Kohaku no lo podía creer.

En un momento, se encontraba caminando desde el gimnasio a su casa con ropa deportiva, y al siguiente, criaturas gigantes comenzaron a aparecer como por arte de magia por toda su calle.

Sin tiempo para pensar, la rubia botó sus bolsos al suelo y corrió rápidamente hacia su casa, encontrándose con sus padres corriendo fuera de esta agitadamente, sin saber que esa sería la última expresión que vería en ellos.

Una araña gigante los había aplastado en segundos, frente a sus propios ojos, y Kohaku ni siquiera tuvo tiempo de correr a verlos ni de ponerse triste. No cuando ese monstruo se dirigía hacia ella rápidamente.

¿Dónde estaría Ruri ahora? ¿Estaría a salvo? Kohaku pensó, forzándose fuera de su estupor y escondiéndose tras el paradero donde tomaba el autobús hacia la escuela. Su hermana no era tan rápida ni tan atlética como ella, por lo que si estuviera allí, y no en Escocia, donde vivía desde el año anterior, probablemente habría sido también aplastada.

¿Cómo estarían sus amigos? ¿Dónde estarían Taiju, Yuzuriha, Chrome, Senkuu…? Al menos ese enclenque no tendría probabilidades de sobrevivir solo. ¿Dónde se suponía que vivía? No lo recordaba, aunque creyó escucharlo alguna vez cuando ordenó un telescopio personal para su casa. ¿Estaría allá también atestado de monstruos? Él era quizás el único que podría saber qué mierda estaba sucediendo. Aunque a estas alturas tendría que preguntárselo a Chrome, considerando la situación.

No podía pensar en eso ahora. Todos estaban en peligro y necesitaba hacer algo. No podía ser débil ahora: solo debía actuar.

Parecía que estaba viviendo en un juego o en una maldita película de ciencia ficción.

Kohaku tomó una piedra del suelo, sin pensarlo mucho, y salió de su escondite para lanzársela a la araña e intentar detenerla. Sorprendentemente, el proyectil cayó justo en su cabeza con tanta fuerza, que la derribó en un instante, salvando a una familia de tres personas en su camino.

-¡Gracias! -exclamó la que parecía ser la madre, cargando un bebé en sus brazos y con su hija mayor aferrada a su vestido.

-Vamos. Debemos encontrar algún lugar donde escondernos. -Kohaku las apuró a que corrieran con ella. Sentía lágrimas caer por su rostro rápidamente, como si fuera una reacción natural al miedo, la tristeza y la rabia que le causaba el ser incapaz de detenerse a sacar a todos de sus hogares para que corrieran lejos de allí.

Solo pudo tomar el bebé de las manos de la mujer y correr ella con él, acelerando el paso de las demás.

Para su suerte, al final de la calle un camión atiborrado de gente se detuvo frente a los cuatro para gritarles que subieran, luego de que una rana gigante derrumbara la casa en que ella había crecido.


Kohaku se mantuvo en silencio durante todo el viaje, mirando a la mujer y sus hijas con algo de nostalgia cuando no tenía que cubrirse de los monstruos que, a esas alturas, se encontraban en toda la ciudad. Varios autos habían llenado la carretera intentando escapar, pero solo unos pocos pudieron salvarse de la ola de mosquitos que apareció desde el oeste. Las personas que las habían salvado cargaban con varias armas, por lo que pudieron escapar de la catástrofe sin perder vidas.

Y Kohaku ya no sabía si eso era algo bueno o no. Como artista marcial, siempre se había negado a usar armas letales, y sin embargo, tan pronto como volvió a estar en peligro tomó una de las del arsenal para proteger a toda costa a quien fuera.

Senkuu se reiría de ella: unas semanas atrás le había preguntado que qué haría si tenía que proteger a alguien a toda costa y la única forma de salvarlo era con un arma de fuego, a lo que Kohaku le había respondido que hallaría la forma de salvar a alguien con sus propios medios y sin necesidad de matar o herir a nadie de esa forma.

¿Dónde había quedado su nobleza? ¿En qué punto esta era útil si necesitaba sobrevivir?

E incluso, luego de encontrar refugio en una estación de metro bloqueada por dos trenes inutilizables, Kohaku no había soltado la escopeta que el grupo le había decidido otorgar a ella. Cuando unos pocos meses habían pasado, la chica había salido a explorar unas cuantas veces en busca de sobrevivientes y comida, y había matado a unos cuantos monstruos.

Al menos nunca había asesinado a ningún humano. Solo la usaba como seguro de vida cuando los conflictos dentro de la nueva colonia se hacían insostenibles, pero jamás había apretado el gatillo contra ellos, aun cuando hubiese deseado que no estuvieran allí, y que no merecían vivir en lugar de sus padres.

Kohaku había aprendido el nombre de la familia que rescató tiempo después de que llegaran al refugio: la mujer mayor era Hanako, y se dedicaba a enseñar en la escuela, el bebé se llamaba Haru y tenía cinco meses, y la hija mayor se llamaba Suika, que tenía seis años y prefería llevar una sandía en la cabeza antes que colocarse anteojos. Fue gracias a ellos que la joven se pudo mantener motivada para seguir sobreviviendo en plena crisis.

Bueno, eso y la posibilidad de que su hermana y sus amigos estuviesen vivos en algún lugar.


