4.
—¿Por qué no puedo acercarme a él, maestra? Me gustaría tener un amigo...
El tono de su sentencia fue bajando progresivamente en cuanto ella volteó y caminó hacia él. Lugonis retrocedió unos pasos hasta toparse con la pared de piedra de la humilde cabaña, casi sin respirar. Agatha suspiró ante esa reacción, hundiendo los hombros y recogiendo el vestido para inclinarse a la altura del pequeño.
Ver el rostro desnudo de su maestra hacía que Lugonis perdiera todos sus miedos, porque recordaba que era humana... y ella también lo recordaba.
—Escucha, Lugonis — sus pupilas sangre destacaban entre las largas pestañas de sus ojos redondos, apenas sombreados suavemente . En la cercanía, sus rizos apretados tenían olor a rosas también —. No es que quiera que no tengas amigos. Ilias no me ha parecido un mal chico. Leo no elige a mediocres ni mentirosos.
—... ¿Entonces? — el niño tomó un poco más de confianza — Si no tiene nada malo.
—La maldad no es el punto; es su carácter— respondió más seria, con un rictus en los labios carnosos — . Conozco cómo son los Leo. He leído sobre sus antecesores y de hecho, son generosos y encantadores.
—¿Y eso es... raro? — intentó cambiar la palabra para no hacerla enfadar, pero su error la hizo sonreír.
—Tienen una personalidad fuerte, y terminan manipulando a los que encantan. — le contestó con suavidad.
—... ese niño no se veía encantador, ni simpático, ni nada. — Lugonis enarcó una ceja.
—No, es cachorro y como tú debe crecer. Algún día se querrán mucho, cuando también crezcas. Pero si te pegas a él ahora, cuando no tienes tu propia personalidad completa, no podrás afrontarlo porque sabrá qué decirte para manipularte. Va a dominarte y terminarás siendo su sirviente, y no su compañero.
—Pero...
—No se darán cuenta, ninguno de los dos. Cuando lo sepan será irremediable y los hará dudar de sus emociones, quizás en un momento muy peligroso — suspiró —. Sé que suena injusto, pero creeme Lugonis, es por tu bien.
—Yo le creo, maestra — dijo de pronto —; siempre confiaré en usted.
Agatha sonrió con ternura.
—Un día sentirás que estás listo para una amistad con él, cuando te plantes con tu presencia y le hagas respetarte. Para eso debes armarte en todos los sentidos — le acarició la cabeza — . Al ser severa, también lo mantendré a raya. Ya es un chico un poco mayor, el Patriarca está muy ocupado como para vigilarlo, y sé que querrá meterse en lo que no le corresponde. Es un gato a final de cuentas.
—¿Un gato?
—Sí. Sólo come pescado, no se baña y aúlla cuando hay luna creciente.
—... ¿de verdad?
Piscis se rió como nunca solía hacerlo, tomándolo en sus brazos y llenándolo de besos cálidos, con aroma a rosas rojas.
Ese fue uno de los pocos momentos en que Lugonis fue profundamente feliz en toda su vida.
5.
—Por última vez Lugois, no como sólo pescado... ya deja de mirarme.
Ilias bufó cuando terminó la sopa, ya que el aprendiz de Piscis lo miró sin pestañear todo el rato, incrédulo de que usara una cuchara.
—Pero sí ronroneas. — murmuró y se escondió debajo de la mesa, cuando los ojos de Ilias fueron fulminantes.
—Mnh... tal vez— contestó en tono quedo, lamiendo la cuchara —. Pero jamás te lo diré.
El pequeño sonrió, tomando aquello como un divertido desafío. El rubio respondió de igual manera, ya que por primera vez, Lugonis no había obedecido a su maestra.
Comprendieron mas pronto que tarde que ellos eran los únicos dueños de sus destinos.
6.
—¡Maldición!
Agatha rodó por el suelo y golpeó en un grito de furia cuando logró detenerse. Unió los dientes tras la máscara en cuanto sintió las rodillas ardiendo en carne viva. Se incorporó lentamente, pero en un par de pasos saltó hacia el enemigo.
—¡Vamos, mujer! ¿Es todo lo que tienes?
—¡AHH!
Los golpes que propició en cada momento fueron evadidos no por manos defensivas, sino por telas y cabello que la esquivaban con burla. Mejor decir, una gran trenza blanca se balanceaba a su alrededor, evadiéndola a cada segundo.
—Aún no siento tu poder, jovencita.
—¡Deje de mofarse, maestro!
Giró sobre sí misma, poniéndose en guardia; Sage sonrió ampliamente, casi con travesura, y un brillo especial en los ojos.
—No hasta que logres darme un golpe que me recuerde dónde está mi nariz, te lo dije hace... ¿cuánto? — esquivó otro golpe — ... ¿tres días? ¿dos noches?
—¡Cállese!
—¡Uh! Ahí está tu orgullo británico. Ya no eres una dama imponente ni elegante para este humilde campesino muviano.
La mujer mantenía la temple en cualquier circunstancia; mas cuando el Patriarca sacaba su costado burlón y soberbio de Santo Dorado, la desquiciaba. Y por eso precisamente lo hacía: Esa cualidad de los cangrejos de apelar a las emociones directas del otro, era algo muy irritante para ella. Por otro lado, Sage también conocía el límite de los otros, producto de su profunda empatía.
Por ese motivo, una hora después del comentario, el hombre la detuvo de sus intentos infructuosos, y la hizo descansar bajo el único árbol detrás de la Casa de Libra.
—Why do we stop? (¿Por qué nos detuvimos?)— Agatha apenas podía respirar, agitada y olvidando su griego; pero el hombre sabía tantos idiomas que la entendía sin dificultad, cuando el inglés buscaba la boca nativa para decir improperios entre una bocanada y otra.
Se tomó el cabello rizado, algo revoltoso, echándolo para atrás. Algún día se lo cortaría.
—Hay que saber cuándo detenerse. Nunca lo olvides — tomó la trenza para hacerse un rodete sobre su nuca, y se abrió un poco la ropa en el pecho la ropa de entrenamiento, suspirando — . Además, ya me estabas dando lástima, si te soy honesto.
—Ja ja, qué amable — contestó, sentada desde abajo, sosteniéndose los rizos con una mano —. Al menos le di una excusa para vestir sin las ropas sagradas por un rato. Sé que las odia.
—Es cierto — respondió, mirando al horizonte. Todas las marcas y cicatrices de su piel brillaban bajo el sol —. Aún estoy enojado con mi hermano porque este era su lugar... pero comienzo a aceptarlo.
—Sólo pasaron veinte o treinta años, vaya.
—Veintidós — corrigió, mirándola con un gesto de fastidio — ... y diez días.
—Rencorosos los Cáncer, dónde — se apoyó en el árbol — . Recuérdeme no deberle nada nunca.
—En verdad, me debes un golpe para entrenar más duro.
La mujer suspiró.
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