La habitación de Kugisaki era un desastre, incluso peor que la suya. Había bolsas y cajas con todas las compras que ella hacía a diario. Su armario estaba demasiado lleno de ropa y su mesa de luz tenía más cosas de las que podía soportar. Un poco la entendía, él también se había maravillado con los encantos de la gran ciudad cuando llegó por primera vez a Tokio. Su habitación era prueba de eso con la estantería llena de mangas y figuras de acción que consiguió en las tiendas otakus de la ciudad.
Nunca creyó que sería parte de esa locura.
Ninguna de las habitaciones tenía una televisión. El instituto de hechicería pretendía que fueran espacios de relajación e introspección cuando volvieran de sus misiones o no estuvieran estudiando. Itadori era un chico demasiado hiperactivo y fanático de la cultura pop como para no conseguir, aunque sea, su vieja notebook. Fue una de las pocas cosas que se llevó de la casa de su abuelo que realmente tenía un valor.
Fushiguro y Kugisaki no tenían computadoras, aunque sí celulares. Gojo-sensei comentó que intentaba insistirle a "los altos mandos" la necesidad de los adolescentes de estar conectados. Él sólo quiere que le den permiso para poner una red wifi porque aquí no tiene señal, había dicho Fushiguro . Mientras beneficiara a todos, Itadori creía conveniente apoyar su reclamo.
Llevó su portátil a la habitación de Kugisaki. Fushiguro estaba sentado en el suelo sobre un amplio tatami que, de alguna manera, había logrado sacar del almacén de la escuela. Itadori no había estado tanto tiempo allí y no tenía idea dónde quedaban los lugares importantes. Muchas veces se había perdido intentando llegar al baño y Gojo-sensei tuvo que acompañarlo como si fuera un nene chiquito.
—¿Qué vamos a ver? —preguntó Kugisaki sentándose con las piernas cruzadas sobre su cama.
Itaodri se arrodilló en el tatami, al lado de Fushiguro y manipuló la computadora que había apoyado sobre la cama. Abrió una carpeta llena de películas y se las mostró.
—Tengo estas descargas y además tenemos las que usó Gojo-sensi en mi entrenamiento, aunque preferiría no ver esas, las sufrí bastante… —mencionó rascándose la nuca con una sonrisa.
Fushiguro examinó su lista de películas e irguió una ceja hacia él.
—Claramente la computadora te anda lenta porque tienes demasiadas cosas, tu memoria está casi llena.
Itadori se alzó de hombros y siguió buscando una película para ver.
—Tienes que eliminar más cosas, si ya viste algunas películas, bórralas —acotó Fushiguro sin cambiar su expresión.
Kugisaki se inclinó hacia ellos con curiosidad.
—¡No, lo que tiene que hacer es extender su memoria y ahí acumular todo lo que quiera!
Los ignoró mientras elegía una película. Los dos se callaron cuando el sonido los interrumpió.
—¿Qué pusiste?
Itadori sonrió satisfecho mientras se lanzaba sobre Fushiguro para tomar una bolsa de papas fritas de la mesa-de-luz-acumuladora de Kugisaki. La primera escena mostraba a un hombre leyendo frente a una ventana en un hospital psiquiátrico.
—Silver Linings Playbook —anunció con orgullo y sus dos amigos irguieron una ceja confundidos—. ¡Es la película súper genial de Jennifer Lawrence!
Fushiguro ladeó el rostro confundido e Itadori lo miró con el ceño fruncido. Kugisaki se inclinó más en la pantalla.
—Oh, ¿no ganó el Oscar por esa película?
—¡Sí! —gritó emocionado de que al menos ella la reconociera.
Kugisaki volvió la vista hacia Fushiguro y sonrió.
—No puedo creer que dos provincianos sepamos más de esto que un chico de ciudad.
—En realidad no soy de Tokio… —quiso defenderse pero Itadori ya había puesto play a la película de nuevo y recostó su brazos en la cama de Kugisaki para apoyar su cabeza allí.
La cama se llenó de paquetes de papas fritas y snack y a la mitad de la película Itadori interrumpió para comer ramen instantáneo mientras charlaban. Se había encargado de comprar todo para esa noche, estaba determinado a pasar un buen rato con ellos después de todo lo que había sucedido.
Últimamente no estaba tranquilo. Gojo-sensei también parecía percibir ese malestar en el aire. Algo malo estaba a punto de suceder. Y después de lo del puente Yasohachi estaba seguro que alguien vendría a vengarse por lo que hicieron.
