Escribí esta historia hace algunos años para una colección conjunta. Ahora solo la publico en mi cuenta.
Digimon no me pertenece y escribo esta historia sin fines de lucro.
Manos de deportista
Jou respiró hondo, aún sin atreverse a abrir los ojos. Sentía una suave brisa golpeando su nariz y hasta un entretenido olor dulzón. Pero no todo parecía estar en orden en el ambiente que lo circundaba, no. Lo gritaban los chirridos de una música pseudo moderna (y pseudo música, pensaba) y lo exclamaba ese griterío amorfo y femenino que le hacía recordar los conciertos de Yamato, pero con una mayor cantidad de féminas y –pensaba- dosis de alcohol inexistentes en su adolescencia -creía-.
Eventualmente, sucumbió. Se rindió y, lamentándolo, retrocedió: dio un paso atrás, giró y abrió los ojos. Enfrentó, dolido, la mirada reprobatoria de sus compañeros de ambulancia, cuyas batas blancas no parecían impolutas a sus ojos exigentes.
―Alguien debe estar afuera, vigilando a los asistentes… ―murmuró, su tono nervioso molestándolo a él mismo.
Sus tres acompañantes, como habiéndose puesto de acuerdo, rodaron los ojos. La chica que estaba parada más cerca de él se alejó y empujó con la mano a su compañero, sentado sobre la camilla. Este gesto logró que Jou se removiera incómodo en su lugar.
No pudo evitarlo.
―Pienso que no debemos sentarnos en la camilla, es importante mantener este ambiente esterilizado… tampoco deberíamos jugar con los maletines ―agregó, llamando la atención del tercer joven, el cual acababa de cambiar uno de lugar para poder sentarse de manera más cómoda.
―¡No lo aguanto más! ―exclamó la joven, como si él no estuviera parado delante―. Lograste lo que querías: ¡alguien saldrá a vigilar a estos adolescentes borrachos! ―y sin decir nada más, saltó de la ambulancia hacia el parque que rodeaba el escenario. Moviendo la cabeza en gesto de negación, otro de los jóvenes la siguió. Y el tercero, seguramente sin intenciones de quedarse solo con Jou, saltó tras ellos.
Algo más relajado por hallarse solo en su ambulancia –no era más de él que de alguien más, en realidad-, Jou repasó con alcohol la única silla disponible antes de sentarse. Se limpió las manos y ordenó primorosamente la camilla usada de asiento por sus compañeros; ese ambiente debía estar limpio para recibir a los enfermos que se amontonarían fuera de la única ambulancia que el concierto había contratado.
Los paramédicos siempre eran iguales: no querían a los médicos (bueno, casi médico, en su caso). Él no tenía la culpa de haberse esforzado más en su elección de carrera, la decisión era libre para todo el mundo y luego cada uno debía vivir con ella. Pero decididamente él como médico (casi) sabía más que esos jóvenes paramédicos. Por eso también lo habían contratado: no podían dejarlos solos. No en un concierto tan multitudinario –sintió escalofríos de solo recordar la cantidad de gente alcoholizada y drogada que había ahí fuera. No cuando esos paramédicos no prestaban importancia a las más mínimas reglas de higiene.
Y ya estaba nuevamente en pie, rociando las manijas de las puertas y compartimentos, limpiando sus instrumentos y separando las botellas de agua del staff de las que otorgaría a los enfermos.
El primero de los cuales no se hizo esperar mucho más: ya los dos paramédicos hombres traían al primer joven que no había soportado la presión de la primera media hora de concierto –Jou lo entendía muy bien, ¿quiénes eran esos sadomasoquistas que se ubicaban en primera fila para saltar como canguros?
Rápidamente abrió su maletín, el cual afortunadamente no había sido tocado por nadie, y visualizó todos los elementos que podría necesitar para tratar las heridas típicas de conciertos: cortes, magulladuras y todo lo relacionado con el exceso de alcohol o sustancias prohibidas.
Al muchacho lo ingresaron cargándolo, aparentemente había perdido el conocimiento. Lo primero que le llamó la atención fue su exagerada mata de cabellos color cobre, más que enrulados ensortijados, y lo hizo sonreír porque recordó a un niño que había conocido años atrás en Australia. Los paramédicos lo depositaron en su camilla (porque era suya. Él era el único médico del lugar). (Casi).
―Estaba consciente cuando lo encontramos, creo que solo cerró los ojos para que lo carguemos ―dijo uno de sus compañeros, malhumorado.
―¿Qué le pasó? ―preguntó Jou, a quien le traía sin cuidado que el chico no quisiera caminar, pero necesitaba chequear si verdaderamente estaba inconsciente antes de proceder.
―Estaba parado delante de todo, junto a las rejas que separan al público del escenario. Aparentemente lo empujaron contra ellas y perdió el aire unos momentos. También estaba borracho.
―Avísanos si necesitas ayuda, médico ―agregó el otro paramédico, y arrastró a su amigo fuera de la ambulancia.
