareciese un idiota y un egoísta, era mi hermano y no deseaba renunciar a su compañía. Fue agradable comprobar que, después de que terminase ese 1933, después de sobrevivir a dos guerras mágicas y de prácticamente dirigir el mundo mágico, Albus Dumbledore siempre fue mi hermano.
Hola, holita.
Esta es la primera vez que escribo algo relacionado con las películas de "Animales Fantásticos". Debo decir que hay pocas cosas de mi interés en ellas y que me parece lamentable cómo se están cargando parte del canon ya establecido (¿McGonagall profesora en 1928? ¡Por favor!), pero sí que existen elementos que se pueden explorar, como la relación de los hermanos Scamander o todo lo que tenga que ver con el Dumbledore de Jude Law (y mejor no digo nada, ejem). Personalmente estoy deseando que se incluya a Aberforth en las próximas películas porque lo que expongo en este relato es mi apuesta personal y quiero que pase sí o sí. ¡Ea!
Espero que os haya gustado. Besetes y hasta la próxima.
