Regalo para Janet D. Cab porque se lo merece todo. Ojalá haber podido tenerlo a tiempo (felicidades y May the 4th be with you), pero en algún punto este fic se fue de control y he acabado con aproximadamente el doble de la extensión prevista.
¡Espero que te guste!
Y por último, gracias de corazón a Cuma por ayudarme a mantener a Tsukishima in character. ¡Eres mi experta de referencia para este personaje!
AVISOS:
-Este fic es la segunda parte de Contexto.
-Contiene pequeños spoilers del manga. Proceded con precaución.
El primer mensaje no se hace de rogar. Son las ocho de la mañana, obscenamente temprano para un día no lectivo, pero incluso con su cerebro al ralentí Kei es capaz de imaginar la sonrisa petulante en el rostro pecoso de su torturador. A regañadientes se incorpora, se pone las gafas y alcanza el teléfono. Nada más abrir Line, el ignominioso mensaje se le echa encima.
"¿Qué tal ayer con Kageyama?"
Kei bufa. Su presunto amigo tiene la sutileza de un erizo en una tienda de globos.
Su vida no es como un libro; no puede pasar las hojas hacia atrás y regresar al punto en el que estaba, reescribir sus decisiones. Tampoco sabe si quiere. Se ha asomado a ese abismo, azul, profundo e intenso, y la idea de perderse allí dentro no suena mal. De hecho, suena demasiado bien.
Se me está yendo la olla por un par de besos, se dice con menos horror del que debería.
Lo que más lo atemoriza es que tal vez no sea así. Que es posible que esos sentimientos empezasen a echar raíces hace mucho tiempo y sólo necesitasen un resquicio para florecer, como la hiedra que se abre paso entre los muros, agrietándolos y volviéndolos a unir.
Lanza miradas de reojo al teléfono mientras se viste casi a ciegas, metiendo la mano en el armario y sacando lo primero que pilla —porque se niega a reproducir la típica escena de telefilm barato en que el protagonista se prueba veinte conjuntos a ritmo de pop; una cosa sería colarse por el deportista más cotizado de su instituto, al que ayudaba a hacer los deberes, y otra muy distinta, perder todo rastro de orgullo—. ¿Qué puede contestar que no vaya a ser utilizado en su contra?
Pues mira, ayer nos liamos en la parada de metro y hoy hemos quedado para ir de compras navideñas a buscar regalos para su familia.
Dios, no hay forma digna de contar algo así. Va a estar oyendo chistecitos sobre "conocer a sus suegros" hasta el fin de los tiempos.
—Ni siquiera es para tanto —masculla.
Es tarde para negarse a sí mismo que la experiencia de besar a Kageyama había sido agradable. Pero que sea una compañía decente y le dé una excusa para romper con la rutina no significa que necesite colgarse de su brazo. Es un adulto hecho y derecho, no una colegiala que vaya a llenar cuadernos enteros de corazoncitos después de media tarde con el señor Atleta de Élite.
Tiene la camisa a medio abotonar cuando su teléfono vibra de nuevo. La primera línea basta para helarle la sangre.
"Sabes que sé cuándo lees tus mensajes.
También sabes que llevo demasiado tiempo mediando
entre vosotros como para no saber lo que os traéis.
Pórtate bien."
—¿Pórtate bien? —repite en un murmullo, entre el asombro y la indignación. Ni que él fuese Jack el Destripador.
Se prepara una taza de café más por costumbre que por necesidad. Su mente maquina a toda velocidad, dibujando un esquema multifactorial con los mejores sitios a los que llevar a Kageyama. Tiene dudas sobre si enseñarle su pastelería favorita, porque por tonto que suene es un lugar importante para él, al que va cuando necesita ahogar el estrés y la frustración bajo capas de bizcocho y fresas con nata. Si al armador no le gusta, haría peligrar su... lo que sea que haya entre ellos.
Porque todavía no está claro qué tienen.
Ha acabado de enjuagar la taza y se dispone a limpiar las migas de galletas de la encimera cuando cae en la cuenta. Voy a matar a Tadashi. Tiene clarísimo que Yamaguchi ha calculado al milímetro qué palabras usar para manipularlo en que sea atento.
Chasquea la lengua.
