Notas iniciales:
*Los hechos acaecidos en este capítulo se desarrollan en el año 2951 de la T. E., diez años después de la muerte del Dragón Smaug y de la Reconquista de Erebor por parte de la compañía liderada por Thorin Escudo de Roble.
*En esta versión de la historia, Thorin logra sobrevivir tras la Batalla de los Cinco Ejércitos. Una vez coronado Rey Bajo la Montaña, desposa a la que dejó como su prometida en las Ered Luin: la joven enana Graella, hija de Brab. Recomiendo leer el one-shot "Un nuevo comienzo" si no estáis familiarizados con la historia, para así tener un poco de contexto anterior a la lectura.
*Fíli y Kíli, los sobrinos del Rey, sí perecieron durante la batalla, por lo que la línea de sucesión a la corona está interrumpida. Ante la falta de herederos directos al trono, siguiendo la tradición de los Khazâd, el próximo aspirante para convertirse en sucesor sería Dáin, Señor de las Colinas de Hierro; o, según la opción más probable, su hijo mayor Thorin. Aunque no hay ninguna ley explícita que impida a las mujeres enanas gobernar, sus costumbres dictaminan que sean los varones los encargados de la batalla y de ostentar los puestos de poder y liderazgo, mientras que las féminas suelen realizar las labores domésticas, tanto las livianas como las pesadas.
Aun así, el nacimiento de una niña en el seno de un hogar de los Enanos es un acontecimiento poco habitual y especial, y más aún en la casa del Rey…
PRÓLOGO
"Jamás debemos avergonzarnos de nuestras lágrimas."
"Tú apareces en todas las líneas que he leído en mi vida."
"El amor es lo que hace que el mundo gire, amor mío."
Charles Dickens
Era una soleada mañana de julio. Los pobladores de aquel reino construido dentro de la misma montaña tal vez no eran del todo conscientes de este hecho, pues eran felices entre la roca y usualmente sentían una relativa indiferencia hacia el clima exterior si no dependían de éste para valorar el crecimiento de sus cosechas o para cuidar sus escasos ganados. Los Khazâd, como se llamaban a sí mismos, constituían un pueblo que vivía de la minería y de la metalurgia, y la humedad y la calidad de las piedras bajo tierra era casi lo único que les influía en su modo de vida. Sin embargo, aquella mañana el sol penetraba a través de los miradores y los puestos de vigilancia situados en la cara sur de la montaña, y la brisa soplaba leve, juguetona y cálida; y aquéllo fue tomado como una buena señal.
Mientras las lentas horas se sucedían con tedio, la actividad de los Enanos no menguó ni por un solo instante. Constituían un pueblo trabajador y se sentían orgullosos de ello, así que los típicos y cotidianos quehaceres continuaron como si se tratara de cualquier otro día: bien fuera bajo tierra, en la fragua, en los talleres, en los salones e incluso en el exterior, en las lindes de la ciudad de Valle, donde las enanas vendían las telas y las joyas de su pueblo a los Humanos que transitaban por las calles; todos ellos esperando expectantes al sonido del cuerno que habría de romper la tensión que anidaba en sus entrañas.
No era para menos, pues el linaje de Durin era el único eslabón que, después de diez años, quedaba por ser reconstruido. Tras la partida liderada por Thorin Escudo de Roble desde las Ered Luin, los Enanos de las Montañas Azules habían esperado nuevas desde el otro extremo de la Tierra Media con el corazón en un puño. Su único líder, el nieto del que antaño fuera su Rey, se había propuesto embarcar en una temible y arriesgada misión: recuperar el reino que tan trágicamente les había sido arrebatado. No había sido la primera incursión de aquel tipo que se había propuesto, pues, años antes, el abuelo y el padre de Thorin se habían decidido a recuperar las minas de Khazad-dûm. La contienda se saldó la vida de muchos de sus compatriotas, incluidas las del antiguo rey, Thrór, y la de su nieto menor, Frerin, mientras que Thráin fue desaparecido en batalla. Al pueblo de Durin ya solo le quedaban el príncioe Thorin y su hermana Dís.
