Título: Ambivalente.
Personajes: Leona Kingscholar, Cheka, Farena, Ruggie Bucchi.
Pairings: -
Línea de tiempo: Semi-AU. Donde Leona termina criando a Cheka para que se vuelva rey.
Advertencias: Disclaimer Disney: Twisted Wonderland; los personajes no me pertenecen, créditos a Aniplex y Yana Toboso. Posible y demasiado OoC [Fuera de personaje]. Semi-AU [Universo alterno]. Situaciones dramáticas, vergonzosas, cómicas y dolorosas. Nada de lo ocurrido aquí tiene que ver con la serie original; todo es creado sin fines de lucro.
Clasificación: T
Categoría: Dolor/Consuelo, Familiar.
Total de palabras: 8030
Nota de autora: Sowwy, necesitaba escribir algo así–
Sí, sé bien que Leona ni en un millón de años estaría de acuerdo con hacer que Cheka suba al trono, sabiendo que puede impedirlo, pero equis, es mi fic. Yo hago lo que quiero.
Pequeña aclaración: esto sucede después de la graduación de Leona, así que él ronda por los 21-23, y Cheka los 6-8, aunque conforme avanza la historia ellos también crecen.
Summary: Está más ocupado intentando borrar de sí mismo la imagen ficticia de su sobrino despertando, por primera vez, en completa soledad en medio de un castillo lleno de peligros. Esta vez ya no podrá cuidarlo ni enseñarle a ser un líder.
I.
Sólo es necesario una traición y un acantilado para conseguir hacer caer en caos un reino entero. Cosas tan naturales como un amanecer y un rey imponente, en algún punto se ocultan tras una montaña de humo y a veces, a veces es incierto que vuelvan a salir. No es una extrañeza, pero jamás se espera lo peor. Tanto como jamás se espera que alguien tan excepcional como lo era el monarca de una tierra tan vasta caiga bajo las garras de la muerte, con una facilidad casi perturbadora.
Ya no había rey en el reino. Así de simple.
Pero siendo tan simple, hubiera sido también lo suficientemente difícil el conseguir haberlo asesinado, tan difícil incluso como para que alguien como él tomara tal responsabilidad. A Leona ya no le importa, en serio. A él no le interesa algo así, dejó de hacerlo. Dejó de ser un deseo a cumplir (ser rey, gobernar por sobre Farena), se tachó de la lista, se borró con el tiempo de un reloj de arena muy perezoso. Tanto esfuerzo, que seguramente le consumiría el alma con el pasar del tiempo. Y las penurias siempre son mejores de evitar, algo como eso no estaba bien para que continuara picándole la nariz y rasgando las cicatrices —la que en su ojo sigue ardiendo con fuerza, «conoce tu lugar»—. No podría ser más molesto el cargar con una traición y la muerte de un familiar a mano propia.
Así que no es posible para él, el anterior segundo príncipe de Afterglow Savanna, que asesinara a su hermano mayor Farena para quedarse con el trono.
No después de los años tras haberse resignado. Era una enorme estupidez. Y aún cuando el elaborado designio pudiese haber sido llevado a cabo solamente por alguien capaz de alcanzar su intelecto, sinceramente—
Sinceramente el «después» también hubiera estado marcado como importante. Si fuese él, sí hubiera sido Leona, ese hecho no ocurriría. Se las hubiera arreglado para no tener que verlo, para no observar algo tan molesto, tan desagradable, tan— tan—
Tan desgarrador. Tanto que hace que algo dentro suyo hierva como nunca, que lo obliga a sacar las garras, pero que no le deje clavarlas en algún otro lugar que no fueran sus propias palmas, que empiezan a sangrar con fuerza tanto como sus labios, donde se encajan con fiereza sus colmillos. Está a punto de explotar, pero no puede hacerlo, no ahora. No puede dejar salir siquiera un pequeñísimo rastro de toda el vendaval de emociones que empiezan a nublar su vista de manera involuntaria.
Sus orejas bajan, se pegan a su oscuro cabello. Ya no quiere escuchar. Ya no quiere ver. No le gusta. Quiere dar vuelta y salir de allí, atrapar el cuello del culpable, romperlo, matarlo con sus propias manos. Desgarrar su vida. Hacer algo para quitarse de encima todo ese furioso torbellino que busca ahogarlo.
Pero no puede irse, no así. Porque ahí está Cheka, porque está gritando con fuerza mientras llora y se aferra a un cuerpo sin vida en medio de la nada. Porque es un niño hecho trizas que estaría indefenso apenas él le sacara la vista de encima, y si lo hiciera, no sería diferente de entregarlo al mismo destino que el de su padre ya muerto. El mismo tipo despreocupado que por tantos años había reinado lo suficientemente bien, pero cuidado tan mal, seguía tirado sobre la arena, con los ojos cerrados para siempre. Es el mismo que ahora tiene las garritas de su hijo sobre su cuerpo y que no podrá escuchar sus lamentos, sus pedidos para que vuelva, para que se despierte de un sueño eterno.
Leona traga la sangre de las heridas que se ha hecho en la boca. Respira profundo, y da un paso al frente. El polvo se levanta con cada pisada. El desértico acantilado hace eco con los llantos y los pasos firmes, hasta que uno de ellos se detiene.
Leona se arrodilla sobre la arena. Las orejitas del niño se levantan, y con los ojos y la cara mojadas, llenas de lágrimas hechas de puro dolor infantil, tan puro que podría hacer arder la piel, observan al hombre que ha llegado en su ayuda demasiado tarde. Sus labios se tuercen en una mueca desesperada, sus ojitos de chocolate dictan no entender nada de lo que sucede.
—Tío Leona... —lo llama. Su voz está rota, no tiene fuerza, ha llorado y gritado por demasiado tiempo, lo que un niño como él no debería hacer—. Tío Leona, papá no despierta. ¿Por qué... por qué no despierta? ¿Por qué?
