El silencio era únicamente turbado por los quejidos que escapaba de su boca. Tosió ásperamente, sintió como el bulto que crecía de lo profundo de estómago, reptaba por su esófago y salía violentamente de entre sus secos labios en un espeso coágulo de sangre. Sus pulmones hacían un arduo sobresfuerzo por seguir trabajando a sabiendas que dentro de poco sus intentos dejarían de tener sentido.

El hilillo de vida escurriéndose de entre los dedos, provoca un cambio brusco, casi cruel. Se volvió humilde, suave, liquido. Como si perdiera por completo su identidad y eso le diera toda la libertad del universo. Entre quejidos y las punzadas agonizantes, se volteó hacia el cielo. Como si el hermoso e infinito firmamento le devolviera la mirada entre todas aquellas refulgentes estrellas, Anhelo tener la fuerza de extender el brazo una última vez.

Tic. Tac. Tic. Tac.

El tiempo se estaba agotando. Sin embargo, gracias a las palabras de ese hombre, quien le dio el mejor regalo de todos; Su libertada. Ya no tenía arrepentimientos.

—Gracias — Mascullo finalmente.

...

—¡Tranquilos, no se amontonen!, Ah sí. ¡El próximo lote es de una finísima y exquisita calidad, los dejara boquiabiertos y seriamente enganchados! —bramó el hombre entrado a los cincuenta, con un dejo humorístico escondido tras su gran barba sin tusar. Atizaba el martillo de madera contra el mesón buscando mermar el bullicio del público. Murmullos ansiosos de la muchedumbre se disemino al poder ver de refilón a los niños en venta; El hombre no podía estar mas en lo cierto, tal como dijo. No se esperaba menos del Clan Tokugawa, gran mente precedido de su reputación, fríamente e impecable tanto entre hechiceros como entre esta adinerada sociedad compuesta.

La venta de las Camelias, el evento más esperado y aclamado, él se efectuaba en la ciudad de Tokio, específicamente en el exclusivo barrio de Ginza. Renombrada subasta, que proveía de la mas alta calidad de hechiceros y concubinas. Las madres de estos infantes, recibían un porcentaje, no menor de la ganancia de este negocio. Lo suficiente como para comprar su libertad y vivir tranquilamente a las afueras de Tokio. Su situación era tan desesperada que no les importaba en lo más mínimo vender a sus hijos para huir de aquella vida infernal a la que estaban atadas.

La cosecha es primordial, por ello la venta se lleva a cabo un lapso prolongado de tiempo. Se necesitaba trabajar en las habilidades, la personalidad y en la apariencia de los niños para que fueran comprados por el mejor postor y las ganancias fueran más fructífera. Pulir a los niños en tantos aspectos era un trabajo complicado, no obstante, ese esfuerzo se veía reflejado de buena manera, en la ganancia y el interés de los compradores. Cada década se superaban con creces las expectativas. El sembradío de jóvenes de alto estirpe, elegancia inmaculada e infinita belleza, educados con estos fines, era cada vez más común, sin embargo, pocos estaban a la altura del precio mayor.

Así, cinco de estas pulidas joyas fueron expuestas, rondando entre los doce y dieciséis años de edad, con posturas artificialmente rectas, mentón elevado e incalculable vergüenza. Ojos vacíos y las expresiones neutras, eran igual de artificiales.

Sus delgados cuerpos, tiritaban bajo las sedas decorativas aterrados por sus destinos. El presentador con un grosero silbido halagó la mercancía y rápidamente buscó entre los presentes abanicos blancos alzados de los posibles compradores, ¿Quién daría más? hallarlos su propósito. Entre el fervor de las ofertas requirió moverse la barba a un lado para anotar los resultados. Deseó haberla recortado esa misma mañana.

Tras bambalinas un chico sobaba sus piernas lleno de rabia e impotencia, era todo un teatro allí el decoro y las figuras bajo la seda eran un dulce de una forma retorcida, siendo allí todos adultos. El sudor frío comenzaba a enfermarle, las miradas eran insoportable entrenó para esto toda su vida e irremediablemente sentía nauseas, las entrañas le daban retorcijones. Tenía tantas ganas de llorar tanto. Repentinamente no escuchó ninguna de las palabras que decían fuera. Su tez canela antes enrojecida por las efervescentes emociones ahora era cubierta por una fina capa de maquillaje. Se revolvió caninamente el castaño cabello hasta tras un par de sacudidas resaltar el mechón blanco.