Por esa razón, cuando el único heredero por línea directa del linaje decidió emprender aquella casi irrealizable misión, llevándose consigo a sus dos sobrinos, la desesperanza cayó como un jarro de agua fría sobre los pocos que aún mantenían la esperanza de prosperar como pueblo. Thorin dejó en las Ered Luin a la que proclamó como su prometida la noche antes de partir: Graella, hija de Brab, una enana joven y de orígenes humildes, cuya familia ni siquiera pertenecía a la línea de Durin. Sus antepasados habían vivido en las Montañas Azules desde antes de que los exiliados de Erebor llegaran a sus puertas, y éstos los ayudaron y aceptaron entre sus hogares con honores. Aquella impulsiva unión poco gustó a algunos individuos cercanos a la antigua corona, pero poco quedaba por decir. Thorin marchó a la mañana siguiente, y nada supieron de él ni del resto de la compañía en meses.
Cuando finalmente les llegaron las nuevas de la muerte del dragón Smaug y de la batalla acaecida a los pies de la montaña, la congoja empañó a la alegría esperada, pues se supo que los dos sobrinos de Thorin,sus únicos, habían sido muertos. El dolor de Dís, hermana del rey, enviudada a su vez unos pocos años atrás tras una incursión de lobos malignos en las montañas, fue compartido por todo el pueblo. Incluso cuando la primera caravana de enanos llegó a Erebor, y durante mucho tiempo después, el luto se perpetuó como el modo de vida de los Khazâd. Sin embargo, cuando la montaña fue ya numerosamente repoblada y los interiores del reino quedaron ya relativamente habitables, Thorin desposó a Graella, y la dicha fue grande y buena, no solo en Erebor sino también en Valle y en Esgaroth. El Rey Bardo acudió a la ceremonia acompañado por sus hijos, e incluso el Rey Thranduil hizo acto de presencia, otorgando un nada desdeñable regalo de bodas en forma de joyas y oro.
Los años se sucedieron con rapidez, pues la vida de los Khazâd era larga; pero no lo suficiente como para ignorar la principal preocupación que residía en la mente de todos ellos: Thorin no tenía ningún hijo. Y eso dejaba a su primo Dáin, Señor de las Colinas de Hierro, como sucesor. El problema era que Dáin era ya un enano muy entrado en años, y muy probablemente el trono no iría a recaer sobre él, sino sobre su hijo mayor, Thorin. Los Enanos de Erebor no desconfiaban de sus parientes lejanos, pero preferían tener como futuro rey a un vástago directo de aquél que se había jugado su propia vida por devolverles aquello que les pertenecía.
Así pues, la presión fue puesta sobre la por entonces aún joven Graella, inexperta en los temas relativos a la corona y sobre su función como reina. Los Enanos tienen pocos hijos a lo largo de su vida, y no se esperaba que el matrimonio pudiera concebir hasta pasados bastantes años. Sin embargo, el destino no quiso que así fuera, pues la joven consorte quedó embarazada a los nueve años de ser Erebor retomada. Las festividades y la alegría fueron grandes al darse a conocer la noticia, pero aún quedaba por saber si el primogénito del Rey sería un varón, o, por el contrario, una niña.
Fuera como fuese, lo cierto es que la sola noticia del primer nacimiento dentro de la Familia Real fue suficiente para alterar los nervios del reino entero; y, mientras los lugareños intentaban continuar con sus actividades con naturalidad, en las estancias superiores de la montaña un enano en particular permanecía a la espera, sentado en actitud ansiosa sobre una silla de mármol.
