Después de un largo tiempo desaparecida, al fin he encontrado el momento ideal para reaparecer. No he querido iniciar esta historia anteriormente porque no podía garantizar la perioricidad de las publicaciones, pero, ahora que estoy más desahogada, eso sí será posible. Por esa razón, y, como de costumbre, os informo de que publicaré los domingos salvo emergencia que lo impida. Espero que os vaya muy bien a todos y todas. ¡Nos leemos!
Capítulo 1
La guerra había sido devastadora. Millones de muertos en el frente, millones de muertos en las ciudades tomadas, millones de muertos en el campo por el hambre y millones de heridos. La Segunda Guerra Mundial había devastado Europa, dejando muerte, pobreza y miseria por doquier. Tras la guerra empezaban a llegar los voluntarios con la intención de volver a levantar sus países con ambiciosos planes económicos, ayudas procedentes de Estados Unidos, reuniones de paz, etc. El Consejo de las Naciones Unidas tenía más fuerza que nunca y los grandes gobernadores eran observados de lejos por los más miserables. ¿Serían salvados? ¿O los hundirían aún más en la miseria?
Tener una televisión en casa era un lujo que muy pocos podían permitirse y más aún después de semejante guerra. Por suerte, ella había terminado en el hogar de una de las familias más ricas e influyentes del país. Se llamaba Kagome Victoria Higurashi Lefant, aunque todos la llamaban Kagome o Kag desde que podía recordar. La guerra la sorprendió muy lejos de su hogar.
Nació en Francia, en la misma capital, y vivió allí durante toda su infancia. Su padre era pintor, un auténtico artista solicitado por las más altas esferas; su madre era bailarina. Desde que era muy pequeña sus padres sembraron en ella las semillas del arte, pero nunca demostró grandes facultades. Se le daba mejor la contabilidad que la pintura y era mejor atleta que bailarina. No obstante, sabía apreciar una buena obra de arte, sabía interpretar lo que quería transmitirle y le fascinaba la danza, la ópera y el teatro. Pudo disfrutar de todo ello gracias a los contactos de sus padres.
A los catorce años, fue enviada a una academia en Polonia. Por aquel entonces, Hitler solo era otro aspirante más a las elecciones y nadie pudo imaginar tan siquiera lo que ocurriría después. Estaba en su clase de cocina cuando llegaron las primeras noticias de la victoria de Hitler en las elecciones, y también volvía a estar en mitad de una clase de cocina cuando salieron a la luz sus verdaderas intenciones. Pese a las misivas que sus padres le enviaron suplicando que regresara a París, ella continuó allí hasta que Berlín fue invadido. Afortunadamente para ella, los soldados consideraron que, debido a su educación, podrían ser útiles para pequeños trabajos administrativos.
Hicieron una selección. Ella ya tenía dieciséis años por aquel entonces. Las primeras en ser "contratadas" fueron las alemanas de once o más apellidos alemanes para ocupar los puestos de secretarias. Después, les siguieron las que tenían algunos menos para ser secretarías de menor rango. En la tercera selección aceptaron a mujeres italianas por su afiliación a los partidos totalitarios para que hicieran de telefonistas. Ella entró en la cuarta selección. Ahí se aceptaron a mujeres polacas y francesas para que mecanografiaran mensajes y conversaciones de teléfonos pinchados. Por último, se llevaron a todas las judías o estudiantes que tuvieran parientes judíos. Se habló de que las llevaban a una urbanización con colegios, hospitales y parques donde estaban concentrando a todos los judíos. En su nuevo trabajo descubrió que la realidad no era tan idílica.
Se dedicó a mecanografiar durante tres años. Las mujeres dormían en una residencia femenina constantemente vigilada. Tenían un camastro y un armario donde guardaban sus pertenencias y su uniforme oficial. Nunca volvió a ponerse la ropa de corte francés que tanto adoraba. En el trabajo, se sentaban en largas mesas en las que cabían unas ocho mujeres con su máquina de escribir y los teléfonos pinchados; allí, mecanografiaban durante horas. Al final de la jornada, le dolía la espalda y estaba lo bastante cansada como para ser incapaz de ponerle buena cara al perro guardián que la acosaba. Como no eran alemanas, unos soldados vigilaban la sala para asegurarse de que no fueran espías. Uno de ellos se había encaprichado de ella, obligándole a acelerar su fuga.