Leona quiere contestarle. Puede decirle la verdad, de la manera más cruda posible. Nunca ha sido malo haciendo ese tipo de cosas, siempre han sido parte de su vida.
Pero vuelve a cerrar la boca inmediatamente. Cheka sigue derramando lágrimas mientras lo mira, suplicante, en espera de una respuesta que seguramente no llegará, y que de hacerlo, igualmente no llegaría a comprender, no en ese estado de shock y horror en el que todavía se mantiene. Todo el suplicio que hace temblar su pequeño cuerpo no consigue más que rasgar otro poco dentro de la caja de emociones que Leona esconde recelosamente en lo más profundo de su interior.
Y piensa que es la culpa de haber sido tan incompetente (en tantas cosas, en toda su vida) lo que lo obliga a estirar los brazos y envolver al cachorro en una especie de abrazo, apartándolo del cadáver de su padre. Entonces el niño vuelve a llorar, mientras se aferra con fuerza a su ropa y la empapa, mientras él mismo sin querer ensucia con la sangre de sus palmas el cabello de amanecer del pobrecillo niño abandonado.
El infante grita un montón de disculpas, tan de repente, admitiendo que es culpa suya que su padre esté así. Que todo ha sido causado por él, que junto con explicaciones que Leona no entiende, se echa encima el peso de la muerte del rey.
El hombre guarda silencio, hasta que deja de escuchar los llantos, y todo vuelve a ser silencioso. Entonces, para cuando el sol empieza a ocultarse, siente que la voz y la caja vuelven a estar en su lugar.
—Cheka... tú no hiciste esto.
Leona no llora. Cheka ya lo hizo por los dos.
II.
—No podemos hacer que un niño suba al trono.
—Pero es el único hijo de nuestro difunto rey.
—La reina no puede asumir el cargo ella sola. Incluso ha dicho querer retirarse.
—Ella ha empezado a enfermar desde la muerte de su esposo. Es comprensible, no podrá hacerlo.
—Entonces solo nos queda una opción. El siguiente al trono será–
Antes de dictar la última sentencia, las puertas de la cámara del Concejo Real del Reino se abren con la suficiente fuerza y rudeza como para poner en alerta a todos, incluso a los más serenos entre los ancianos presentes. Todos abren las bocas, conmocionados, en cuanto reconocen la imponente figura del antes «eterno príncipe» entrar con descaro al lugar, sin mirar a la cara de nadie, dirigiéndose sin pedir permiso al asiento vacío en la punta de la mesa, teniendo puesta todavía la ropa de luto por la muerte del último monarca de su país.
Y un segundo después de asumir su postura, observa con desdén a toda la horda de viejos que reconoce perfectamente. Quiere gruñir un par de improperios, porque en sus memorias no viene nada agradable de ninguno de ellos, quienes en su momento hubieron de verle con asco y de manera inferior debido a su rango como segundo hijo.
Pero a otro momento las venganzas.
Suelta un largo bufido. Tener tantos ojos encima nunca sido un problema. El problema era que todos esos ojos pertenecían a personas que en algún tiempo, y quizás hasta en ese mismo instante, pensaron que estaban por encima de él. Y nada podría molestarle más que eso.
El silencio prevalece en el lugar. Nadie se atreve a romperlo.
—El siguiente al trono será Cheka Kingscholar.
Entonces el agradable mutismo se rompe por completo ante las discusiones y desacuerdos de todos los vejestorios que le rodean.
Pero eso no hace que cambie su expresión de autosuficiencia. Nada más satisfactorio que ver perder los cabales a un montón de ancianos interesados.
—¿Y cómo diablos espera que un niño asuma el trono?
—Usted siempre ha querido ser rey, Leona. No hay nadie en el reino que no lo sepa.
—Necesitamos alguien que nos dirija. Usted es–
—Adularme no hará que cambie de opinión —dicta con cansancio. Piensa en lo bueno que sería irse a dormir en ese momento, en vez de estar discutiendo tonterías con un montón de imbéciles a los que no puede matar, al menos por el momento. Necesita un descanso luego de haber estado todos esos días acompañando al vástago de su difunto hermano en un funeral tan deprimente. Se le revuelve el estómago al recordarlo—. Cheka es quien asumirá el trono. Por supuesto, no ahora. Pero no habrá otro rey más que él.
—¿Y quién se supone que nos va a liderar en el tiempo que no es ahora?
—Yo, claro —con total descaro frente a los ancianos, lleva las manos tras su cabeza y se recuesta en su asiento, subiendo los zapatos a la mesa. Sonríe, cerrando los ojos—. Sin embargo, yo seré el único que se encargará de educar a ese niño para que sea el rey. Nadie más que yo, y quien yo autorice, tendrá permitido acercársele.
—¡Eso no está bajo su jurisdicción! La reina es–
—Mi cuñada me ha otorgado ese derecho —anuncia seriamente, y al abrir los ojos otra vez, sus pupilas brillantes se posan sobre el insolente que fue a levantarle la voz. Una expresión amenazante es más que suficiente para hacer temblar al pobre viejo—. Así que, si no quieren ser desechados de esta Corte, será mejor que escuchen mis órdenes.
La gran sala regresa a sumirse en el silencio, y todos los consejeros se pegan a sus asientos, bajando la cabeza, incapaces de mirar al príncipe, que pronto ya no lo será.
Leona se acomoda de una manera más adecuada, antes de proseguir, manteniendo una sonrisa satisfecha, enseñando sus colmillos, y los brillantes ojos verdes amenazantes a los que nadie se atreve a ver directamente. La cicatriz adornando uno de ellos es más que suficiente para recordar a todos lo intimidante que es él mismo, sólo con su propio poder.