— Thorin, tienes que intentar relajarte — escuchó el Rey una voz que le llegó lejana, como si proviniera de otro mundo. Alzó la vista solo para encontrar su mirada con la de su hermana menor, que lo observaba con una mezcla de preocupación y exasperación. Ignorando su petición, el monarca dejó escapar un resoplido desdeñoso y se levantó de su asiento, comenzando a caminar de un lado a otro de la estancia.
— Thorin… — volvió a comenzar Dís.
— ¿¡Qué!? — inquirió su hermano, visiblemente alterado, dirigiendole una mirada furiosa. Ésta, sin embargo, no sirvió para aminalar el temple de Dís.
— ¿Quieres hacer el favor de sentarse y dejar de murmurar? Me estás poniendo más nerviosa de lo que ya estoy.
El mayor negó con la cabeza, y continuó su vaivén de un lado a otro, con las manos a la espalda y una hilera de gruñidos entre los dientes. Dís suspiró.
— Mira, entiendo que estés nervioso, pero tienes que intentar relajarte. Yo pasé por esto dos veces y…
— … y tuviste complicaciones en tu primer parto, si mal no recuerdo.
Dís calló y tragó saliva. El nacimiento de Fíli había sido complicado y había necesitado de mucha ayuda para continuarlo. Lo cierto era que ella también estaba nerviosa por su cuñada, pero se obligaba a sí misma a mostrarse serena ante Thorin.
— Sí, es cierto. Pero Graella es más joven de lo que yo era en su momento. El parto no tiene por qué complicarse. Además, tiene a los mejores médicos a su lado.
— No me es suficiente — se quejó Thorin, negando con la cabeza. — No estaré seguro hasta que salgan por esa puerta a decirme que todo ha salido bien.
Dís asintió con solemnidad, entendiendo que no podría hacer nada más para calmar los nervios de su hermano, y éste volvió a sentarse a su lado. Tras unos instantes en silencio, la enana se decidió a sacar el tema que llevaba guardado desde hacía tanto tiempo.
— Thorin, puede que este no sea el mejor momento, pero… ¿y si es niña?
Su hermano le dirigió una mirada extrañada a modo de respuesta. — ¿A qué viene eso ahora?
— Quiero decir… ¿Habéis hablado sobre la posibilidad?
El aludido se encogió de hombros; era este un gesto muy poco común en él, con lo que demostraba su inseguridad ante la situación. — No es lo más habitual.
— Lo sé. No suele haber muchas mujeres entre los nuestros. Pero, si así fuese… ¿tienes pensado qué ocurriría con ella?
Thorin repitió su gesto anterior, y musitó un: — … aún no está decidido.
— Pero ¿has hablado con Dáin o... ?
La frase de la enana quedó entonces en el aire, pues por la puerta de la habitación irrumpió uno de los lacayos de confianza del rey. Su rostro estaba completamente rojo, y sus ojos parecían a punto de salírseles de las órbitas.
— Mi Señor — anunció, con un hilo de voz, — ya ha ocurrido.
Thorin se levantó entonces con una vertiginosa rapidez de su asiento, y con suerte de que el lacayo se apartó a un lado, pues si no se hubiera ganado un casi seguro empujón. Thorin corrió pasillo a través, atravesando habitaciones y llegando a las puertas de la estancia de su esposa. Las enfermeras y médicos estaban ya fuera, algunas de las primeras con las ropas manchadas de sangre. La comadrona principal permanecía en actitud recta frente a la puerta. Thorin se acercó a ella con el rostro serio y una terrible ansiedad en su interior.
— ¿Cómo está?
— La reina está bien, Majestad. Ha sido un parto bueno.
El nudo que apretaba su estómago se relajó entonces casi por completo, pues, aunque no debía compartir esta información con sus consejeros y amigos principales, su mayor preocupación pesaba sobre la salud de su esposa. Sin embargo, a la nada volvió a preguntar: — ¿Y el niño?
La matrona pareció vacilar un poco, pero finalmente asintió y anunció: — Está en un estado perfecto a su vez.
