Después de mucho pensar, decidí subirlo a este perfil y decidir aquí si sigo o no esta locura. Tienen una versión de Fairy Tail, sólo será un capítulo y no la seguiré, con la pareja Lucy/Natsu.

Aquí os dejo un poco de información sobre el fic:

Título: Infierno de Sangre

Género: Horror/Mystery/Romance

Pareja: Sesshômaru/Kagome, mención de Inuyasha/Kagome y Naraku/Kagome.

Advertencias: Escenas sexuales, relaciones de poder (profesor-estudiante), tortura, muerte de varios personajes, demonios. En este fic, la reencarnación de Kagome no es Kikyô, sino ella misma. Por lo tanto, en su vida pasada y en su vida actual comparte físico y nombre.

Sumario: AU. Dark-fic. Sesshômaru Taisho es un demonio que da clases de historia en el instituto donde Kagome Higurashi, la reencarnación de su amante, estudia.

Algunos de los personajes que aparecerán en la historia: Kagewasaki Hitomi es un personaje temporal. Sé que en el manga/anime es un joven de veinte años, pero en este fic es un anciano. La apariencia física de Onigumo está a vuestra imaginación, sólo deciros que tiene el cabello oscuro y los ojos del mismo color. Podéis imaginarlo como Naraku. He intentado recuperar algunos momentos del manga y cambiarlos a mi manera para que pudieran quedar bien con el fic, así que veréis que los momentos Sessh/Rin del manga pasan a ser Sessh/Kag.


Inuyasha no me pertenece.


Capítulo primero. Primera noche.

―Los soldados están agotados y no tenemos sustento suficiente, señor ―proclama la mano derecha del general. Escondido detrás de su casco, el rostro del hombre se desfigura completamente al encontrarse con el ceño fruncido y los dientes apretados de su superior. Agacha la cabeza en un signo de respeto, y aprieta sus manos alrededor de la cuerda que le mantiene unido a su caballo. Escucha las pisadas de su general y vuelve a tomar el turno de palabra―. Deberíamos volver. Los renegados ya están muertos.

―¿Temes que los muertos se alcen, Onigumo? ―bromea su general con un sonrisa altiva en los labios.

―No son a los muertos a lo que temo, señor ―contesta el susodicho con los brazos cruzados contra su pecho. Su caballo se remueve en su lugar y suelta un bufido estruendoso. El soldado abre su casco y deja que su superior pueda ver sus dos grandes ojos con total transparencia―. Mi temor va más allá de unos mugrientos cadáveres.

Onigumo aprieta los dientes y cierra los labios después de dejar por zanjada la conversación. La furia apenas oculta en su mirada chispea descontrolada, aunque intente esconderse detrás de la sombra que el propio casco le proporciona junto a la oscuridad de la noche. Onigumo lleva más de veinte años sirviendo al Emperador, diez como capitán de los pelotones a su orden y siete detrás del puesto que quedará vacante cuando el hombre frente a él se retire a causa de la edad y poca traza que con el tiempo ha adquirido. Las bromas, por lo tanto, las decide clasificar como un reto más, aunque lleguen a herir su orgullo de una manera descomunal. Pero aquello no queda ahí. Onigumo presiente que la noche no está siendo totalmente honesta con sus hombres. La oscuridad del cielo no es semejante a la de todas las noches, tampoco el silencio que se respira en el bosque que han abordado para llegar a su destino.

La aparición de las aves no ayuda a que su miedo reduzca. No es que los cuervos asusten a un veterano como Onigumo. En absoluto. Es, sin embargo, el sonido de su cantar lo que revuelve sus tripas de una manera innecesaria. Tan excéntrico y mortal, los chillidos de las aves que rodean el claro parecen ser una clara advertencia a lo que ocurrirá. Las historias que se cuentan son un puntapié para saber que algo va mal y que esta noche es muy diferente a las quince restantes. Contando aquella noche, los soldados llevaban dieciséis días galopando sin descanso desde el oeste hasta el norte, distanciándose de su ciudad para acabar con las tropas que defendían el imperio del Señor del Oeste, y del norte hacia el oeste de nuevo, acercándose a su ciudad para volver con una victoria bajo el brazo, sin olvidar la buena nueva para su Señor. Se estremece al sentir el frío golpe con el que la ráfaga de viento que azota el lugar adentrarse por los pequeños orificios de su armadura e introducirse dentro de su figura consiguiendo dejar su cuerpo inevitablemente entumecido por el frío. Gruñe por lo bajo, con los labios poco abiertos, mientras enreda su mano un poco más alrededor de la cinta que nace de alrededor del hocico de su animal. Los guantes alrededor de sus manos consiguen alejarlas levemente de la baja temperatura, mas nunca por completo. Sus pies reculan hacia atrás y se hunden en la blanquecina y espesa nieve que sumerge el bosque. No sabe cuántos son los metros que le separan del verdadero suelo, aunque se arriesga a pensar que son más de dos metros. El frío vuelve a calar hondo, así que decide dejar de pensar en la nieve y en la capa de hielo bajo ésta para intentar entrar en calor.

Sus hombres, no muy lejos de donde él se encuentra, se mantienen muy cerca los unos de los otros junto a un interminable deseo de encontrar una calidez inexistente en unas tierras sumamente frías como las de su reino. Algunos, increíblemente dañados por los ataques enemigos, se mantienen tensos e intentan padecer lo menos posible. Otros tantos, simplemente, se dejan desfallecer sobre las escasas rocas desnudas del claro deseando hacer desaparecer el dolor que sus heridas proporcionan por todo su cuerpo. La falta de suministros hace mella en el grupo, y el general Hitomi empieza a notarlo al advertir los lentos movimientos de los soldados.

El general sonríe y se acerca un poco más al soldado. Las cadenas de su armadura resuenan al hacerlo.

―Dile a tus soldados que nos movemos hacia el norte. Hay una pequeña ciudad que podemos saquear antes de volver.

El hombre en cuestión ha pasado ya los cincuenta años. Su cabello blanco y pronunciado bigote lo confirman, así como las arrugas y otras marcas que se esparcen por la piel de su cuerpo. Sin embargo, a pesar de su edad, su gran altura es vigente y la fuerza en su voz sigue siendo la misma con la que efectúa sus movimientos en mitad de una batalla. Kagewasaki Hitomi es y siempre será un hombre fuerte. A pesar de su fuerza física y la presencia capaz de aterrar al más terrible enemigo, el casi anciano guarda su ojo derecho bajo un gran parche negro cuando no tiene su flamante y conocido casco sobre su cabeza. Pocos son los que conocen el secreto de su ojo derecho, Onigumo es uno de ellos, y muchos serán los que nunca conozcan la verdadera historia detrás de éste. Son tantas las fábulas que se han creado a su alrededor que ni tan siquiera Onigumo es capaz de numerarlas todas. Su reino, por ejemplo, cuenta con más de una cincuentena de historias creadas por los rumores, los murmullos de los enemigos o los miedos de aquellos que intentaron enfrentarle.

Onigumo asiente y sube a su caballo, mientras camina entre sus soldados y éstos se alzan uno por uno con las espadas colgadas en su cintura y el escudo empuñado por su mano menos diestra. Los soldados observan a su capitán con la cabeza alzada y el rostro cubierto. Habiendo creado dos filas en las que los soldados se unen hombro por hombro, Onigumo es capaz de pasar entre ellos montado en su caballo sin ningún inconveniente.