—Entonces, déjenme explicar mejor esto, banda de viejos codiciosos —se aclara la garganta, ignorando las miradas de ofensa de ellos—. Cheka será el rey de Afterglow Savanna, apenas cumpla su mayoría de edad. Mientras tanto, seré yo quien tome la corona como rey provisorio —se asquea ante el título, pero al mismo tiempo siente las lágrimas ácidas de un niño triste sobre su piel. Una evocación desagradable que lo obliga a continuar con su propia sentencia—. Asimismo, seré el único que se encargue de la educación del niño. Nadie más tiene permitido tocarlo, y quien lo intente, lo mataré sin duda, no me importa de quién se trate. ¿Está eso claro?
—Pero, príncipe Leona–
Un golpe fuerte, puño cerrado contra la madera de la mesa, ahora rota, que no tarda mucho en volverse arena, es suficiente para que todo vuelva a ser absolutamente silencioso. Leona alza la mirada, amenazante como nunca. Ya no está sonriendo.
—He dicho que si está claro.
Todos se mantienen callados, pero asienten en afirmación.
—Bien. Esta fue una realmente agradable reunión —gruñe de malhumor, y levantándose de su asiento, se dirige a la salida, aún bajo la intensa mirada de todos los consejeros, ahora asustados por completo de él. No se siente orgulloso, pero sabe que no lo ha hecho mal—. Ahora, ustedes encárgense de los asuntos más triviales, yo de los más importantes. Que Farena ya no sea el rey no significa que el mundo vaya a detenerse.
Vuelve a abrir las puertas, pero antes de salir, regresa la vista a los ancianos.
—De ahora en adelante, veré qué tan útil es esta cámara de concejo. Así que es mejor que me demuestren que valen la pena, si no quieren acabar con el cuello desgarrado.
Y tras esa última advertencia, cierra la puerta con fuerza, haciendo un eco por el gran salón. Los murmullos de pánico no se hacen esperar entre los hombres y mujeres allí presentes.
Mientras que, afuera, Leona observa cansado la pequeña figura de melena roja y ropa blanca que ha hecho su aparición de improviso. Siente un golpeteo en la sien, que lo obliga a cerrar los ojos y respirar profundo, en un intento vano de mantener la calma.
—¿Qué haces aquí, bola de pelos?
En serio espera que Cheka no hubiera escuchado nada de lo que acababa de decir allá adentro, nada de las amenazas de muerte que es capaz de dar con total naturalidad, y hasta algo de emoción. El niño no necesita ver lados suyos así, no en ese momento.
Pero sus deseos nunca son cumplidos.
—Desperté... y no te encontré —no lo mira a la cara, sus ojitos cafés están puestos sobre sus manos, las cuales sujetan con fuerza la tela blanca de su camisa. Pero aunque no sea ropa de funeral, el ambiente sigue tan triste como en uno—. Las mucamas me dijeron que estarías aquí, así que vine porque... yo...
—No me interesa escuchar excusas —suspira dramáticamente, callando al niño. Al verlo detenidamente, nota que está temblando otra vez. Una mueca de desagrado se forma en su rostro, y por inercia, se acerca a él a poner una mano sobre su suave pero despeinado cabello rojo—. Deberías dormir más, mocoso.
—Tengo... Tengo pesadillas, tío.
Leona se abstiene de comentar lo normal acerca de eso, teniendo en cuenta el trauma por el que había pasado el chiquillo al ver por sí mismo la muerte de su progenitor, y culparse de ello. No necesita echarle sal a una herida que ya de por sí dejaría una cicatriz enorme más tarde, que nadie podría dejar de ver y señalar.
Casi como la suya.
Un bufido amargo se le escapa. Piensa en la molesta situación en la que se ha metido, pero hace a un lado las ideas innecesarias. Complicarse es lo menos que quiere hacer, y ahondar más en sí mismo y lo que hubiera hecho en otro momento, sinceramente, es algo que ya está empezando a dejar pasar. Por eso es que no pierde más tiempo, y decide acercarse a Cheka antes de que éste empiece a llorar otra vez, y lo toma en brazos.
El niño se abraza a él, aferrando sus pequeñas garritas a su ropa, y ocultando su rostro entre su cabello oscuro. Siente la respiración errática del niño en su cuello, indicio de que ya había roto a sollozar en silencio otra vez. No dice nada, no se lo recrimina, al menos en esta ocasión. Sabe que después no puede permitir que sea visto así, si es que quería conseguir un futuro tranquilo y seguro.
—Volvamos a tu habitación —pone una mano sobre la pequeña espalda, como un apoyo para tranquilizarlo, aunque sea tan poco—. Ya no salgas así nada más solo para buscarme. Es problemático.
Cheka no dice nada, y en el camino de vuelta, se queda dormido en los brazos de su tío.
III.
—Hacer algo así no es lo tuyo, Leona.
Las orejas cafés se mueven un par de veces, antes de que el león termine dejando escapar un suspiro. De reojo, se asegura de que Cheka siga acostado en el sofá del cuarto, durmiendo luego de una larga jornada de estudios que el mismo Leona lo instó a seguir, como una prueba de lo que sería su vida de allí en adelante. Siente un piquete de culpa molestar en su conciencia, por el hecho y el pensamiento tan banal de que estaba quitándole parte de su infancia al pobre chico, pero es algo que fácilmente puede ignorar si se recuerda que hay cosas más importantes que acabar con valiosas horas de juego y diversión; mantenerse con vida es la prioridad, subir al trono es lo siguiente.
Ser feliz está a lo último. Y vagar ya no puede estar en la lista.
Quiere gruñir de rabia, producto del mal humor acarreado por no estar durmiendo como acostumbraba, pero si hace algún sonido sospechoso, podría despertar al niño. Así que se lo guarda y mira hacia otro lado, a la ventana, donde le espera presuntuoso su viejo y más fiel subordinado, quien sonríe de esa manera tan retorcida y burlona de siempre.