Durante el primer año, la gente de la colonia se organizó para proteger la fuente del suministro eléctrico, de agua potable y de cañerías, a la vez que experimentaron con el cultivo de varias especies para no depender de los viajes de caza, en los que Kohaku siempre participaba. Mientras tanto, Hanako le enseñó lo necesario para poder finalizar sus estudios, y se graduó junto con un pequeño grupo de jóvenes que no alcanzaron a terminar su enseñanza escolar ese año. Ese mismo año hicieron también una campaña de anticoncepción, donde operaron a toda la colonia para así controlar un poco la población durante tiempos de crisis, con posibilidad de revertirla bajo la decisión de una asamblea de líderes y expertos.

Entre tanto, los ingenieros que tenían se ocuparon de crear aparatos para establecer comunicaciones con otros grupos humanos, pero no habían logrado identificar ninguno cerca, por lo que se prefirieron asumir que estaban solos en esto.

El segundo año aprendieron de la peor manera los efectos que tenía la sangre de los insectos mutantes sobre los humanos, cuando varias personas del equipo de exploración murieron de septicemia cuando el líquido les cayó sobre heridas abiertas. Esto significó una baja de la moral significativa: la pérdida de varios líderes y exploradores hábiles significó que la gente común perdiera la esperanza de sobrevivir al apocalipsis y muchos escaparon o bien se suicidaron, siendo Kohaku quien se encargaba de darles sepultura en el exterior. Sin embargo, también nació el primer bebé, en contra de todo pronóstico y fuera de todo juicio, a quien llamaron con el simpático pero significativo nombre de Ragnar.

Al tercer año eran cincuenta y dos personas en la colonia. Los dos médicos que tenían se habían especializado en enfermedades causadas por los depredadores y el equipo explorador -Kohaku incluida- había desarrollado técnicas nuevas de ataque y sobrevivencia, llegando a identificar también qué monstruos depredaban humanos y cuáles no significaban un peligro. Fue ese el mismo año en que, en una de las misiones, Suika se unió a ellos a escondidas y desapareció bajo su guardia.

La desaparición de la niña había sido un punto de inflexión para Kohaku. Hanako había caído en depresión y apenas podía ocuparse bien de Haru, y la joven, aunque hubiese querido ayudar, tenía demasiadas obligaciones. Se había convertido entonces en líder del equipo de exploración y miembro de la asamblea, por lo que, además, debía ocuparse de todo el resto de las expediciones, el armamento y el entrenamiento de los niños que eran prometedores y estaban ya en edad de salir.

Kohaku se culpó a sí misma cuando se enteró que Hanako había salido del refugio a medianoche a buscar a Suika y no alcanzó a dar dos pasos cuando una libélula gigante la mató. Fue ella misma quien tuvo que verlo a primera hora de la mañana, y de inmediato supo que se trataba de ella cuando vio uno de sus zapatos tirado unos metros más allá de la salida junto a su cadáver, irreconocible.

No pudo llorar. No podía hacerlo frente a los más jóvenes, y tampoco frente a Kinro y Ginro, quienes la consideraban la persona más fuerte de la colonia.

Encontrar a Suika se convirtió en un deber.

Aunque los demás le explicaran, una y mil veces, que no debía hacerlo ella, Kohaku ya no podía obedecerlos. Se sentía tan responsable por ella como por Haru, y años atrás había jurado a Hanako protegerlos, cuando la profesora le expresó su preocupación por el futuro de sus hijos y el terrible futuro que tendrían que vivir.

El día que Kohaku salió a buscar a Suika, dos de sus alumnos mejor entrenados se unieron a ella, y no pasó mucho tiempo -solo unas tres horas- hasta que fueron atacados por una avispa gigante, de la que solo ella pudo escapar, desarmada.

Parecía que llevaba la muerte a su alrededor, y ni siquiera tenía el tiempo y las ganas de llorar. Prefería creer que estaba viviendo una ficción, sin enfrentar todas las tragedias que había tenido que presenciar por su misma culpa.

"Haré lo necesario para salvar a todos sin usar armas" era lo que le había respondido a Senkuu una vez, y solo había hecho lo contrario. Si por alguna razón estuviese vivo, seguiría riéndose de ella.

¿Era realmente necesario volver y contarle a Haru -que ahora tenía tres años- que no había logrado encontrar a su hermana? Tras la muerte de su madre, lo sintió llorar estrepitosamente, pero no pudo darle la cara. Se había prometido no volver a hacerlo hasta llevarle de vuelta a Suika.

Pero nuevamente, tuvo que tomar una rápida decisión cuando la avispa la localizó, y comenzó a alejarse de su refugio para por lo menos guiarla lejos de allí antes de morir.

Sin embargo, el espíritu de sobrevivencia de Kohaku era tan fuerte, que al divisar la parte trasera de un vehículo tras unas ruinas, corrió hacia este y entró rápidamente, esperando burlar al monstruo más letal hasta ahora conocido.

La rubia creyó que estaba imaginando cosas cuando vio una notoria cabellera blanca con terminaciones verdosas antes de percatarse de que era la de Senkuu. ¿Acaso ya había muerto?

Él la estaba mirando como si fuera un fantasma, y Kohaku creyó que se vería de la misma manera. Su nombre, que no había pronunciado en años, salió de sus labios inconscientemente, como una pregunta. Su corazón, que hacía tiempo se sentía apagado, comenzó a latir rápidamente, como si se tratara de una película romántica.

La sonrisa ladina del peliverde le confirmó que, de hecho, se trataba de él, y el fuerte remesón del bus, que quebró casi la totalidad de frascos de su pequeño laboratorio, la devolvió a la realidad.

Debía salvarlo a toda costa.