La noche que ese odioso soldado la siguió hasta la ducha con la clara intención de violarla, lo golpeó en la cabeza dejándolo inconsciente. En cuanto descubrieran lo sucedido, todas la señalarían. Todo el mundo sabía que ese soldado la perseguía con ahínco y nadie se jugaría la vida por ella. Así pues, recogió todas sus pertenencias de origen francés y dejó atrás todo lo alemán. Salió por la puerta de atrás que daba a los cuartos de baño y se escondió entre los matorrales. No podía salir, había demasiada vigilancia. Afortunadamente, un coche que llevaría a algún oficial a una reunión nocturna secreta se detuvo frente a los matorrales. Se metió en el maletero en cuanto vio la oportunidad y viajó. Cuando salió del maletero, estaba junto a un búnker en las afueras. En cuanto se aseguró de que nadie pudiera verla, de que estaba sola, corrió como nunca lo había hecho, sin mirar atrás una sola vez.
Estaba en el año 1942 y tenía diecinueve años el día que recuperó su libertad. Se dedicó a vagar por los bosques, lejos del movimiento militar de las ciudades, coincidiendo en alguna ocasión con algún soldado. Cuando eran soldados franceses, ingleses o incluso británicos no tenía problemas. Muchos le daban de comer, le ofrecían protección hasta llegar al siguiente pueblo e incluso le daban armas y cobijo. Los alemanes no eran tan amables. La interrogaban, intentaban saber qué hacía una francesa en medio del campo alemán, registraban sus pertenencias intentando descubrir si era una espía y más de uno intentaba propasarse. Aún daba gracias por haber logrado escapar de aquel infierno sin sufrir una agresión sexual.
En 1944 se veía llegar el final de Hitler. Fue entonces cuando conoció a Kouga Wolf. La salvó de lo que parecía una inminente violación y cuidó de ella en una ciudad en ruinas mientras ayudaban a evacuar a los ciudadanos. Los alemanes estaban desesperados, sabían que iban a perder y habían empezado a destruir ciudades enteras sin control. Al salir de ese sitio, el soldado le pidió matrimonio y ella aceptó. Se casaron en una pequeña villa; apenas se habían dado el beso que sellaba su matrimonio cuando cayó el bombardeo. No hubo pastel, noche de bodas o luna de miel. Semanas después llegó su primo, Inuyasha Taisho. Era el hombre más apuesto que había visto en toda su vida y también el más arisco. Les informó de que la guerra estaba a punto de llegar a su fin y les pidió que regresaran a casa junto a él. Kouga se negó en rotundo. Decía que debía buscar a un amigo, pero la dejó a ella al cuidado de Inuyasha para poder asegurar su "protección".
Siguió a Inuyasha durante semanas hasta la casa de la familia Taisho. Él apenas le hablaba. Parecía como si le costara mirarla tan siquiera. ¿Cómo un hombre tan atractivo podía ser tan insulso y soberbio? Cortaba toda conversación con palabras frías y ariscas, la trataba con brusquedad y la miraba como si solo fuera una carga. En verdad lo era. Había tenido que cargar su equipaje porque la hacía más lenta todavía, se quejaba continuamente de que tenía hambre, dormía en exceso y debía ser una charlatana a sus ojos. Había perdido la cuenta del número de veces que le mandó callar.
Una noche descubrió al fin por qué la trataba así, y deseó con todas sus fuerzas golpearlo hasta hacerle perder el conocimiento. El muy cerdo pensaba que se casó con Kouga por dinero. ¿Cómo iba a casarse con Kouga por dinero? No sabía nada de él. Realmente no sabía nada del que era su marido. Cada día que pasaba, se arrepentía más y más de haberse casado.
− ¡No eres más que una aprovechada!
− ¿De qué hablas?
Se le cayó de entre las manos la chaqueta de Inuyasha que estaba cosiendo al escucharlo.
− ¡Te casaste con mi primo por dinero! − le espetó − ¡Admítelo!
¿Acaso se había vuelto loco? No sabía que tuviera un solo centavo.
− Y encima vienes a provocarme a mí. − eso sí que la dejó anonadada − Claro, al escuchar mi apellido, te habrás dado cuenta de que soy un pez más gordo…
− ¡Yo no estoy provocando a nadie!
Le molestaba infinitamente que ese arrogante se creyera el centro del maldito universo. ¿Por qué iba a querer provocarlo? Como si no tuviera nada mejor que hacer. Encima de que lo cosía la ropa… ¡Podría ser más agradecido!
− Ah, ¿no? − le señaló el pecho − ¿No tenías una camisa más pequeña?