La capa negra sobre sus hombros, hecha con piel de oso de las tierras más frías del reino, se eleva con el trote del animal, mientras el sonido de su armadura retuerce el silencio del bosque y despierta a las aves que sobrevuelan el lugar. Sus retorcidos ojos, aquellos que han visto derramar tanta sangre como agua que porta el río más importante de su ciudad, examinan a cada uno de sus soldados sin excepción. Parecen, sin lugar a dudas, los ojos del mismísimo demonio. A sus pies, los soldados se retuercen. Algunos tienen frío, otros sufren las heridas que llevan desde la última justa. Uno de ellos tiembla, y Onigumo sonríe al verse reconocida su valía. Él es aterrador, aunque nunca llegue a superar a su general.

El caballo gira, tal y como él se lo hace hacer, y retoma su camino hacia el frente. Una fría ráfaga de frío choca contra su cuerpo y se le pone la carne de gallina hasta provocar un notable estremecimiento por todo su cuerpo.

―¡En pie! ―ruge Onigumo sobre su caballo. Los soldados dan un paso adelante y colocan, casi al unísono, su escudo ante ellos con la barbilla en alto y la mirada desafiante al frente―. ¡Nos movemos hacia el norte, señores! ―Los soldados se giran sobre sus pies y caminan hacia la dirección que su superior ha rugido instantes atrás.

El apuesto hombre trota sobre el lomo de su caballo y consigue atrapar el paso de su general sin perder de vista a los soldados que mantiene tras él. El anciano hombre a su lado, silencioso como la misma noche, avanza sin pronunciar palabra y provoca, sin desearlo, una gran incomodidad entre él y el joven Onigumo. Al divisar la menuda ciudad, él lo hubiera denominado poblado, Onigumo detuvo su ejército al divisar el gesto de su general sin hacer el menor ruido.

Absorto en sus propios pensamientos, el moreno baja la parte metálica de su casco y oculta sus ojos detrás de ésta. Su mano diestra no tarda en posicionarse sobre el mango de su espada y sus labios no demoran en abrirse para reclamar la atención indispensable de sus hombres. El más experimentado del grupo, aquel que se hace llamar general, avanza con su caballo y vuelve a dejarle el trabajo sucio a Onigumo, quien pronto obtendrá el puesto de su superior si éste sale satisfactorio de la misión que su Señor les ha encomendado.

―¡Obtengan todo el alimento posible y llévenlo con ustedes! ¡Aniquilen a cualquiera que se interponga en su camino, desestime la entrega de alimentos o intente blandir un arma contra ustedes! ¡Asesinen a todo aquel que sea necesario!

Uno de los soldados avanza entre el grupo y saca lo que parece ser un cuerno de color negro profundo de entre sus manos. Con soltura y muchísima facilidad, el varón alza el instrumento y coloca sus labios alrededor del pequeño orificio que éste tiene para bufar y reproducir el sonido que les permite a sus demás compañeros lanzarse a la cacería nocturna. Entre gritos y alaridos, los soldados se adentran en la pequeña zona y blanden sus espadas contra las puertas de las abiertas cabañas en busca de sustento para la vuelta a su tierra. Las casas, la mayoría totalmente ausentas de vida humana, se encuentran sucumbidas en la oscuridad del cielo y tienen unas pequeñas hogueras en su centro sin usar, según los cálculos de algunos soldados, desde hace más de tres días. Pobres y mal construidas, los hogares son simples chabolas hechas a partir de madera de pino, el árbol que más abunda de la zona, de diferentes medidas y volúmenes agolpadas sin cuidado unas encima de otras sobre una base cuadrada que cumple el papel de pilares. Lo que los soldados buscan, sin embargo, se encuentra intacto y escondido en los baúles de madera que encuentran dentro de los abandonados hogares. Cabe destacar que todos se encuentran posicionados de la misma manera, independientemente de quién sea la casa, para que la comida que será devorada más tarde sea antes bendecida por las estrellas que acompañan a la madre Luna.

Onigumo, todavía a lomos de su caballo, se pasea por el poblado contemplando todo lo que sus hombres hacen. El señor Hitomi se mantiene lejos, pero a la vista de todos y sin dejar de contemplar lo que hacen sus seguidores. Acaricia su largo y cuidado bigote con los dedos que esconde detrás de los guantes opacos que lleva puestos y tuerce los labios. El joven Onigumo no sabe porqué lo hace. El frío, la nieve o la incertidumbre de no saber dónde están los que habitaban el lugar pueden ser perfectamente buenas posibilidades.

―Señor, ya tenemos toda el sustento ―anuncia aquel que anteriormente ha hecho sonar el cuerno.

El general se acerca a la pareja sin dejarse de acariciar el bigote:

―¿No han encontrado a nadie? ―cuestiona sin entender el paisaje a su alrededor. Onigumo tampoco lo ha hecho desde que su caballo ha puesto pie en el lugar, mas no deseaba crear una alarma innecesaria en sus hombres. Los fríos ojos Kagewasaki Hitomi revolotean por el lugar―. Un poblado abandonado en perfecto estado no es nada ordinario, mucho menos proveniente de salvajes como los que viven fuera de las murallas.

Ser Hitomi se remueve y el caballo relincha. El soldado, frente a él, da un tímido salto de sorpresa y Erwin le tiende una mirada conciliadora para que continúe hablando. El joven asiente y teme al ver la fuerza en el mirar del general Hitomi.

―Hemos encontrado algunos cuerpos en la entrada del bosque, general. Apuesto a que querrían escapar de algo, un animal, ya que los cadáveres tienen marcas de mordiscos por todo su cuerpo, aunque algunos no tienen cabeza.

―¿Alguna pista sobre el animal?

―No, general ―tartamudea, desconsolado. Kagewasaki reconoce su timbre de voz y se baja del caballo con cuidado de no caer estrepitosamente contra la fría nieve. El soldado, tenso y perdido en su mar de dudas, traga saliva y espera la reacción de su general con el corazón en la boca y la piel de gallina. Su mirada no le gusta, tampoco a Onigumo, quien todavía se mantiene a lomos de su animal.

―¿Qué es lo que usted piensa, soldado? ―inquiere el más viejo.

―La leyenda, señor ―Kagewasaki Hitomi frunce el ceño y el soldado carraspea. La idea de mencionar la leyenda, al parecer, no ha sido una buena idea―. Los animales más comunes en esta zona son los osos, jabalíes y lobos, pero ninguno tiene la suficiente fuerza o profundidad como para crear unas heridas de la magnitud que los salvajes presentan. Ese animal, señor, es… demoníaco.

Kagewasaki se echa a reír. Es normal, al fin y al cabo, ¿quién en su sano juicio accede a seguir creyendo en leyendas de aquel calibre? Si bien han pasado más de setenta años desde la llegada de la primera corona a las tierras que estaban pisando, también han pasado muchísimos años desde la extinción de aquellos estrambóticos seres que alguna vez se utilizaron como potente arma durante las batallas entre reinos. Kagewasaki había tenido el placer de verlos con sus propios ojos y tocarlos con sus propias manos. Con una energía inigualable y una fuerza inhumana, aquellos sangrientos seres eran capaces de reducir un pelotón entero sin inmutarse de los ataques del enemigo.

A diferencia del más viejo, Onigumo nunca ha visto a uno de ellos. Él es un joven soldado de treinta años que nunca ha entrenado fuera de las murallas de su reino. Los métodos de entrenamiento han cambiado con el paso del tiempo, y aunque siguieran siendo duros, ni tan siquiera se acercan a ser lo que alguna vez habían sido. La crueldad sigue vigente, mas los límites han sido nuevamente marcados y no pueden sobrepasarse.

Sin embargo, aquellos seres no han vuelto a aparecer frente a ningún humano desde hace más de cincuenta años y, con ellos, la confianza en volver a verles también ha desaparecido, aunque las leyendas nunca lo han hecho.