—¿Qué se supone que es lo mío, entonces? —pregunta, con la voz calma, y el cansancio dejándose ver en sus gestos.
—Tal vez echarte a dormir en un jardín —Ruggie se encoje de hombros, y ríe divertido. Recibe una mirada de reproche, advirtiendo no sobre las bromas, sino sobre el tono de sus risas—. Esta bien, nunca fuiste así de predecible —suelta con sinceridad—. Pero hace tiempo que no solicitabas mi ayuda, al menos dentro del palacio. ¿Cuál es la razón?
—Ya todo el mundo sabe que Farena está muerto —recita, sin pena ni lástima, como si fuera el reporte del clima. A la hiena tampoco parece importarle ese hecho, y no es por menos. Leona hace una mueca—. Entonces habrán algunas ratas sueltas por aquí. Necesito que las extermines.
—Oh, vaya. ¿Así nada más? —Pregunta, fingiendo sorpresa, y después ríe otra vez ante la cara sin expresión de su jefe—. Es una sorpresa. ¿Volverás a dejarme todas las labores a mí, en vez de hacerlo tú mismo?
—No tengo tiempo para perseguir animales viejos. Tengo que encargarme de un cachorro deprimido —gruñe, llevando una mano a su sien, queriendo parar otro dolor de cabeza, pero éste no disminuye, incluso parece aumentar al recordar el problema en el que se ha metido—. También... tengo que hacer que se convierta en un futuro rey perfecto. No como mi hermano.
—Eso es muy sentimental... —murmura Ruggie, llevando ambas manos a su nuca y desviando la vista, fingiendo que no tiene la mirada amenazante de Leona encima—. Pero está bien, supongo. No me incumbe. Sólo quiero saber cuánto ganaré y si ya tienes los planes que debo seguir.
—¿Por quién me tomas? —Una sonrisa maliciosa acompaña a sus ojos brillantes, y con toda naturalidad saca un folio de detrás de su escritorio. Bucchi se acerca a leerlo, sonriendo con sorna mientras memoriza los nombres allí escritos—. Y en cuanto al dinero... ¿Cuánto necesitas para salir de los barrios bajos junto a toda tu familia?
La hiena cierra la carpeta, y sus ojos brillan, pero su rostro muestra duda.
—Estás siendo muy generoso —sopesa, y enarca una ceja—. ¿Cuál es el truco, Leona?
—El truco está en que tienes que hacerlo de manera perfecta, o todos moriremos como lo hizo Farena.
—Entonces estás poniendo demasiada confianza en mí —vuelve a reír—. No hay problema. No es la primera vez, de todas formas. Pero no cometeré los mismos errores. Así que... ¿Qué tal un adelanto?
—No le veo el problema.
—Vaya, de pronto pareces tan bueno. ¿Qué pasó? ¿La paternidad te ablandó?
Leona borra su sonrisa de golpe, y Ruggie se da cuenta de que ha pisado una mina. El moreno se pone de pie con lentitud, manteniendo una mirada helada hacia su subordinado, quien hace todo lo posible por no reír ante los nervios que lo embargan. Pasan un par de segundos, el silencio siendo roto por las respiraciones.
Después, Leona da media vuelta, dándole la espalda a su contrario, dirigiéndose a donde se encuentra descansando el heredero del país. Ruggie teme, de alguna forma, por lo que fuera a ocurrir de allí en adelante, y si su descuidado acto hubiera roto algo dentro del león.
Sabe que tiene que arreglarlo.
—Sólo fue una–
—No hagas bromas de mal gusto —gruñe, mirándole por sobre el hombro. El rubio baja las orejas, asustado—. Si Cheka fuera mío, no estaría arrepintiéndome con cada segundo que pasa.
Eso toma por sorpresa a la hiena, quien no puede evitar quedar confundida. Piensa un par de segundos a lo que se refiere con esas palabras, pero no encuentra algún punto de lógica, siquiera entre líneas. Busca una razón, cualquiera que sea, o una señal, que dicte una explicación perfecta. Pero no entiende las palabras de Leona. Sólo sabe que es una contradicción andante, y que nunca se ha visto más estúpido en su vida.
Deja escapar un largo suspiro, y mira cansado al león tomar asiento a un lado del pequeñín todavía dormido. Lo ve poner una mano sobre su cabeza, cubriendo sus orejas, consiguiendo hacerlo cambiar de expresión, porque es que entre sus sueños Cheka llora y recuerda un montón de cosas que no debería recordar. Y el ambiente se vuelve tan pesado como la gravedad misma, en su máxima expresión. Y duele al punto de querer hacer gritar.
Ruggie siempre fue bueno fingiendo no ver el dolor. Nada ha cambiado.
—Está bien —acepta el rubio, rendido—. Conforme vaya deshaciéndome de las plagas, me darás mi recompensa. ¿Qué te parece, Leona?
Leona asiente vagamente. Ruggie vuelve a sonreír con sorna, dirigiéndose hacia la ventana, por donde entró, agarrando de paso su escoba y dando un salto para quedar fuera. Pero no se va todavía, sino que antes de desaparecer, le dedica otra mirada a su eterno jefe, una casi comprensiva.
—Supondré que también tienes un plan para el final de todo esto, Leona.
Varios minutos después de que Ruggie desaparezca, Leona lleva una mano a su rostro, cubriéndolo, percibiendo un dolor de cabeza más fuerte que lo obliga a bajar las orejas y gruñir. No entiende qué podría ser, o si quizás se tratara de las consecuencias de hacer tanto esfuerzo de golpe, pero también quiere atribuírselo a las molestas palabras de esa hiena, que resuenan una y otra vez, junto con las suyas propias, atormentando ese diminuto momento de paz. No quiere escuchar nada más, no quiere que se lo echen en cara, no le es necesario escucharlo en voz alta. Nada más quería estar allí, ignorando las realidades que se esfuerza en mantener a flote, siempre deseando echarlo todo solamente para quedarse solo y dormir por un largo rato. Aunque eso signifique llevarse a sí mismo en el pozo de soledad del que tanto le cuesta salir después.