Se sonrojó al escucharle. Era cierto que la camisa le quedaba ceñida y que no podía atarse los botones superiores. Cuando le compraron esa camisa tenía catorce años y apenas le había empezado a crecer el pecho. A sus veintidós años ya tenía el pecho de una mujer, por lo que no le ataba la ropa de niña. No podía hacer nada al respecto porque no tenía dinero para conseguir nada nuevo y porque tampoco se encontraban en el mejor momento para ir de compras. Tendría que haber vuelto a Francia en vez de juntarse con los soldados. ¡Todos eran iguales!
− Esta ropa es de cuando tenía catorce años. – explicó − No he vuelto a tener ropa nueva desde entonces…
Inuyasha frunció el ceño como si no la creyera. Entonces, ella perdió la paciencia. Estaba harta de que la ignorara o solo se volviera hacia ella para ser extremadamente cruel. ¿Acaso no había perdido nada en la guerra? ¿No sabía lo doloroso que era? Ni siquiera sabía si sus padres estaban vivos o muertos. Estaba sola, sucia y deprimida.
− ¡Te odio!
Tiró al suelo la chaqueta que estaba cosiendo y se lanzó sobre él. Apretó los puños y dirigió un puñetazo tras otro hacia él con todas sus fuerzas. Quería herirlo, en verdad quería hacerle daño.
− ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio!
Él no se mostraba para nada dolorido por sus golpes; de hecho, incluso tuvo la osadía de reírse de su triste intento de agresión. Eso la puso más furiosa. Sus envites se volvieron más feroces hasta que Inuyasha al fin agarró sus muñecas y la detuvo. Para entonces, ya unas huesas lágrimas surcaban su rostro y temblaba violentamente. Inuyasha no la miraba a la cara; su vista estaba fija en el vaivén de sus pechos tomando aire precipitadamente. La camisa se le había abierto y estaba medio desnuda ante sus ojos. Ahora se sentía avergonzada.
− ¡Aparta la mirada! − le ordenó furiosa.
Para su sorpresa, Inuyasha le obedeció, pero, cuando la miró a los ojos, sintió que la estaba quemando. Se sintió desnuda y vulnerable ante un hombre apuesto y enorme que la contemplaba como si fuera el plato más suculento que le habían puesto nunca delante. ¿Acaso había confundido el deseo de Inuyasha con su mal talante? ¿Sería que en realidad…?
− Vete. − le suplicó.
− No.
Pronunció ese monosílabo con voz firme, pero increíblemente ronca. Jamás habría en la tierra una mujer más tonta que se hubiera dejado seducir por tan simple palabra. Inuyasha agarró su garganta como si fuera a estrangularla, la empujó hacia atrás hasta que su espalda chocó contra la pared y aprovechó su boca abierta por la falta de aire para apoderarse de ella. Era el tercer beso que le daban en toda su vida. El primero fue en las duchas de Berlín, cuando el soldado se le echó encima. Ese beso no fue nada agradable. El segundo fue el que le dio Kouga al casarse y apenas fue un roce. El tercero sí que era un beso de verdad. Su beso y no sus manos la dejaron sin aliento.
Todo su cuerpo se calentó por ese beso. Los pechos se le hincharon y gritaron dolorosamente por algo que ella desconocía. Una calidez muy placentera se instauró en su vientre. Las rodillas le temblaron, amenazando con dejarla caer. Nunca imaginó que un beso pudiera llegar a ser así. Sus dos besos anteriores habían destrozado todas sus expectativas y perdió el interés en ello hasta ese instante.
− Kagome…
Gimió en protesta cuando sus labios abandonaron su boca, pero el alivio llegó cuando descendieron por su cuello. Entonces, sus manos se apoderaron de sus pechos y por fin supo qué era lo que estaban reclamando. También supo que estaba permitiendo que Inuyasha se extralimitara con ella. Era una mujer casada le gustase o no.
− ¡Basta!
Le dio un empujón para apartarlo y agarró la camisa para cubrirse el pecho. ¿Cómo iba a poder volver a mirarlo a la cara?
− ¿Por qué tendría que detenerme? – masculló − Hace mucho que no estoy con una mujer y tú pareces muy dispuesta…
Mucho más dispuesta de lo que jamás admitiría.
− Soy una mujer casada…
− ¡Ja! − se carcajeó − Eso no parecía importarte hace un momento…
En un impulso lo abofeteó. Fue culpa de él por ser tan desagradable. Le gustaba molestarla, insultarla y hacerle sentir mal con sus crueldades. Empezaba a creer que lo hacía a propósito para divertirse. A ella no le parecía nada divertido.
− No volverás a hacer eso nunca.
Inuyasha le habló con total normalidad, pero la amenaza en su tono de voz era mucho más que palpable. ¿Qué le haría si volvía a abofetearlo?