Quizá esta era la última oportunidad de pasar tiempo con ellos fingiendo que eran chicos normales; que podían trasnochar viendo una película muchas veces más.
El ramen caliente lo dejó satisfecho, aunque si fuera por él podría comer muchísimo más, y el paquete de papas fritas quedó abandonado en el suelo. Estaba seguro que Fushiguro los obligaría a limpiar al día siguiente aunque no fuera su habitación.
Kugisaki les tiró un acolchado rosa que había comprado en una tienda y que aún no había podido usar. Fushiguro se quejó del color demasiado chillón pero Kugisaki consideró que hacía juego con el cabello de Itadori. Todo es demasiado azul y negro en tu habitación, Fushiguro , había dicho ella y él se rió porque era verdad. Las pocas veces que Fushiguro lo dejó espiar había podido ver los tonos monocromáticos que decoraban su habitación.
Lo único que sobresalía siempre eran sus ojos verdes, resplandeciendo detrás de las pestañas anormalmente largas.
—Envidio tus pestañas, Fushiguro —mencionó Kugisaki cuando ya estaban acostados y con la luz apagada.
El tatami al lado de su cama era amplio y los dos cabían bien aunque sus hombros se rozaban. La manta rosada era muy cálida y suave, Itadori no tenía quejas.
—Mis pestañas no tienen nada de especial —Lo escuchó decir a su lado con voz monótona.
Kugisaki y él chasquearon la lengua al unísono.
—No seas humilde, todos sabemos que tienes pestañas largas —agregó ella riéndose e Itadori también lo hizo.
—Son muy largas y delicadas, ¡pareces una muñeca Fushiguro!
—Oye…
Se rieron con complicidad como si hubieran hecho una travesura. Era divertido molestar a Fushiguro. Siempre era tan serio, tan correcto, parecía que nunca se salía de control.
Itadori se estremeció cuando un recuerdo grabado a fuego en sus ojos se coló en su memoria. Fushiguro lleno de sangre, mirándolo con una expresión extraña. Sonreía. Le había dicho que no se arrepentía de haberlo salvado. Era una sonrisa triste.
Nunca volvieron a hablar de eso. Fue la única vez que vio a Fushiguro así.
—Oye, Itadori
La voz de Fushiguro lo hizo volver a la realidad. ¿Por qué estaba todo tan silencioso?
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
—Estabas callado mirando el techo como un zombie. ¿Qué pasó?
Se incorporó para mirar a Kugisaki que aparentemente se había dormido cuando él cayó en ese trance alienante.
—Me estaba acordando de algunas cosas —dijo antes de pensarlo bien.
—¿Qué cosas?
—Cuando morí.
El silencio que siguió lo hizo estremecer. Fushiguro no se movió ni dijo nada y él tuvo que recostarse de lado para poder verlo un poco mejor. Las habitaciones de la escuela tenían unas puertas corredizas que daban a la naturaleza. Kugisaki no había colocado cortinas aún y la luz de la noche era la única forma de no caer en la oscuridad absoluta.
Podía ver el contorno de Fushiguro recortado contra las sombras. Su presencia se negaba a dejarse devorar por la oscuridad que él manejaba tan bien.
—¿Qué pasa con eso? —preguntó después del largo silencio e Itadori sonrió.
—Nada, solo pensaba que nunca lo hablamos.
—¿Hay algo de lo que hablar?
Fushiguro era tajante y sencillo. Siempre decía las cosas que necesitaba escuchar en el momento preciso.
—Sólo que ojalá hubiese estado Gojo-sensei para escuchar tu discurso de que no te arrepentiste ni una sola vez de salvarm… ¡ay!
Se tapó la boca al instante, intentando mitigar el golpe en su hombro que Fushiguro le dio. No quería despertar a Kugisaki y que los regañara.
—Cállate. Te estabas muriendo.
Se calló. Pero no porque se lo haya ordenado sino por lo que dijo después. Te estabas muriendo. Él sintió ese momento aterrador en carne propia. No podía controlar a Sukuna y casi terminó matando a Fushiguro. Si no fuera por esa retorcida obsesión que Sukuna había desarrollado por él y que aún no entendía seguramente estaría muerto.
—Pensé que eso iba a ser lo último que te dijera. Lo último que escucharías de alguien.
