Disclaimer: El Rejo, el Dominio y los septones son de George R. R. Martin, obviamente. Lo demás, todo mío.

"Esta historia participa en el reto 112 del foro Alas Negras, Palabras Negras".

Elegí para escribir el "entierro de la sardina", pero en el relato lo he mezclado con costumbres típicas de mi pueblo como son el lunes de aguas o los quintos.


Miel del Rejo

Roger se descolgó la bolsa de tela que llevaba al hombro antes de enfundarse las coberturas de cuero endurecido en los brazos y el cuello, dejándola a un lado. Lo hacía sobre todo por insistencia de su madre, en sus dieciséis años de vida ninguna abeja le había llegado a tocar jamás. Se posaban sobre la piel de sus manos, su rostro o sus tobillos con gentileza, paseando por ella durante unos segundos antes de levantar el vuelo de nuevo. Le zumbaban en los oídos, susurrándole canciones secretas de la colmena que él entendía después de tantos años encargándose de ellas. Se enredaban en su pelo, aleteando con rabia cuando no conseguían salir por sí mismas y él tenía que ayudarlas separándose los mechones para liberarlas, pero nunca, nunca, le clavaban los aguijones.

Cogió un recipiente de latón agujereado y lo llenó de paja seca antes de prender una diminuta llama y ahogarla con más paja. Lo tapó rápidamente y se lo colgó del codo, haciendo que pequeñas volutas de humo denso saliesen por los agujeros cada vez que se movía entre panal y panal. El humo tranquilizaba a las abejas, se lo había enseñado su padre y a él el abuelo. De esta manera, las abejas le permitían meter la mano dentro de la colmena y sacar los panales chorreantes de cremosa miel sin alterarse.

—No os quejéis. —Roger las reprendió suavemente cuando las abejas zumbaron con más fuerza. Todavía estaban un poco aletargadas por el invierno, pero no tardarían muchos días en terminar de activarse. Su padre siempre hablaba con las abejas, decía que tenían una suerte de conciencia colectiva que no había que menospreciar. También le había enseñado a coger la miel, los panales y la jalea real sin agotar las existencias para garantizar la supervivencia de las colmenas otro año más—. Sólo cogeré un poco. Además, dentro de poco habrá suficientes flores para que podáis reponer las existencias.

En una tartera metió un gran trozo de panal, despegando las pocas abejas cabezotas que insistían en permanecer en él y dejándolas en la entrada de la colmena con delicadeza. Ese día no les quitaría nada más, la primavera acababa de llegar y las abejas todavía necesitaban sus reservas un poco de tiempo más, pero era una tradición familiar desayunar ese día un trozo de panal empapado en miel que su padre recogía sin falta todos los años. Para Roger era importante seguir haciéndolo.

Revisó el resto de colmenas con calma, cerciorándose de que todas estaban bien antes de bajar los escasos metros que le separaban del río. Pronto, Roger tendría mucho trabajo sacando la miel y algunos panales de la colmena para venderlas en el mercado de la ciudad. El aire olía a las flores de los cerezos del campo vecino, que estaban floreciendo. Cuando las abejas fabricasen miel con su polen, sería muy cotizada y le reportaría suficientes beneficios para que su madre y él subsistiesen el resto del año. Roger sabía que esos cerezos eran su mejor baza, porque al otro lado de sus panales sólo se extendían parras y más parras hasta el infinito, de donde salían los mejores caldos del Dominio que más adelante se venderían en los Siete Reinos a precio de oro que sólo las personas de las casas más nobles se podían permitir degustar.

—El Rejo es una tierra rica y agradecida, hijo —le había explicado su padre años antes de morir, cuando Roger le acompañaba a los panales y observaba cómo su padre extraía la miel de las abejas—. Si sabes trabajarla y aprovecharla, nunca te faltará de comer ni a ti ni a tu familia.