− No te creas que me gustas, ni nada parecido. Nunca me ha gustado la mercancía usada. − esas palabras se le clavaron en el pecho − Ya deben de haberte violado unas cuantas veces por el campo…
− Y eso te gustaría, ¿verdad? − le espetó con la voz quebrada por las lágrimas − Te encantaría saber que un grupo de soldados me ha violado y no he podido defenderme…
Sin hacer caso a su estallido de dolor, se dirigió hacia la puerta, pero no salió. Abrió y se quedó parado en el umbral durante unos segundos. Antes de salir, pronunció las únicas palabras tranquilizadoras que le dijo nunca.
− No me gustaría nada, Kagome. − sus dedos se clavaron en la madera − Nunca permitiría que ningún hombre te hiciera eso.
Y se marchó. Su relación se volvió más tensa desde ese día. Si antes ya le hablaba poco, después empezó a hablarle aún menos. Le tiraba la comida sin decirle una sola palabra, evitaba rozar su piel y apartaba la mirada cuando ella lo descubría contemplándola. Como sabía que no le gustaba oírle hablar, permaneció en silencio durante el resto del camino. Jamás se había sentido tan sola estando acompañada.
Se detuvieron en un pueblo medio destruido antes de llegar a la residencia familiar. Allí fue donde se enteraron de que el ejército nazi había sido derrotado y de la muerte por suicidio del fuhrer. La noticia los puso de tan buen humor que hasta se abrazaron y pasaron toda la comida juntos, hablando sobre la gran noticia. Para el anochecer, aún no se creía que Inuyasha estuviera de tan buen humor. Parecía otra persona rebosante de amabilidad. Desgraciadamente, para el día siguiente volvió a ser el mismo de siempre. Igual de frío, arrogante, soberbio y desagradable.
Al llegar a su destino, supo que los Taisho eran una antigua y poderosa familia italiana que una vez formó parte de la nobleza más alta con sus títulos nobiliarios. En su época esos títulos ya no servían igual que antaño, pero la familia conservaba una reputación que parecía otorgarles el mismo poder. Habían sobrevivido al totalitarismo con casi todas sus pertenencias, fondos de inversiones y bienes intactos. La guerra melló emocionalmente a los miembros de la familia, pero nada más. Eran afortunados en más de un sentido.
Le hubiera gustado ver Italia. Había tanto que ver por allí. Sus padres habían viajado muchas veces a Italia y le prometieron que cuando fuera más mayor la llevarían con ellos. Era una pena que su primera vez en el país fuera sin ellos, y que tampoco pudiera disfrutar de la experiencia. Vio viñedos destrozados, huertas saqueadas y una enorme casa victoriana propiedad de los Taisho que se convirtió en su nueva prisión. No le permitían salir para nada; siempre decían que todo el país estaba lleno de saqueadores y que no era lugar para una dama. Debía esperar a la reconstrucción. Inuyasha, en cambio, salía y entraba a su gusto y se regodeaba de que él podía hacerlo. Si, al menos, no le sentara tan bien el traje…
La familia Taisho estaba formada por la abuela Kaede, su nieto Inuyasha como heredero por ser el hijo del hermano "mayor" (en realidad el cuarto) y su hermana pequeña Rin, Kouga como hijo de la quinta hermana y primo de los dos anteriores, y un primo lejano de apenas ocho años llamado Shippo. Inuyasha no le contó nada sobre ninguno, ni la presentó cuando llegaron. Se limitó a decir que era la esposa de Kouga y se marchó a su dormitorio. Kaede y Rin fueron mucho más amistosas y le hablaron de la familia.
Kaede, perteneciente a la familia Tasughe, se casó con Tottosai Taisho cincuenta años atrás y tuvieron seis hijos. El mayor de todos murió de unas fiebres a los pocos meses de nacer. El siguiente tuvo un accidente cuando estaba en clase de hípica y se rompió el cuello al caer del caballo. La tercera desapareció mientras daban una vuelta por el parque cuando tenía diez años; la hallaron muerta en la orilla del río. El cuarto era el padre de Inuyasha y de Rin: Inu No Taisho. Al haber fallecido sus hermanos mayores, se convirtió automáticamente el heredero. La madre de Kouga nació un año después de Inu No y se llamaba Cora. Por último, la hermana más pequeña, llamada Kagura, residía en un convento.