Se plantea seriamente cancelar el plan. Lleva bastante al día sus lecturas obligatorias, pero lleva una temporada queriendo invertir algo de tiempo en trabajos para subir nota, después de haber visto cómo se las gasta su profesor de Tendencias Historiográficas. Kageyama lo entendería y probablemente no leería nada en su decisión.
Pero.
Se detiene un segundo, el pulgar flotando sobre el contacto del armador. Yamaguchi va a sacar ciertas conclusiones y a reprocharle incansablemente su presunta cobardía. La sola idea de tener semejante conversación le da más pereza que todas las preguntas de respuesta múltiple del mundo juntas.
Pues nada, habrá que ir de compras navideñas con Su Majestad.
Que durante una fracción de segundo la textura de su piel y el olor de su aftershave nublen su cerebro no tiene nada que ver con la decisión.
Envía un "Eres lo peor" para Yamaguchi y silencia el chat durante un día —lo haría durante un año, pero a quién quiere engañar a esas alturas de la vida.
Como acto de rebelión, se acomoda el pelo con los dedos, agarra el chaquetón más voluminoso del armario y sale del apartamento sin dedicarse más que una mirada de reojo en el espejo de la entrada.
-.-.-
Se arrepiente en cuanto llega a la estación.
Esto es injusto.
Lo encuentra esperando en el último de los escalones, apoyado contra una columna, el mentón alzado y la mirada al horizonte, como si hubiese nacido para posar —lo cual es gracioso, si lo piensa, porque el resultado de poner a Kageyama ante el objetivo de una cámara tiende a ser cómicamente trágico, a no ser que lo pillen desprevenido—. El modo en que el abrigo gris destaca el ancho de sus hombros y cuello vuelto que deja a la vista dos dedos de tendones y piel suave bastan para hacer que Kei se sienta fuera de lugar.
En condiciones normales confiaría en su sentido del gusto y, además, se recordaría que Kageyama presta tanta atención a la moda como a la microeconomía de la Polinesia Francesa. En ese instante, sin embargo, sólo puede fijarse en lo poco que pega a su lado. Que nadie va a mirarlos y pensar lo bien que quedan juntos. Y es casi tan humillante como el hecho de que le importe.
Al final Kageyama lo ve antes de que él haya acabado de poner orden en sus neuronas y se acerca con aire tranquilo. Los iris azules resbalan por su anatomía con un brillo apreciativo, haciendo que los pensamientos de Kei se encasquillen uno tras otro. A pesar de que siempre ha sido más friolero que la media y de que el invierno de Miyagi tiene los colmillos bien afilados, en ese momento le sobra hasta la piel.
—Hola —saluda el armador.
El rubio responde. O lo intenta. Disimula con una tos el sonido, agudo e indigno, que brota de su garganta. Se plantea ir al templo más próximo y rogar de corazón que se lo trague la tierra, pero entonces Kageyama hace algo maravilloso y aterrador y maravilloso y lo atrae por la nuca para besarlo.
El contacto es breve, dulce. Parecería que llevan años saludándose así de no ser por la torpe vacilación que lo precede, como si no acabasen de creerse que pueden.
—Vaya —el suspiro se le cae de los labios. Cuando se da cuenta, carraspea y se endereza las gafas, rompiendo el contacto visual—. ¿Tanto me has echado de menos?
Kageyama pone los ojos en blanco, pero la media sonrisa no vacila.
—Yo también me alegro de verte. Anda, vamos —gesticula hacia la entrada de la estación.
Kei lo sigue, sin chistes sobre tiranías ni monarquías absolutistas. Puede querer atribuirlo a que es demasiado temprano como para tener siquiera ganas de discutir, sin embargo, es la expresión relajada y abierta del armador la que lo frena. No se parece a la apatía impostada con la que el moreno tiende a escudar sus puntos débiles, está cómodo caminando a su lado, apartándose lo justo para no ser arrollado por algún viandante apurado y volviendo a su órbita con naturalidad.
A Kageyama se le tuerce un poco el gesto al ver que los vagones están hasta los topes, pero no emite la menor queja por verse apresado entre la pared y él. Kei se sujeta al asidero que sobresale a su lado. Aunque es el armador quien está enjaulado entre sus brazos, es él quien se siente vulnerable. Expuesto a que lo abra en canal y diseccione cada uno de sus latidos.
Pero no lo hace.