Kagewasaki sigue riendo y el soldado se encoge en su posición.

―Hace más de cincuenta años de su extinción, soldado ―asegura Onigumo, mientras Ser Hitomi sigue riendo a pierna suelta. El soldado asiente y esconde sus ojos―. ¿Puedes llevarnos hasta los cuerpos y dejar de pensar en posibilidades estúpidas?

―Sí, señor.

El caudillo camina delante de ellos y avanza entre las ruinas del ahora destruido poblado, mientras el ánimo cae estrepitosamente a medida que avanza entre los escombros y se adentra en la frondosa selva de árboles donde se encuentran los caídos en una batalla desconocida. El hombre rodea los cuerpos y deja que sus superiores los observen desde las alturas que les obsequian los animales que montan. Ser Hitomi, confundido por las marcas en sus cuerpos, baja del caballo y se acerca al montón de carne cruda con las manos muy cerca de sus espadas a ambos lados de su cintura. Su cabeza se alza levemente y sus ojos se entrecierran para buscar algo invisible para los jóvenes que le acompañan. Onigumo baja al suelo y acompaña a su general, aunque no comprende qué busca entre el grupo de muertos.

―¿Qué animales habitan la zona?

La pregunta del anciano pilla por sorpresa a todos los presentes. Onigumo, algo más receptivo, carraspea y responde.

―Como mi subordinado ha dicho antes, señor, en esta zona sólo hay osos, jabalíes y lobos. Ninguno, sin embargo, tiene unos colmillos de tal envergadura.

―Eso lo sé, Onigumo. ―Ser Hitomi le obsequia una mirada de total intimidación, y el más joven se estremece.

Con los dientes apretados y la mirada entrecerrada, Onigumo deja su mente en blanco y gruñe, aunque nadie le escucha. "Es tan narcisista que ni tan siquiera conoce las bromas que de él se hacen en el reino" ―argumenta en su mente, no deseando compartirlo a viva voz con el criticado a su lado―: "Orgullo que ciega, te condenará a la hoguera". Y, aunque suene destructor, Erwin espera estar en primera fila para poder verlo con sus propios ojos.

―¿Hay más cuerpos? ―indaga el general.

El caudillo asiente.

―Podrá encontrar muchísimos más a medida que nos adentremos en el bosque, señor. Creemos que el animal se encuentra en las profundidades del lugar y que desea apoderarse de todos los cuerpos.

Ser Hitomi, sin embargo, no piensa lo mismo. El poblado había sido atacado y los cuerpos habían sido cruelmente desgarrados, pero no parecían haberlos desgarrado para devorarlos sino todo lo contrario. La opción de "destruir como pasatiempo" pasa por su mente, mas el varón sabe que un animal corriente, como todos los que habitan la zona, no tiene la perspicacia necesaria para destruir por aburrimiento. Eso es cosa de hombres o criaturas legendarias, y éstas últimas ya no existen.

Sus ojos vuelven a bajar hasta los cuerpos y, con una mirada retorcida, el general Hitomi reconoce que esas marcas no pueden provenir de una arma convencional usada por el hombre. Las hojas afiladas de cualquier arma de mano dejan cortes perfectos y son, por sus medidas, incapaces de herir de manera tan profunda una zona como esa. Las pequeñas irregularidades en los bordes de los diferentes cortes, además, le hacen saber que un humano no ha estado envuelto en ello.

―Sigamos hacia adelante.

Kagewasaki no se hace repetir, mas camina hacia el corazón del bosque sin esperar que nadie le siga. Son unos hombres miedosos, ilusos e inocentes que creen del ejército un oficio con el que proteger el escudo. Sin embargo, el ejército no es un oficio sino un orgullo, un deber como hombre y un honor como habitante y seguidor de tu Señor. Muchas cabezas deberían ser cortadas y no escondidas detrás de aquellos cascos.

―Los muertos de la otra zona ―habla Onigumo con ambos caballos siguiéndoles por detrás y sus cuerdas alrededor de su mano derecha. Ser Hitomi le contempla de reojo y Onigumo continua―, ¿han sido víctimas del mismo animal? ―se atreve a cuestionar.

El anciano lo piensa. La distancia entre ambos lugares no es exagerada y la teoría de su soldado no es tan descabellada como en un principio ha creído. No obstante, ¿qué ha ganado el animal con matar a dos grupos de personas sin relación entre ambas y tan separadas la una de la otra? El sentimiento de peligro pasa por su mente, mas la opción se desvanece cuando recuerda que la distancia entre el lugar donde encontraron los soldados y el bosque es amplia. Aunque la idea de Onigumo sigue ahí.

―Es una posibilidad ―asiente.

―Los lobos son comunes en ésta zona, señor. ¿Una manada puede haber provocado esto?

El general Hitomi traga saliva.

―Los lobos no tienen los colmillos tan grandes, soldado. Ni tan siquiera tienen la fuerza suficiente para arrancar una cabeza de un único mordisco.

Onigumo asiente y cierra los labios. Los lobos trabajan en manada, pero no con la astucia suficiente como para derrotar a un gran número de personas como aquel. El capitán vuelve a mirar a su superior y éste le hace callar antes de ni tan siquiera suspirar la primera letra de la oración. El soldado que les acompañaba, algo extrañado, se pregunta en silencio dónde se encuentra el pelotón que había dejado atrás.

―Algo se acerca.

A pesar del frío de la noche, los soldados empiezan a acalorarse a medida que avanzan sigilosamente hacia el corazón del bosque. El silencio es lo único que vive en el lugar, los cuervos han marchado y ningún animal terrestre se atreve a acompañarles durante la travesía. Aquello inquieta a los tres varones, aunque Ser Hitomi, a lo mejor por experiencia o conocimiento del terreno, parece ser el más concienciado del grupo.

Un horrible rugido emerge desde las alturas y las pocas hojas sujetas a las ramas de los árboles se remueven inquietas. La brisa las acompaña y el frío abraza las armaduras de los caballeros entre la nieve. Se escuchan algunos gritos lejanos, unos pocos lamentos y unas últimas lágrimas, pero el silencio vuelve a reinar unos instantes antes de poder escuchar un segundo rugido romperse en pedazos y caer sobre los oídos de los varones.

Ser Hitomi conoce qué hay más allá, Onigumo entiende qué ha ocurrido y el anónimo soldado que les acompaña tiembla de miedo. Están solos, y ningún otro soldado se encuentra con ellos. El más viejo del trío cierra los ojos y murmura una corta plegaria, mientras el más joven e inexperto aferra su mano al mango de su espada y mira al cielo. Onigumo, por su parte, piensa y acepta.

―No servirá de nada, soldado ―habla Ser Hitomi. El susodicho alza la mirada y detiene el molesto tintineo de su armadura. El anciano le observa de reojo―. Una espada tan insignificante como la nuestra no podrá hacer nada contra él. No hay nada que pueda herirle.

Nadie sabe a qué se refiere, y Ser Hitomi parece quererlo así. Sin embargo, y más en aquellos momentos repletos de una mortífera incertidumbre, el de blanco bigote decide hablar un poco más y explicar, sin decirlo, cuál será su final.

Un tercer rugido vuelve a presionarles, aunque esta vez se acompaña por un portentoso temblor y el sonido de unas alas batiéndose en el aire. La oscuridad aumenta y la luz de la Luna ilumina un punto insignificante entre la oscura vegetación frente a ellos. Los hombres aguardan por las últimas palabras de su superior y por descubrir a qué se enfrentan.

―Creo que el soldado tuvo razón desde el principio.