—Todo irá bien. —Irrumpió el silencio la voz tierna y dulce de una chica —Nunca nadie habrá visto unos ojos como los tuyos, ¿ónix? heh, un color que huele a magia. Seguro que les pilla desprevenidos a los compradores y hacen todo para tenerte. Tú y yo los futuros hechiceros más prodigiosos provenientes de una vida turbulenta. Seguro que ellos están aquí—Se asomó un pelín para dar un vistazo, con esa clásica ingenuidad suya—. Van a estar aquí.

—No estés triste... tendremos suerte, estoy segura de que se interesará al menos en ti, luego me buscará y viviremos juntos el resto de nuestra vida en una hermosa cabaña— aseguró la joven que estaba sentada a su lado, le dedicó una sonrisa cálida e ingenua.

Zenin, de los pocos clanes que solo les importaba tres cosas, el talento, la fuerza y el resultado del hechicero; dándoles una vida digna si estos demostraban tener habilidades innatas para ser los mejores.

Por lejos, para niños como estos, era la mejor propuesta para así poder codiciar, aunque sea, un poco de libertad

Él veía atentamente a la niña que le sonreía torpemente. Si bien no era el mejor escenario para sonreír, él le correspondió y llevó una de sus manos a su rostro acariciándola. Se permitieron soñar un instante, rozar la esperanza con las yemas de los dedos.

—Hana... Pase lo que pase, debes sobrevivir. —Ella había les había deseado algo tan precioso a ambos y ahora debía cortarla realistamente con una pizca amarga de melancolía. Como si fueran la última vez en que ellos pudieran intercambiar palabras.

—Tranquilo, me veo débil, pero soy bastante fuerte. Nos reencontrarnos, ¡es una promesa! —La chica se levantó con las manos en la cintura, llena de entusiasmo. Siendo abruptamente interrumpida por un trago amargo.

La Oiran pasó cerca de ellos y gritó:

—Tokugawa Hana, entras con el lote diez. Tienes 2 minutos para prepararte.

Con esa orden hizo que el pecho de la niña se desinflara y sus pies volvieran a su desagradable realidad. Hana pudo percibir el desdén en las venenosas palabras de la mujer, le habría gustado responder, pero no lo hizo, por el contrario, se limitó a asentir con sumisión y respeto.

La bilis al final del estómago regresó, pese a no ser turno aún de Mao sentía la desesperanza como suya.

—Bien... Nos veremos más pronto de lo que imaginas, por favor créeme cuando te digo que te veré pronto —Improvisó una reverencia y sacudió su mano despidiéndose a medida que se alejaba. Mao, quien seguía aún en el piso, no pudo despedirse apropiadamente, tenía el fuerte presentimiento de que esta sería la última vez que la vería.

Aun en el suelo, con un nudo en el estómago, suspiro agobiado, no poder despedirse apropiadamente iba a ser algo que lo atormentaría mucho tiempo. El insistente presentimiento de que esta sería la última vez que la vería, no paraba de atormentarlo.

La subasta del décimo tercer grupo terminó e iba a empezar la del último, la más esperada de la noche, de la cosecha especial. En esta cambiaba la dinámica, los vendedores ofrecían el "producto" sin mostrarlo ya que los niños a la venta eran aquellos que tenían una maldición que les fue heredada por sus padres.

Mao fue el cuarto en ser subastado, la ansiedad lo empezó a dominar. Su caso fue algo fuera de lo usual, el piso de su precio fue sumamente bajo, pese a ser del grupo especial.

—Bien, el siguiente joven en ser subastado apenas tiene poco más de doce años. Tiene un ritual maldito bastante prometedor que fue herencia directa de sus progenitores. Sin embargo, tiene una pésima personalidad, ¡es por eso, queridos anfitriones, que él será un regalo de consuelo para los que no pudieron obtener algo esta noche! ¡Empezamos con un piso de tan solo... cien millones! — exclamó relamiéndose el viejo instructor, que instruía la subasta.

Era evidente que estaban humillando a Mao y arrebatándole completamente la posibilidad de que los Zenin tuviesen algún interés en él.

El lugar se llenó que murmullos que no presagiaban nada bueno. Pocas personas hicieron sus ofertas sin tener ningún interés sincero en el joven. Mao abrazó sus piernas pensando que su futuro estaba arruinado y no había nada que hacer, si nadie lo quería iba a terminar siendo un trabajador más del Barrio Rojo.

Era su fin.

—Ofrezco mil millones —exclamó una voz en tono arrogante y juguetón.