No le gusta estar así. Es absolutamente horrible. Siquiera debía encontrarse allí, en medio de un estudio de trabajo, trabajando. Haciendo las labores que no le corresponden, y sumando por sí mismo otra más, mucha más difícil que cualquier otra que hubiese imaginado aceptar antes.
Piensa en que todo estaría mejor si solamente agarrara su varita y desapareciera de allí.
Pero un movimiento bajo su mano lo devuelve a ese plano. Baja la vista, encontrándose con Cheka, removiéndose por culpa de sus pesadillas. Inspira profundamente, dejando escapar el aire por la boca, y se inclina para agarrar entre sus brazos al pequeño príncipe, quien no se despierta en ningún momento pese a los movimientos que hace Leona para acomodarlo entre sus brazos, antes de tomar asiento en el mismo sofá y recostarse, decidiendo darse una pequeña siesta.
Más tarde continuaría con todo el infierno.
Sólo necesita un descanso. Aunque sea por media hora, debe reponer fuerzas. Y esperar a que el niño no haya escuchado en sus sueños todo aquello que piensa hacer por alguien que, más tarde, no tendría otra opción más que lograr que desaparezca.
(No hay nada que se pueda hacer.)
IV.
Siente un fuerte dolor oprimiendo su pecho. Lleva una mano a ese lugar, apretando la tela de su ropa, sintiendo su corazón latir con demasiada fuerza. Es eso lo que duele, seguramente, al igual que sus pulmones al tener una respiración demasiado desenfrenada, demasiado errática. Pero no tiene tiempo de calmarse, ni de detener sus pies, los cuales van apresurados por los grandes corredores del palacio en el que ha nacido y en el que espera no morir. Le duelen las piernas y los brazos, pero no tiene intenciones de parar para aminorar el suplicio. No puede hacerlo. Hay un cazador que busca su cuello más allá, que está esperando a que su pobrecilla presa pierda las energías para poder atraparlo y devorarlo.
Siente las lágrimas de desesperación inundar sus ojos, se derraman por sus mejillas. Intenta gritar, pedir ayuda a quien estuviera cerca, pero la voz no le sale. Sus dos manos están ahora sobre su pecho, sus piernas duelen mucho más, lo obligan a bajar la velocidad, y por consecuencia, la desesperación aumenta. El equilibrio poco a poco también se le escapa, y trastabilla en un punto, pero hace todo lo posible por no caer hacia su propia muerte.
Aun así, sabe que ya no puede más. Ya no podrá ir más allá de ese pasillo. Posiblemente acabe entre las manos heladas de un asesino cualquiera, justo ahí, justo esa noche. Justo cuando tanto había trabajado sólo para llegar hasta allí, con la bolsa que va en su costado donde trae algo precioso que le hubiera encantado darle a esa persona en un día especial.
Ya no puede más.
Un sollozo se le escapa. Sus pies se enredan y tropieza, cayendo de rodillas al suelo. Respira con dificultad, ha estado corriendo por cerca de una hora, saltado por tantos lugares, intentado esconderse, pero nada fue útil. Siempre tuvo encima los ojos felinos de esa bestia, que quema en su piel como hierro ardiente. Un hilo está rodeando su cuello, uno que bien puede cortarle las arterias con un roce, partir en pedazos su carne tan débil. Y él no puede sino temer, llorar en el suelo mientras escucha los pasos de la muerte acercarse a su espalda y detenerse, para agarrarlo y apresarlo como lo haría un depredador a su comida.
Cheka quiere gritar en cuanto las manos ajenas le agarran las muñecas y lo alzan. Intenta liberarse, pero todo esfuerzo es inútil. No tiene energías para nada, y en los orbes malditos de ese monstruo abunda la satisfacción, porque todo eso fue parte de su plan, verlo así era el deleite.
Una mano enguantada de negro agarra su cuello. Su respiración, antes jadeante, ahora baja de golpe. Casi no llega aire a sus pulmones. Su visión se vuelve borrosa. Patalea en vano, intenta arañar a su captor, pero no consigue hacer mucho. Puede sentir su sonrisa, puede percibir su propio miedo subir por su garganta, removiendo su estómago, golpeando su cabeza.
Sin embargo, en cuanto pierde las fuerzas para poder seguir luchando, sólo una imagen se le cruza por la cabeza; la espalda de la única persona que le queda.
—Tío... Leo... na...
Pero sabe que, aunque le llame, él no va aparecer. Nunca lo hace. Por eso siempre ha tenido que ir a buscarlo por sí mismo.
Su querido tío jamás se tomaría la molestia de buscarlo por voluntad propia, ese hecho era—
—¿Cómo te atreves a tocarlo?
Siente un temblor en las manos que sujetan su cuello, pero la inconsciencia lo alcanza antes de poder notar que es liberado. Su pequeño y débil cuerpo cae, pero es atrapado antes de chocar contra el suelo.
Con esfuerzo, trata de mantenerse despierto, y tose repetidas veces. Sus dedos se aferran con rapidez a la ropa de quien le estuviese cuidando de no acabar en el piso, y hace lo posible para no cerrar los ojos ahí mismo. El cansancio hace mella en cada uno de sus músculos, y le duelen los pulmones y la garganta, pero no piensa ser derrotado todavía.
De reojo, puede ver con horror cómo el encapuchado que fue enviado a matarlo se convierte en arena, lentamente. Ve su boca abrirse repetidas veces, se retuerce y retrocede, posiblemente esté gritando de dolor, pero Cheka no puede escucharlo. No sabe por qué no puede oírlo, pero no se lo pregunta, y prefiere apartar la mirada y esconder su cabeza entre las telas de la vestimenta de esa persona. El aroma familiar lo ayuda a calmar su corazón desbocado, y se siente tan seguro que es capaz de cerrar los párpados por un momento.
