Sopor

Mis párpados pesan,

escucho tu voz lejana

y sé que me llamas.

[...]

Casi se ha vuelto una costumbre. Y lo sería, de no ser por esos períodos en que Spike desaparecía por meses sin dejar rastro, sin siquiera tener la decencia de avisar si acaso todavía respiraba.

Faye está tan acostumbrada como se puede estarlo, porque aunque el corazón se le siga oprimiendo de angustia, todavía conserva la certeza de que él regresará. Siempre lo hacía.

Porque Spike es escurridizo y misterioso, una maraña de incertidumbres que persigue un solo nombre. Él es una gama de sombras, un conjunto de figuras que se mueven sigilosas entorno a un solo objetivo. Y ella nunca puede realmente descifrarlo.

Aun así, él también es gentil. Quizás no siempre, tal vez no con ella, pero lo es. Y ese aspecto es todo lo que le basta a su corazón para sentirse seguro, porque aunque él no le quiera de vuelta, sabe que siempre regresará. Porque el no hacerlo significará que ella estará sola, y él jamás ha dejado solo a quien lo necesite. Así de gentil es.

Faye oculta sus lágrimas amargas bajo sus brazos, se pregunta cuánto más se mentirá a sí misma hasta, por fin, dejar de llorar por él. Todavía no encuentra una respuesta a ello.

Sin embargo, cuando el cansancio le vence y los primeros atisbos de somnolencia entorpecen sus pensamientos, ahí es cuando lo sabe. Aunque le duela quererlo, no va a dejar de llorar por él, no mientras él siga volviendo, no cuando él dice su nombre tan suave, tan ligero, tan dulce. Porque cada vez que regresa su nombre envuelto en sus labios, entonado con su voz, suena cada vez más cercano. Y su corazón, incluso entre sueños, se agita entre capas de fantasía y realidad.

(Y a veces realmente no sabe si está soñando o no. Pero no lo hace.)

Al otro día, empero, ella finge que es un sueño y él no dice nada. Se ha vuelto costumbre, sin más ni más.