Mao sacudió el cabeza atónito abriendo sus ojos de par en par, por dentro, fuera de la despersonalización luego de tal humillación, le picaba un poco la curiosidad: Alguien ofreció nueve veces más de lo esperado. No quedaba mucho de sí mismo, aun así, se permitió intentar. Gateó hasta llegar a la larga y pesada cortina roja que lo ocultaba a él y a los otros niños del público, la corrió un poco para descubrir quién era la persona que ofreció nueve veces su valor. Su vista se posó en los asientos más cercanos al escenario, y cuando estaba a punto de ver a su nuevo dueño hubo un apagón. Retrocedió un poco por el asombro. El instinto, solo una idea dominaba en su cabeza: este era el mejor momento para huir.

Se levantó de un brinco preparándose para correr y predeciblemente se dio un golpe seco contra las tablas. Atontado rememoró la correa de cuero alrededor del cuello, el insignificante objeto que lo mantenía atado a su inminente destino. Todas las camelias lo usaban.

—¡Mierda! —maldijo irritado. ¿Cuándo volvería a tener una oportunidad así? Suspiró frustrado, hastiado de tal forma que luchó inútilmente tratando de liberarse. Imposible era Ingenuo de su parte esperar algo bueno tras una vida como la suya, sabía y negaba que quizá no merecía ser salvado, no era nadie, él ni si cuerpo lleno de lunares de principio a fin como una constelación. Mao, el niño en venta, hijo de su madre, ninguno de los conceptos de la valía nada fuera de lo que dijera el viejo barbón.

Se resigno.

No hizo caso cuando alguien lo jaló hacía atrás de una pared. No tuvo tiempo de asustarse ni tampoco de sentir pánico. Se imaginó que podrían estarlo secuestrándolo con el propósito de evitar pagar por él. Después de todo, independientemente de si los Tokugawa no mostraban gran interés en él. Seguía siendo una Camelia de cosecha especial, seguía valiendo una fortuna, y sobre todo los Tokugawa odiarían que tocaran lo que era suyo sin su previa aprobación. E independiente de todos esos factores, una vez él colocara un solo pie fuera de las instalaciones, el collar haría su trabajo y rebanaría su cuello.

No se encontraría con Hana, su único remordimiento.

Estaba tan oscuro que no podía ver más allá de dos siluetas que poco a poco fueron tomando la forma de un par de hombres; uno de ellos no paraba de desternillarse de la risa y de decir sandeces, el otro solo le seguía el juego. Mao trató de poner resistencia, sin embargo, el hombre más alto sujetó su brazo y lo jalo hacia el, dejándolo suspendido en el aire. A pesar de la espesa oscuridad ambos pudieron ver con claridad los ojos del otro.

—¡Hey! Sé que el dinero que piden los Tokugawa es una estupidez, pero si me sacas de las instalaciones... —el adolescente, algo nervioso, señaló el collar que rodeaba su cuello– Esto rebanará mi garganta, separando mi cabeza de mi cuerpo, y créeme... no es un espectáculo agradable de ver.

—Oh, Suguru, ¡mira esto! ¡El niñito conectar palabras! —canturreó el hombre fingiendo asombro con una risa burlona Cargó al adolescente sobre uno de sus hombros como si de un saco de harina se tratara y continuaron su camino.

—Bueno, lo que dijo es cierto. Cuando nos alejemos un poco más, nos encargaremos de ese problema.

Mao se sorprendió al escuchar al otro chico y dejó de poner resistencia. Quizás esta era la oportunidad que le brindó la vida para poder escapar. El problema nunca fue huir, el problema nunca fue idear el plan, el problema siempre fue ese molesto collar.

Estuvo por agregar algo, pero rápidamente lo hicieron callar el chico del que no sabía el nombre miró su reloj, diez minutos permanecieron escondidos, hasta que regreso la luz tras unos tintineos. Los pasos acelerados de los guardias y los gritos resonaban pues ahora cercioraban con mayor certeza que el jovencito en exhibición había sido secuestrado de la subasta. Pronto pudo volver a ver con claridad. El sujeto más alto lo dejó en el suelo, Mao se sorprendió al notar que ambos eran adolescentes, era un poco desalentador, sin embargo, al examinarlos con detenimiento concluyó lo siguiente:

El Imbécil Número Uno, un joven de no más de diecisiete años, tez blanca, cabello negro recogido en un rodete y del lado izquierdo de su rostro caía un delgado mechón de cabello. Sus ojos eran pequeños y afilados. Llevaba perforaciones en ambas orejas. Pero lo que más le llamó la atención, era el uniforme color azabache, acompañado de unos botones color dorado, con loa que Mao había soñado portar por sí mismo en cada fantasía.

Se veía fuerte.

