Escribí esta historia hace algunos años para una colección conjunta. Ahora solo la publico en mi cuenta.
Digimon no me pertenece y escribo esta historia sin fines de lucro.
Las palabras son importantes
Se conocieron en los bancos junto a la playa.
—Un pájaro defecó en tu libro —fueron las primeras palabras que él tuvo para ella.
Natsuko levantó la vista, asombrada. Entrecerró sus ojos azules cuando el sol dio de lleno en ellos. Instintivamente, apretó su bolso contra sí y levantó el libro atacado por el pájaro.
—Oh, lo siento, no eres japonesa —esta vez sus palabras fueron más lentas, espaciando las silabas. Supo que él quería hacerse entender.
—¿Por qué defecar? —preguntó, en perfecto japonés. Esta vez el sorprendido fue él. Enderezó su cuerpo, anteriormente inclinado hacia adelante mientras intentaba hablar con ella.
—Tu acento es perfecto.
Natsuko no cambió su expresión seria mientras se levantaba. Juntó sus cosas y se alejó a paso apresurado, sin mirar atrás.
Las palabras eran muy importantes.
Hiroaki volvió a verla una semana después, sentada en el mismo banco en la costanera. Vestía unos pantalones color caqui y una blusa del mismo tono. Había cruzado una pierna sobre la otra y se mantenía firme, con el libro frente a ella, leyendo concentrada. No lo notó hasta que él habló.
—Espero que las palomas te perdonen este libro —dijo, sonriendo.
Natsuko levantó la vista y lo miró sin expresar emoción alguna.
—Perdonar es una capacidad humana. Las palomas no perdonan —respondió, frunciendo los labios al terminar la frase.
Definitivamente él no se esperaba esa respuesta —en realidad, no esperaba ninguna respuesta—.
—¿Eres japonesa? —Natsuko había vuelto la vista al libro y lo ignoró. Pero él, intrigado, no se retiró.
—¿Y tú eres un acosador de colegialas? —Lo preguntó sin levantar la vista de su lectura.
—¡Pero tú no eres una colegiala! —replicó, observando concienzudamente su vestimenta formal.
Natsuko aflojó el apriete de sus labios, lo miró, sorprendida, abriendo la boca ligeramente.
Esa fue la primera vez que ella bajó la guardia.
Hiroaki siguió usando ese camino de regreso de la universidad incluso cuando el frío justificó tomar el transporte público. Supo que ella se sentaba a leer en ese mismo banco los martes y los jueves. Pocas veces vio el mismo libro en sus manos: era una lectora voraz.
La simple observación le permitió sacar algunas conclusiones: le interesaban los libros sobre conflictos internacionales y sobre distintas culturas. Pero no leía a intelectuales o pensadores famosos: leía a periodistas o a personajes que habían sido testigos del relato a contar.
(Esto lo supo porque buscaba obsesivamente, en la biblioteca de su universidad, los libros que le había visto leer).
A veces los libros estaban en francés. Pero muchas veces en japonés. Eso lo hacía suponer que dominaba ambos idiomas, aunque ella nunca contestaba sus preguntas respecto a su procedencia. Sin embargo, gestos inconscientes como apretar el bolso contra sí cada vez que alguien la sorprendía lo hacían pensar que provenía de alguna ciudad más peligrosa que los suburbios de Tokyo.
También supo que siempre vestía elegante, como si volviera del trabajo, aunque no entendía cómo alguien tan joven había conseguido un trabajo formal y elegante.
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Lo que no supo a partir de la observación fue que Natsuko, en Francia, leí los martes y jueves junto al Sena. No lo hacía por opción, lo hacía por costumbre. Su niñez en Japón había sido mucho más tranquila y alegre que su adolescencia en Europa. De niña, sus padres se ocuparon de enseñarle a leer apenas comenzó a pronunciar frases enteras. Se prendía de los pantalones y kimonos de sus padres para exigirles que le leyeran un cuento antes de dormir. En poco tiempo los memorizaba y jugaba a contarlos ella, imitando voces e inventando finales cuando no los recordaba.
Su madre, en Japón, la llevaba los martes a la playa y leían bajo el sol. Su padre, apenas llegados a Francia, la llevaba los jueves al río a comprarle un libro en las librerías de la costa.
Natsuko, sola en Japón, leí los martes y jueves oliendo la sal, escuchando el repicar del agua contra las rocas y detestando el canto agudo y soso de las gaviotas.
Hasta que un llamativo japonés de tez y cabello claro e intrigante guitarra al hombro comenzó a intercambiar cuatro o cinco frases con ella por semana.
Natsuko olvidó que no le gustaban las gaviotas.
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Hiroaki dejó de salir de la universidad con sus compañeros cuando ya no pudo justificar su necesidad de regresar caminando. Se demoraba en el baño o se escapaba momentos antes de que finalizase la clase. A veces se sentía un tonto, dando rodeos y pasando frío para intercambiar contadas palabras con ella. La mayoría de las veces, ella se limitaba a corregir su japonés familiar y a responder con la manera educada de decir lo mismo. También lo interrogaba sobre su elección de determinaba palabra en lugar de otra, tal vez más correcta.
Él quería ser formal con ella.
Pero no se resistía a sus labios fruncidos cuando decía algo incorrecto.
Natusko regresó de Francia a los 18 años por insistencia propia. Su madre, mujer estricta aunque amorosa, miembro de la oligarquía económica japonesa, puso el grito en el cielo. Su padre, jovial terrateniente francés de gustos exóticos y sonrisa divertida, le compró el pasaje y la designó encargada legal de aprobar la llegada a Japón de las importaciones de sus campos.
Pero fue Hiroaki el primero en saber que estaba inscripta en la carrera de periodismo y que pensaba cortar lazos con el negocio familiar apenas alguna revista la tomara.
—Las decisiones propias son importantes —justificó, cuando él cuestionó lo que parecía una locura de izquierdista.
—También la elección de nuestras palabras es importante —opinó Hiroaki.
—¿A qué te refieres? —preguntó Natsuko. Separó la espalda del asiento, lo miró a los ojos y concentró su atención en él.
Y por primera vez cerró su libro.
