Un letargo de cien años engulló mis recuerdos y a veces pienso que fue un favor de las Diosas. Es más fácil seguir adelante sin memoria, podría haber empezado de nuevo sin remordimientos y sin lastre. También era más sencillo vivir sin palabras y por eso elegí hacerlo. Si no daba forma a esos sentimientos ni los nombraba, podía sepultarlos en el olvido. Las expectativas ajenas suelen enfrentarse siempre con las emociones propias. No era cuestión de que no las albergase, simplemente debía dejar de mostrarlas para que no interfirieran con mi verdadero objetivo.

Sin embargo, el pasado siempre vuelve en dolorosos e inevitables fogonazos. Quizás las Diosas no fueron tan benevolentes después de todo. Era inevitable, en el fondo no me resignaba a sentirme vacío.

Algunos considerarían que tener ante sí una tabla rasa en el futuro es una salvación, pero es igual de desconcertante que carecer de pasado. El presente resulta tan lejano que se hace incomprensible y, al final, mi instinto me obligaba a hacerme preguntas. Debí haber huido de las respuestas cuando comenzaron a manifestarse, al fin y al cabo, mi cometido era el mismo que hacía un siglo, ¿por qué me empeñaba en eludirlo? Solo tenía que cumplirlo y sería todo lo libre que podría llegar a ser si mis emociones me lo permitían.

Tardé demasiado tiempo en entender que me sentía culpable. Incluso aunque no hubiera podido cambiar nada en el pasado, la culpa me aplastaba y me impedía seguir adelante.

Hyrule era hermoso incluso tras la desolación de un cataclismo. Las ruinas plagadas de musgo resonaban con ecos de batallas perdidas. Pero aquellas enredaderas que brotaban en ellas eran un canto a la vida. Algo sobrevivía en aquel mundo devastado y eso me insuflaba un hálito de esperanza. Sin embargo, la visión del castillo cubierto por oscuras nubes pronto empañaba ese pensamiento. En los momentos de flaqueza, deseaba poder ignorar aquella visión y simplemente seguir viviendo. Pero cuando la sensatez regresaba, entendía que no habría futuro si el castillo seguía congelado en el tiempo, como lo había estado yo en el santuario de la vida.

No era justo que solo yo…

Apartaba a espadazos aquellas dudas. Entrenaba hasta la extenuación porque ya había fallado en el pasado. Las leyendas decían que, en otra Era, otro Héroe también había perecido, así que puede que siempre tuviese el temor de que aquello se repitiera. Héroe… Aquella palabra era demasiado para mí, un título que nunca sentí como propio. Lo único que me pertenecía era mi deseo de proteger a los demás y no había podido llevarlo a cabo.

Todo empezó en el paso del Este. Regresábamos de Lanayru porque Zelda había practicado otra de aquellas ceremonias rituales en el manantial de la montaña sagrada. Ya tenía la edad necesaria para mostrarse digna ante la Diosa de la sabiduría. Entonces, eso significaba que yo tenía la edad para mostrarme digno ante la Diosa del valor. El tiempo se nos escurría entre los dedos como el agua que manaba de las cascadas gélidas de Lanayru. Zelda también lo sabía y, por eso, no era capaz de quedarse a solas. Pasó de desdeñar mi compañía a buscarme incansablemente, pero en los últimas semanas antes de que la paz estallase, solo quería rodearse del mayor número de personas posible. Decían que no poseía magia, aunque yo siempre creí que aquel presentimiento nacía del don de la profecía. La princesa ya había comenzado a anticiparse ante la venida del caos. Aunque fue insuficiente.

Cuando intentaba buscar explicaciones a lo sucedido y aliviar mi carga, pensaba que todos fallamos porque aquello nos sobrepasó. Las leyendas hablaban de Destino. Pero solo los cobardes se abandonaban a algo así. O quizás simplemente nos confiamos demasiado.

