-Remus, tienes que estar muriéndote de calor, ¡Vamos, quítatelo! ¡Estamos solos!

Remus miró a su alrededor y vio que, efectivamente, la playa estaba desierta. Algo lógico teniendo en cuenta que no era una playa accesibe para cualquiera, más bien un pequeño trozo de tierra pegado al mar, rodeado por altos acantilados, al que habían llegado en la moto de Sirius. Era imposible que alguien llegara hasta allí, Sirius la había escogido precisamente por eso.

Lo cierto es que empezaba a tener calor. El verano de ese año estaba siendo especialmente caluroso y el cielo era un manto azul sin rastro de nubes.

-Está bien – accedió finalmente, y se deshizo de su camiseta, dejando al aire su torso desnudo, demasiado blanco para ese sol de justicia.

-Espera – Sirius cogió su varita y le aplicó un hechizo de protección solar, esmerándose en los arañazos más nuevos, que eran más sensibles al sol. Remus sintió una agradable sensación ante ese gesto de cariño.

-Gracias – le dijo, sincero. Sirius le sonrió y le dio un corto beso en el hombro. Remus se tumbó boca arriba, cerró los ojos y disfrutó del agradable calor del sol en la cara. El mar era un murmullo de fondo que lo arrullaba y sentía el cuerpo de Sirius pegado a él, con sus muslos tocándose, calientes.

Aunque al principio había estado reticente, tenía que reconocer que Sirius había tenido una buena idea sugiriendo ir a la playa en su día de descanso. Los meses de guerra y oscuridad pesaban sobre sus hombros, y a ninguno le venía mal ese pequeño receso para recargar las pilas.

Tras unos minutos más al sol, Sirius propuso bañarse, no pudiendo estarse quieto durante mucho tiempo. Pasaron las horas entre el mar y la arena, y Remus sentía como si le hubieran inyectado vitaminas directamente al torrente sanguíneo. No podía dejar de observar a Sirius, con su pecho desnudo brillante, cubierto por una película de agua salada. El pelo largo y negro le caía como una cascada sobre la espalda, imposiblemente sedoso a pesar de la humedad y la sal.

Cuando el hambre les acució buscaron una sombra, sacaron los emparedados y el zumo de calabaza y se los comieron mientras observaban las olas romper contra los acantilados. El mar, antes en calma, se había ido embraveciendo con el paso de las horas. Permanecieron en la playa para ver el atardecer, arañando horas de luz antes de volver a Londres.

-Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre – murmuró Remus, más para sí que para Sirius, aunque él lo escuchó. Estaban sentados hombro con hombro, observando cómo el sol se escondía por detrás del horizonte, a ras del mar. El cielo era una explosión de naranjas, azules y rosas, y una suave brisa les revolvía los cabellos y formaba olas llenas de espuma en el agua verdosa.

-Podemos repetirlo – dijo Sirius – y cuando acabe todo esto nos compraremos una casa aquí y vendremos todos los veranos.

Remus lo miró con media sonrisa tierna. Sirius, el eterno optimista.

-Suena bien – dijo, obviando su sentido racional, el que le decía que aún quedaba mucho para que todo eso terminara, y que tal vez cuando lo hiciera, ellos ya no estarían allí. Pero Sirius tenía una expresión soñadora en el rostro y habían pasado el día bañándose en el mar y tomando el sol, y Remus era feliz, sin pensar en lo que fue o en lo que sería. En esos momentos sólo importaban ellos y esa playa, con ese mar inmenso ante ellos, y ese cielo que parecía un cuadro de Turner.

Remus se acercó para darle un beso. Los labios de Sirius, tan familiares, sabían a sal y a la sandía que habían comido hacía un par de horas. Cerró los ojos, guardando ese momento en su memoria, y esa playa, y esa luz, para cuando todo fuera oscuro allá en la batalla.