Escribí esta historia hace algunos años para una colección conjunta. Ahora solo la publico en mi cuenta.

Digimon no me pertenece y escribo esta historia sin fines de lucro.

Canción que inspiró: Walking on Sunshine de Katrina and the Waves


Patos presumidos


Iori fue el primero en verla, la primera vez. Nunca tomaba el camino del parque, siempre regresaba en transporte público.

Pensó que si se tapaba la cara con la bufanda, ella no se daría cuenta. No era por esquivarla ni evadirla, ni le molestaba ni le caía mal.

La parecía que, tal vez, la vida de abogado no era lo suyo. Horas y más horas perdidas persiguiendo fallos, atrapando jueces en los pasillos y peleando con las autoridades policiales para que le entregasen los informes. Y a la víctima, al cliente, a la persona, con suerte la veía de lejos el día del juicio.

Todo joven abogado debía hacerse un lugar trabajando para alguien más. Pero él siempre había sido independiente y autosuficiente.

El truco de la bufanda no funcionó: Sora lo vio, y cuando sonrió Iori pensó que su día no podía ser tan malo, después de todo.

—¡Iori! Que sorpresa —exclamó. No se movió de su lugar, y él debió apurar los pasos hasta llegar junto a ella.

—Sora-san, hace mucho no nos vemos —saludó, haciendo una pequeña reverencia. Ella respondió igual.

—¿Trabajas por aquí?

—Sí, en aquellos edificios —indicó con la vista un conjunto de torres modernas, grises y vidriadas. Nada las hacía destacar en la zona comercial en la que se encontraron.

Él no agregó nada más, Sora le sonrió y volvió la vista al frente, al lago que la ocupaba momentos antes. Notó que tenía el puño de su mano izquierda cerrado, como si guardara –u ocultara- algo.

—¿Siempre vienes por aquí? —la pregunta no había sonado tan trillada en su cabeza. Sora no pareció molestarse, ya que volvió a sonreír.

—Vengo a darle de comer a los patos.

—Pero no hay patos —indicó, sinceramente.

Esa fue la primera vez que escuchó la risa de Sora.

—¡Es porque es invierno! Pero… no lo sé. Me acostumbré tanto a venir, que simplemente lo hago todo el año. Solo que en invierno tiro piedritas —y le mostró las que sostenía en su mano izquierda. Eran pequeñas, grises. Como su entorno.

—¿A qué te refieres con que tiras piedras?

—Tiro piedras —repitió, como si fuese la acción más normal del mundo para una diseñadora de modas en ascenso.

Y antes de que Iori pudiera repreguntar, sostuvo su palma en alto, eligió conscientemente una de las piedras, la más chata, y la arrojó al agua. Esta rebotó una vez y luego se hundió con un cloc muy sonoro.

Su expresión de desconcierto pasó desapercibida ante la decepción que vio en el rostro de Sora, quien se tapó la cara con la mano libre.

—Qué vergüenza, solo rebotó una vez. ¡Ahora pensarás que vengo cada día a perder el tiempo!

Y esa fue la primera vez que Sora escuchó la risa de Iori.

Él ya no pudo evitarlo: al día siguiente tuvo que regresar caminando por el parque otra vez. Y allí estaba, con un abrigo rosa que le hizo pensar en el que vestía durante sus épocas de digimundo, un par de tacones que sin dudas no usaba en el secundario y un gorro cubriéndole las orejas. Su pequeña nariz estaba ligeramente sonrojada: Iori pensó que estaba por engriparse.

Esta vez, las piedras estaban apiladas junto a ella. Eran muchas, muchísimas más que el día anterior. Por estar concentrada arrojándolas al agua, no notó su presencia hasta que la piedra que Iori acababa de agarrar pasó junto a la suya, rebotando cinco veces, cada una de ellas con un cloc, antes de hundirse en el agua helada.

—Presumido —fue su saludo.