Dejando la tartera a un lado, tapada con un paño limpio para proteger la miel de animales golosos, Roger se desnudó y se dejó caer en el agua helada de marzo. El río traía las aguas del deshielo una montaña que él nunca había visto más allá de verla recortada en el horizonte de la isla y todavía no había suficiente temperatura para que resultase agradable. Sus músculos se quejaron por el contraste entre la calidez del exterior y el frío del agua, pero Roger apretó los dientes y sumergió la cabeza. Escurriendo agua por doquier, rebuscó a tientas entre las ropas que había dejado en la orilla hasta encontrar un trozo diminuto de jabón casero intentando no mojarlas demasiado.

—Tengo que pedirle a mamá que fabrique más —murmuró al darse cuenta de que probablemente no iba a poder lavarse todo el cuerpo con él.

Su madre compraba pequeñas cantidades de sosa y lo mezclaba con la grasa de la escasa carne que comían, aromatizándolo con un poco de miel. En un lugar como el Rejo, los campesinos vivían más de lo que sus pequeños huertos daban y de los animales que criaban que de visitar carniceros o pescaderos. A veces, Roger conseguía pescar algún pez en el río y durante el verano siempre tenían huevos de sobra de las gallinas que su madre alimentaba con cariño, pero la misma miel que les permitía comprar lo que no producían era también el ingrediente de sus mermeladas, conservas, compotas o jabón. Con la cera que no conseguían vender al septo Roger y su madre fabricaban sus propias velas, que intercambiaban por otros alimentos básicos con el resto de vecinos del pueblo.

Con los dedos, Roger se frotó y peinó el pelo, desenredándolo hasta que quedó limpio y brillante. Después, aprovechando los últimos estertores de la pastilla de jabón, se frotó las axilas con fuerza, los genitales y los pies. Odiaba oler como el resto de sus amigos desde que Jana le había dicho un día tras haberse bañado en el río que olía muy bien y se había acercado a él para olfatearle el pelo. A partir de ese momento, Roger había convertido en un hábito el darse un chapuzón en el río cada pocos días, incluso en lo más crudo del invierno cuando la orilla se cristalizaba en una invisible capa de hielo y recogía un poco de agua con la que asearse sin tener que meterse en la corriente.

Lamentó que el jabón no diese para más, pero se conformó. Con la miel que habría escurrido en la tartera, su madre podría hacer algo más y la siguiente vez tendría suficiente para limpiarse el cuerpo completo y no sólo algunas partes. Salió del río, temblando de frío. De la bolsa de tela sacó algunas prendas de ropa limpia y un lienzo de tela basta con el que se frotó la piel rápidamente hasta entrar en calor. Dejó que el aire cálido de la mañana, que predecía un día bochornoso y que Roger estaba seguro de que acabaría desencadenando en una tormenta primaveral, terminase de secarle el cuerpo desnudo. Con habilidad, se ató una cinta delgada de cuero, recogiéndose el cabello. Así le duraría limpio unos días más y sabía que a Jana le gustaba cuando lo llevaba atado así.

Tras vestirse guardó la ropa usada y el lienzo de vuelta en la bolsa de tela y regresó a casa a paso lento, disfrutando de la quietud del pueblo. En una época del año donde los únicos trabajos que exigían atención eran los pocos animales y huertos que la gente tenía para su propia subsistencia, ya que las parras y los cerezos todavía no habían fructificado, la gente solía ser indolente y aprovechaba para descansar hasta más tarde. En verano y en otoño, con la cosecha y la vendimia, se trabajaría todo lo descansado durante la primavera. Apenas se cruzó con dos mujeres, que lo saludaron con cortesía. Llevaban cestos bajo sus brazos y Roger supuso que, como él, iban en busca de sus desayunos especiales. En algunas casas se horneaba pan, en otras se revolvían huevos recién recogidos, se espetaba alguna trucha del río a la brasa o se freían los últimos embutidos de la carne curada en el invierno anterior.