La guiaron a través una amplia galería repleta de cuadros de la familia, donde los presentaron a todos. Inuyasha era clavado a su padre, su viva imagen. La misma caballera negra y el mismo corte de pelo. Sus ojos dorados parecían un rasgo indiscutible de la familia Taisho. Los dos tenían también la piel bronceada y el mismo porte. La madre era muy diferente. Pequeña, delgada, grácil y delicada. Nunca había visto una estructura ósea de tal delicadeza. Tenía también una larga melena negra hasta casi las rodillas, la tez blanca y los ojos azules, rasgos que acentuaban su fragilidad. Por lo que le contaron, ambos fueron una pareja y unos padres muy complicados. No le extrañaba que Inuyasha tuviera tan mal talante…
La madre de Inuyasha era descendiente de una familia de la baja nobleza de antaño. Llamó la atención de Inu No únicamente porque era bonita. Ella era consciente del efecto que causaba en los hombres y siempre lo había utilizado a su favor. Así, consiguió ser una Taisho, el gran sueño de cualquier señorita que quisiera colocarse bien. Nunca amó al padre y nunca prestó demasiada atención a sus hijos. Le gustaba demasiado salir, comprarse ropa y joyas y viajar. Nunca tenía tiempo para sus tres hijos. Murió cuando la más pequeña tenía cuatro años, al hundirse el barco en el que estaba viajando a Corfú.
El padre de Inuyasha era infiel por naturaleza. Izayoi lo había impresionado más que ninguna otra mujer y todos sus hijos eran de ella, pero nada más. Se pasaba el día persiguiendo las faldas de otras mujeres y cada hijo que tuvo con su esposa fue cuidadosamente estudiado. Este vivió mucho más tiempo y siguió dando ese horrible ejemplo a sus hijos hasta que en una de sus borracheras terminó a golpes con un marinero demasiado robusto. Las heridas lo mataron días después.
Sesshomaru era el hijo mayor y por derecho el heredero de la fortuna Taisho, pero murió con tan solo diez años al caerse por la ventana desde el cuarto piso. Sus padres ni siquiera lloraron por él. Inuyasha y Kaede, en cambio, lloraron por toda la familia. Kaede le dijo que Inuyasha y Sesshomaru eran como el perro y el gato. Se pasaban el día enfrentados el uno contra el otro, pero, cuando le faltó, Inuyasha lloró desconsoladamente. Solo tenía siete años cuando Sesshomaru se fue y tenía toda la pinta de no haberse recuperado del todo todavía. Rin afirmaba no recordarlo. Ella era poco más que un bebé entonces, pero le parecía muy apuesto en los cuadros. A ella también. Inuyasha y Sesshomaru eran muy parecidos físicamente, pero era Inuyasha el que más se parecía a su padre.
Rin fue la última en nacer y la más vulnerable. Inuyasha siempre había cuidado de ella, desde el primer momento. Kaede creía que la muerte de Sesshomaru era una de las razones por las que Inuyasha era tan protector con Rin. No quería que ella sufriera el mismo destino. Siempre la había llevado de la mano a todos los sitios, incluso en esos momentos, aunque tenía veinticinco años. La arropaba por la noche, le contaba cuentos y espantaba a todos los pretendientes alegando que no eran dignos de ella. Por primera vez, al escuchar tal relato, le resultó encantador.
La madre de Kouga y tía de Inuyasha se casó con Neyman Wolf con quien tuvo a Kouga. Ella murió en el parto, y Neyman, quien arrastraba hacía tiempo la pena por la muerte de su esposa, se pegó un tiro en la cabeza cuando sus negocios empezaron a ir mal. Kouga fue acogido por su abuela en la casa familiar, donde había crecido junto a Inuyasha. Los dos eran de la misma edad. Su herencia era una vieja casa y unos pocos ahorros. Sin embargo, vivía con los Taisho y subsistía de una mensualidad asignada por Kaede.
Por último, Kagura terminó siendo monja. De joven había sido la más rebelde de los hermanos y se había juntado con malas compañías. Sus padres apenas podían controlarla, y terminó dejando de ser doncella mucho antes de lo que a ellos les hubiera gustado. Fue descubierta en varias ocasiones invitando a algunos hombres a entrar por la ventana. De hecho, tenía tan mala fama en sociedad que no pudieron encontrarle ni un solo pretendiente. Finalmente, un día se despertó y dijo que quería casarse con Dios. Todos se rieron de ella hasta que desapareció; la encontraron poco después en un convento tomando los votos.
Shippo era el último miembro de la familia. Era hijo de uno de los muchos hermanos de Kaede y llegó hasta ellos durante la guerra. Su familia fue asesinada y el niño logró salvarse por la gracia de Dios. Dijeron que ellos eran la única familia que habían podido encontrar. Kaede acogió al niño asustado entre sus brazos, encantada, y desde entonces, habían pasado dos años. Shippo acudía a una prestigiosa academia masculina y solo pasaba por la casa algunos fines de semana. Coincidió que estaba allí cuando ella llegó, pero se marchó en seguida.