Thorin sintió entonces cómo toda la adrenalina que había sentido bajaba violentamente a sus pies, y deseó tener una silla cercana para sentarse.
— Entonces, ¿puedo entrar?
La matrona asintió con la cabeza gacha, pero se apresuró a añadir: — Mi Señor, debo comunicaros algo antes de que lo hagáis, con vuestro permiso.
El enano asintió con firmeza: — Habla.
Tras un momento de silencio en el que pareció que la enana buscaba las mejores palabras para comunicar la noticia, finalmente contestó: — Es una niña, mi Señor.
Aquellas palabras cayeron como una losa sobre el cuerpo del rey; no porque fuera una mala noticia, sino porque de repente se sentía muy confundido, no sabiendo qué pensar o sentir. La conversación mantenida hacía unos escasos minutos con su hermana retornó a su mente. Mientras los pensamientos se hacían una maraña en su cabeza, las palabras salieron finalmente de su boca, sin intermediación de su mente: — Quiero verla, por favor.
Aquel "por favor" sirvió para confundir aún más a la matrona, que jamás hubiera esperado que su rey se dirigiera a ella de aquella forma. Se hizo a un lado, no obstante, y dejó pasar al monarca quien empujó con sigilo la puerta semiabierta de la habitación.
Dentro de la alcoba aún quedaban unas cuentas enfermeras que aguardaban junto a su reina por reticencia a dejarla sola en aquellos delicados momentos, pero al ver entrar al rey hicieron una discreta reverencia y se marcharon una a una. Thorin giró la cabeza y posó su mirada sobre el lecho que quedaba en la mitad de la habitación. Sobre él estaba su esposa, una joven enana con cabellos rizados y fina barba anaranjada, con una extrema expresión de cansancio en el rostro y las ropas recién cambiadas perladas de sudor. Las enanas no solían parir acostadas, sino acuclilladas sobre el suelo, y debía haberse acostado hacía poco para descansar del esfuerzo. El rey se dirigió a ella con rapidez y se agachó a su lado.
— Graella — susurró con los labios sobre su pelo mientras la abrazaba con sutileza. — Oh, Graella.
Se alejó un poco para observarla de cerca. Sus ojos se mostraban muy cansados, pero una ligera sonrisa adornaba su joven rostro.
— Ya está hecho — sonrió. — Ha sido muy laborioso, pero ya está hecho.
Su esposo posó un suave beso sobre su frente antes de preguntarle: — ¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien?
— Ahora sí. Por ahora necesito descansar.
Dándose cuenta de que a la enana no le apetecía hablar del tema por el momento, se apresuró a lanzar la pregunta que llevaba guardada con ahogo dentro de sí: — ¿Dónde está…?
Graella dirigió un rápido movimiento de cabeza al otro extremo de la cama, a cuyo lado descansaba una cuna de madera labrada. Thorin se levantó del lecho y se dirigió hacia el lugar. Al asomarse, lo saludó un rostro pequeño y enrojecido, con el cabello negro sucio y enredado aún, rodeado todo en mantas añiles, el color con el que se envolvían a las niñas recién nacidas. El rey se inclinó un poco más, rozando así con su dedo la mejilla de la pequeña, que permanecía con los ojos semicerrados y realizando movimientos lentos e irregulares con sus extremidades.
— Puedes cogerla si quieres — escuchó la voz de su esposa a sus espaldas. — La han dejado ahí para que yo descansara un poco.
Thorin extendió entonces sus brazos hacia abajo, y agarró el pequeño cuerpo de la niña con sus grandes manos. La apegó a su pecho con cuidado, observando en todo momento su carita. Observó que los ojos de ella eran azules, como los suyos, y como los de su padre y los de su abuelo. La apegó más a sí mismo mientras volvía para sentarse al lado de su esposa de nuevo. Debió permanecer mucho tiempo observando a la pequeña, pues se percató de que los ojos de Graella se dirigían a él con una sombra de inseguridad.