Y el joven militar no lo quiere así.

Onigumo avanza hacia su general y, antes de poder alcanzarle con su mano derecha, escucha un ligero sonido bajo sus pies que le deja totalmente desconcertado. El de cabellos oscuros y ojos saltones agacha la mirada y contempla el suelo con los ojos bien abiertos y la respiración entrecortada por la sorpresa.

―Se acerca.

―¿Quién? ―se atreve a cuestionar Onigumo.

Ser Hitomi sonríe, aturdido.

―El verdadero Señor de estas tierras.

No pasa demasiado tiempo hasta que escuchan un gruñido muy cerca de ellos, escondido entre la oscuridad de la noche y la frondosidad del bosque. El inexperto joven desenvaina su espada y la blande entre temblores, Erwin se mantiene quieto y expectante a lo que puede ocurrir a continuación, mientras Ser Hitomi se limita a cerrar los ojos y dejar que el tiempo transcurra. Para él, un hombre devoto a tales seres, no hay muerte más noble que la de morir por tu patria o a manos de alguien como el que los observa. Es algo personal, sin embargo, pocos comparten el mismo sentimiento. Muchos de ellos, además, ya se encuentran bajo tierra.

Un chillido de dolor escapa de los labios del que tiene su espada desenfundada y Onigumo no puede evitar girar su rostro y encontrarse con la figura de su soldado abrazada por un ser oscuro que no puede distinguir. El soldado se retuerce entre las manos del desconocido sin dejar de chillar angustiosamente. La espada del joven, a unos metros de él, descansa mostrando el emblema del reino al que pertenece, aunque deja de ser importante en el momento en que se encuentra entre la vida y la muerte. Onigumo escucha un crujido estruendoso y siente la cabeza de su compañero rodar hasta sus pies. La sangre mancha sus botas, mas decide no prestar atención al cuerpo que cae sobre la nieve para no perder la oportunidad de salir de allí.

Morir por tu patria es honorable, ser recordado por aquellos que la conforman es un privilegio que muy pocos consiguen. Él es un soldado del montón, lo sabe, así que sufre un poco más, mientras recuerda a su familia y la insolente promesa a su padre. Él volverá a casa, por supuesto, pero sólo en el momento en que encuentren su cuerpo. Su agonía se reduce cuando rememora que Dios le está esperando con los brazos abiertos.

Onigumo escucha un ligero movimiento muy cerca de su cuerpo. Ser Hitomi cae de rodillas sobre la nieve bajo sus pies y mira embelesado la figura frente a él. Envuelto en una oscuridad horripilante, el humanoide de ojos rojos se acerca con lentitud y les observa detenidamente. Los árboles se desnudan a su paso y todo lo que le rodea se oscurece en un abrir y cerrar de ojos. De repente, y sin que Onigumo se percate, el paisaje se ha convertido en lo más cercano al Infierno del Traidor de los Cielos.

Esa figura sin rostro es, entonces, un mensajero más del demonio.

Con el último grito, Onigumo echa a correr sin mirar atrás.


Todo está preparado. Su madre se lo hace saber cuando mete la cabeza, tras abrir su puerta sin permiso, dentro de su desolada y apagada habitación. Su sonrisa no es pegajosa, así que Kagome no se emociona al ver la felicidad de su madre al saber que su hija, dos meses después de cumplir quince años, se casaría con el hombre que su marido y ella habían elegido. A la morena poco le importa el dinero, las tierras que sus padres obtendrán o el renombre que su familia tendrá al finalizar la ceremonia. Ella es una jovencita de quince años que sueña con poder seguir leyendo poesía romántica de los mejores autores de la comarca, recogiendo sus flores favoritas del descampado que rodea las murallas que protegen la ciudad o disfrutando de la música que adorna las calles de durante las tardes. Hacer felices a sus padres es importante, mas ella no compartirá nunca tan deseosa alegría ni ansiadas anécdotas que su madre desea que ella viva al lado de su estimado marido. No está viviendo la vida que ella desea. Ella no es así. Kagome no puede mentir tan descaradamente. Su madre lo sabe, aunque todavía se niegue a verlo con sus propios ojos. Lo mismo ocurre con su sufrimiento, mas la adolescente recuerda que eso es algo que únicamente ella puede percibir. Los ojos de quien la rodean están tan empañados por la avaricia que, aun deseando que alguien pueda comprenderla, nunca podrán hacerlo.

Al final, ella es una niña con demasiadas expectativas, pero, al fin y al cabo, una niña.

Con sosiego, y escuchando los murmullos procedentes del pasillo, Kagome enreda los dedos alrededor de sus negros cabellos y coge aire con los ojos bien cerrados y la mente completamente ocupada. «Este es el momento», se recuerda una y otra vez, «debes salir de la sala y caminar hasta los brazos de tu esposo, someterte a él y obedecer sus peticiones por el resto de tu miserable vida». Exenta de seguridad, Kagome se levanta de su asiento para mirarse por última vez en un pequeño espejo: tiene los ojos rojos, mas su perfume sigue intacto. Entre sus manos recoge parte de su vestido y se encamina hacia la salida de la habitación. Al final del pasillo, no muy lejos de su habitación, se encuentra la impotente figura de su padre. Su fría y tosca mano se estira hacia ella y, instantes más tarde, ésta se abre para recoger la femenina. Kagome no duda en darle la mano, pero sí en seguir sus indicaciones. Es tarde, sin embargo. Ella debe cumplir su cometido: llevar la familia Higurashi hacia lo más alto y, de una u otra manera, apartar sus verdaderos deseos para convertirse en la mujer de su esposo. Entonces, entre los murmullos, Kagome es capaz de distinguir la voz de su padre reclamarle no haber nacido hombre y reconociendo, sin pronunciarlo, su interminable rechazo: era una mujer que no podía satisfacer a su padre luchando por su patria con una de sus espadas.

Sonríe y observa con deleite a Akitoki Hôjô, su todavía prometido. Se conocen desde antes de saber pronunciar su propio nombre, y se consideran muy cercanos el uno del otro. No obstante, y muy contraria a la idea de la chica, Hôjô encuentra una salida a este premeditado matrimonio. Es un chico apuesto, gran caballero, con algunas tierras en su poder y con un apellido conocido más allá de los muros. Además, y gracias a su experiencia, Hôjô sabe que puede enamorar a Kagome, quien no puede verle más que un estimado amigo al que adora, mas nunca podrá entregar su corazón como símbolo de fidelidad y amor conyugal. La morena alza la mirada y sonríe al ver a su amigo observarla desde el altar. Hôjô se ve bien, como siempre, y ella, al parecer, brilla como nunca antes.

Sus pies llegan hasta él. La joven suelta la mano de su padre y se la entrega a Hôjô, quien la sujeta con fuerza. Kagome asiente y espera las palabras del experimentado sacerdote y guardián de la iglesia. Los brazos del párroco se alzan para dar el permiso previsto a los testigos que, entre sus manos, suspenden con delicadeza los velos que recubrirán los rostros de ambos prometidos durante la ceremonia. La pareja, todavía detrás de los prometidos, escuchan con atención la bendición del sacerdote sin separar las manos de su pecho ni dejar de pensar en su Señor. Dios les ayudará a sobreponerse ante cualquier obstáculo, aunque Kagome empieza a dudar de ello mucho antes de convertirse en su esposa y empezar su vida marital.

La luz solar entra dentro de la iglesia, y Kagome parpadea incómoda. Es tan pesado el calor que, aun deseándolo, se encuentra a punto de apartar el rostro y detener la bendición con ello. Entrecierra los ojos y coge una bocanada de aire sin llamar la atención de ninguno de los hombres que la rodean. Son las nueve de la mañana y el hambre, a causa del ayuno que la boda le ha hecho seguir, no está ayudando en absoluto.

