La mañana florecía, y aquellos miembros del reino animal, cebras, rinocerontes, monos, babuinos, entre un sin número de especies, se inclinaban en adoración al Rey Simba, quién rugía junto a su familia, Nala, su esposa, Kiara y Kovu, su pareja.

Era otra mañana en la vida de estos leones y su legado real, más, sin embargo, en un área fuera de las zonas del reino, un grupo distinto, otra colonia de suricatos, más bien, se encontraba oculta, excavando túneles como ya era costumbre en ellos. Solían temer de las águilas marciales y halcones. A diferencia del grupo de suricatos que los que solemos tener recuerdos, estos animales de esta zona podían defenderse en grupo y proteger a sus jóvenes.

— ¡Vamos, por favor! —decía una joven suricato con algo muy particular en su cuerpo. Su brazo izquierdo parecía estar a la mitad, un muñón vendado — Sé que puedo ayudar, ¿por qué no me dejan hacerlo? —En su rostro se veía desesperación.

Como al otro grupo de suricatos que protagonizaron el evento anterior, estos variaban en pelo y tonos de pelaje. Ella tenía un pelaje claro, de un tono marrón claro rosáceo con rayas de un tono más oscuro. Su pelo parecía ser de un tono rubio oscuro, con ojos de un tono grisáceo, con una forma almendrada, no redonda como alguno de sus compañeros.

Un par de segundos pasaron antes de la respuesta de uno de sus compañeros, no muy viejo, pero si bastante mayor, lo suficiente como para ser el líder de la colonia.

— Mejor, no, Akili —su desinterés era evidente. Al escuchar esta respuesta suya, el rostro de la ya mencionada mostraba lentamente desolación, más a su compañero eso no le importó—, ¿no estás mejor haciendo otra cosa? No puedes todo el tiempo pedir lo mismo todos los días. —Dirigiéndose directamente hacia ella, se cruzó de brazos y le miró frente a frente.

— Por favor… —lo sabía, era insistente, pero no podía estar haciendo nada. No era lo que ella quería.

Se contuvo las ganas, no quería llorar, estaba cansada de ser rechazada ella y todo lo que hacía. Simplemente era considerada… "especial", de algún modo.

— ¡No puedo dejar que hagas esto! —Él se encontraba ya desesperado—Te puedes lastimar. Dime, ¿cómo piensas cavar un túnel sin una pata? ¿Cómo piensas cargar con las rocas y los obstáculos que tenemos que poner para que no nos coman? —Al decir estas preguntas, apuntó con una de sus garras su cabeza y le dijo— Piensa un poco, ¿quieres?

No se dio por vencido ella, no quiso dar por cerrada la conversación e hizo lo posible para intentar convencerle. Primeramente, había intentado decir que, o podía ayudar colocando las ramas de madera, o no tenía que trabajar de aquellas labores como todos los demás de ser necesario. Le sugería que le dejase experimentar con los utensilios que pudiera conseguir para ayudar a sus compañeros.

— ¿Y si hago una cosa que echa aire? Como… —Miró al suelo pensando por unos segundos y se puso una garra sobre su labio inferior— ¡Oh! Hecho con hojas, algunas piedras, ¡y quizá algo que impulse el giro constante y refresque…!

— ¡No, gracias! — Se retiró, parecía estar ya muy irritado.

Al notar la molestia que estuvo causando, se detuvo. Su semblante se entristeció, y cabizbaja, se abrazó a sí misma como podía.

Akili era alguien solitaria dentro de su colonia. En su condición, rechazaban su actividad y contribución sin importar qué tan importante podría ser. Contaba al menos con el refugio de su tía Inaya, y su abuela Zulai, mujeres trabajadoras en la colonia. Eran su inspiración y le llevaban a seguir queriendo hacer algo, sin embargo, ella no se conformaba con cualquier ayuda mínima, sino con mejor en beneficio de todos. Quizá no podía cavar túneles tan profundos rápidamente como los demás, pero dentro de ella estaban las ganas de ser útil, de algún modo u otro.

