Hola satosugu nation. Porfa acepten este fic feo como mi ofrenda de entrada al fandom.
Disclaimer: Jujutsu Kaisen le pertenece al gato de un solo ojo, Akutami Gege.
I
It's getting late and this bar's about to close
Suguru levantó la mano, llamando la atención del barman y señalando su vaso, pidiéndole sin necesidad de palabras que rellenara de su trago una vez más. El barman asintió una vez, dejando a un lado el cargamento de cervezas que estaba acomodando en el refrigerador y yendo a por la botella de licor, sirviéndole un dedo y medio de alcohol, cuyo color transparente-amarillento lucía casi ocre bajo las luces de la barra, increíblemente tenues, en su intento de crear un efecto de intimidad.
Alguien se sentó junto a él en el momento en que llevó el vaso a sus labios.
—Esta es la tercera vez que pides lo mismo. ¿No estás borracho?
Suguru levantó el vaso, bebiendo lentamente, apenas mojándose la lengua y dejando que la quemazón del alcohol le escaldara la garganta, el sabor fuerte y fermentado del shochu arrastrando consigo los últimos restos de estrés de todo el día, eliminando la tensión que se aferraba tercamente a sus hombros.
—No soy fácil de emborrachar —respondió, echando un vistazo a la mano larga y huesuda del desconocido, apoyada estudiadamente casual contra el borde de la barra.
El hombre simplemente se rio, masticando la risa entre dientes, como si no se decidiera si quisiera callarse del todo o reírse en voz alta.
—Tomar sin emborracharse. ¿Dónde está lo divertido en eso?
Suguru alzó los ojos, finalmente. Mirándolo directamente.
—Tú dime. Tú eres el que está contando los tragos de un desconocido.
El bar estaba relativamente vacío, incluso para ser un miércoles por la noche. Suguru tenía la mala costumbre de sentarse en la barra siempre que quería tomarse un trago solo, después del trabajo, casi llevándoselo con él en el auto si no fuera porque, bueno, realmente no debería beber y conducir, pero mirar las mesas y sillas vacías le provocaba un poco de pena. Aparte de él, solo había tres gatos en el lugar, uno sentado en una esquina mirando su teléfono mientras bebía un cóctel de aspecto afrutado, y el otro cerca de la puerta, echando vistazos ansiosamente a la entrada, como si esperara una cita o si todavía no hubiera reunido la fuerza suficiente para aceptar que, probablemente, lo dejaron plantado, con todo y su camisa de franela verde, claramente recién planchada.
El otro gato perdido estaba sentado junto a él, mirándolo por encima de sus gafas de negras con unos ojos tan azules que bien podrían contener al cielo mismo.
—Hm —murmuró, rodando la paleta en su boca de un lado a otro, haciéndola repiquetear contra sus muelas—. Bueno, eso es lo único entretenido que se puede hacer aquí… al menos para alguien que no toma.
Suguru enarcó ambas cejas, pasándose la lengua por encima del labio superior, atrapando un atisbo de shochu colgando como un fantasma.
—¿No bebes, pero aun así te metes a bares a mirar extraños tomar? Eso es raro.
El desconocido también le alzó las cejas, girándose en su banquito para dejar caer la espalda contra la barra.
—Supongo que puedes decir eso.
Suguru pasó la yema del dedo índice en el borde de su vaso, mirando más atentamente al hombre a su lado, que parecía distraído al mismo tiempo en que lucía atento a todo, como si el aire mismo se arremolinara alrededor a su alrededor de la forma que él quería, en que se le acomodaba mejor. Casi todo en él gritaba casualidad, desde su cabello plateado despeinado hasta su jersey negro, tan suelto en el cuello que accidentalmente podía verle la clavícula derecha, una línea dura por encima de la piel blanca inmaculada—o quizás no fuera un accidente en absoluto, quizás fuera totalmente intencional. Tenía que serlo, nada tan perfectamente ejecutado podía ser el resultado de pura suerte, ni siquiera la manera en que los vaqueros gastados se le ajustaban como un guante, remarcando la forma en que sus piernas se extendían por kilómetros.
Incluso las gafas exudaban planeación a metros de distancia. Especialmente porque estaban en interiores, y porque eran horribles.
—Supongo —repitió, solo por decir algo.
El desconocido notó perfectamente que Suguru lo estaba mirando de arriba abajo, detenida, evaluativamente, con cuidado, pero no parecía importarle. No si la curva en la comisura de su boca era indicativo de algo.
Sus ojos del color del universo hicieron lo mismo, dos veces, deteniéndose finalmente en el dedo anular de su mano izquierda. En su anillo de matrimonio.
—¿Saliendo del trabajo? —preguntó de repente, casual. Demasiado casual, demasiado estudiado. Suguru asintió una sola vez—. Tu esposa te debe estar esperando.
Ahora fue el turno de Suguru para reír.
—¿Estás preocupado? —inquirió, volteando en su dirección. El desconocido le devolvió la sonrisa—. Está bien, Shoko no se molesta.
Su sonrisa se hizo aún más radiante.
—¿Shoko?
Suguru frunció el ceño, levantando lo último que le quedaba de alcohol y bebiéndoselo de un trago.
—Mi… esposa.