Para el sacerdote no supone ningún trabajo examinar la genealogía de los novios. Los presentes, aquellos que no conocen con certeza a la pareja, aguanta la respiración al encontrarse en el momento más crudo de la ceremonia. Descubrir si son o no hermanos tiene un papel fundamental para la iglesia, mucho más para los que desean convertirse en marido y mujer. El incesto no está permitido, y llevarlo a cabo puede provocar la muerte pública de ambos enamorados y, además, de la familia de estos. Pero, y acorde a las expectativas de todos, los novios no son hermanos y la ceremonia puede seguir hasta su punto culminante: la entrega de anillos. Todavía con el velo encima de ellos, Hôjô coge cuidadosamente la mano de Kagome y saca dos doradas alianzas de su bolsillo y coloca una de ellas en el dedo correcto. Kagome sonríe al ver cómo la joya reluce alrededor de su dedo para ser ella la que introduzca el anillo en el de su esposo. La joya se aproxima a la mano de su marido sin dejar de temblar. Hôjô cree que es nervio, mas Kagome sabe que es miedo al desconocer si será capaz de cumplir la promesa que le está otorgando al moreno. Porque ella no puede ser la señora Akitoki, pero debe serlo.

El sacerdote pronuncia las palabras finales creando un interminable eco: «Os declaro marido y mujer», y Hôjô se lanza a besar el dorso de su mano con elegancia. Los velos caen al suelo y Hôjô deja que Kagome rodee su brazo con sus delicadas manos sin observarla una vez más antes de girarse al público y escuchar el vitoreo de ambas familias.

—Sonríe —recrimina su padre, duro. Su madre frunce el ceño y suspira, mas sus reclamos no llegan hasta su marido. Nunca llegarán los reclamos de una mujer a los oídos de un hombre. Kagome asiente, mientras esconde su mirada detrás de su arreglado flequillo y termina de escuchar las palabras de su padre sin rechistar—. Su Majestad ha venido a tu boda, y debes gustarle...

...para que pueda follarte con gusto esta noche.

Kagome no termina la frase a viva voz, pero sabe a qué se refiere su padre con esas toscas palabras. El Señor debe de interesarse por ella, la dama que desvirgará esta noche al haberse casado con un hombre dentro de sus tierras. Hôjô aprieta su mano al escuchar a su actual suegro e intenta desviar la mirada con la mayor paciencia posible para no encontrarse con los intensos orbes del señor Sesshômaru observándolos desde una de las mesas del gran salón. El de larga melena no hace mueca alguna y el marido decide sonreír con el cuerpo completamente tenso. Es un honor que su mujer sea desvirgada por el Señor de esas tierras, por el Emperador de la ciudad dentro de las murallas, por el hombre al que Dios le ha otorgado tal poder, mas Kagome sigue siendo su esposa y no le gusta la idea de que otro hombre, tenga el beneplácito de Dios o no, sea quien pase la noche más importante con ella. Desvirgarla durante los descansos en alguna de las habitaciones vacías de la iglesia se convierte en una posibilidad exquisita para Hôjô, mas no sangrar en brazos del Señor puede acarrear serios problemas para la morena durante la noche. Y, sinceramente, Hôjô no desea volver a su mujer totalmente desfigurada por culpa de su orgullo.

Aunque él sea el hombre.

Kagome tiembla cuando el portentoso hombre se acerca a ellos. Las leyendas que se cuentan por parte de los juglares son ciertas. El Señor es idéntico al protagonista de sus cuentos. Enfundado en un caro conjunto de seda de color rojizo como la sangre, la capa de piel de oso que porta colgando de sus hombros le da un toque de poderío mayor al que Kagome hubiera otorgado desde la lejanía, mientras que el grueso cinturón de oro que rodea su cintura le anuncia a la morena lo bien cuidada que se encuentra su figura, y a qué imperio pertenece. Las batallas que ha liderado y los arduos entrenamientos que protagoniza todas las mañanas, según aquellos que alardeaban conocerle, parecen dar sus frutos. Sus manos, grandes y callosas, se esconden debajo de la fina seda de sus blancos guantes que defienden el símbolo de su reinado con el dibujo en su dorso. La diferencia de altura entre ambos es despampanante, también la de años: la joven Kagome, una quinceañera recién casada, se encuentra frente a un glorioso hombre adulto que reina unas tierras desde sus trece. Él se acerca un poco más a la familia, y Kagome puede contemplar el brillo de sus lisos blanquecinos cabellos al Sol.

Reconocido por el Emperador como "El Preparador de Bestias", su padre saluda cordialmente mientras su madre se recoge el vestido y se agacha para recibirlo. Kagome, todavía sujeta al brazo de Hôjô, sigue los pasos de su madre y Hôjô los del padre de su esposa. El señor Sesshômaru sonríe y susurra el apellido del suegro con suavidad para dar pie a una larga y tediosa conversación que poco interesa a la recién casada. Las guerras, ejércitos y nuevos soldados nunca han importado a la pequeña de los Higurashi. Una mujer se interesa por ello contadas veces..., y es vapuleada cuando decide hacerlo público. Kagome opta por mantenerse en silencio.

—¿Es ella? —El señor Sesshômaru alza la voz, decidido a que Kagome le preste atención, y espera impaciente la respuesta del susodicho. La morena alza la mirada y se encuentra con unos pequeños ojos dorados que brillan gracias al fuego interno que parece habitar dentro del pecho del ser frente a ella, pero no la cautivan como él esperaba que lo hicieran. Kagome se encoge de nuevo y Sesshômaru aparta la mirada para centrar toda la atención en su aliado y escuchar algo que pueda ayudarle durante la noche. Por su parte, Kagome vuelve a mirarlo. Es tanto el deseo de sumisión que sus ojos proyectan que Kagome teme descubrir qué le deparará su no tan lejano futuro a manos de ese individuo. Este último vuelve a hablar—: Es una niña llamativa.

Kagome sonríe tímidamente.

—Es un honor, Su Majestad.

—En ese caso —susurra con deleite—, no les importará que les acompañe en la mesa.

Hôjô toma la iniciativa ante la expectación que las palabras del hombre han causado entre los presentes que han escuchado con claridad.

—Por favor, Su Majestad, sería un gran honor para nosotros y nuestras familias que así lo hicierais. Mi mujer y yo desearíamos pasar la velada a su lado.

Los nombrados asienten ante las palabras del esposo y, siguiendo al varón con más poderío de esas tierras, deciden sentarse en la mesa principal. Colocada horizontalmente, la tabla de madera es lo bastante larga como para abastecer al número de personas y platos que cada uno de estos probará hasta el cierre de la ceremonia. Adornada con un mantel blanco, la mesa está, además, ocupada por un estrecho y larguísimo mantel rojo. Los bordes del último, sin embargo, destacan por haber sido cosidos con un llamativo hilo dorado que reclama la atención de todos. Encima, y repartida por toda su longitud, la mesa se encuentra repleta de platos recién cocinados, las recetas más conocidas de la comarca son las estrellas del menú, a conciencia para todos los invitados.

Rezagados del gran grupo, los recién casados mantienen su caminata en silencio, sin mirarse a los ojos ni soltarse del brazo del otro. Kagome tiene miedo, algo está atormentándola, y Hôjô percibe su temor al reconocer que el temblor que la acecha no es común en una mujer recién casada. Su mano libre, esa que no está sujeta por el brazo femenino, aparta el flequillo de su frente y hace que sus grandes orbes se enfoquen directamente en las suyas. Kagome lo observa, piensa y decide actuar. «Es Hôjô», se dice, «él me quiere, entenderá mi aflicción». La última frase, no obstante, la repite para darse ánimos o, al menos, confiar un poco más en su hombre.