Mientras tanto, los ojos verde brillante de Leona se mantienen imperturbables, fijos sobre el intruso al que está haciendo pedazos de la manera más dolorosa y cruel que haya hecho antes. Pero también está concentrado en la magia que rodea al jovencito en sus brazos, cuidando que los sonidos desgarradores no lleguen a él. No necesita tener que lidiar con otro trauma suyo, ya era suficiente con lo de hace pocos años, algo que aún no podía olvidar.
Cuando la tortura acaba, sólo hay una túnica oscura y arena en el suelo. Ningún cuerpo, nada de sangre. Y sólo se necesita una ventisca simulada para hacer desaparecer todas las pruebas. Entonces el corredor vuelve a estar tan tranquilo como antes.
Hasta que Leona escucha un silbido, y sus orejas viajan hacia esa dirección. Al dar vuelta, se encuentra con la sonrisa divertida de su subordinado, y le lanza una mirada furiosa.
—Ruggie, ¿dónde demonios te habías metido? —gruñe, enseñando los colmillos. La hiena suelta un bufido, con desdén.
—Lo siento, ¿está bien? Sólo me distraje un segundo —se excusa Bucchi, encogiéndose de hombros. Pero pese a su actitud despreocupada, siente un terrible miedo, puesto que haber presenciado la sentencia de ese asesino no hizo más que traerle recuerdos desagradables. Aun así, Leona no necesitaba darse cuenta de ello—. Cuando me di la vuelta, el mocoso ya había salido corriendo. Aunque no pensé que te pondría tan histérico que eso ocurriera.
El mayor deja escapar un rugido bajo, como advertencia. Ruggie borra su sonrisa, sabe que está caminando sobre hielo delgado de ahora en adelante.
Pero antes de poder excusarse mejor, y salvarse de una reprimenda que podría quitarle el brazo derecho, el joven príncipe se remueve entre los brazos de su tío, y de un salto baja antes de apartarse por completo. Leona, confundido y perplejo por el reciente rechazo, mira hacia Cheka en espera de una explicación, y aunque quiera preguntarle también si es que se encuentra bien, se abstiene de abrir la boca y espera. Sólo que la paciencia no es su fuerte y pronto siente que puede agarrar al niño y llevárselo a rastras a la habitación para mantenerlo vigilado.
Sin embargo, Cheka abre la boca antes de que su tío pueda darle alguna orden.
—Lo siento.
Su voz, un poco rasposa a causa de haber sido estrangulado no hace mucho, suena triste y arrepentida. Sus orejitas se pegan a su cabello rojo, y abraza con fuerza la correa que trae colgada desde su hombro hasta su cintura. Los ojos de Leona examinan ese equipo, preguntándose de dónde lo habrá sacado. Pero detiene sus dudas al dar primero con la disculpa del niño, un acto que no entiende todavía.
—¿Por qué? —su tono es autoritario y muy seco, de una manera tan común en él que a Cheka ya no le causa miedo alguno. Pero Ruggie tiene ganas de decirle que sea, al menos, un poquito más empático con el pobre chiquillo que recién acababa de sufrir de un intento de asesinato.
—Escapé, no es culpa de Ruggie. —Asegura el jovencito, bajando la vista, sintiéndose cada vez más culpable.
Leona cruza los brazos, dirigiendo una mirada de reproche más intensa que la anterior.
—Me desobedeciste y casi te matan, mocoso —bufa el adulto, y su rubio compañero casi no puede creer que en serio se lo estaba echando en cara a Cheka, que de por sí ya parecía estar lo suficientemente herido como para tener que recibir más golpes—. ¿Tienes idea de lo grave que es eso?
—Sí, lo lamento —su voz se rompe, indicio de que está a punto de llorar, pero no lo hace. Se traga sus lágrimas, y alza la cabeza, decidido y firme. Leona enarca una ceja, en espera de lo que fuera a decirle a continuación—. Pero esta vez... fue porque quería darte algo.
Las orejas de Leona van hacia el frente de inmediato, y su rostro se torna confundido. Mira por un segundo a Ruggie, y luego le hace una señal para que se vaya, la cual el rubio obedece rápidamente. Una vez solos, el hombre observa a su alrededor, cerciorándose de que no haya nadie más husmeando. Aunque gracias a Bucchi puede estar seguro de que todos estarían alejados. Todos disfrutando de la fiesta que se lleva a cabo en el salón principal, donde casi toda la gente de allí estaría siendo ignorante de las atrocidades que casi ocurrían entre los muros de ese palacio, o los intercambios solemnes y agradables que también podrían mantenerse como otros secretos a voces. Ajenos a ellos dos en medio de un corredor cualquiera en el inmenso castillo real.
Cheka no dice nada más, no necesita dar explicaciones, solamente agarra la mochila en su hombro y, de entre sus posesiones más preciadas, saca lo que ha de darle a la persona más preciada. Entre sus pequeñas manos descansa el collar de cuentas y distintos colores, con colmillos y el dije con la forma de un león rugiendo en medio de todos los demás adornos. Leona se da cuenta de que los colores en sí son idénticos a los que trae encima la mayoría de los días, y cuando se inclina, el joven príncipe se acerca para colocarle el obsequio en cuello.
—Feliz cumpleaños, tío Leona. —Junto a su sonrisa y la dulzura de su voz infantil, le siguen un montón de lágrimas. No porque esté triste. Está feliz, muy feliz. Pero las emociones impresas y torpemente escondidas se desbordan como olas, y alguien de su edad nunca podría guardarlo todo de manera perfecta.
Leona lo entiende, y le regala una sonrisa pequeña, que casi no se nota. Y deja que llore todo lo que quiera, otra vez, sólo porque es un día especial.