En cualquier caso, recuerdo a Mipha tratando de explicarle a la princesa que necesitaba dejarse fluir como el agua en el manantial de la Diosa. El poder de Nayru fluía libre entre aquellos riscos, de nada servía contenerlo. Zelda tal vez se reprimía tras un muro de dudas. Si no creía en sí misma, ¿acaso podía creer la Diosa en ella?

Aún así, yo podía entender su desesperación al ver que el tiempo se acababa y ella no parecía ser digna de aquellos dones. Me dolía ver cómo salía empapada de las fuentes día tras día sin resultado. Era demasiado injusto, porque el resto habíamos asumido nuestro papel, pero ella no terminaba de encontrarlo aunque se suponía que debía liderarnos. Intenté hacerle ver que probablemente solo tenía que centrarse en entender la tecnología Sheikah y todo llegaría, pero con su padre siguiendo sus movimientos, yo apenas podía ser cómplice de cómo leía a escondidas. Soporté sus frustraciones como si fueran las mías y entendí que ambos teníamos mucho en común.

Al cruzar aquella puerta de piedra, la tierra tembló con un rugido sordo. Era habitual, aquellas semanas habían estado plagadas de movimientos así, la tierra se revolvía como si no quisiera dejar salir al Mal primigenio. Pero lo supimos enseguida. No fue un mero temblor. Cruzamos una mirada en silencio y sentimos una gélida dentellada en el corazón, una creciente zozobra. Nuestro plan debía comenzar.

—Regresemos al castillo, Link. El resto ha de tomar posiciones en las bestias divinas —Zelda trató de ordenar aquello con aplomo, pero sonó a súplica.

Revali ni siquiera dijo nada, solo hizo una reverencia y echó a volar. Tabanta estaba lejos, pero podría cubrir aquella distancia con rapidez y facilidad. Daruk se puso firme y asintió. El Goron era fuerte y podría atravesar las montañas hacia el norte. El resto tendríamos que buscar un modo de teletransportarnos a las regiones más inaccesibles.

—Me adelantaré hasta la región de los Zora —Mipha intentó esbozar una sonrisa y dio unos titubeantes pasos.

El pantano de Goponga estaba cerca, justo tras las montañas que rodeaban aquella pequeña garganta. Desde allí, la Elegida solo tendría que remontar el río hasta las cascadas y acceder a Vah Ruta. Por ello, Urbosa y Zelda me miraron con gesto interrogante.

—Voy contigo. Os veré en el castillo

Me giré sin atender las protestas de Zelda. No era una buena idea que nos separásemos, pero tampoco teníamos otra alternativa. Daruk y Revali podrían arreglárselas y yo confiaba plenamente en Urbosa para proteger a Zelda. Cierto que yo era su guardián, pero en ese momento, dejar sola a Mipha me resultaba imposible. Aún hoy sigo sin entender qué me sucedió y cómo pude faltar a mi deber, pero algo visceral me empujaba. Puede que solo fuese el inicio de una serie de fallos que acabaron desembocando en todo lo que sucedió.

Mipha, la de los ojos como lagos de oro fundido y la sonrisa amable. Regresar junto a Zelda al castillo implicaba que tendría que asumir mi puesto como paladín demasiado rápido. ¿Acaso fue egoísta aquella decisión de aplazar lo inevitable unos minutos más? La Princesa era demasiado distante y carcomida por los nervios, solo empeoraba mi ánimo. El protocolo nos exigía una formalidad que no ayudaba a que nos apoyásemos de forma cercana el uno en el otro. Sin embargo, con Mipha siempre fue distinto. A ella pude verla desde siempre como una igual, como una amiga. La Zora me conocía desde que yo era un pequeño Hyliano que no levantaba un palmo del suelo, aquello sin duda influyó. Aunque con el tiempo, nunca excusó mi comportamiento pese a que yo ya no fuese un infante.

—Todo irá bien, ya lo verás —Mipha se lanzó al agua con una grácil pirueta y yo me dejé resbalar por la ladera. Mientras ella nadaba, yo cubriría el trayecto a pie, siguiéndola de cerca.