Hôjô la ve entreabrir los labios y asiente para que ésta hable, mas todos los presentes parecen no querer quitarles la mirada de encima y ese pequeño detalle empieza a ser ciertamente escabroso. Decidido a saber qué le ocurre, Hôjô se disculpa y anuncia apartarse hacia la parte trasera del jardín para "poderle dar a su mujer un poco de aire". Todos asiente, aunque las quejas no se hacen esperar.

—Kagome, querida, ¿qué es lo que te aflige en un día como éste?

Hôjô está preocupado. Kagome se muerde el labio inferior y traga saliva, mientras cierra los ojos y se repite una y otra vez lo que ha ido memorizando paso a paso hasta detenerse a mitad del pasillo. Él es su marido, la quiere y entenderá su temor. Hôjô es un buen chico.

—Temo por la llegada de la noche, querido —responde Kagome, cohibida. Hôjô asiente al comprenderla—. No deseo que Su Majestad sea el primero, ya que ese es tu papel como mi marido. Sé que él es el elegido de Dios, aquel que nos guiará a través de la niebla, pero... ¿seré suficiente para ti? No deseo entregarle esto sin saber tu opinión, Hôjô. No temas por lo que tus palabras puedan crear en mi corazón, sé que no te satisface la idea... y entenderé cualquier decisión que desees tomar.

—Kagome... —susurra él acariciando sus mejillas.

—Hôjô —murmura ella acariciando el dorso de su mano con las yemas de sus dedos. Hôjô sonríe—, ¿seré suficiente para ti al amanecer?

Su esposo, estupefacto, asiente.

—El Señor te ha otorgado esta misión, querida, así que debes cumplirla como creyente y no pensar en mi. Su Majestad Sesshômaru es nuestro Emperador, debes recordarlo, mas entregarte a él no te hará menos. Prometo aquí, ante la casa de Dios, que no te dejaré cuando amanezca —dictamina con un solemne timbre de voz—. Vamos, nuestros invitados nos están esperando.

Kagome no está del todo segura, pero decide seguir las órdenes de su marido y marchar hacia el banquete de nuevo. Los presentes les observan cuando ponen un pie en la zona sin dejar de murmurar a su paso ni mirar directamente a la mesa principal. Allí, sentado al lado de dos sillas vacías, Su Majestad Sesshomaru se mantiene impaciente por saber qué les ha hecho retirarse de una manera tan espontánea. Por petición de su padre, es Kagome la que se sienta al lado del varón con una actitud cohibida y silenciosa, mientras Hôjô mantiene su mano entrelazada por debajo de la mesa.

—Siento mi inoportuna salida, Su Majestad —se anima a hablar Kagome. El susodicho parpadea ante las dulces palabras de la que será su amante en la noche. Ella, sonrojada por la presión de las miradas ajenas, se moja los labios tímidamente. Hôjô sonríe, orgulloso—, pero la emoción de la boda me ha hecho sentirme indispuesta durante unos instantes. Agradezco su paciencia y, por favor, disfrute de la comida.

El hombre no dice nada. Kagome sonríe y vuelve su atención al plato de comida. El Emperador, al contemplarla, sigue sus pasos y centra sus sentidos en los manjares que se presentan sobre la mesa dejando que el día pase y la noche se acerca con cierta rapidez que inquieta a la morena. La oscuridad de la noche, galardonada con el efímero brillo de las estrellas, no la ayudará a encontrar el sueño como otras tantas veces ha hecho. Ella lo sabe, lo recuerda y se lo hace rememorar a sí misma antes de volver a caer en su profunda inocencia y olvidar cuál es su verdadero papel. Nacida en el seno de una familia que no la desea, Kagome no puede pensar en otra cosa que no sea buscar ella misma su propia felicidad sin saber qué puede hacerla totalmente feliz. Ser ella quien decidiera al merecedor de un título tan importante como era el de ser su marido había sido algo imposible, mucho más ahora.

Una delicada caja cae sobre la mesa, con los platos retirados, y Kagome despierta de su ensoñación. El metal es bellísimo y los detalles de ésta se encuentran hechos a manos. El hombre, un conocido de sus padres, es un popular artesano muy codiciado y, por lo tanto, también cercano a los placeres artísticos del portador de la corona del reino.

—Aquí podrá guardar sus joyas tanto la señora como el señor.

Kagome asiente ante sus explicaciones. Es bellísimo, y Hôjô parece pensar lo mismo. Un nuevo invitado se acerca y le entrega a Hôjô cinco dorados anillos hechos especialmente para él: acompañados por piedras preciosas, algún grabado en su interior u otros detalles. De los cinco anillos en la mesa, uno es para la señora.

Los regalos siguen llegando, mas uno es especial para Kagome. Entre las manos del patriarca de los Taijiya, el padre de su mejor amiga, descansan unos libros codiciadísimos para la novia: la historia, las leyendas y las batallas más conocidas del país. Ese trío de libros son los que, desde el principio de su gusto por la lectura, Kagome no ha parado de buscar sin descanso. Emocionadísima, la morena agradece el obsequio con lágrimas en los ojos al hombre que ama como un padre y busca la mirada de las otras dos mujeres de esa familia con el pecho encogido. La madre de Sango le guiña un ojo mientras su amiga sonríe y consigue, como siempre, que el corazón le dé un vuelco.

—¿Es la lectura una de tus aficiones? —La cuestión la pilla por sorpresa, mucho más al reconocer quién ha deseado saber sobre ello. Su Majestad, sentado a su izquierda, la observa detenidamente al al oler su nerviosismo. Kagome asiente y aprieta sus manos alrededor de los libros—: Eres tímida.

—¡Oh, no, Su Majestad! —exclama ella al percibir un deje de acidez en su voz—. Perdone mi torpeza, mas nunca he estado cerca de alguien tan importante como usted y, por ello, no sé cómo debo comportarme a su alrededor. No deseo incomodarle, mucho menos que mi propia boda se convierta en un inconveniente absurdo para usted... y eso me hace ser todavía más torpe.

—Tranquilízate —ordena el señor, mientras se acerca al oído de la morena y coloca una mano frente a sus labios para darle cierta intimidad al mensaje que desea compartir con ella. Kagome tiembla y aprieta los libros contra su estómago—. Todo está bien.

Kagome intenta seguir la orden al pie de la letras, mas tranquilizarse no es lo que provoca dicha indicación, mientras el último rasgón de Sol desaparece tras los talludos muros de la ciudad. Kagome ha olvidado el transcurso del tiempo. La ceremonia termina rápidamente y los presentes desaparecen del gran jardín. El Emperador ordena a sus guardianes que le acerquen su carruaje, un brillante y cuidadoso vehículo que deja perpleja a la niña. Mientras él se prepara para subir, Hôjô se acerca a Kagome, quien sigue con las novelas pegadas contra su pecho, y aprieta sus manos alrededor de sus muñecas. Kagome siente dolor, pero no dice nada. Es su marido, y él tiene razones suficientes para hacerlo, aunque ella las desconozca.

—Haz todo lo que él te pida, querida. Sólo el Señor sabe porqué tú estás en esta situación, y yo confío en que tú, mi corazón, sabrás cómo afrontarla con la mayor sabiduría posible. Sé que es horrible pedírtelo, pero... haz que goce de tu cuerpo, mientras yo espero paciente tu retorno.