Después de haberse instalado en el dormitorio de su marido, tal y como correspondía, y de pasar las primeras noches allí, Kaede hizo llamar a un modisto. Insistía en que no podía seguir llevando ropa de niña y ella no podría estar más de acuerdo, pero le daba vergüenza que le pagara la ropa. No quería que pensara que se estaba aprovechando cuando, en realidad, solo pensaba en volver a su hogar sin provocar ningún trastorno en la familia Taisho. Añoraba Francia, a sus padres, a sus vecinos, el clima, los escaparates. Todo era muy diferente fuera de Francia.
Apenas le dejaban ver la luz del sol. Las cortinas siempre estaban echadas y las ventanas atrancadas. Quería salir a respirar aire fresco. ¿Tan malo sería que tomara un poco el aire en el exterior? Tan solo iría al jardín y lo haría acompañada si era necesario. Se estaba ahogando ahí adentro. Tan acostumbrada que estaba a pasar el día en el campo, se había olvidado de lo que era vivir en el interior.
A pesar de todo, agradecía la compañía de Kaede y de Rin. Las dos monopolizaban su tiempo desde que llegó. Tomaban el té juntas y cosían frente al fuego. Siempre le estaban haciendo preguntas sobre su largo viaje y querían saber hasta el último detalle de absolutamente todo. Con el tiempo, adivinó el porqué. De alguna manera, les daba esperanza haberla conocido. Ella era una mujer joven que había sobrevivido ahí afuera, en los más crudos paisajes, a la guerra. Hasta que las conoció, no se dio cuenta realmente de la importancia de su logro. ¿Cuántas mujeres habrían sobrevivido de la misma forma? Era una superviviente con cicatrices de la guerra ocultas bajo un rostro que trataba de aparentar serenidad. No quería admitir que en un par de años más de guerra habría acabado perdiendo la cabeza.
Ese día se había levantado con dolor de cabeza. Como de costumbre, se encontró con el retrato de la madre de Kouga en la mesilla de noche y saludó a la desconocida. Últimamente, esa fotografía se había convertido en una de sus pocas amigas. La observaba con discreta simpatía y no la atosigaba. Se aseó en el cuarto de baño del dormitorio y se vistió con otro vestido que le quedaba demasiado justo y del cual se le desbordaba el pecho. No hacía más que subírselo por los bordes y terminó atándose una toquilla para cubrirse. No quería escuchar las burlas de Inuyasha. Afortunadamente, Inuyasha no estaba en la mesa del desayuno; le dijeron que había salido muy temprano para arreglar unos asuntos financieros por su abuela.
Inuyasha siempre era extremadamente amable con su abuela y con su hermana. Le recordaba a ese Inuyasha tremendamente amable y simpático que conoció cuando les dieron la noticia del fin de la guerra. Para ellas siempre tenía esa sonrisa de desbordante felicidad y las abrazaba y besaba con auténtica devoción. Sentía cierta envidia de su cariño. Ella estaba sola. No tenía a sus padres, ni a su cada vez más desconocido marido y se sentía más como un entretenimiento para las dos mujeres de la casa que como un verdadero miembro de la familia.
Pasó la mañana leyendo en la biblioteca. Después de comer, se sentó a bordar con Kaede y Rin. A la hora del té fueron interrumpidas por una criada.
− Han llegado los vestidos de la señora Wolf.
Recordó en ese momento que una semana antes le habían tomado medidas. No esperaba que llegara tan pronto su ropa nueva. En Francia acostumbraban a tardar en preparar un ajuar tan grande y selecto como ese cerca de un mes. Aunque, claro, la ropa francesa era exquisita y se cuidaba cada detalle a la perfección. Se le ocurrió la idea de que tanta prisa podría deberse a que necesitaran el dinero en la tienda. Fuera como fuese, ya tenía ropa y jamás podría pagársela a Kaede.
Kaede y Rin gritaban inquietas mientras levantaban una a una cada prenda. Ella también se sentía feliz de poder tener algo decente que ponerse. Era ropa muy bonita y de su talla. También parecía un tejido muy caro…
− ¡Tienes que probártelo todo! − gritó Rin muy excitada.
− Cálmate, muchacha.
Kaede intentaba calmar inútilmente a una Rin de veinticinco años que todavía se comportaba como una muchachita de quince. Rin había permanecido encerrada en la casa Taisho desde que empezó la guerra y se lo había perdido todo. La madurez que ella adquirió en la guerra no había alcanzado todavía a Rin.