Jou suspiró y, sin más preámbulos, le levantó la remera en búsqueda de magulladuras.
―Es de buena educación preguntar por el nombre de tu pareja antes de desvestirla ―escuchó, en un japonés de extranjero.
Lo tomó de sorpresa y retiró apurado su estetoscopio de la panza que analizaba. Y cuando miró a su paciente, con ojos abiertos, con penetrantes ojos con el color del mar, supo que ya conocía el nombre de su "pareja". El paciente lo supo también.
―Oh por favor, ¡Jou Kido! ―exclamó, sorprendido. Hizo un esfuerzo por erguirse, pero los moretones de su vientre le pasaron factura y cayó hacia atrás, quejándose.
―¿Dingo? ¿Dingo de Australia? ―preguntó, aún sin poder creerlo. A Dingo le pareció simpático que continuara con el estetoscopio entre las manos. Pensó que le examinaría la cara, para ver si era efectivamente la persona que buscaba.
―¡Las casualidades de la vida! ―dijo, contento, recordándole al niño animado con el que había compartido aventura tantos años atrás―. ¿Así que eres mi paramédico?
―Médico ―corrigió, y aprovechando su posición horizontal, volvió a examinar sus lastimaduras―. ¿Te apretaron contra el barandal? ―preguntó, retomando su tono de casi médico (él pensaba que tenía un tono de voz de médico).
―No es nada, fue culpa mía por querer estar delante de todo. ¡Los conciertos playeros en Japón son los más frescos! ―exclamó, y Jou sonrió al entender esa traducción tan literal que había hecho del inglés.
―¿Qué haces aquí?
―Me dedico al surf, a hacer vela, deportes acuáticos… estoy instalado en Japón hace unos meses ya, tuve que irme del Sudeste Asiático porque me la pasaba en fiestas y no entrenaba. Pensé que aquí todos serías serios, médicos y abogados ―sonrió―, pero ya ves, también me he dejado llevar por el ambiente juvenil… ―Mientras hablaba, Jou lo había ayudado a erguirse con cuidado y le auscultaba la espalda.
―¿Has tomado alcohol?
―No ―admitió. Tomó aire y sonrió―. No solo alcohol, si entiendes a lo que me refiero… ―No pudo evitar soltar una carcajada, que a Jou no le gustó nada.
―Dingo ―dijo, con seriedad―. Si has tomado estupefacientes prohibidos, mi deber es denunciarlo a la policía ―explicó.
―Oh, vamos, ¡hombre! ¡Somos amigos! ―reclamó.
―Tiendo a considerar "amigos" a las personas a las que veo al menos una vez al año. ¿Hace cuánto no sé nada de ti? ¡Y tú viviendo en Japón! ―No supo bien por qué, pero ahora era él quien reclamaba.
―Ya lo entiendo… estás dolido porque te privé todo este tiempo de mi compañía. ¡Pero no te preocupes! ―y a pesar de que Jou lo hubiera desaconsejado, giró en la camilla, dejando sus piernas enfrentadas a las de su médico―. ¡Podemos recuperar el tiempo perdido!
Jou no le prestó mucha atención, ya que estaba de mal humor a causa de este paciente tan hiperactivo que le había tocado. Giró la vista a su maletín, en búsqueda de una crema para las magulladuras, y por eso no reaccionó cuando sintió dos manos de dedos fríos y rugosos agarrar su cuello y girarlo para que lo enfrentara. Tampoco reaccionó cuando esas mismas manos, grandes, manos de deportista, le apretaron los cachetes y lo tiraron hacia adelante, más precisamente hacia la cara del deportista en cuestión.
Reaccionó, finalmente, cuando sintió una lengua abrirse paso a la fuerza en su boca, buscando la suya y llenándolo de un desesperante sabor a alcohol que él no disfrutaba y, peor aún, de algo indefinido que Jou estaba seguro, pero seguro, que era una droga.
―¡Me drogaste! ―pudo exclamar, finalmente, cuando esas manos lo soltaron.
―¿Eso es lo primero que se te ocurre reclamarme? ―preguntó Dingo, sonriente.
―Estás borracho ―contestó, serio. Extrajo un blíster de pastillas y cortó la mitad―. Toma una ahora y la próxima dentro de dos horas ―explicó, malhumorado―. Aquí tienes agua ―le arrojó con delicadeza una de las botellas que tan primorosamente había ordenado antes de recibirlo―, llévate una manta y siéntate afuera. ¡No vuelvas al parque o como se llama ese lugar donde están saltando! ―Y sin decir más nada, se paró, indicándole con el brazo la salida de la ambulancia.
Dingo rió y, a parecer de Jou, siguió todas sus indicaciones en forma desesperadamente lenta, no dignándose a salir ya mismo de su ambulancia. Cuando finalmente se paró en la puerta, Jou le dio la espalda, deseando que no notara su sonrojo creciente.
―Te espero afuera, Jou… ya sabes, con la mantita ―Jou no lo miró pero seguro, seguro, le hubiera incomodado su sonrisa socarrona.