Corrían rumores en la región de los Zora de que por las venas de Mipha corría sangre muy antigua. Había una por linaje real, o eso decían. Directa descendiente de las grandes reinas y princesas Zora, depositaria de todo su poder. La bendición de Nayru la había acompañado desde su nacimiento. Tenía el precioso don de curar las heridas ajenas, puesto que el agua era fuente de toda vida. Aquello era un orgullo para su pueblo y la respetaban enormemente. Le llevó años perfeccionar aquel poder, aunque yo sentía que a veces lo veía como una carga, una obligación con demasiadas expectativas. Todo Elegido tenía dones que le ayudaban, pero pocos veían lo que traían consigo.

Otros rumores menos amables, hablaban de otro don no tan apreciado. Telepatía. La sabiduría de Nayru se reflejaba en aquellas aguas cristalinas que mostraban el presente y el futuro. Nadie podía escapar de su reflejo y por ello, eran capaces de escuchar los pensamientos ajenos. También de transmitir los propios. Algunos se comportaban con ciertas reservas cuando estaban alrededor de Mipha, ella había aprendido a resignarse.

En mi caso, nunca supe si era verdad, pero sí que la princesa Zora tenía una enorme facilidad para comprender las emociones ajenas. No necesitaba hablar cuando estaba con ella, quizás sí que pudiera escuchar mis pensamientos, después de todo. O puede que simplemente hubiera llegado a conocerme más que yo mismo después de tantos años compartidos entre juegos y confidencias. Por eso me gustaba tanto estar a su lado, era muy fácil hacerme entender sin que las palabras se me agolpasen como guijarros traídos por la corriente. Ella conseguía transmitirme calma, y en ese momento al borde del Cataclismo, era lo que más necesitaba.

También contaban que el triste destino de la Elegida era enamorarse perdidamente del Héroe. Y cuando supe que esta parte de la profecía era cierta, ya era demasiado tarde. Podría haberla consolado de algún modo, pero se marchó sin que pudiera darle una respuesta. Se merecía la verdad, pero quizás las circunstancias me absorbieron demasiado como para ser consciente. ¿Tan cruel era el maldito Destino? Había algo, quizás un ápice de vanidad, que me empujaba a pensar que ninguna profecía podía llevar a alguien a enamorarse y que lo que Mipha llegó a sentir por mí, simplemente surgió sin que las Diosas intervinieran. Luego entendí que nunca fui digno de aquellos sentimientos.

Cuando atravesamos el pantano, vi que un grupo de Lizalfos estaban intentando bloquear el río con unos pedruscos. Me abalancé sobre ellos para detenerlos. Sabía que Mipha podría encontrar otro curso de agua para ascender, pero no quería que la golpeasen. Los Lizalfos emitieron algo similar a un graznido al alejarse y yo suspiré con alivio al ver un borrón rojizo entre las aguas. Cuando nos acercábamos al gran puente Zora, me detuve en cuanto comprobé que Mipha me hacía una señal para pedirme que me alejase y un leve gesto de agradecimiento. Desde allí, ella podría llegar fácilmente al embalse del Este. La región de los Zora ya estaba en alerta y sus soldados habían tomado sus puestos.

No pude decirle nada, solo esperé que mis pensamientos le llegasen más allá del rumor del agua y la espuma que se arremolinaba en las cascadas. Le deseaba suerte y confiaba plenamente en ella para manejar a la bestia divina. Si ella era la primera que se posicionaba para atacar, podría despejarnos el camino al resto.

Poco después, escuché el inconfundible barritar del elefante divino y suspiré con alivio. Ella ya estaba a salvo por lo que comencé a desandar mi camino. Algunos Lizalfos más habían comenzado a subir y estaban enfrentándose a los guerreros Zora por lo que me apresuré a prestarles mi ayuda al tiempo que regresaba. Sin embargo, un grupo de aquellos lagartos estaba apostado sobre un risco junto al estanque de Ralis. Pensé que buscaban atacarnos desde las alturas, pero parecían celebrar algo con danzas y extraños sonidos. Entonces, vi que algo se arrastraba en el lecho del río, una masa oscura y gelatinosa con apéndices que parecían tentáculos. La criatura parecía fusionarse con el agua, ya que enseguida reptó para remontar el desnivel.