— ¿Qué ocurre? — inquirió.
— Es una niña. Lo sabes.
Thorin asintió, y una pequeña sonrisa se abrió paso en su rostro. — Y es una niña preciosa.
La cara de Graella pareció iluminarse de nuevo, y preguntó: — Entonces, ¿no te preocupa? ¿Qué dirán los Señores?
— El futuro de esta pequeña ya tendrá tiempo de ser discutido. Por ahora es nuestra hija, y esa dicha no debe ser empañada por nada ni nadie.
Graella asintió entonces con alegría, y ambos esposos permanecieron un largo rato ahí sentados, regodeándose en la alegría de una nueva familia recién formada.
Pero, minutos más tarde, la noticia no tardó en correr por todo el reino. Los tambores redoblaron alegres, y las gentes se regocijaron al saber que una niña había nacido; pues los enanos no solían tener hijas, y el nacimiento de una en la familia del rey, siendo además la primogénita, fue tomada como una señal de buena ventura para el pueblo de Durin. Y el cuerno principal resonó, y en los reinos de los Hombres y de los Elfos se supo que Erebor disponía, al fin, de un heredero.
Mientras la alegría se desataba en Erebor, las nuevas no tardaron en llegar a Valle, situada a poca distancia del Reino Bajo la Montaña. Mientras las calles iban vaciándose de las enanas que volvían a su hogar para festejar el nacimiento de la nueva princesa, a media tarde llegó el mensaje oficial a la humilde morada del Rey Bardo. Siendo ya un hombre maduro, había depuesto la reconstrucción del antiguo palacete para centrarse en la restauración de la ciudad en sí, anteponiendo siempre el bienestar de su pueblo al suyo propio, y por ahora vivía en una casa humilde como lo eran las del resto de sus compatriotas. Siempre había sido un hombre justo, y ahora era un Rey justo, líder del pueblo de los Humanos, que seguía teniendo relaciones favorables tanto con los Enanos de Erebor como con los Elfos del Bosque Negro. Intentaba inculcar su buena fe y su honestidad y nobleza en su hijo Bain, su futuro heredero, que ya había sobrepasado la mayoría de edad.
Fue con él con quien compartió la noticia recién llegada de Erebor: el Rey Thorin había tenido una hija.
— Una niña — sonrió, pues su carácter se había vuelto menos solemne con la edad y más cálido y amistoso. — Thorin debe estar pletórico de alegría.
— ¿Eso significa que el futuro monarca bajo la montaña será una reina? — inquirió su hijo.
— Bueno, no hay que precipitarse. Es casi seguro que Thorin tendrá más hijos. Sería mucha casualidad que nacieran dos niñas en el seno de una familia enana.
— Entonces, ¿iremos al bautizo, padre?
— Claro que sí; siempre que nos inviten, claro — rió el monarca. — Bien, vayamos a celebrar la noticia a nuestra manera. Debemos enviar nuestras felicitaciones al Rey sin demora. Éste es un acontecimiento muy poco usual, hijo mío.
No obstante, las noticias tardaron más en llegar a la morada de los Elfos del Bosque. Ya estaba anocheciendo cuando un cuervo se posó sobre uno de los puestos de vigilancia del reino, y la mayoría de sus habitantes volvían ya a internarse bajo las paredes de la majestuosa gruta, pues aunque las noches de verano eran cálidas el bosque seguía sin ser un lugar seguro para pasearse una vez puesto el sol. Muchas de las descendientes de Ungoliant habían desaparecido tras la incursión del Concilio Blanco en la fortaleza situada al sur del bosque, pero no se habían extinguido del todo. El Bosque Negro seguía siendo un paraje oscuro, lóbrego y peligroso, y el corazón de los Elfos languidecía con él; y más aún el corazón del Rey.