Kageyama se limita a apoyar una mano lánguida justo bajo la suya y dejarse atrapar, dedicándole toda la atención de su mirada llena de claroscuros. Le despierta calor en el pecho y un cosquilleo en los labios y Kei se pregunta vagamente si siempre ha tenido unos ojos tan bonitos o si la oxitocina ya le está nublando la percepción.
O, apunta una región de su conciencia que suena como una extensión de Yamaguchi, puede que sólo te hayas negado a verlo hasta ahora.
Decide que le da igual cuando, con el siguiente traqueteo, Kageyama le pone la otra mano en la cintura para estabilizarlo.
-.-.-
Ir de compras no es, ni mucho menos, su actividad favorita en el mundo. Tanto su madre como Akiteru, en cambio, son la personificación del espíritu navideño, así que Kei se ha criado con diciembres llenos de guirnaldas, chocolate caliente y paquetes pulcramente envueltos. Después de que conociese a Yamaguchi y su familia lo adoptase como Tsukishima honorífico, la cosa había ido a más, así que a esas alturas Kei tiene fichadas las tiendas de ese centro comercial y podría escoger regalos para todos ellos con los ojos vendados —o sin gafas, que es más o menos lo mismo.
Kageyama, aparentemente, nunca había tenido que desarrollar aquella habilidad.
—¿Y maquillaje? —sugiere tras media hora viéndolo leer etiquetas de perfumes como si sus fórmulas contuviesen la clave de la eterna juventud.
O de cómo hacer el saque perfecto.
El armador le devuelve un ceño fruncido.
—Mi hermana es estilista —explica, dejando una botellita en el estante y cogiendo otra. Olisquea y la devuelve rápidamente con una mueca—. No sé nada de marcas ni de tipos de piel, o para qué es cada una de las mil brochas que hay —arruga la nariz mientras duda entre un frasco color plata y otro negro y rojo—; acabaría cogiendo algo muy básico y sería como regalarte a ti un libro para colorear de dinosaurios.
A Kei se le remueve algo entre las costillas, porque Kageyama acaba de hacer una comparación lógica y considerada y ¿De verdad me va a hacer un regalo?
—¿Cuál te gusta más? —pregunta Kageyama acercándole las muñecas, en las que se ha echado los perfumes. Sin rastro de vergüenza ni nada que se le parezca.
—Hay tiras de papel para probarlos, ¿sabes? —comenta, pero le coge las manos y se inclina para oler.
Las dos fragancias tiran a dulce, aunque sin apabullar. Una le recuerda a cítricos, vainilla y flores, con un poso a manzana de caramelo. La otra le trae notas de frambuesa, jengibre y las gardenias que cultivaban sus vecinos e inundaban su patio con su fragancia cada verano.
—Esta —se decide por la segunda.
Alza la mirada y se encuentra con que el rubor le ha ganado la partida al temple de Kageyama, y ahora hay un tono rosado espolvoreado sobre su nariz y mejillas.
—Vale. Bien. Gracias —barbota, y regresa a los estantes a por una caja negra con las aristas doradas y letras rojas, intentando que le obedezcan las rodillas.
Si esta es su nueva normalidad, Kei podría acostumbrarse.
Su paso por las tiendas de ropa no es muy diferente. Kageyama rehúye el rosa y los colores estridentes y evalúa con detenimiento las opciones que considera aceptables. De vez en cuando se gira hacia él y enarca una ceja, y Kei trata de aportar algo útil, teniendo en cuenta que apenas conoce a su familia. Sabe que están tan centrados en sus carreras como Kageyama en el vóley, pero que apoyan a Tobio a muerte y procuran celebrar debidamente sus logros, y eso le vale para tenerles estima.
Ese día aprende algunas cosas más sobre ellos. Que su madre tiene una alergia no diagnosticada a los bolsos y prefiere llevar todo en los bolsillos. Que su padre ha usado la misma cartera desde hace al menos treinta años y jamás ha usado una bufanda. Que a Miwa le dan pavor las mariposas y no las tolera ni en pintura —lo cual quedó comprobado cuando Kageyama, con seis años, se enfadó con ella por comerse el último yogur y garabateó una en la puerta de la nevera con rotulador indeleble.
Con cada pequeña anécdota, Kei se siente un poco más cercano a él, a la realidad de ese chico pragmático y gesto adusto, pero capaz de sacar todo su ingenio en lo que lo apasiona.
