La copa del engaño


Fue un acto desesperado, Navier lo reconocía. Vertir la poción de amor en la copa de Sovieshu. Pero ella no podía dejar de ser emperatriz. Y menos en su situación.

No por la tontería de un hombre.

Y Rashta...ella no era digna de ser reina de nada. La chica era torpe, inmadura, ignorante y egoísta. Los meses en el palacio se convirtieron en años y no cambió, por muchas institutrices y damas de compañía que Sovieshu contratara. Era chantajeada y presa de infidelidades.

Sovieshu fingió no verla. Hasta que bebió de la copa de Navier, con la ingenuidad con la que comía sus galletas cuando eran niños.

—Es la primera vez en años que la Emperatriz es amable conmigo —reflexionó él.

—Es la primera vez en meses que el Emperador tiene un momento para la que aún es su esposa —replicó ella.

—Fría, siempre fría —murmuró Sovieshu, arrugando la frente, fastidiado.

Pero bebió de su copa y eso causó culpa, preocupaciones nuevas en Navier. ¿Y qué si el preparado operaba distinto y enfermaba al Emperador?

...Navier se descubrió pensando que por desgracia no le importaba. No a esas alturas. No con su lugar en peligro. No sin integridad.

El tiempo, en su situación, apremiaba.

Heinley no había tenido ninguna suerte. El futuro de ambos reinos dependía de Navier y de qué tan flexible pudiera ser su moral.

Sovieshu se sonrojó, Navier se mantuvo a su lado, tomó su mano, lo miró directamente. Y eso bastó. Como con el Archiduque.

—¿Cuándo fue la última vez que luciste tan hermosa? Aún eres fría, pero yo...

Navier correspondió caricias y atenciones como cuando eran jóvenes. No estaba enamorada de Sovieshu pero buscaba restaurar un reino al borde del abismo.

Su esposo, el emperador, volvió a ocupar la cama que ya no visitaba desde hacía años. Rashta pidió explicaciones pero fue expulsada, para tranquilidad de Navier, pese a estar visiblemente embarazada.

Sovieshu miró a su concubina con dureza. De repente, fue evidente para él que el niño no era suyo, lo que decían los rumores prohibidos antes de la poción vertida.

Rashta volvió a ser una esclava en la casa del Visconde Lotteshu. Navier lo lamentó por ella, pero, ¿acaso a Rashta vez alguna le importaron los sentimientos o la suerte de Navier? Como emperatriz a una súbdita, no le había fallado. Rashta era una esclava pero su casa rica, sus hijos vivirían bien y ya no se interpondrían en el destino de Navier.

Sovieshu no sospechó en absoluto sobre el niño que hinchó su vientre. Era como todo debió ser. Ningún recelo hacia Navier.

¿Lo merecía ella tras su aventura con Heinley? Tal vez no. Pero Navier no había hecho nada que Sovieshu mismo no. Aún tenía pesadillas donde Rashta era la emperatriz y ella debía huír como una fugitiva en la noche.

Con Heinley.

¿Pero no hubiese sido maravilloso?

A pocos días de su alumbramiento, Sovieshu confesó haber mandado a asesinar a su amante. Navier lo abofetó, sollozando, como si fuese un niño desobediente quien ofendiera a su madre.

—No podía soportarlo —explicó él.

Y no fue suficiente. Pero era la verdad. Y lo que quedaba del príncipe Heinley floreció en Navier, secretamente, porque los amores de una emperatriz no conciernen a nadie. Mucho menos a un emperador infiel.