Y tal vez él también acabe dejando abierto aquel baúl maldecido en su interior, permitiendo que algo se escape de allí. Algo cálido que no acepta del todo aún.
—Gracias, Cheka.
(Es un dolor de cabeza tener que cuidar los sueños de un niño abandonado.)
V.
Un gruñido bajo su oye en el aire. Inunda todo el ambiente en tensión. El vago sonido de advertencia se pierde junto con un eco de ultratumba. Se le erizan los vellos de la nuca, poniendo en alta verdad la imagen ardiente de un combate inevitable.
Los ojos verdes de Leona observan con desdén, diría que hasta con aburrimiento, la figura del muchacho de pelo rojo haciéndole frente, como nunca antes. Es casi tan grande como él ahora, y más intimidante que nadie. Si se tratara de un entrenamiento como los que llevaba a cabo a su lado (enseñándole sobre cada detalle que pasaría por alto, explicándole cada paso a seguir, dictando algunos consejos para conseguir atajos en blanco y puntos ciegos, y actuar con un esmero que no reconocería ni en un millón de años), entonces tal vez podría mirarle con cierto orgullo paternal.
Pero no hay cariño tras sus pupilas rasgadas —ninguno de los dos puede volverse a ver de esa forma—, y en su expresión amarga sólo se delata una pizca de incredulidad porque—
«Cómo se atreve este cachorro...».
Niega con la cabeza. Ni siquiera es necesario pensar en los porqués.
Está frustrado.
—Estás tratando de hacer algo inútil, bola de pelos. —Advierte primero, sintiendo cansancio sólo con el pensamiento de empezar una lucha con el chico que tiene enfrente.
El joven pelirrojo alza las orejas, en alerta. Sonríe apenas, ya no es lo de antes, no es la expresión infantil de su niñez. Ya no es un chiquillo que deja salir todas sus emociones.
(Su tío Leona le ha enseñado a guardarlas dentro de una caja de cristal, y enterrarla muy dentro suyo. Donde nadie debería entrar nunca más.)
—Si se trata de ganar, no creo que haya problema —comenta el adolescente, con sorna. Leona no puede decir nada, porque ha usado la filosofía que él mismo suele llevar en la punta de la lengua a la hora de hacer trampa, solamente por un bien mayor—. Además, ya estás un poco viejo para el puesto. ¿No lo cree, tío?
—Mocoso insolente —pese a sus palabras, oculta una sonrisa de orgullo detrás de su cabello, en cuando recuesta la cabeza contra su mano. Su codo descansa sobre la mesa en medio de ambos. Los gruñiditos siguen sonando en cuanto hace otro movimiento en contra de Cheka—. Siempre fuiste una molestia. No creí que empeorarías después de pasar por la pubertad.
El joven parpadea, sin decir nada, pero no baja la guardia. No tiene tiempo de dejarse llevar por los comentarios burlescos de su tío. Lo que está a punto de hacer es mucho más importante que dejarle en claro el respeto que debía de tener para con su próximo rey —un título que, pese a los días, semanas y meses que han sido repitiéndoselo, no hay manera de que se grabe a fuego en su ser, no de esa manera, ni con un sacrificio desagradable de por medio. Es algo que no tiene el valor para admitir, ni siquiera en su más profundo interior—. Así que sus ojos oscuros, los que no han perdido el brillo a pesar de los arduos, funestos y peligrosos años de preparación para la corona, se ondean entre las piezas a mover para poder ganarle al hombre de quien ha sido sombra desde el deceso de su progenitor.
No puede dejar que él gane esta vez. Ya no más.
—Te ves macabro, niño —gruñe Leona, despertándolo de su concentración. Luego bosteza, sin prestarle verdadera atención—. Si fuera otro momento, pensaría que quieres mi cabeza para decretar tu posición como rey.
Cheka no le contesta. Su ceño se frunce, mientras que aprieta los dientes. Sus garras se extienden hacia adelante, hacia él, entonces—
Mueve el alfil sobre el tablero de ajedrez.
—Jaque mate.
Las pupilas de Leona se dilatan, y después vuelven a rasgarse, mientras examina las piezas de ajedrez, una y otra vez. Su rostro poco a poco pasa de ser uno sereno a llenarse de sorpresa.
Y después sólo se inclina hacia atrás, con la boca un poco abierta y las orejas en alto. Confusión.
—Pero, cómo–
Cheka suelta una carcajada de victoria, y se levanta de golpe de su asiento, tirando la silla para atrás, con ambas manos sobre la madera de la mesa. Sus brillantes ojitos cafés parecen brillar más de lo que ya estaban brillando, como si eso fuera posible. Y su felina cola se mueve sinuosa atrás de él, signo de su euforia incontrolable.
—Gané la partida, tío Leona —anuncia, satisfecho. Se está conteniendo, claramente, para no gritar tal hecho a los cuatro vientos—. ¡Finalmente yo te–!
—Cállate, Cheka —gruñe, de mal humor, todavía intentando procesar lo que estaba ocurriendo. Nunca jamás, ni en un millón de años, hubiera esperado vivir una situación como la que estaba pasando—. Sólo... Cómo demonios...
Suspira pesadamente, bajando la cabeza derrotado. Al volver la vista hacia arriba, puede ver claramente a Cheka celebrando en silencio la primera partida en la que ha salido vencedor, tras jugar contra el oponente más fuerte de todos.
Debería estar enojado, pero—
Pero sólo está cansado.
Resignado.
No es algo desconocido.
—¿Qué, piensas hacer una fiesta conmemorativa por este logro? —Gruñe Leona, sacando a su sobrino de la ensoñación en la que se había metido desde que ganó—. Adelante, no lo detengo.
—No, no, no. Si hiciera eso, todos querrían jugar ajedrez con el tío Leona —se queja, bajando las orejas con temor—. Entonces alguien más te ganaría y esto ya no sería especial.