Años después entendí que aquella ponzoña era oscuridad pura, la esencia misma del mal que había corrompido a las Bestias Divinas. Dudé durante unos segundos, no podía seguir ayudando a los Zora y sabía que podrían enfrentarse solos a un grupo de Lizalfos. Mipha no tardaría en colocarse en posición y nuestro plan estaba perfilado. Me repetí todas aquellas certezas como una salmodia que pudiera arroparme, ya que sabía que no podría ayudar al resto. Cada uno debía hacer su parte a solas.

Sin embargo, enseguida me arrepentí cuando escuché otro potente barrito. Era un lamento agónico y agudo que se extendió haciendo estallar el aire. Tuve que encogerme sobre mí mismo y di la vuelta, era obvio que algo estaba sucediendo. A contracorriente, esquivé el reguero de soldados que bajaban completamente desconcertados y traté de llegar al embalse. Me percaté de que pesadas gotas de agua comenzaban a empaparme, no era la bruma húmeda que despedían las cataratas. Estaba lloviendo, pero el cielo no se había cubierto de nubes.

"Las aguas se teñirán de rojo cuando el engendro de metal haga que el cielo llore".

Recordé aquellas palabras porque Mipha me contaba las profecías que los de su raza habían escuchado generación tras generación. Palabras enigmáticas estudiadas por el linaje real y que muchos trataban de descifrar. Sentí un escalofrío.

Las aguas se revolvían con violencia movidas por aquella lluvia torrencial. Vah Ruta podía expulsar agua desde su trompa, pero en ese momento aquello solo dificultaba la tarea de proteger la región. Escuché órdenes masculladas entre los soldados en la lengua Zora. Pedían que alguien cerrase las compuertas del embalse para que el dominio no acabase inundado.

Quise escalar, pero la lluvia lamía las rocas y las hacía impracticables y era un simple Hyliano incapaz de nadar hasta la parte alta de los saltos de agua. Creo que en aquel momento fue cuando comencé a rendirme a la desesperanza. El elefante emitió otro grito que sonaba como un chirrido metálico y después, otro más atenuado como el chasquido del hielo al romperse.

Parte de las rocas que delimitaban una de las compuertas junto al lago de Mikau, se vino abajo. Me lancé al agua desde lo alto del gran puente Zora con la intención de ver si alguien más había caído con el desprendimiento. En cuanto la turbiedad se aclaró, observé una mancha carmesí que se extendía por la superficie. Nadé con rapidez y cuando pude encaramarme a una piedra algo más plana, se me congeló el aliento. Aterido y con torpeza, avancé dando tumbos para cubrir la distancia que me separaba de aquella horrible visión.

Mipha yacía sobre aquellas rocas mientras la sangre apagaba el brillo de sus iridescentes escamas. La agarré con suavidad para acercarla a mi pecho e intenté examinar sus heridas. Un gran corte le cruzaba el torso y el golpe contra las rocas había desfigurado parte de las protuberancias que enmarcaban su rostro.

—Bueno, al menos ya sabemos de qué quería advertirnos la profecía… —Murmuró con la mirada perdida, sus ojos se entrecerraron al recibir aquella inclemente lluvia.

Busqué con desesperación algo entre mis alforjas que pudiera ayudar a curarla. Desde que supe que el Cataclismo era inminente, siempre intentaba llevar suficientes provisiones por lo que pudiera suceder. Sin embargo, ella me detuvo con manos temblorosas.

—Te hará más falta que a mí. Sé que siempre pensabas que era injusto que desperdiciara mi poder curándote. Pero ahora eres tú quien no debe malgastar rocío de hadas conmigo…

Ella aseguraba que no podía curarse a sí misma, que era la contrapartida de aquel poder. El agua podía purificar, pero una vez que cumplía su cometido, no servía para nada. Por ello, si usaba su energía para regenerarse a sí misma, si empañaba aquel poder purificador, no podría volcarlo en los demás. Era la penitencia impuesta por Nayru, aunque yo siempre pensé que mentía. Simplemente, era tal su generosidad que le resultaba incapaz atender sus propias heridas si había alguien más que estaba sufriendo.