En la de Roger se desayunaban panales de abeja recién recogidos. Los restos de la última miel de la temporada anterior, de entre aquella que le dejaban a las abejas para subsistir el invierno. Las abejas la administraban y custodiaban con eficacia y no les importaba que les robasen un poquito más cuando ya habían empezado a libar. Pronto comenzarían a fabricar miel nueva que sanearía la economía familiar. La llegada de esa primavera, del despertar de los cerezos, cuando las parras comenzaban a llenar de verde los campos, se celebraba en el Rejo con entusiasmo, alegría y bailes de bienvenida durante un par de días antes de enterrar a la sardina para dar fin a las festividades.

Tanto jóvenes como adultos se disfrazaban con ropas viejas, intentando impostar a otras personas y fantasías. A los más pequeños se les pintaban bigotes en los rostros con tizones de la chimenea, se les ataban orejas de tela al pelo y se les cosían colas provisionales en los pantalones y vestidos, simulando ser gatos, perros o conejos. Los chicos y chicas de la edad de Roger buscaban ser originales y ganar el premio de los concursos populares que se organizaban, habitualmente consistentes en algo de comida o ropa. Se disfrazaban del señor de la isla o de su esposa, de soldados, cocineros… Ese año, Roger, Jana y el pequeño grupo de amigos se habían disfrazado de borrachines aprovechando las viejas botellas vacías que habían encontrado en el almacén del padre de Jana. Habían suscitado las risas del pueblo, pero no habían conseguido el premio.

Tras desfilar y conseguir los agasajos de quienes no se habían disfrazado o no querían competir por el premio, el pueblo organizaba una gran hoguera y las familias asaban sus cenas, abrían sus últimos vinos caseros del año, comían en hermandad con sus amigos y bailaban a la luz de las llamas hasta bien entrada la noche. Para Roger, se sentía como si fuese el inicio del año. El final del invierno, el despertar de la tierra que les daba de comer y la despedida de los últimos restos que recordaban a la temporada anterior. Una festividad de finales, de acabar, para poder empezar cosas nuevas al día siguiente.

Pasó por casa antes de ir a la plaza. Saludó con un beso a su madre y, abriendo la tartera, partió un gran trozo de panal para ella, que le correspondió metiendo a cambio unos trozos de pan del día anterior en el recipiente.

—Necesitamos más jabón, acabé mi último pedazo.

—A mí todavía me queda algún trozo. Puedes llevártelo mañana, si quieres —contestó su madre. Roger asintió—. No me queda sosa para hacer más, de momento.

—Podemos sacar algunas monedas de la chimenea —propuso Roger. El tercer ladrillo desde arriba a la derecha de la vieja chimenea podía extraerse. Roger y su madre guardaban allí un par de monedas todos los años tras acabar la venta de la miel. Eran los ahorros de toda una vida y procuraban no utilizarlos. Su madre decía que los necesitaría cuando encontrase una chica con la que casarse—. Pronto empezaré a recoger miel y podremos reponerlas.

—Ya veremos —dijo su madre, sin comprometerse. Roger resopló, pero sabía que seguramente podría convencerla si insistía un poco más. A su madre también le gustaba mucho más cuando estaba limpio y sabía que aprobaba su costumbre de bañarse a menudo.

—He quedado con estos en la plaza para empezar a encender la hoguera. Nos vemos después, mamá —se despidió Roger con otro beso, interrumpiéndola antes de que la mujer le preguntase por quiénes eran «estos», aunque lo sabía perfectamente. Era una costumbre que la festividad se cerrase con otra hoguera y un pequeño teatro que se repetía año tras año. Los jóvenes del pueblo eran los encargados de la organización y era tradición que desayunasen juntos en la plaza del pueblo.

Volvió a la plaza del pueblo con paso más ligero, impaciente por llegar. Estaba seguro de que el resto todavía estaría quitándose las legañas, pero Jana era madrugadora y con suerte podrían desayunar estando los dos solos. Sonrió cuando la vio sentada en una piedra junto a las cenizas de la hoguera de la noche anterior. Sentándose a su lado en el suelo, intentando ignorar que acabaría con las calzas manchadas de negro, puso la tartera entre sus piernas y la abrió.

—Ten —dijo, ofreciéndole a Jana un trozo de panal sobre uno de los pedazos de pan que recogía la miel que chorreaba—. Madrugué para ir a recogerla esta misma mañana.