Las palabras de Hôjô no la ayudan a dejar de temblar. Kagome declara, únicamente a sí misma, cuán asqueada se encuentra y cuánto se odiará por lo que está a punto de acontecer. Su madre avanza sigilosamente hasta ella y, entre lágrimas, la abraza. Su padre, más tarde, llega para acariciar su cabeza y murmurar algunas oraciones parecidas a las de su esposo.

—No hagas que su furia caiga sobre la familia...

...así que deja que pueda follarte con gusto toda la noche.

La angustia vuelve con las habladurías de su padre. Vuelve a bajar la mirada y observa lo único que llevará con ella: un trío de libros y su cuerpo, pero no su corazón. Se acuerda, al verse reflejada en las orbes de su padre, que tan sólo tiene quince años y que nunca ha conocido la desnudez masculina. No está preparada. No dice nada, sin embargo, no sabe qué más decir. Sus ojos lo dicen todo, mas nadie quiere entender el verdadero significado detrás de su brillo. Kagome se ahoga en un mar de incertidumbre del que nadie desea salvarla.

Entran al carruaje y juntos ven caer la noche, mientras dejan atrás su casa y su marido. El varón no habla ni mira a su compañera. Ambos se dejan envolver por el suave sonido de las campanas y el molesto ruido de las ruedas de madera pasar por encima del inestable suelo de la ciudad.

—¿Por qué tanto alboroto, cochero?

«El señor Sesshômaru parece enfadado...». Kagome se encoge en su asiento.

El cochero carraspea y observa a su Señor por encima del hombro.

—Algo ocurre más allá de los muros, Señor, pero la guardia está trabajando en ello.

—Llévanos cuanto antes a palacio.

Más adelante, cuando han pasado los restaurantes más populares de la ciudad y la Plaza Principal, Kagome se encuentra con el cielo cubierto de estrellas y los alrededores sucumbidos a la oscuridad nocturna en el momento en que se detiene el carruaje frente al castillo del señor que reside en el asiento a su lado. El señor Sesshômaru baja del vehículo y asiste a su acompañante. Kagome se siente endeble entre sus brazos, cree poder romperse en cualquier instante, y eso la molesta de sobremanera. Se queda allí, frente al palacio, esperando a que las manos de un hombre que no es su esposo la despojen de las ropas que él nunca debería haber tocado. El señor Sesshômaru vuelve y coge su mano para guiarla a través del jardín que la llevará hasta el castillo donde se encuentra la habitación en la que será desvirgada por un animal como él. Sesshômaru se da la vuelta y la ve echarse a llorar con los libros bien apretados contra su pecho.

—Deja de llorar.

Kagome solloza más fuerte, pero acata sus demandas. El señor Sesshômaru alza la mano y seca las lágrimas con las yemas de sus dedos. La chiquilla se estremece entre sus manos, y él aprieta los dientes al escuchar un nuevo sollozo.

—¡Deja de llorar!

Kagome se pone rígida al escuchar el alarido. Con un mano alrededor de una de sus múltiples espadas, Sesshômaru contempla a la chica en silencio. Una expresión severa adorna su rostro.

—Su Majestad, yo... —empieza a hablar ella y el señor Sesshômaru arquea una ceja, desafiándola a continuar con su parloteo insignificante.

Al percatarse de ello, Kagome cierra la boca y él continúa agarrando su arma sin importarle el temor que provoca en su acompañante. Kagome tiembla. ¿Se atreverá a blandir su espada contra ella? La chica espera no convertirse en una víctima de ese filo a causa de su insumisión.

El Emperador sigue caminando con la mano de Kagome entre sus dedos. Kagome cierra los ojos y recuerda: «Sé que es horrible pedírtelo, pero... haz que goce de tu cuerpo, mientras yo espero paciente por tu retorno». El temible escozor vuelve a reaparecer en sus orbes al ser consciente del dolor que la oración de su marido han causado. Su mano libre se aprieta contra las viejas caratulas de los libros que porta consigo. Siempre criada como una mujer de renombre, ahora debe comportarse como una vil ramera en manos de un hombre al que no conoce y entregar su virginidad por salvar el poder de su familia. De sus ojos, ahora en silencio, cae su orgullo oculto entre la salada agua de sus lágrimas.

—Lo siento —susurra Kagome mirando el suelo a pesar de saber que no era suficiente. Una prematura disculpa no la salvaría de quemarse en el infierno de la lujuria del Emperador. Éste la escucha, vuelve su atención hacia ella y la mira. Su mirada brilla y le transmite algo que Kagome no puede comprender—. Lo siento —repite.

El entorno empieza a ser mucho más pesado al percatarse de la decepción del señor Sesshômaru. Todo su esfuerzo durante la ceremonia, al parecer, había sido lanzado a la miseria por su repentino llanto a las puertas del castillo. El aire desaparece y Kagome no levanta la cabeza por miedo a enfrentarse al más temible demonio.

—Su Majestad, lo siento mucho. Yo no deseaba incomodarle, yo...

El aludido detiene su andar.

—Colócate delante de mi, gira a la derecha y camina hasta el final del pasillo. No te detengas si yo no te lo hago saber. —El señor Sesshômaru aprieta los dientes ante lo último.

Kagome parpadea y asiente con la respiración agitada y los nervios a flor de piel. «No hagas que su furia caiga sobre la familia». Las exigencias de su padre resuenan en su mente. La furia del señor Sesshômaru todavía no ha caído sobre su familia, pero sí sobre su única hija. El señor Sesshômaru está furioso con ella, y Kagome quiere solucionarlo antes de perderse entre sus sábanas y el calor de su cuerpo. Kagome sigue caminando sin dejar de pensar, mas se detiene al llegar al final del pasillo. Espera de pie, frente al señor Sesshômaru, y escucha sus pasos llegar hasta ella.

—A la derecha.

Kagome no necesita escuchar más. En silencio, y con la cabeza caída, la chica obedece las palabras del Emperador y continúa su travesía por el pasillo.

—Detente.

Las grandes puertas rojo carmesí con tiradores dorados y diseños de demonios caninos del mismo color esparcidos por toda la madera dejan completamente muda a la morena. El animal más llamativo, sin embargo, se encuentra en el centro de ambas puertas cerradas.

El cuerpo de Kagome tiembla al sentir el roce de su brazo con el del señor Sesshômaru cuando éste empuja la entrada con fuerza para abrirlas, y cortar el demonio por la mitad, sin mediar palabra con ella. Al entrar dentro, el señor Sesshômaru no le quita el ojo de encima y le obsequia una ligera caricia en la cabeza que Kagome capta a la perfección. Los grandes ojos marrones de la morena no dejan de observar la amplia y lujosa habitación del Emperador. El dormitorio es tan grande como el comedor de su casa parental, cosa que la coge por sorpresa y la deja anonadada, y totalmente distinto a éste. Las paredes son rojizas decoradas con un diseño muy llamativo: grandes llamas de color dorado recorren el cuarto de un lado a otro. Las ventanas se encuentran cerradas, pero las cortinas sí están abiertas. Frente a la cama, Kagome descubre dos grandes butacas de cuero del mismo color que las puertas y las sábanas de la amplia cama matrimonial que preside la estancia. El mobiliario que la decora es de madera, y el suelo que pisa de mármol, aunque la base de la cama se encuentre recubierta por piel de algún animal desconocido. La gran lámpara de araña en el techo se encarga de alumbrar todo el cuarto.

Clic.

El señor Sesshômaru ha cerrado la puerta. Kagome traga saliva y mira los libros: es momento de apartarlos de su lado. Lo único que se escucha, tras unos largos minutos de silencio, es el sonido de la madera quemarse dentro de la gran chimenea que descansa muy cerca de la cama cubierta por unas mantas de terciopelo carmesí y unos cojines del mismo tono. Las luces de la chimenea alumbran y dan vida a sus sombras en la pared de enfrente.