Ya estaba cansada de pedir lo mismo, pero no se dijo parar. Estaba triste por lo ocurrido. Caminó pues, en sentido contrario, encontrándose entre suricatos que no le prestaban la más mínima atención; estaban más enfocados haciendo túneles, caminando rápidamente de un lugar a otro. Se podía oír cómo algunos conversaban, no era más que de la forma en cómo colocarían las rocas, conseguir más madera, o qué tango un cierto grupo podía cavar. En su camino, pudo oír a un suricato hablando con su compañera, presumiéndole sus dotes para excavar más rápido que los demás. Ante esto, otro a su lado se rio y le sugirió que mejor se pusiera a trabajar. Esto en unos momentos generó una discusión que duró poco en cuando ellos y la suricato que intentaban conquistar en el momento veían a Akili pasar.

— Oye —el que antes había empezado a presumir, había clavado sus ojos en ella. Por la forma en la que Akili estaba de perfil, no podía divisar mucho su otro brazo, hasta que pudo ver una parte corta moviéndose del otro lado. Ahí empezó a cuestionarse —, ¿esa no es…?

Hubo un momento en que fue interrumpido por el otro con el que discutía, el cual también hacía lo mismo.

— Sí, creo que es ella. —susurró.

— Pobrecita, es… —la chica suricato parecía no haberle visto con mucha frecuencia.

—No tiene su pata izquierda —uno de ellos, le respondió, apartando su mirada por un momento de Akili y dirigiéndola hacia ella—. Está discapacitada.

En el proceso de la conversación, el otro suricato se puso una mano en la mejilla más cercana y siguió mirándole junto al resto, con una evidente lástima.

— No me imagino cómo debe de ser el no poder excavar o cargar algo bien.

A medida que ella caminaba, escuchaban como varios hablaban al respecto. Fingía ignorarlos, y, al apartarse del resto finalmente y encontrándose en una zona poco frecuentada, se abrazó a sí misma. Sentía un dolor quebrantante ardiendo en su interior como fuego. Frunció el ceño cerrando los ojos, un nudo en su garganta permanecía vigente. Agachó su cabeza, como si quisiera ocultarse dentro de sí, y a pesar de que quería abstenerse de llorar, un par de gotas de lágrima aparecían en ambas esquinas de sus ojos.

Movió la cabeza de un lado a otro, como si estuviera negando algún pensamiento. Retomó su compostura y respiró profundamente. Sí, todo estaba bien. No era la primera vez que escuchaba las palabras de los demás de este estilo.

― ¡Debería estar acostumbrada ya! ―Exclamó para sí misma, moviendo su brazo o pata derecha de forma circular, rápida y exagerada― No es la primera vez, por favor.

En unos minutos después, ya caminaba por los túneles subterráneos. Como a todos los demás, no se sentía molesta por la falta de luz y ambientación. Estaban todos acostumbrados a la oscuridad, con escasas temporadas de salida. Siempre con temor y alerta ante cualquier peligro, podían defenderse, pero rara vez lo hacían; preferían estar seguros debajo de la tierra, comiendo y alimentándose de todo lo que encuentren cerca. Giró a su izquierda, y se encontró con un infante suricato que, a su visión, parecía estar perdido.

― Hey, pequeño. ― dijo con suave voz, inclinándose levemente ante él. Le miró con ojos de cariño― ¿Quieres ayuda con algo?

―No encuentro a mi papá. ― Respondió el niño con un semblante triste, mirándole a los ojos.

―No te preocupes―contestó con dulzura en sus labios―, te ayudaré a buscarlo.

Le extendió la pata que tenía libre, y al entrelazarse con la de aquel niño, empezaron a pasar juntos por los túneles. Pasaron por varios, en momentos donde el niño gritaba "papá", por lo que, ya pasando unos minutos considerables, Akili decidió preguntar:

― ¿Cómo luce tu padre? ― Le miró estando de perfil.