—Gracias, Roger.

El sonido de su nombre cuando era Jana quien lo pronunciaba le hacía sentir un estremecimiento en el estómago siempre. Se mordió el labio y aceptó los huevos cocidos acompañados de algo de embutido que Jana compartió con él. Comieron en silencio, compartiendo sonrisas mientras masticaban la cera hasta extraerle toda la miel, sintiendo cómo esta explotaba en sus bocas, y untaban el pan en esta junto a los huevos y el embutido. El resto de los chicos y chicas del pueblo fueron llegado en un goteo constante y pronto el silencio compartido se convirtió en un bullicio de bromas, gritos y algarabía, pero Roger estaba satisfecho al sentir la pierna cálida de Jana rozando la suya.

Roger dedicó las siguientes horas a acarrear más leña para volver a encender la hoguera, fabricar un muñeco burdo con vaga forma humana con restos de tela viejos y estropeados rellenos de paja seca que las chicas cosieron con más paciencia que habilidad. Los niños más pequeños, algunos de ellos altos como tallos de espiga cuyos labios ya sombreaban con futuros bigotes los seguían y estorbaban por doquier. Era parte de la tradición también, pues en un año o dos serían ellos quienes desayunarían en la plaza con sus amigos, recolectarían las telas por las casas y acarrearían leña para la quema de la sardina.

—¿Por qué se llama sardina si tiene forma de persona? —preguntó un niño algo más pequeño que el resto, cuya curiosidad todavía era mayor que el temor a preguntar a uno de los chicos más mayores.

—Siempre se ha llamado así —contestó Roger, encogiéndose de hombros.

—Es por el río —dijo uno de los chicos más mayores—. El río está lleno de sardinas que se escapan a nuestras cañas de pescar, así que tenemos que quemarlas simbólicamente.

—¡Todo el mundo sabe que las sardinas son peces de mar! —protestó otro de los niños.

—Eso lo dices tú, mocoso —dijo el mismo chico. Roger meneó la cabeza con una carcajada.

—Es por las putas —intervino un chico que hasta ese momento los había mirado en silencio. Roger lo reconoció, era primo de Jana, o algo así. Los veía en verano trabajar juntos en las tierras de las parras, recogiendo uvas junto con sus respectivas madres—. Las putas se van navegando por el río al comenzar el invierno a buscar suerte en la ciudad porque aquí no hay dinero y vienen al pueblo en verano otra vez para que los hombres puedan desfogar los calores del verano y se relajen del trabajo de la vendimia.

Roger apretó los labios. No recordaba qué opinión tenía su padre sobre los hombres que desfogaban los calores del verano, pero sí sabía la que tenía su madre. Ella participaba como la que más en las fiestas de inicio del verano y en la quema de la sardina que daba lugar al comienzo oficial de la primavera y el regreso de las prostitutas, como había dicho el chico, pero siempre le aleccionaba en contra de utilizar sus servicios. Roger sabía que algunos de sus amigos ya habían probado la experiencia el año anterior, pues se habían jactado de la hazaña cuando las chicas no los oían, pero él no se había atrevido a desagradar a su madre.

Con dieciséis años, los padres y tíos de aquellos que no habían osado hacerlo por su cuenta, solían llevarles como rito de iniciación de la vida adulta. Quizá no todos, pero una gran mayoría. Sin embargo, Roger no encontraba especialmente atractiva la idea. Quizá porque su padre no sería quien le iniciase en la costumbre y no tenía más familiares directos en el pueblo. O también porque no era difícil discernir que la opinión de Jana era más similar a la de su madre que a la de sus amigos y él quería agradar a Jana aunque su cuerpo le pidiese algo que no sabía muy bien en qué consistía más allá de experimentar placer consigo mismo.

«Tampoco es que tenga monedas suficientes con las que pagar el servicio si quisiera», pensó Roger con ironía. No sabía cuánto costaba, pero sí que se pagaba. Sus amigos lo habían costeado con dinero sisado o ganado en vender restos de productos del huerto o se lo habían pagado los adultos que les iniciaban en la costumbre.