Thranduil Oropherion, monarca del Reino del Bosque, último de los Reyes Elfos que quedaban sobre la faz de la Tierra Media, había aprovechado esas últimas horas del día para otear la distancia desde uno de los amplios ventanales situados en el este de la cueva. Desde allí podía observar a lo lejos la inmensidad del Lago Largo y, más allá, la sinuosa silueta de la Montaña Solitaria. Sin embargo, como a veces le sucedía, sus ojos se cerraron, y su mente comenzó a divagar sobre tiempos y escenas pasadas. Los Elfos no tenían la necesidad de dormir, y menos aún él, que había sobrepasado hacía mucho la primavera de la vida. No era tan anciano como la dama Galadriel, pero contaba con más años que lord Elrond de Rivendel, que ya era considerado un viejo elfo entre los suyos. Así pues, muchas veces el Rey se limitaba a cerrar sus ojos y a descansar, descansar…
Pero su mente volvió a aquel momento, como tenía por costumbre hacer. A aquel campo de batalla, árido y ceniciento, con los cuerpos de los suyos esparcidos sobre la quemada hierba; volvió a sentir el olor en el aire, el olor a fuego y a humo, el olor a sangre y a heces; sintió el picor de las moscas revolotear a su alrededor, oyó el ruido de sus alas zumbando al lado de sus oídos… Y vio el rostro de su padre, el Rey pálido como la cera, la sangre coagulando alrededor de su boca, sus ojos blancos vueltos hacia arriba; y sintió el peso de su cuerpo inerte sobre sus brazos, sobre sus rodillas…
Una voz a sus espaldas lo hizo volver a la realidad, y se sintió mareado al hacerlo, como si hubiera estado de viaje y su espíritu hubiera vuelto a su cuerpo con violencia. Se asió fuertemente a su cetro de madera y giró el cuello hacia atrás.
— Berion — saludó al comandante de sus legiones, quien también era uno de sus más fieles consejeros. — Perdona, estaba abstraído.
— El mensaje de Erebor, Majestad — repitió el elfo. — Ya ha llegado.
Thranduil frunció ligeramente el ceño, y giró su cuerpo del todo para encarar a su acompañante. — ¿Y bien?
— Es una niña, mi Señor.
El rey asintió de forma breve, a la vez que ahogaba un suspiro entre sus labios. — Genial. Lo que nos faltaba.
Berion, que ya llevaba muchos años al lado de su rey, se permitió encorvar ligeramente la comisura de sus labios hacia arriba. — El nacimiento de una niña entre los Naugrim…
— … es poco común, lo sé. Ya lo aprendí cuando nació la tercera nieta de Thrór. Aún recuerdo el obsequio que me tocó entregarles a modo de felicitación.
— Y, al haber sido ésta la primogénita, suponemos que la cantidad subirá en consonancia.
Thranduil dejó, esta vez sí, escapar un sonoro resoplido de sus labios, y Berion rió a modo de respuesta. Era de las poquísimas personas que aún podía permitirse bromear en presencia del rey.
— Bueno, no es necesario que se lo entreguéis ya. Podéis esperar al bautizo.
— No pienso ir.
Berion dejó de reír entonces, y dirigió una atenta y asombrada mirada a su monarca. — ¿Cómo decís?
— No voy a acudir a la celebración — repitió Thranduil, girándose de nuevo hacia el horizonte. — Aunque tuvieran la decencia de invitarme, ya fui a la coronación del enano, a su boda, y ahora por si fuera poco tiene una hija. Mandadle la dote que se precise, pero no pienso darle la satisfacción de verme aparecer de nuevo bajo sus salones. No quiero tener nada que ver con la casa de Durin. Ya me entremezclé con los Naugrim en el pasado y no salió bien.
— Mi Señor… — una mirada dura como el hielo fue suficiente para aplacar las palabras de Berion. El elfo entendió que su rey había hablado alto y claro: su pueblo no iba a volver a tener asuntos con la casa de Thorin a no ser que fuera totalmente necesario. Sabiendo que ya estaba todo dicho, hizo una rápida reverencia y marchó de nuevo hacia el interior de la gruta.