Iori se sintió enrojecer, e incómodo borró su sonrisa y miró hacia otro lado, tratando de no cruzar sus ojos con la mirada acusadora de la pelirroja. Hoy el día ya no era gris: el sol brillaba, pero alto, lejano. Se escuchaban algunos pájaros, aunque aún no regresaban los patos.

Esto había sido una mala idea.

Hasta que ella volvió a reír.

—Eres muy serio, no quise incomodarte —y en actitud de disculpas, cruzó su mano frente a su rostro, para que él la mirase—. Empecemos de nuevo. Buenas tardes, Iori —y realizó una pequeña reverencia.

—Bu. buenas tardes, Sora-san —tartamudeó.

—Ya verás como en dos o tres piedras más, voy a superar tu marca de cinco. Presumido —murmuró.

Iori volvió a reír.

Ya no le importaban las esperas frente al ascensor, las persecuciones por escaleras, los abogados soberbios –era incapaz de usar la palabra presumidos o derivados-, los jueces desentendidos ni los edificios grises. Sí le importaban los clientes: tanto como siempre, pero ahora en primer lugar. Ella no se lo había dicho directamente, porque era muy discreta y educada. Pero él leyó entre líneas que debía esperar, como todo profesional. Armar su camino.

Luego podría imponer justicia.

Supo que Sora quería dejar salir su niño interior. Nadie la había llevado, de niña, a darle de comer a los patos. Por eso, también, no sabía arrojar piedras con precisión y elegancia como Iori. Intuyó que para ella, ese era su mejor momento del día: el lago, los patos, no él, Iori. Sora guardaba los kimonos y archivaba los lápices de colores y, por una hora, a veces más, se dedicaba a divertirse. Iori nunca había sabido divertirse.

Entonces dejó de ir. Cuando se dio cuenta que lo que más esperaba era salir del trabajo para regresar a su casa caminando por el parque.

Y aunque el clima mejoró y el sol brilló y los árboles florecieron y los pájaros cantaron más alto, Iori se volvió a sentir un poquito gris. Volvió a pesarle el maletín, se le contracturaron los hombros, un día mezcló dos papeles y otro perdió la paciencia con alguien mayor que él. Le parecía que los pájaros desafinaban.

Pero tampoco regresó caminando por el parque.

Sora lo encontró. Lo esperó fuera de su complejo de torres, golpeteando con las manos el banco gris de cemento sobre el que se sentó. Él pensó que ella estaba haciendo música.

No pudo evadirla: se sintió atraído hacia ella, y no se dio cuenta, pero en ese momento el sol brilló más y los pájaros cantaron más alto.

—Sora-san —quiso sonar dudoso, sorprendido. Quiso preguntar, "¿Sora-san?" como si fuese una sorpresa verla. No le salió.

Ella, como siempre, inició el saludo con una reverencia a la que él respondió.

—Han vuelto los patos —dijo, con total tranquilidad.

—Han vuelto los patos —repitió él.

Viento. Pájaros. Sol. Música.

—Soy una mala perdedora —reconoció, sonriendo de lado y agachando el rostro, sin perder la sonrisa.

Él también sonrió. No supo muy bien de que le hablaba.

—Quiero demostrarte que soy mejor dándole de comer a los patos que tú, ya sabes, con tus piedritas que rebotan diez veces antes de hundirse. Cloc cloc cloc cloc —comenzó a imitar, en forma graciosa, hasta que él rió.

Rió, abiertamente, soltó una carcajada. Sintió que el aire regresaba a sus pulmones. Su cuello ya no dolía y ningún pájaro desafinó. No quería sentirse cursi, pero hasta sintió cada rayo de sol pegar sobre su rostro.

Presumida —susurró, casi sintiéndose mal por faltarle el respeto a su sempai.

Casi, porque ella rió como loca, y él lo veía venir. Y mientras Sora enlazaba su brazo con el suyo y lo instaba a caminar, el pequeño Iori quiso que fuera el día siguiente, para regresar a su casa caminando por el parque.


Notas: shippeo fuerte.