− También encargué ropa interior para ti. − se la señaló − Me he fijado en que no tienes prendas íntimas.
Ni una sola. Cuando se fue de casa, no tenía apenas pecho para utilizar sujetador y, más adelante, tuvo que tirar sus bragas. Había aguantado todo lo que pudo con ellas, pero estaban viejas, cedidas e incluso rotas. Se fijó en que también había medias y ligas. No usaba de eso desde que trabajó forzosamente para los nazis tres años atrás.
− ¿Por qué no te cambias? − le sugirió Kaede − Escoge alguna cosa y guarda lo demás.
Aceptaría la sugerencia de Kaede. Cuando se quedó sola en su dormitorio, vació por completo el armario y echó todas sus prendas infantiles a su viejo saco de viaje para deshacerse de ellas. Un saco viejo y sucio para ropa vieja y sucia. ¡Era perfecto! Llenó el armario con toda su ropa nueva perfectamente colocada y se decidió por uno de los vestidos. Antes de vestirse, se aseó cuidadosamente y se trenzó el cabello. Kaede decía que las mujeres casadas podían andar con el pelo suelto, pero que una auténtica dama nunca andaba en público en esa guisa. Si supiera que Inuyasha la había visto así cada día…
Las bragas y el sujetador eran de color crema. La modista había acertado con su talla. Era la primera vez que se veía con lencería de mujer. Por primera vez comprendía que era una mujer y por qué los hombres habían intentado propasarse con ella. Comenzaba a ser consciente del cambio en su cuerpo. Antes no era tan femenina, ni tenía esas curvas tan pronunciadas. De repente, había madurado y no tenía a su madre a su lado para que le diera sus sabios consejos. Su madre siempre tenía una respuesta para todo y sabía de todo. Estaba segura de que su padre la habría pintado para celebrar su paso de niña a mujer. Suponía que eso ya nunca sucedería…
Las medias eran de seda, también color crema y terminaban en la mitad de su muslo con un bordado de encaje exquisito. Se ató las ligas para asegurar la media y pasó al vestido. Había escogido un vestido azul celeste con manga de farol y escote de barco que se ajustaba hasta la cintura y después caía suelto hasta las rodillas. Se ajustó un cinturón bajo los pechos como complemento y se puso unos zapatos de tacón. Aquellos eran sus primeros zapatos de tacón. De pequeña, solía subirse sobre los de su madre que le quedaban enormes. Se pintaba también los labios, se colocaba un sombrero que se le caía constantemente, dejándola ciega, y bromeaba. Sus padres se doblaban de la risa al verla.
Entre los complementos encontró un lazo azul que se colgó al final de la trenza en lugar de su acostumbrado lazo de cuero. También debiera tirarlo, pero era lo único que le quedaba de su madre. Decidió guardarlo en un joyero que Kouga tenía en la habitación. Allí estaría seguro junto a sus anillos y sus relojes.
− ¿Qué tal me queda?
Rin correteó a su alrededor asombrada mientras Kaede la contemplaba con aprobación.
− Muy elegante, sí. – afirmó − Pareces una digna esposa.
Se alegraba de aparentarlo al menos.
− No tienes joyas. – meditó − Creo que mis pendientes de perlas te quedarían estupendamente. – afirmó − Iré a buscarlos.
− No, no será necesario…
No quería que la anciana le diera sus joyas, ya había hecho suficiente por ella.
− ¡Por supuesto que sí! − insistió- −Te los traeré ahora…
− ¿También vas a darle tu gargantilla de esmeraldas?
Esa odiosa voz. Inuyasha acababa de regresar a la casa y había aparecido justo en el peor momento imaginable.
− ¿Verdad que está guapa, Inuyasha?
Rin permanecía en su inocencia sin percatarse de la tensión entre ellos.
− Bellísima. − coincidió Inuyasha para su sorpresa − Supongo que por eso se casó Kouga con ella.
− ¡Inuyasha! − lo regañó su abuela.
− No debes alterarte, abuela. − se metió las manos en los bolsillos − Solo digo las cosas como las veo. Primero, consigue alojamiento por la cara en una buena casa. Luego, mi anciana abuela le compra ropa carísima. Ahora, también quiere las joyas de la familia…
Eso era mentira. Ella nunca había querido nada de ellos. Eso no significaba, por supuesto, que estuviera muy agradecida por haberla acogido en su hogar y haber cuidado de ella. Una cosa no quitaba la otra. Sin embargo, no era ninguna aprovechada de la guerra que había venido a desangrar a la familia Taisho, y haría bien en verlo cuanto antes.