―Umm… ―Por momentos, el niño se detuvo a pensar, no le tomó mucho ―Tiene cabello marrón, y ojos redondos.

Le miró con extrañes a aquel niño, y puso su mirada detrás de sí, viendo a tantos suricatos que se parecían unos con otros, teniendo las mismas características que el niño mencionaba. Con esta visualización de lo que allí había, entrecerró sus ojos y frunció el entrecejo con un evidente tedio.

― Genial. ―dijo con sarcasmo, no sin antes suspirar de pesadez― Oye, creo que necesitamos una descripción más específica.


― ¡Kibo! ― gritó un suricato de cabello castaño, ojos negros y cuerpo delgado: su echo se escuchaba por el largo recorrido del subterráneo, pero el resto de sus compañeros no le prestaban atención. Quizá no tenían idea de dónde estaba su hijo. Adquirió timidez, entraba en pánico. No había visto a su hijo en horas, y pues, estaba desesperado. ― ¡¿Has visto a Kibo?! ― exclamó mientras ponía a ambas manos en la zona de los hombros de un adolescente. Rápidamente, le dejó con brusquedad y fue tras otro que se encontraba cerca ― ¡¿Tú has visto a mi Kibo?! ― le dijo con pánico en su voz a otra persona, a quien levantaba, de forma no muy sutil, el pelaje del pecho ― ¡Tú! ¡¿Sabes dónde está mi hijo?! Dime por favor que sabes dónde está. ―debido al pánico que sentía este hombre, su voz se escuchaba temblorosa.

Y pasó un largo rato, donde este suricato estaba cada vez más desesperado. Puso los dedos de sus patas contra su rostro, y estando ajustadas al mismo, los bajaba lentamente en señal de frustración. Pasaba en varias ocasiones cerca de su hijo y este de él sin ninguno saberlo.

― ¡Kibo! ―Volvió y exclamó.


― ¡No es posible! ―dijo el niño al lado de Akili― A este paso no lo vamos a encontrar.

― Claro que sí ―dijo ella con una alegre cara de optimismo―. De seguro debe de estar buscándote.

―Tienes razón―miró hacia un lado cercano al suelo. Repentinamente, el chico parecía oír un echo extraño. ― ¡¿Oíste eso?!

Al oír esa pregunta, Akili miró a ambos lados, de adelante hacia atrás. Hizo una pausa para poder empatizar con lo que sea que hubiese escuchado el chico.

― ¿Eh? ¿Qué cosa? ―nuevamente ella hizo una pausa, y finalmente logró escuchar con más claridad una voz nerviosa que gritaba un nombre. Volteó a ver nuevamente al niño, quien ya se encontraba viéndole― ¿Te llamas Kibo?

― ¡Sí! ―contestó con emoción y le tomó de la pata, halándole hacia lo que creía sería el origen de aquella voz que le llamaba― ¡Papá! ―gritó.

Lo reconoció. Aquella voz no la podía dejar pasar por alto. El adulto volvió y llamó el nombre de su hijo, y corría para ver de dónde había provenido su voz.

― ¡Hey, tranquilo, Kibo! ―Akili sentía cómo era arrastrada por el niño. Parecía que era él quien quería guiarle.

― ¡Es él! ―exclamó el niño― Debe ser él.

A medida que corrían, el padre iba esquivando cualquier multitud.

― ¡Kibo! ―gritó el padre al ver a su hijo desde lejos. Su nerviosismo y pánico había disminuido. Sentía un alivio tan profundo como el gran cañón del Colorado. Al su hijo correr hacia él con los brazos abiertos y dejando a Akili detrás, le abrazó con mucha fuerza mientras lágrimas recorrían lentamente sus mejillas.

«Sí que estaba desesperado ese señor», Akili pensó, mientras esbozaba una sonrisa y ponía su pata derecha en su cadera.

