"Esta historia participa en el reto 113, Tres condiciones, del foro Alas Negras, Palabras Negras".

Disclaimer: El señor que HBO nos robó es el propietario de todo este universo.


Con un movimiento de su cola y las fauces llenas de sangre, el perro se mostraba demasiado satisfecho consigo mismo para tener solo una liebre en su boca. La sangre chorreaba por sus dientes hasta la hojarasca. Los ojos oscuros y muertos los miraron con reproche, era apenas un ejemplar joven con más pelo que carne.

―Llévense esta cosa ―gruñó Robert, evitando clavarle un puntapié al perro en las costillas.

El encargado de los perros llamó al animal para quitarle su presa, Robert se volteó con brusquedad, cada paso acompañado por el crujido de las hojas. El sol se ocultaba detrás de las nubes y no tardaría en ser imposible continuar la cacería, apenas se podía ver entre los árboles. Todo estaba en su contra. De inmediato ordenó a ser Meryn que supervisara la retirada, no iban a perder más tiempo entre un bosque muerto.

Al principio parecía que todo iría bien, cazar era una buena alternativa para evitar a Cersei y sus constantes cambios de humor. El primer día se cruzaron con un enorme venado macho con unos cuernos prominentes, era la viva imagen del emblema Baratheon. Robert aún no comprendía la facilidad con la que cayó cuando le hundió la cuchilla que le regaló Jon en el vientre blando. Su aspecto fuerte y engañoso no hicieron que fuera una caza memorable. Ni siquiera estuvo alerta a su entorno. Poco después su cabeza adornaba la entrada de su tienda.

Después del fiasco con el venado ningún animal asomó la cabeza cerca de ellos. Solo los rodeaban árboles y algunos roedores. Incluso Robert se separó del grupo, esperando que una sola presencia no alertara a otra criatura. Todo el día se desperdició en caminata inútil: el Bosque Real estaba desierto. Ni una respiración, ni siquiera el ruido del viento.

Los perros solo encontraban madrigueras vacías y cuerpos en descomposición con un aroma pestilente. En las mañanas se escuchaba el canto triste de las aves, que cesaba apenas el grupo se movía. Robert no sabía porque los malditos Siete se esforzaban en arruinarle la vivacidad. Tantos querían ser reyes, pero aparte del poder solo traía un descenso de risas. Con Ned tan lejos y Jon encargándose del reino, una esposa con una ambición que no conocía limites… Robert prefería que el vino transformara el silencio en risas y las quejas en carcajadas. No soportaba estar rodeado de jóvenes demasiado verdes que siempre le daban la razón y viejos que olvidaron reír. Y Stannis… preferiría que Renly tuviera edad para ejercer algún cargo, al menos podrían reírse y pasar un buen rato sin ese molesto rechinar de dientes.

Con el bosque tan muerto, no le quedaba más remedio que regresar a la Fortaleza Roja. Al menos podía regresar con la cabeza del venado: nadie sabría de su muerte tan patética. Se la daría a Cersei como regalo, por su primogénito.

No recordaba cuantas lunas tendría Cersei, de todos modos el embarazo no le sentó bien. Era más esquiva y fría de lo habitual, con unos ojos que siempre parecían ocultar sentimientos. A pesar de que pronto los uniría un hijo ella no parecía más predispuesta hacia él. Hasta ahora Robert se dio cuenta que ni había pensado en ellos.

De repente, un jinete se topó con ellos. Había tenido la intención de alcanzarlos en el Bosque Real. Su anunció hizo que se apresuraran a la Fortaleza Roja.

Apenas cruzaron las puertas Robert se encontró con Jon y su esposa. El hombre era como un padre, la felicidad le daba un aspecto más joven. En cambio, Lady Arryn mostraba un semblante más turbio. Pycelle, cojeando aunque con un aire solemne y orgulloso, lo apuró a reunirse con la Reina. Robert no esperó para dirigirse a la alcoba real.

El Matarreyes hacía guardia en la puerta, se apartó apenas vio acercarse a Robert. Apenas irrumpió en el lugar observó la calidez que irradiaba la luz de las velas y sacaba destellos del cabello desordenado de la reina. Cersei Lannister apenas alzó la vista a su llegada, sus sienes brillaban por el sudor, aunque una sonrisa satisfecha adornaba su rostro. Una sonrisa, notó el rey, doble de la dedicada a su mellizo, que era ni la mitad de la que le dedicaba a Robert.

El niño estaba acurrucado en sus brazos. Arrugado y vulnerable, ajeno a las felicitaciones de la guardia Real y del maestre Pycelle. Robert no pudo protestar cuando le pidieron que lo tomara en brazos ante las atentas miradas de los presentes.

Era tan pequeño y frágil, con manos rechonchas y una cara enmarcada por fino cabello dorado. Al sentirse en otros brazos entreabrió sus ojos, verdes como los de su madre. Sus cejas claras se fruncieron mientras observaba a Robert. Hizo un breve quejido, ahogado, agitó sus puños. Su cara se contorsionó en una mueca inminente al llanto.

Cuando comenzó a berrear con toda la fuerza de sus pulmones Robert se dio cuenta que si había pensado en él. Un niño de cabello negro, con la viveza de los Baratheon. Un muchacho que fuera su viva imagen, como decían los nobles sobre Renly.

Cersei, cuyos ojos lo vigilaron desde el principio con recelo, le quitó al niño para intentar calmarlo. Al verla arrullarlo y calmarlo con palabras suaves Robert se sintió extraño, excluido.

―Mañana haremos un banquete por mi hijo ―anunció, con el deseo de que el crío permaneciera dormido y callado toda la ceremonia.

Sin planearlo recordó a su hija en el valle. Su verdadera primogénita. Ella era más ruidosa y alegre, su viva imagen. Tal vez fuera su sangre de bastarda la que le dio valor desde la cuna, pequeña pero no vulnerable. Una niña que se parecía más a él que ese niño de pecho.

Robert se marchó en silencio. La Reina necesitaría descansar. Al salir notó que junto a la puerta estaba Varys, observándolo en un silencio que parecía guardar demasiadas cosas.