− Kagome no me ha pedido nada que…
− ¡Claro que no! − exclamó- −Es una estafadora profesional. No necesita pedirlo.
− ¡Silencio! − su nieto se calló a disgusto − Yo acojo en mi casa a quien yo quiera. Le compraré lo que yo vea conveniente y, si quiero darle mis joyas, no osarás emitir una sola queja. − explicó − ¿Entendido?
Inuyasha frunció el ceño y se negó a contestar, pero su abuela repitió implacable la pregunta, razón por la que tuvo que terminar cediendo.
− Ahora, Rin y yo saldremos para que puedas disculparte con Kagome. Espero que hagas las cosas como Dios manda y que no me des más disgustos.
Estiró el brazo en una súplica, intentando retener a Kaede, pero no funcionó. La anciana tiró de Rin para salir del salón de té y cerró la puerta a sus espaldas. El ruido de la puerta al cerrarse resonó en la estancia y en su cerebro. Inuyasha y ella estaban solos. Habían pasado meses solos, pero nunca le había resultado tan incómodo como en ese momento. Tal vez era porque las cosas habían cambiado. Inuyasha ya no era un soldado. Inuyasha era ahora un señor elegante mientras que ella era la hija de unos artistas que intentaba hacerse pasar por algo que no era con ropas finas.
− No consentiré que te lleves las joyas de la abuela.
Pues sí que empezaba bien.
− ¡Despierta de una vez! − no le apetecía ser agradable con él − No quiero sus joyas.
− Vaya, en verdad resultas convincente. – admitió − Te entrenaron bien por lo que veo.
Nadie la había entrenado porque ella no era ninguna estafadora. Estaba francamente harta de todo aquello. ¿Por qué se casó con Kouga? ¿No podía haber seguido su camino hacia Francia? No, tuvo que cometer esa estupidez en gratitud por haberla salvado. Ahora le había caído encima algo peor que su propio marido. ¿Quién iba a pensar que el primo de su marido resultaría tan molesto?
− Tenían razón en una cosa. − lo sintió muy cerca de repente − Estás muy hermosa, Kagome.
Sintió su aliento en la nuca, dejándola totalmente inmovilizada por la impresión. ¿Por qué le afectaba tanto su cercanía? Se había jurado que jamás volvería a sentirse como aquella noche hacia él y ya estaba volando en una nube. ¡Estúpida! – pensó − Él solo está jugando para que cometas algún error estúpido y poder deshacerse de ti.
− Por lo menos ha sido una buena inversión comprarte esa ropa tan cara… − sintió sus manos en su cabello − Pero odio que te recojas el pelo…
Le estaba deshaciendo la trenza. ¿Qué debía hacer? Era una mujer casada y, aunque no lo fuera, lo más correcto era apartarlo y dejarle muy claro que no podía tocarle el cabello. Se había propuesto ser una dama como Kaede y las damas no se soltaban el cabello en público por nadie. Además, su marido era el único que tenía derecho a verla en esa guisa. Antes no lo sabía, pero ahora sí. Kaede le estaba enseñando a ser la dama que Kouga esperaba que fuera y, ya que se habían casado irremediablemente, quería cumplir con su papel y no decepcionarlo.
Sí, tenía razones sobradas para no permitírselo, pero ninguna salió de sus labios, y él le deshizo la trenza. Después, la tocó. Posó la mano sobre su hombro y ella se apartó sintiendo que su contacto le quemaba la piel. Todo el cuerpo volvía a arderle y solo le quedaba enfrentarse a él para alejarlo antes de cometer cualquier locura.
− ¡No puedes verme con el pelo suelto! – exclamó − Tú no eres mi marido…
La mano de Inuyasha la cogió por la garganta y la empujó contra una columna, tal y como hizo aquella noche meses atrás. En esa ocasión, en cambio, su beso fue diferente. Fue un beso más corto, más brusco e incluso doloroso. Trataba de humillarla y el saberlo no podría haberle dolido más. ¿Por qué la odiaba tanto? ¿Qué le hizo ella?
− No me casaría contigo ni por todo el oro del mundo…
La soltó y ella cayó de rodillas en el suelo, acariciándose el cuello. Frente a ella vio caer su lazo.
− Haz lo que te dé la gana con tu pelo, no creas que me importa. − su voz sonaba más cruel de lo habitual − Pero no quiero enterarme de que vuelves a sacarle dinero a mi abuela.
− Yo no… − musitó atragantándose por el dolor.
− Eres la puta más cara con la que me he cruzado nunca.
Y con esas crueles palabras abandonó el salón de té, dejándola sola.
Continuará…