—Mi hermano y yo tuvimos una guerra por unas galletas de almendra —le cuenta mientras se pasean entre hileras de chaquetas y jerséis de punto—. Empezamos a esconderlas el uno del otro por toda la casa: detrás de los libros, en el cajón de los calcetines, en un bote de mayonesa vaciado y pintado de blanco…
—Seguro que ese fuiste tú.
Kei alza las cejas y sonríe, sin intentar negarlo.
—Tuvimos que dejarlo tras la segunda invasión de hormigas.
Kageyama acaba doblado de la risa, genuina y desgarbada, y el rubio se encuentra pensando en lo bien que le sienta y lo poco que se deja ver así.
Después de conseguir que Kageyama se decida por un pantalón con bolsillos de los de verdad para su madre, Kei lo arrastra a la zona de restauración antes de que pueda embarcarse en otra búsqueda interminable a la caza de un suéter.
Recalan en un local con opciones suficientemente saludables para apaciguar su conciencia y justificar la porción de pastel de fresas con la que Kei lleva fantaseando desde esa mañana.
—¿Quieres? —le pregunta cuando acaban la ensalada y los bocadillos de pavo.
Acerca un poco el plato al centro de la mesa. El armador lo ojea con curiosidad antes de romper una esquina del bizcocho con su tenedor.
—Está bueno —se relame, satisfecho cual gato al sol—. Gracias por venir —añade tras una pausa, la voz suave, mientras remueve su cuenco de macedonia.
—Ya, bueno —le roba una uva, suscitando una exclamación indignada—, sin mí aún estarías dando vueltas por la perfumería.
Tal vez algún día deje de chincharlo —quizás, si llegan a la etapa de pasear cogidos de la mano y compartir un batido con dos pajitas—, pero por ahora está bien. Siguen siendo ellos, y el puchero no logra opacar de todo la sonrisa conforme de Kageyama.
-.-.-
Es un error de novato, la verdad. Kei se encuentra arrastrando los pies y lo poco que le queda de paciencia, y no tiene a quién culpar más que a sí mismo. Porque si algo es Kageyama Tobio es terco y perfeccionista e incombustible. Y terco. Lo ve frotarse el mentón, estudiando dos de las pocas tiendas que aún no ha inspeccionado, y suspira mentalmente. O puede que lo haga de verdad, dado que el armador se vuelve hacia él.
—Necesitas un descanso.
No es una pregunta, y Kei no se molesta en disimular.
—Estoy a esto —prácticamente junta los dedos— de pensar que te estás vengando por cada vez que vagueé en los entrenamientos.
El moreno ladea la cabeza.
—En realidad, esta es la venganza por meterte conmigo en las sesiones de estudio —sonríe—. Anda —le tiende las bolsas antes de que pueda abrir la boca—, espérame en ese banco.
Kei lo ve marcharse. Sacude la cabeza y enfila hacia los asientos en forma de barco con vistas al piso inferior. Se tiene que reír. El humor de Kageyama está tan restringido que llega a parecer inexistente, pero está ahí, al acecho del momento oportuno. Deformación de armador, quizás, o tal vez necesite cierto nivel de seguridad antes de atreverse. En cualquier caso, resulta sorprendente lo compatible que es con su propio sentido del humor.
Con una punzada se pregunta si podría haber sido así en Karasuno. Si se hubiese mordido la lengua un poco en lugar de prejuzgar al infame Rey de la Cancha. A lo mejor se merecía el guantazo que Kageyama nunca le dio en su primer encuentro.
Echa un vistazo a la gente que discurre por los distintos niveles del edificio. La Navidad sigue siendo una fiesta mayoritariamente romántica en Japón, así que casi todo son parejas acarameladas. El noventa por ciento de esas relaciones no van a sobrevivir al Año Nuevo, un escudo transitorio para el estigma que supone la soltería en esas fechas, así que Kei ni se plantea compararse con ellos. Fingir ser una nube de algodón de azúcar con patas está muy arriba en la escala de lo lamentable.
Por eso se da una colleja mental cuando los ojos se le van a un tenderete de peluches y le parece una buena idea.