Ella se quedó por unos momentos admirando el tierno momento entre padre e hijo. Tenía planeado llegar a su túnel y encontrarse con su familia, quizá le dejen hacer algo ahí. Lentamente su mirada se dirigía hacia el rumbo opuesto, hasta que escuchó una voz detrás suya, dándole las gracias. Se volteó completamente hacia el origen de dichas palabras. Se quedó un poco sorprendida ante esa situación, de tal manera que en un principio no sabía qué responder. Se encontró con ver aún cómo su padre abrazaba a su hijo sin soltarle, aunque parecía también que al pobre le estaba faltando el aire. Nuevamente volvió a sonreír, dándoles a ambos una mirada plácida.

― No hay problema. ―se encogió levemente los hombros.

Estaba a punto de retirarse, hasta que, antes de dar media vuelta, Kibo llamó su atención.

― Oye―le dijo―, ¿Cuál es tu nombre?

Sí, los suricatos vivían en una colonia no muy grande, por lo que no sería difícil reconocerse entre sí, sin embargo, Akili era una excepción. La gente solo le conocía por su característica individual, mas no por su nombre, como le pasaba al resto.

― Akili ―respondió―. Me llamo Akili.

― Muchísimas gracias, joven ―agradeció el padre del niño, a quien abrazaba y lentamente cargaba haciéndole recostar la cabeza en su hombro.

Y desde lejos los vio marcharse con serenidad, finalmente yéndose por el camino contrario. Se preguntó a sí misma si ese hombre pensaba en volver a trabajar. Le había visto una desesperación tan grande que no parecía poder con ella. Supuso por su rostro y preocupación, que no era la primera vez que estaba en esas condiciones; supuso que era muy nervioso. Eso le traía malos recuerdos.

Mientras tanto, dos suricatos hembra, una ya en una edad avanzada, cargaban trozos de tierra. La más anciana cargaba las más pequeñas mientras que la más joven podía cargar trozos de tamaño apropiado. Se podían escuchar los sonidos de las garras rasgando y excavando, separando los restos de tierra mientras iban hacia abajo.

Unos pasos se escucharon, y ambas miraron rápidamente a ambos lados en señal de alerta.

― ¡¿Qué?! ¿Qué…? ―dijeron ambas en unísono, hasta ver hacia arriba y notar que Akili les miraba desde arriba.

― ¿En dónde estabas, señorita? ―preguntó Inaya, la más joven entre las dos― No estuviste haciendo nada pesado, ¿verdad?

― No, tía―dijo con un bajo tono de voz mientras miraba los ojos azul claro de su tía.

― Pero lo intentaste ―interrumpió Zulai―, ¿no es cierto?

La expresión de Akili le delataba. Frunció el entrecejo hacia arriba y se mordía los labios nuevamente; ella nunca les mentía.

― ¿Por qué lo dices? ―sonrió, con una alegría tan falsa, que le hacía fallar cuando intentaba cambiar de tema.

Esta reacción tan superflua hizo que la anciana con gris claro en su pelo, verde en sus ojos y marrón rosáceo en su pelaje, le mirara cruzándose de brazos y levantando una de sus cejas.

Unos segundos pasaron, y ella (Akili), suspiró, desencorvándose.

― Está bien, sí ―dijo sin ánimos―. Pero, ¿por qué no? ―retomó su postura y una mirada de intranquilidad― ¿Qué tiene de malo querer ser parte de su grupo?

― Estás con nosotras, cariño ―Inaya contestó―. No estás sola, solo… no tienes que arriesgarte de la misma manera que todos los demás.

― ¿Por qué no? ―su tono era suave, pero un tanto serio. Frunció un poco el entrecejo.

La pregunta dejó a Inaya y a Zulai mirándose una a la otra, con una expresión de tristeza. Akili sabía la respuesta, sabía el por qué. Inhaló y exhaló profundamente, y, con lentitud, se apartó de ellas a metro y medio.