El pueblo se congregó en la plaza cuando los preparativos estuvieron listos. A Roger y sus amigos les había costado tanto trabajo encender la hoguera, que uno de los adultos del pueblo que llegó en primer lugar tuvo que ayudarles a que la leña prendiese y llamease con viveza. Un pariente lejano de los señores Redwyne llegó para presidir el acto. Con él llegaba la particular corte que luego se quedaría allí a pasar el resto de la primavera, verano y parte del otoño antes de volver a la gran ciudad.

Roger observó con curiosidad. Había chicas de todo tipo, tanto jóvenes como mayores, de toda clase de físicos. Se preguntó si los chicos elegirían con quiénes se iban y si todas costarían lo mismo. También había un par de chicos, ambos poco más mayores que él, que Roger no recordaba haber visto nunca por el pueblo. Iban con pantalones cortos y chaleco abierto, sin camisola debajo y Roger volvió a preguntarse, con curiosidad, si ellos también formaban de la elección.

—Ven un segundo, Roger. —Roger se apresuró a enderezarse cuando Jana se plantó delante de el con un trozo de tizón negro en la palma de la mano. Con habilidad, se manchó con él el dedo pulgar y utilizó este para pasarlo por el párpado inferior de Roger, que sintió mariposas ante el delicado roce. Repitió con el otro ojo. Roger miró a su alrededor. Sus amigos llevaban las mismas marcas, en una imitación de máscara de tristeza—. Te queda muy bien.

Roger sonrió ante el halago, emocionado. Ayudó a Jana a limpiarse las manos de hollín y a colocarse un velo negro. Durante la representación de la quema, los chicos representaban el lamento de los hombres y las chicas plañían como las mujeres en los entierros de verdad, con grandes gestos y aspavientos de dolor. Cuanto más histriónico, más divertido era. Roger había representado el papel por primera vez dos años antes. Seguramente este fuese su último año, después sería demasiado mayor. Le apenó. Todavía disfrutaba del juego y del teatro y se partía de risa cuando lo hacía, disimulando esta contra un pañuelo para hacerlo pasar por escandalosos sollozos.

El septón avanzó un par de pasos y comenzó la ceremonia que tenía lugar antes de la quema. Se situó delante de la caja de madera podrida que contenía el monigote que hacía las veces de cadáver, con la boca torcida en un rictus malhumorado. Roger suponía que aquella festividad tan poco religiosa debía de parecerle un sacrilegio. Recordaba que el anterior septón era mucho más amable y se divertía con ellos, dándoles juego en las letanías, incluso en sus últimos años de vejez. Sin embargo este era mucho más joven y no había vivido suficientes años en la isla del Rejo para empaparse de sus costumbres y su cultura, las cuales a veces parecía despreciar, aunque Roger se cuidaba mucho de decir aquello en voz alta.

—Con el fin del frío y el inicio del calor… —recitó el septón con desgana, levantando la mano a modo de bendición.

—¡Qué será de nos! —tronó la plaza con las voces de todos los chicos y chicas que, acto seguido, se lamentaron y actuaron sollozos lo más alto que pudieron. Una carcajada recorrió las filas de los más pequeños, que intentaban acercarse para ver mejor.

—Con el fin de las ventiscas y los tempranos anocheceres… —La letanía continuaba. Incluso a pesar de la desidia del septón, el ritmo del poema popular impregnaba las rimas.

—¡Qué será de nos! —exclamó Roger, conteniendo una carcajada al oír a Jana, a su lado, aullar como si estuviesen torturándola.

Con un golpe de inspiración, Roger extendió el brazo y la rodeó por los hombros en un gesto de consuelo. Ella le siguió el juego inmediatamente, volviéndose hacia él y enterrando la cara en el hueco de su hombro, ahogando una carcajada y aullando acto seguido más fuerte. Percibió el aroma floral del pelo de la chica, tan dulce como el de la miel que impregnaba el suyo propio, mezclado con el olor del humo que brotaba de la hoguera. Un burbujeo de emoción bulló dentro de Roger, que intentó concentrarse en la letanía.