Aun así, se resigna a sacrificar un pedacito de ego y maniobra con las bolsas en una mano hasta el expositor. Ignora con premeditación y alevosía los ositos con corazones en las patas. Hasta ahí podía llegar. De entre el resto de fauna rellena de algodón, le llama la atención un gato negro, que es más una bola achatada con orejas y cola, pero los ojos bordados, redondos y con el iris dorado, le dan un aspecto simpático. Como a esa dulzura que él no tiene pero sabe apreciar.
La dependienta le dedica una sonrisa brillante que la práctica hace casi natural.
—¿Quiere una bolsa de regalo?
—Sí —dice, aunque se arrepiente al ver el color fucsia y el lazo del asa.
Por otra parte, podría tener su gracia ver a Kageyama cargar con ese espanto.
Después de pagar regresa al banco. No espera que Kageyama regrese hasta pasado al menos otro cuarto de hora, así que coge su teléfono. Varios de sus compañeros despotrican en el grupo de clase sobre el ensayo de Antropología II, que él entregó hace dos días. Se limita a sugerir un par de artículos y sale antes de que se les ocurra intentar sonsacarle más. El chat de su actual equipo es una mezcolanza de felicitaciones navideñas y rutinas de entrenamiento para las fiestas. Le recuerda un poco al que, por alguna razón, sigue manteniendo con Akaashi, Bokuto y Kuroo —bautizado por este último como Los 4 fantásticos—, aunque con menos memes.
El más activo esa tarde parece ser uno de los de Karasuno.
Será chivato.
Hinata se recrea en lo curioso que es que ni Tsukishima ni Kageyama estén activos esa tarde. Yamaguchi le sigue el juego descaradamente. Yachi, bendita sea su inocencia, pregunta si están bien.
"¿Envidia?", responde, y adjunta una sonrisa burlona.
Un segundo después es Kageyama quien se pronuncia para tranquilizar a su antigua mánager.
—¿Por qué has dicho eso?
La voz lo sobresalta.
—¿Tú también te has hecho ninja o qué?
Kageyama se deja caer a su lado sin apartar la vista del teléfono. Juega con el cuello de su jersey.
—Hinata pregunta si estamos saliendo.
Kei toma aire, pero no es capaz de emitir ningún sonido. No porque no sepa qué quiere: que el amasijo de honestidad, resiliencia y torpeza social sentado a menos de dos palmos de él sonría cada vez que lo ve, aunque no sea perfecto y no vaya a poder desafiarlo de igual a igual en una cancha. Sufrir juntos reuniones familiares absurdas. Discutir sobre marcas de yogures.
Llamarse por el nombre de pila y gastarle la piel a besos.
Pero la realidad, esa pequeña traidora, era algo que no podía obviar. Nunca le han ido las apuestas arriesgadas, y esta, iniciar una relación a distancia basada en un día y medio después de tres años de riñas, sería la más grande de todas.
Kageyama se pone en pie de golpe y Kei va a explicarle que su silencio no es un "no", hasta que se da cuenta de que los iris azules están fijados en un punto sobre su cabeza y se vuelve.
—¡Anda! Mira quién está aquí.
Por qué.
Sabe de sobra que su nivel de tolerancia a la gente está por debajo de la media. Pero también es cierto que la urticaria mental que ahora mismo le come la paciencia está justificada al cien por cien. Y para eso no hay antihistamínico que valga.
—Oikawa-san —escupe Kageyama de mala gana.
—Hacía mucho tiempo, Tobio-chan, ¿qué os trae por aquí?
El otro armador los contempla con los brazos en jarras y una combinación peligrosa de malas intenciones y tiempo libre. No importa el tiempo que pase, la mera existencia de Kageyama saca a relucir su lado más molesto. Los antiguos jugadores del Seijoh que lo acompañan observan la interacción con un abanico de curiosidad a exasperación. Kei se levanta, saludando a Kyoutani con un cabeceo, y se acerca medio paso a Kageyama.
—Compras —responde Kageyama, sucinto.
La tensión le estrangula la voz. Se estremece cuando Kei le da un toque en la espalda, pero luego se relaja un tanto. El rubio deja la mano allí, entre sus omóplatos, un gesto que tiene poco de ambiguo.
Y menos para el Gran Rey.
Oikawa mira de uno a otro, a medida que una sonrisa blanca y terrible se extiende por su rostro.
—Mis condolencias, chico de gafas —dice—. Sí que debe de estar mal el panorama de las citas por Miyagi.