El Imbécil Número Dos era de la misma edad del otro sujeto, sin embargo, su apariencia era más llamativa. Su piel también era blanca, cabello albino peinado hacia abajo. Sus ojos eran cubiertos por unas gafas de sol... ¿gafas de sol en plena noche? Definitivamente este mamarracho, le daba la impresión de un descarriado mental, Si no fuera por el imponente uniforme azabache...

Reprobado.

No parecían ser malas personas, aunque dudaba que el Imbécil Número Dos estuviera del todo cuerdo, por eso Mao trato de elegir cuidadosamente sus palabras próximas palabras.

—Imbe... digo, hermanito, ¿por qué me están sacando de las instalaciones? ¿Saben a quiénes les están robando? —dijo en tono tierno y torpe, abriendo mucho los ojos, buena parte de su educación le enseñó exactamente a cuando hacerse el tonto. Mientras más ignorante se viera, más fácil sería de manipular la situación a su favor.

—Primero que nada: Satoru, rómpelo.

—¿Eh? ¿Romper que cosa hermanito? —Mao ahora también sudaba frío en el tiempo de una respiración que tardó en comprender cuando el imbécil número dos/el reprobado/ se acercó al pequeño y examinó ligeramente el collar, una sonrisa juguetona se dibujó en su rostro. Confiado de sus habilidades presiono el costado del collar rompiéndolo al tacto.

—Bien, Suguru, deberías hacer que alguna de tus maldiciones se lo devore, debemos salir pronto de aquí.

Algo dubitativo el Imbécil Número Uno se acercó al chico, invocó una pequeña maldición y la acercó a su cuello, este comenzó a devorar el collar hasta dejar el cuello del chico completamente libre.

—Satoru...

—Tranquilo, es solo un niño... no podrá huir de dos hechiceros de grado especial— respondió el chico de lentes retomando el camino sin tomarle mayor importancia al niño.

Mao quedó paralizado unos segundos, lo acababan de liberar del collar y además eran hechiceros del más alto rango. Sin embargo, esto no dejaba de ser preocupante.

El chico se hundió en una serie de interrogantes, quizás ya sabían lo que él "era" y venían a... ¿matarlo? No, podrían haberse ahorrado el teatro del apagón. Había algo más, se mordió el lado interno de las mejillas, dubitativo.

—Nos preguntabas por qué te estábamos rescatando, ¿no? —respondió el chico de afilados ojos—. Bueno, resulta que alguien pagó bastante dinero para que te rescatáramos.

—¿Alguien pagó dinero... para salvarme? —Mao quedó aturdido, ¿Quién pagaría para salvarlo?, trato de pensar en una posible lista de candidatos, pero Solo podía ser una persona... y era casi imposible. Desesperado, se puso delante del chico de cabello negro exigiéndole respuestas— ¡¿Era un anciano extranjero, de cabello gris, con cara de bonachón?!

—El mismo.

Los ojos de Mao, cambiaron drásticamente a un color dorado. No importaban los modales que le fueron impuestos o todo lo que pasó, ahora mismo estaba demasiado feliz y emocionado, así mismo ligeramente inquieto en el fondo. Aunque aún no estaba seguro de cómo enfrentar a su abuelo estaba realmente feliz de que él lo recordara.

Satoru quien llevaba un rato notando que el cuerpo del niño estaba pasando notable mal estar por el frio se quitó espontáneamente la chaqueta y se la paso a Mao, quien agradecido la acepto sin mayores inconvenientes.

Ahora, sin collar y con poco inconveniente los tres jóvenes lograron escapar de la infame subasta. Daba un poco de gusto que la impecable reputación de esa inmunda congregación ahora estaba levemente tocada a causa de él.

Mao pudo respirar tranquilo a medida que se alejaban de las instalaciones de los Tokugawa. No recordaba cuando fue la última vez que estuvo así de feliz. Miró el cielo estrellado sobre su cabeza, escuchar al par que le rescató conversar y reír le causaba una paz que no había sentido si no con Hana. A estas alturas, se estaba sintiendo culpable por no diferenciarlos más allá de si le caían bien por aspecto o no. Necesitaba saber sus nombres.

—Sé que fui un poco grosero cuando los conocí... Pero me gustaría saber sus nombres —Se dirigió a ellos algo avergonzado mientras jugueteaba con sus dedos, apresurando un poco el paso.

El Imbécil Número Dos, lleno de confianza, contestó:

—Por mi parte Satoru Gojo, pero dime El Gran Satoru Gojo, tú sabes, para compensar. —Bromeó.

—El mío es Suguru Geto— dijo simple el otro, sonriendo.

Desde ese momento, Un fuerte sentimiento de deuda y querer retribuirles de alguna forma nació, y no había nada en el mundo que pudiera apagar aquella pequeña llama que se había encendido.