Le sorprendió que estuviera siendo tan abierto. Nunca habían hablado de ese momento y de repente lo decían todo, en la oscuridad de una habitación ajena y sobre un tatami grande que, de alguna manera, los tenía presionados cerca. De alguna manera las palabras de Fushiguro se volvieron imprescindibles para respirar. ¿Qué pensaba sobre ese momento? ¿por qué era tan importante decirle que no fue un error salvarlo? ¿seguía pensándolo hoy, después de todo lo que pasó?
—La verdad es que no quería que murieras pensando que tu existencia era problemática.
Itadori abrió los ojos exaltado y se incorporó sobre su codo mirándolo. Fushiguro permanecía inmovil, boca arriba con las manos sobre su pecho.
—¿No piensas que mi existencia esté mal?
Fushiguro dirigió sus ojos verdes hacia él. No podía verlos bien ni distinguir claramente su color pero su imaginación completó el resto. En su mente esos ojos brillaban más que nunca y sus pestañas enmarcaban esa belleza nocturna que lo caracterizaba.
—No —dijo mirándolo e Itadori sintió que se estremecía—. Puedo ver tu sufrimiento. Sé que piensas que eres una bomba a punto de explotar y luchas contra eso porque eres una buena persona.
Bajó la vista. No pudo sostener ese contacto aunque ni siquiera pudiera verlo bien. La sensación de los ojos de Fushiguro atravesando sus almas —la de Sukuna también— le hizo sentir gélido y expuesto.
—Itadori —lo llamó y él respondió a su pedido con la respiración agitada—. Eres la bondad personificada. No hay nadie mejor que tú para retener al rey de las maldiciones.
Abrió la boca sorprendido y se quedó así, sin poder decir nada. Fushiguro esperó paciente pero cuando fue evidente que Itadori no podía hilar dos palabras le dio la espalda y murmuró un buenas noches casi inaudible.
Sacudió la cabeza, decidido a reaccionar. Fushiguro había leído muy bien sus preocupaciones y, como siempre, dijo lo necesario para calmar ese dolor lacerante que atravesaba su alma —sólo la suya— todos los días.
Agarró el hombro de Fushiguro y tiró de él. No lo escuchó decir nada aunque sabía que estaba sorprendido. Podía verlo en sus ojos que, ahora que estaban más cerca, se hicieron más nítidos.
Nunca supo cómo agradecer a las personas. Itadori se sentía un extraño en el mundo; sin hogar, casi sin familia. Durante su etapa de normalidad, cuando era un estudiante común y corriente (quizá sólo un poco fuerte) nunca se dio cuenta de ese sentimiento de estar fuera. Lo irónico fue que se dio cuenta lo extraño que se sentía al mismo tiempo que encontró un lugar donde ya no lo era más.
Fushiguro no quería verlo morir pensando que su vida fue en vano, que nunca debería haber existido. Quería que supiera que su vida sí tuvo un sentido. Aún lo tenía.
Dejó de ver los ojos verdes cuando cerró los suyos. Ya no podía ver más esa enigmática belleza pero sí sentirla. Los labios de Fushiguro estaban presionados contra los suyos. Suave.
Besar se sentía suave.
Y Fushiguro besaba como era. Tranquilo, como si no hubiera prisa ni estuviera besando al recipiente del mísmisimo Ryomen Sukuna. Porque no, no estaba besando a un recipiente ni a un hechicero ni a un estudiante normal sólo-un-poco-fuerte.
Era Itadori, el chico que vio morir frente a sus ojos, desesperado por validar su existencia, por saber que no había sido un error vivir.
El roce fue lento y no hicieron nada más que solo intercambiar suaves besos. Itadori tenía miedo de despertar a Kugisaki y que los ridiculizara hasta el día de sus muertes. Mantuvo su mano en el hombro de Fushiguro y él tenía la suya en su codo, como si quisiera sostenerlo. Evitar que caiga.
Se separaron en silencio y compartieron una mirada. Itadori sonrió. Fushiguro también le dedicó un pequeño gesto que se parecía mucho a una mueca de felicidad.
—Gracias —dijo en voz baja y Fushiguro asintió.
Lo vio cerrar los ojos, la mano aún en su codo aunque Itadori había retirado la suya de su hombro. Supo que iba a dormir, esta vez sin darle la espalda.
La respiración acompasada de Kugisaki sonaba sobre él, tranquilizándolo. El rostro de Fushiguro estaba relajado, expuesto a su mirada. Itadori sonrió para sí mismo, para la oscuridad de la habitación y hasta para Sukuna porque, al fin, no estaba solo.
Quería un sentido para vivir y a cambio obtuvo una vida para sentir.