Kagome se vuelve hacia el señor Sesshômaru y teme por su bienestar.

—Quítate la ropa.

Su respiración se congela y sus ojos caen sobre sus pies al escucharlo. Kagome quiere volver a llorar, pero no lo hace. Se limita a mirarlo para pedirle comprensión y paciencia.

—Quítate la ropa —repite.

—Su Majestad, le imploro… —solloza ella con la mirada escondida detrás de su flequillo.

—Lo haré yo por ti, entonces.

Kagome abre los ojos perpleja y siente sus piernas flaquear al ver cómo el señor Sesshômaru se desata el cinturón de su pantalón. Cuando éste cae al suelo, el varón camina hacia ella y tira la capa que descansa sobre sus hombros sin contemplación, mientras se desabrocha la sedosa capa de ropa antes de acariciar la piel desnuda de las muñecas de la morena. Sus manos se pasean por su torso hasta retroceder para llegar sus hombros y bajar su espalda donde, con poca delicadeza, abre el vestido que lleva desde la apertura de la segunda parte de la ceremonia. El sonido de la tela romperse resuena por toda la estancia. Kagome gime y cierra sus manos en dos puños. Las desnudas manos del señor Sesshômaru pasean por encima de la blanquecina espalda de Kagome y bajan hasta llegar a sus lumbares, donde se detiene unos severos y largos minutos para acariciar y besar la zona. Kagome suspira y se deja caer hacia adelante.

—Coloca tus manos abiertas sobre el colchón y no te muevas. —Kagome acata sus órdenes y espera a que todo pase deprisa.

La niña siente como la tela del vestido empieza a descender y, por ende, a romperse un poco más por la parte trasera hasta llegar detenerse en el principio de la falda. Las cálidas manos del señor Sesshômaru continúan sobre su piel, aunque ahora son más atrevidas y se mueven por la delantera desarrollada de la morena. Kagome ahoga un grito y siente que va a echarse a llorar en cualquier momento. Los ojos del señor Sesshômaru, sin embargo, no apartan la mirada de su figura en ningún instante durante las largas caricias que a éste proporciona. Kagome no lo parece comprender, pero está siendo dulce. Demasiado dulce para su propia satisfacción. La niña traga saliva y cierra los ojos con una respiración tan agitada como una noche de tormenta, mientras escucha las últimas prendas que ocupan el cuerpo del señor Sesshômaru caen al suelo y él vuelve a acercarse a ella.

Todo ocurre en una milésima de segundos. El señor Sesshômaru la coge de las caderas, todavía cubiertas por la tela del vestido, y la hace caer de espaldas sobre el colchón. Kagome abre los ojos perpleja, frunce el ceño y suelta un grito de miedo al no saber qué está ocurriendo. Sus manos se colocan sobre su rostro y sus piernas se encogen. La figura femenina tiembla entre los brazos del señor Sesshômaru, y él se siente impotente. Los toscos dedos del hombre viajan por sobre el torso cubierto de Kagome y se colocan debajo de su barbilla, la obliga a mirarle a los ojos y destapar el rostro.

—No te ocultes —ordena en un brusco siseo—. Mírame únicamente a mi.

Kagome no comprende la importancia de ello, mas decide no revocar su orden y seguirla al pie de la letra. Los verdes dorados del Emperador son grandes y brillan como dos estrellas en el cielo cuando el fuego de la chimenea los ilumina. Ensimismada con el brillo de éstos, Kagome alza las manos y acaricia una de sus mejillas con el dorso de su temblorosa mano. La mirada de la niña examina todo su cuerpo y se ruboriza hasta la cabeza al descubrir que Su Majestad está completamente desnudo sobre ella.

—¿Qué te acabo de ordenar, niña? —dice con las manos bien aferradas a las mantas de terciopelo. Kagome coge aire y parpadea repetidas veces antes de observar de nuevo a su amante—. Eres la fémina más joven que ha pasado por mi cama, así que comprendo tu miedo, pero esto no es más que convertirte en mujer. Eres una niña recién casada que deberá ser leal a su marido, y entregarte al señor Sesshômaru no es más que una bendición para él y tu familia.

«Su Majestad es nuestro Emperador, debes recordarlo, mas entregarte a él no te hará menos». Así que, al final, éste era el verdadero significado de las palabras que Hôjô había compartido con ella en la parte trasera del jardín…

—Por favor… —solloza Kagome con un nudo en la garganta.

—Lo sé, pero no puedo hacerlo —interrumpe el señor Sesshômaru retirando la parte delantera del vestido hasta su cintura. Los pechos de Kagome sobresalen relucientes y él los acaricia con dulzura. La morena solloza más fuerte y aprieta los dientes, y las lágrimas salen disparadas como chispas. El hombre le contesta antes de seguir acariciándolos—. Tengo mis razones para retenerte aquí esta noche.

Los dedos masculinos viajan por toda la extensión de su pecho con sigilo. Más tarde, cuando así lo desea, estos caen por sus costados y acarician las estrechas caderas y su cintura para volver a subir por sus brazos hasta volver a centrarse en su pecho. Kagome se tapa y el señor Sesshômaru empuja sus manos.

—No —dice con una mirada intensa en sus dorados ojos.

El varón observa descaradamente su cuerpo y acaricia sus piernas desnudas, tras deshacerse completamente de sus ropas, y se detienen en sus muslos, en sus ingles. Kagome jadea al notar los dedos del Su Majestad rozar su intimidad con cautela. Nunca antes ningún hombre había accedido a ella. Él es el primero y, si mal no recuerda, en las novelas de su madre se predica que aquello hacía especial a un hombre. Entonces, perdida en aquel mar de incertidumbres y miedos, Kagome contempla al Emperador anonadada y éste le devuelve el gesto. Él es su Emperador, aquel que les representa en innumerables batallas, el hombre que está dispuesto a dar su vida por su pueblo. Entonces, si él ha dado tanto por ella, ¿debe Kagome de recompensarle de la manera que él desea?

—¿Qué es lo que desea, Su Majestad? —La pregunta le pilla por sorpresa. Él la sigue observando. Ella decide hablar—. ¿Qué es lo que desea tomar de mi, Su Majestad?

—Un vástago —dice deprisa. Kagome siente un gran vacío dentro de su estómago—. Deseo que seas tú quien pueda llevar un heredero de sangre de inuyôkai. Ninguna de las mujeres que por aquí han pasado ha podido hacerlo, así que eso es lo que deseo tomar de ti: mi primer hijo de sangre inuyôkai.

Kagome gime al escucharlo. La niña siente cómo su cuerpo responde a cada uno de los toques del varón. Las manos del señor Sesshômaru la acarician nuevamente y Kagome no puede hacer nada más que aguantar el bullicio que sus encontrados sentimientos están creando en la parte baja de su vientre. Él es hábil y consigue que Kagome estalle en mil pedazos con una magnífica rapidez. Ella se siente agitada, mas no aparta la mirada del Emperador.

Es en aquel instante cuando se detiene. Kagome está completamente ruborizada y sin aliento, siente el corazón a punto de salir de su pecho y comprende, minutos más tarde, qué es aquello que pugna por entrar dentro de ella y deja que unas últimas lágrimas rueden por sus mejillas. El señor Sesshômaru aprieta sus uñas sobre sus caderas y se dirige a ella.

—¿No?

Kagome traga duro.

—Sí —contesta.

Y deja que el señor Sesshômaru la convierta en mujer.