Thranduil devolvió su mirada al frente. El cielo se mostraba ya de un azul muy oscuro, y las primeras estrellas titilaban a lo lejos, sobre la cresta de la montaña. El rey entrecerró ligeramente los ojos, meditabundo.
— Bueno, ya van tres Reyes Bajo la Montaña — murmuró para sí. — Veremos qué invención se le ocurre a esta nueva criatura.
¡Holaaa!
Bueno, antes de nada, de nuevo he de daros las gracias por haber llegado hasta aquí. Como podéis comprobar quienes hayáis leído la versión original, este prólogo se diferencia muuuucho del original; entre otras cosas, porque en un principio se me ocurrió la idea de elaborar tres prefacios, algo que no tiene en absoluto sentido, y en esta nueva versión he decidido plasmar los hechos más importantes a tener en cuenta para poseer un cierto contexto de la historia.
Principalmente se habla del nacimiento de Herena. Como ya habéis visto se le otorga mucha importancia al hecho de que sea una niña, y esto tiene una explicación que repito a lo largo del capítulo: Tolkien dice que las mujeres enanas son muy escasas entre los suyos, y de por sí los nacimientos enanos son también limitados; así que tiene mucho sentido que el que haya nacido una niña como primogénita del nuevo rey sea tomado como una señal de buena suerte y de alegría. De hecho, ya hemos visto que (en esta historia, no en el legendarium original) los aliados o vecinos del rey deben otorgar un obsequio mayor como regalo para la niña que si hubiera sido varón.
Por otro lado, está el problema de la descendencia: Thorin aún no tiene hijos varones, y no es costumbre que las mujeres enanas tomen puestos de gobernanza. Por tanto, aquí el rey se encuentra ante un dilema importante: nombrar como sucesora a su hija primogénita, o continuar la línea de sucesión con su primo Dáin, quien es, por así decirlo, su plan B. El tema de la heredabilidad a la Corona de Herena se tratará con profundidad en los siguientes capítulos de la historia.
Por otro lado, he querido mostrar brevemente los otros dos pueblos que tomarán importancia en esta historia: el de los Humanos y el de los Elfos, así como sus opiniones y posiciones generales no sólo ante el nacimiento de Herena, sino frente al reino de Erebor en general.
Por último, he de añadir un par de aclaraciones: hay elementos de la historia, como ya avisé anteriormente, que no son canon, como el hecho de que entre los Enanos (o en la Tierra Media en general) se celebren los bautizos, una tradición cristiana. Sin embargo, he decidido añadirlo porque me parece que no desentona y es una pieza común en los cuentos de hadas y en los relatos heroicos.
También he de señalar que Thranduil dice al final del capítulo que ya van tres Reyes Bajo la Montaña. No es que haya contado a Tháin, sino que hubo otro Rey anterior a Thrór, Thráin I, quien fundó el reino; lo que sucedió fue que los sucesores de éste marcharon a las Montañas Grises durante muchos años y se ausentaron del reino, hasta que el abuelo de Thorin regresó e hizo de él uno de los centros más importantes de la época.
Así que con esto ya está todo por el momento. En los próximos capítulos se irán desarrollando algunas explicaciones, como la mala relación que existe entre los Enanos y los Elfos y los hechos que existen detrás, e iremos conociendo a la familia extensa de Herena y a los hijos de Dáin, que tomarán mucha importancia en esta historia; pero también conoceremos al príncipe y a la princesa de Valle, así como la historia que hay detrás de la muerte de la madre de Legolas, con lo que ello conllevó para el reino. Y, sobre todo, conoceremos a Herena, su personalidad y su carácter, e iremos viendo cómo se desenvuelve en el reino de los Enanos.
Así que ¡hasta la próxima! Espero que esperéis con tanta ilusión como yo ^^