—Ah.
Hubo un momento de silencio. Suguru giró en su asiento, también, apoyándose contra la barra y mirando al resto del bar, vacío y sinceramente lastimoso, con sus mesas oscuras y luz tenue desperdiciada en una audiencia inexistente. El sujeto del teléfono seguía ahí, imperturbable, mientras que el otro había desaparecido, rápido como una sombra, convirtiéndose en un mero pensamiento olvidado en el fondo de su mente. Arriba, por las bocinas, se derramaba el murmullo de una canción desconocida, en inglés, de la que Suguru solo podía adivinar pedazos, más entretenido con el mismo silencio mezclado con el repiqueteo de las botellas de cerveza, cada vez que el barman levantaba tres o cuatro y las acomodaba eficientemente en la nevera.
El desconocido comenzó a menear el pie contra el suelo, llevándole el tempo a la música, mirándolo todo y también a la nada por detrás de sus gafas oscuras.
—Al menos deberías decirme tu nombre —comentó el hombre, en el preciso momento en que Suguru abrió la boca para hablar— si vamos a sentarnos juntos en silencio.
—¿Importa mucho?
—No. Pero es cansado tener que pensar en ti como «el extraño» dentro de mi cabeza.
Suguru le miró de reojo, pensativo. Incluso él mismo se sentía cansado de tener en el otro como «el desconocido».
—Getou.
El desconocido sonrió, girando nuevamente en su asiento hasta quedar de costado, encarándolo.
—Gojo —ofreció. El constante clack-clack de la paleta entre sus muelas cada vez que hablaba resultaba insoportable—. Un placer conocerte.
Suguru asintió una sola vez en su dirección, el flequillo cayéndole sobre los ojos y apartándolo distraídamente.
—Igualmente.
—¿No nos conocemos? Tu nombre me suena de algo.
—Para nada. El tuyo ni siquiera me hace ruido.
—Hmm. Estoy seguro que conocí a un Getou algo vez.
Suguru no tenía nada que decir respecto a eso. Rodó, volteando para quedar de cara con el desconocido—Gojo, enfrentándolo también. Ni siquiera pasó un minuto antes de que sus ojos volvieran a vagar por toda la extensa planicie de su cuerpo, largo como un palillo, relajado y casual como un gato callejero que por fin ha encontrado un buen sitio en el cual cobijarse.
Los labios le picaban por fumar.
—¿No vas a seguir tomando?
Suguru se encogió de hombros.
—No lo creo; se hace bastante tarde. Además, tengo que conducir —estrelló dos veces los dedos contra la barra—. ¿Qué hay de ti?, ¿tienes más bares a los que ir, extraños a los que mirar?
Gojo lo miró por encima del marco de sus gafas, esos ojos azules como el universo mismo cerrados en una mezcla de diversión y otra cosa. Ardiente. Líquida. Como el océano bajo el sol del mediodía.
—No —respondió, lentamente. Sus pestañas, sorprendentemente largas, subiendo y bajando una sola vez—. Ya terminé por la noche. Y sí, es bastante tarde.
Suguru frunció los labios en una línea recta. Los dedos le picaban por sacar la cajetilla en su bolsillo, pedir permiso, solo un momento, y salir a fumar. También le ardían los labios por inclinarse y darle un beso ahí, justo en la línea visible de sus clavículas a Gojo, clavarle los dientes sobre la piel blanca.
Gojo, de hecho, inclinó el rostro hacia un lado, exponiendo la larga, prístina columna de su cuello, como si leyera sus pensamientos. Como una invitación.
Suguru le hizo señas al barman.
—La cuenta —pidió. Sus ojos regresando inmediatamente a los de Gojo—. ¿Tu casa o la mía?
Gojo tuvo la decencia de simular que se detuvo a pensarlo.
—¿Cuál queda más cerca? —preguntó.
El barman se acercó hasta ellos, dejando las botellas otra vez a un lado y entregándole la funda de cuero con la factura adentro. Suguru sacó su billetera, metiendo la tarjeta junto a la factura sin detenerse a mirarla y devolviéndola.
—La mía, entonces.
Gojo dejó caer el mentón sobre la palma de su mano, observando cómo el barman se retiraba otra vez, ahora en dirección a la caja.
—¿Hm?, ¿y tu esposa?
—Ella tiene el turno nocturno en el hospital —explicó, tranquilo, sin apresurarse—. Además, no tiene por qué enterarse.
Gojo pareció sumamente complacido con la respuesta. Sus hombros rectos se curvaron levemente hacia adentro.
—Quizás deberías follarme en el lado de su cama.
Suguru se lamió el labio inferior. Necesitaba fumar.
—Quizás lo haga.
—Bien.
El barman volvió, dejándole la tarjeta y retirándose con la misma eficiencia y rapidez de las veces anteriores. Suguru se puso de pie, desdoblando su chaqueta de color marrón y metiendo dentro.
—¿Vamos? —preguntó.
Gojo se levantó lánguidamente, su altura desplegándose como un rascacielos al lado de Suguru, obligándolo a inclinar la cabeza ligeramente hacia arriba para poder mirarlo a los ojos. Un poco. Casi nada.
—Vamos.
Juntos, salieron al estacionamiento.