—No comeremos más cerdo hasta el próximo invierno, sólo verduras y frutas.

—¡Sólo verduras y frutas! ¡Qué desgracia! ¡Qué será de nos! —Volvió a tronar la plaza entera con las voces de los jóvenes. La gente abucheó, también en broma, mostrando su disgusto con la letanía.

—¡Qué será de nos! —recitó Roger apenas unos segundos después, dándose cuenta de que se había quedado rezagado en el poema. Jana ahogó otra carcajada contra su pecho y Roger exageró el lamento que seguía al verso para disimular el fallo, provocándole más risas de ella que le cosquilleaban en la base del cuello, el estómago y la piel.

Apenas fue consciente del resto del entierro. Se adelantó con los demás chicos para arrojar el improvisado ataúd, al cual habían pintado la raspa de un pescado en los laterales para evocar la sardina que daba nombre a la festividad. La madera podrida crujió y la paja seca ardió al contacto con el fuego, soltando una espesa humareda. El resto del pueblo estalló en aplausos y comenzaron a charlar entre ellos, con satisfacción por el inicio del verano y los días largos y un poco de pena por el fin de los días festivos, mirando las llamas de la hoguera apagarse poco a poco.

Volvió a donde estaba Jana, con algo de pena por haberse tenido que separar de ella sin ninguna excusa para volver a tocarla. Al otro lado de la plaza divisó a su madre junto a los padres de Jana, hablando seriamente mientras miraban en su dirección. Incómodo al sentirse observado, Roger se preguntó de qué estarían hablando.

—Papá quiere saber si tus intenciones son honestas —dijo Jana en su oído. Roger se estremeció antes de fruncir el ceño.

—¿Qué quiere decir eso?

—Supongo que necesita saber si te gusto de verdad o sólo como un pasatiempo —contestó Jana, señalando con un gesto casual a una de las chicas recién llegadas al pueblo que bailaba al ritmo de una flauta que tocaba otro de los chicos, moviendo las caderas sensualmente—. Me preguntó esta mañana antes de que saliese de casa, con mucha seriedad, cuáles eran mis intenciones.

—No… yo… —tartamudeó Roger, sin saber bien qué contestar. Querría decir que Jana no era para él una prostituta con la que pasar el rato, pero no sabía si se consideraría mentir ya que cuando estaba a solas en su catre pensaba en ella, en el olor de su pelo y en sus manos tocándole cuando se masturbaba antes de dormir—. ¿En serio tu padre pregunta esas cosas?

—Sí —sonrió Jana, buscando con su mano la de él y entrelazando sus dedos—. Le caes muy bien. Dice que eres un buen chico porque te encargas de los panales de tu padre desde que él no está y que siempre pareces limpio y educado.

Con la mente nublada, no sabía si por el olor a humo, el perfume de Jana o la sensación de sus manos tocándose de aquella manera, Roger no supo qué contestar. Él no se había parado a preguntarse cómo le veían las demás personas del pueblo. Era cierto que tenía menos tiempo para gandulear que sus amigos y que los hombres y mujeres que se cruzaban con él parecían saludarlo siempre con una cortesía rayana en el respeto que sus compañeros no suscitaban, pero para él había sido algo natural, pues así hablaban a su padre cuando le acompañaba a las colmenas para limpiar los panales de miel.

—Ahí vienen —susurró Jana, con la voz estrangulada, cuando su padre y la madre de Roger se acercaron a ellos. Ambos parecían contentos a pesar de su cara de seriedad. Roger estrechó la mano de Jana con fuerza.

—Hola, Jana —saludó el padre de esta. La chica se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla, pero no soltó la mano de Roger—. ¿Lo habéis pasado bien?

—Sí, ha sido divertido. Lo echaremos de menos el año que viene, ¿verdad, Roger? —Este asintió, mudo, sin saber dónde se había ido su voz.