—Eh, no pasa nada. Sabíamos que no sería fácil, ¿verdad? No llores, por favor…—Sus manos acariciaron mis mejillas, hasta ese momento no me di cuenta de que ciertamente estaba llorando. El agua de aquella lluvia se mezclaba con la calidez de mis lágrimas, hacía demasiado tiempo que no me dejaba llevar por mis emociones así, era increíble que todavía pudiera hacerlo e incluso más doloroso que fuera ella la que tuviera que verme en aquel momento de debilidad.

—Perdóname… —Traté de pedirle entre sollozos. Como siempre, las palabras sobraban, ella me observó con dulzura sin dejar de acariciar mi mejilla.

—No es tu culpa. Ahora tienes que marcharte y ayudar a Zelda. Te prometo que adondequiera que vaya, yo estaré contigo.

Intenté taponar aquella herida con mis manos, pero era tan inútil como tratar de mantener retenida toda el agua del embalse a nuestra espalda. La vida se le escapaba y lo único que podía hacer era acompañarla en sus momentos finales. Demasiado poco en comparación con todo lo que ella había hecho por mí.

—Cuida de Sidon por mí, te admira mucho. Sé que lo harás bien, confío en ti.

Por supuesto, sus últimas palabras ni siquiera sonaron a despedida y brotaron de su preocupación hacia otras personas. Tan generosa, que se entregó hasta el final. Me estremecí al notar cómo el cuerpo de la Zora quedaba lánguido entre mis brazos y estampé con rabia los nudillos contra la roca. Mi propia sangre se mezcló con el agua de lluvia y empapó todavía más la banda azul que ella lucía con orgullo. Todo el llanto que estuve conteniendo se liberó en un profundo grito, un gruñido de bestia derrotada.

No podía dejarla allí a pesar de que tenía que marcharme. La acuné entre mis brazos, besé su frente y murmuré una plegaria mientras temblaba de frío y una incontrolable mezcla de emociones. ¿Héroe? No había podido protegerla lo suficiente, era patético y por eso me permití aquellos minutos para dejar que el dolor me consumiera. En cuanto dejase atrás el dominio tendría que volver a enterrar toda duda tras una máscara de aparente indiferencia.

Después, todo fue precipitándose de manera demasiado confusa. El silencio solo salpicado por los gritos de Vah Ruta y el entrechocar de las lanzas Zora mientras cargaba con el cuerpo de la Elegida. La mirada reprobadora de Zelda que dio paso luego a un abrazo en cuanto supo lo sucedido, la huida bajo la lluvia, el castillo saltando por los aires tras el ataque de los guardianes, un resplandor junto a las murallas de Hatelia...

Cuando cien años después vi la estatua de Mipha en la región de los Zora, todo regresó con la fuerza de un torrente y fue como experimentarlo de nuevo. Las Diosas podrían haber borrado los recuerdos más angustiosos, pero aquello no habría sido justo para nadie. Necesitaba recordar las últimas palabras de Mipha y su serenidad ante el fin, para saber por qué debía seguir luchando, para no traicionar su recuerdo ni su promesa.

Al observar aquel monumento sentí la imperiosa obligación de dejarle un ramo de violetas a modo de ofrenda. Los recuerdos se agolpaban en un desorden que bullía a borbotones, aunque pronto pude vislumbrar la colina de Sahasra. Ella y yo estábamos contemplando el atardecer en calma. Nos envolvía uno de nuestros elocuentes silencios y ella hacía coronas de flores. Las violetas eran sus favoritas y quise demostrarle así que estaba empezando a volver a ser yo mismo al fin. Recordarla significaba aceptar que la promesa que me hizo tenía sentido y me estaba guiando y cuidando.

Mi esencia estaba en esos recuerdos y ella formaba parte de ellos.