—Como si eso fuera posible —bufa, con desdén—. Sólo me ganaste porque fui yo quien te enseñó a jugar. No te hagas tantas ilusiones.
—¿Eso quiere decir que te he superado, y que no me dejaste ganar?
—No. Significa que eres un chiquillo malcriado que aún no está listo para nada.
La expresión de Cheka se vuelve triste, y levantando su silla, regresa a sentarse mientras pega la cara contra la mesa. Está triste.
Leona odia verlo así. Lastimosamente, Cheka ya sabe de esa debilidad, por lo que no piensa desaprovecharla.
Pero no esta vez. Ya no hay tiempo para tales banalidades.
—Ruggie preparó algo para ti, por tu cumpleaños número dieciocho.
Al instante, el muchacho vuelve a alzar la cabeza, emocionado.
—¿El tío Ruggie?
—No lo llames tío —gruñe de mala gana, conteniendo la molestia de escuchar ese título para con la hiena—. Te ha hecho algo que él llama «té de diente de león».
—¡Suena genial!
—No lo recomiendo. Ya lo he probado antes —encoge las orejas al evocar el recuerdo de esa bebida. Todo hubiera estado bien si antaño no hubiese descubierto de dónde había sacado los ingredientes—. Pero tú tienes gustos raros, así que supongo que estará bien.
Llamando a unos sirvientes, la dichosa bebida es servida para ambos. Y luego de un par de sorbos, risas y elogios, Cheka se encuentra tan sumido en la alegría momentánea que no nota su propia somnolencia. No hasta que ya se encuentra cerrando los ojos y acostando su rostro contra sus brazos, sobre la misma mesa de ajedrez donde había vencido por primera vez a su tío.
Leona bebe con parsimonia los últimos restos del té que a escondidas ha pedido por separado, y al terminar, tira la taza al suelo y la rompe. Se levanta de su asiento y agarra los demás objetos de porcelana, tirándolos hacia todos lugares, haciéndolos trocitos. Después continúan las piezas del juego, el tablero, y otros adornos. Estaría bien y sería más fácil, se recuerda de pronto, si es que hiciera todo aquello con magia. Le ahorraría tiempo y no tendría que lastimar sus manos hasta hacerlas sangrar, pero realmente ya no le importa. Está tan furioso, tan frustrado y lleno de dolor que no quiere ir por la calma. Podría tener otro overblot en cualquier instante, pero no se puede dar tal lujo.
Así que, en cuanto ya no hay nada más para romper y termina escuchando a los sirvientes de afuera ir apresurados de aquí para allá, es que se dirige hacia el indefenso Cheka. Sus garras se agarran a la ropa del joven chico, y lo arrastran sin cuidado o esfuerzo. A pesar de los años, no ha permitido que su fuerza disminuyera (no podría dejar en tal peligro al chico). Él no se despierta, ni siquiera en cuanto es tirado con rudeza en medio del desastre, llegando rasgar algo de su ropa y herirse.
Pero no es nada grave. Y aun así, hay un piquete de culpa tan jodidamente desagradable, rasguñando su garganta y asfixiándole.
Leona lo observa, al pequeño ya no tan pequeño. Su expresión molesta se deforma en horror, en miedo, en cuanto a la imagen del niño dormido se superpone la de su hermano muerto hace años. La sola idea de que ocurra lo mismo, de que le pase algo así a Cheka, le revuelve el estómago y rasga más allá, en ese baúl que ya no tiene cerradura y por donde se escapan los rastros de las familiares emociones que ya no quería ver, que ocultaba tras su somnolencia y desinterés. No quiere eso, no quiere sentir más de eso. No quiere que una debilidad como esa lo obligue a cometer una tontería.
El plan ya estaba llevándose a cabo. Ya no había vuelta atrás.
Pero aun así.
—Lo siento, Cheka... —murmura, arrodillado a un lado del joven príncipe que, después de unas horas, ya podría ser el rey que tanto su padre como el mismo reino anhelaba que fuera. No está molesto con él, con el rostro del chiquillo que ya había dejado de tener pesadillas, y que sonreía entre sueños a alguien que tarde o temprano iba a abandonarle, como todos los demás—. No es tu culpa. Es mía.
Pone una mano sobre su rostro, manchándolo de sangre. Esa será prueba suficiente.
—¿Ya terminaste con tus despedidas?
La voz de Ruggie, llena de burla, esta vez no le causa nada, ni siquiera un deje de molestia. Está más ocupado intentando borrar de sí mismo la imagen ficticia de su sobrino despertando, por primera vez, en completa soledad en medio de un castillo lleno de peligros. Esta vez ya no podrá cuidarlo ni enseñarle a ser un líder.
Hasta ahí acaba la ambivalencia.
—Ya no voy a querer protegerte mientras me castigo por no matarte... —se ríe amargamente, poniéndose de pie, y soltando un largo suspiro. Camina hacia la ventana, donde Ruggie le espera con una túnica, ambos listos para salir de allí cuanto antes—. ¿Has hecho lo que te pedí?
—Jack ya viene para acá —anuncia la hiena, despreocupado, incluso ante la imagen macabra que da la expresión de su jefe—. Después de ese pedido de ser escolta principal del próximo rey, no tiene manera de negarse.
—Bien. Larguémonos cuanto antes.
Y justo en cuanto ambos saltan por la ventana del quinto piso, las puertas del salón privado del príncipe y el rey se abren de golpe, dejando entrar a los guardias y demás cortesanos.
Al día siguiente, el reino entero va tras la cabeza del destituido Leona. A pesar de las quejas del nuevo rey de que quiere hacer pasar la ofensa de un intento de asesinato, porque ese hombre le había criado.
«Pero nada se puede hacer contra esos viejos corruptos» se queja Leona, leyendo las noticias sobre su incansable búsqueda, mientras mira por la ventana los paisajes borrosos.
Ya no necesita nada de eso. Sólo quiere dormir.
¿fin?