—Estaba pensando en que mañana podrías venir a comer a casa para conocernos mejor, muchacho —dijo el padre de Jana amablemente.

Roger asintió, tragando saliva, consciente de que eso significa que de golpe no sólo tenía algo que no sabía definir todavía con Jana, y no podría hacerlo hasta que hablase con ella, sino que fuese lo que fuese tenía la aprobación de su familia. Era importante en el pueblo que las cosas fuesen así. Una tradición más, arraigada en otras más arcaicas y menos consideradas con la libertad de elección de los jóvenes.

—Con mucho gusto, señor.

—Quizá podrías traer un poco de esa miel tuya. Hornearemos pan para comerlo endulzado de postre.

—De acuerdo, señor —contestó Roger con una sonrisa tímida, pensando que al día siguiente tendría que robarles otro trozo de panal a las abejas, pero que podría aprovechar para darse otro baño y así ir a casa de Jana limpio para causar una buena impresión.

—Seguid disfrutando —dijo la madre de Roger, despidiéndose de Jana con una sonrisa. Abrazó a Roger, susurrándole emocionada al oído—: Tu padre estaría muy orgulloso de ti, del hombre que eres. —Roger los observó alejarse, todavía hablando entre ellos, con los ojos empañados de emoción.

—Lo has hecho muy bien —susurró Jana en su oído antes de depositar un beso en su mejilla.

Las mariposas del estómago de Roger echaron a volar. Jana tiró de su mano, arrastrándole hacia donde el resto de jóvenes bailaba alrededor de la hoguera con entusiasmo, mezclándose con naturalidad con los forasteros y moviéndose al son de su música. Roger se dejó llevar, sintiendo el tacto de los labios de Jana en su piel, el roce de su mano cada vez que se encontraba con la suya propia y la emoción de concretar un sentimiento que llevaba bailando en su interior demasiado tiempo. Cuando la hoguera se apagó y la gente empezó a dispersarse, Jana se despidió de él con otro beso cargado de promesas y la esperanza de verse de nuevo al día siguiente.

Roger caminó al lado de su madre de vuelta a casa, en silencio pero con una gran sonrisas. Su madre, partícipe de su felicidad, se agarró a su brazo, apoyándose en él con un gesto de cariño. La festividad que daba comienzo a la primavera había terminado, dando fin a aquella transición entre la infancia y la vida adulta que para él había sido extraña por la ausencia de su padre. Un nuevo año, una nueva experiencia y una nueva vida se presentaban ante él.


NdA.

1. El entierro de la sardina, en España, da fin al carnaval en el miércoles de ceniza. Cada pueblo tiene un poco su propia tradición, en algunos más o menos relevantes. Yo he adaptado la forma de celebrarlo que hay en mi pueblo en particular mezclándolo con algunos detalles del lunes de aguas (otra festividad propia y más concreta de mi provincia). Espero que me disculpéis todas las licencias que me he tomado. Una de ellas, por ejemplo, es que el miércoles de ceniza es un duelo por el final del la fiesta y el inicio de la cuaresma, más un "pesar" que una alegría. Pero bueno, aquí catolicismo no hay, así que pensé que le podía dar esa vuelta de tuerca.

2. Tenía bastante claro que quería contar todo el tema del regreso de la prostitución al pueblo (algo que tiene que ver con la festividad de lunes de aguas que comentaba, en la que las prostitutas volvían a cruzar el río Tormes para regresar a la ciudad tras la semana santa y el fin de la cuaresma. No es un tema sobre el que me sienta cómodo al escribir y espero no haber metido mucho la pata. Al fin y al cabo, no deja de ser un mundo pseudomedieval y la prostitución está más que recogida en los libros. Los matices machistas sobre cómo piensa Roger en las prostitutas o cómo se gestiona su relación con Jana no reflejan mi forma de pensar, sólo la construcción del personaje. Espero que nadie se haya sentido ofendido.

3. El tema de los panales y las abejas es mérito de una conversación con unas amigas sobre un vídeo donde alguien las manipulaba como Roger hace al inicio del relato. La inspiración viene de ahí.