Kei atrae a Kageyama hacia sí y rodea sus hombros con suavidad.
—Eso debió de pensar Iwaizumi —responde con una mueca aburrida—. ¿Todavía sigue por California?
Ve con satisfacción cómo la suficiencia de Oikawa da paso a un sonrojo mortificado, avivado por las risitas de sus compañeros. El armador intenta fulminarlos con la mirada, pero eso sólo lo empeora.
—Ya vale, ¿no? —se queja.
—Reconoce que te ha pillado —se carcajea el más alto de todos, de pelo negro y rizo.
—¡Mattsun!
—Anda, deja a los tortolitos en paz. ¿No tenías que buscar el juego para tu sobrino?
Oikawa resopla, pero no lo contradice.
—En fin —se pasa una mano por el flequillo y recompone la expresión altiva con una rapidez pasmosa—. Parece que hoy no vais a poder disfrutar de mi compañía.
—Lástima… —dice Kageyama por lo bajo. Kei tiene que morderse el interior de la mejilla—. Recuerdos a Iwaizumi-san —añade con una sonrisa torcida.
Oikawa hincha los carrillos y masculla algo como "insolente", pero opta por retirarse antes de que el escarnio se recrudezca.
Su marcha no los devuelve completamente al punto en el que estaban. Hay una nueva solidez en torno a lo que podrían ser, a lo que ya parece que son. Ninguno hace el menor ademán por separarse.
—¿Cómo sabías…? —empieza Kageyama en voz baja.
—Se me da bien leer a la gente. Eso y que Kyoutani está en mi equipo y suele estar dispuesto a despotricar sobre Oikawa.
—Hmm… —se reclina contra él, acariciándole el hombro con la sien.
"Mimoso" no era un concepto que Kei asociase con el armador. Hasta ese instante. Le recoloca un mechón de pelo azabache detrás de la oreja, embrujado por sus pupilas y el aleteo de sus pestañas. Y a lo mejor el riesgo sí vale la pena.
-.-.-
Su vagón está vacío en el trayecto de vuelta. Sin embargo, se sientan imposiblemente juntos, como si en lugar de oxígeno necesitasen el calor ajeno para sobrevivir.
Lo primero que hace Kei es ponerle la bolsa fucsia en el regazo; Kageyama no ha preguntado por ella, pero no ha dejado de echarle miradas de soslayo y le parece cruel seguir estirando su curiosidad. El armador apenas toca el papel, como si fuese a estallarle en la cara al menor contacto.
—Te prometo que no es rosa —intenta tranquilizarlo.
Kageyama lo mira a los ojos un segundo. No sabe qué lee en ellos, pero a continuación deshace el lazo sin demasiadas ceremonias y mete la mano. Suelta una exclamación ahogada. La ilusión titila detrás de sus ojos en cuanto se da cuenta de lo que es. Estruja el peluche contra su pecho y le rasca las orejas.
—¿Es para mí? —susurra.
—Asumo que te gusta.
—Es perfecto —casi ronronea. Cuando por fin consigue apartar la mirada de los ojos de tela, rebusca en otra de las bolsas y le tiende un paquete fino y cuadrado a Kei—. Ten.
Él enarca una ceja, pero lo acepta y despega con cuidado los bordes del envoltorio. Se trata de un vinilo. En la carátula negra, en letras grises, reza el nombre de uno de sus grupos favoritos de toda la vida. Y del que no recuerda haberle hablado nunca. En cuanto abre la boca para preguntar, Kageyama alza las manos.
—Un armador tiene sus trucos.
—No me digas.
El latido del tren al avanzar por los raíles tiene el cariz melancólico de una cuenta atrás. Incluso si encontrase las palabras para condensar el torbellino que tiene dentro, le faltarían segundos. Pero nada le impide aprovechar los que le quedan.
Cuando llegan a la estación y se ofrece a acompañarlo con el —no del todo erróneo— pretexto de que no se pierda, Kageyama ni siquiera finge molestarse. Hasta deja que le quite dos bolsas de la mano. La sincronía les sale sin forzar; a base de ensayo y error han acabado por sintonizar la misma frecuencia, y es algo que Kei no quiere desaprender.
El armador se detiene bajo la última farola antes de su portal. La luz artificial convierte sus iris en ónice líquido cuando lo mira. Cambia el peso de un pie a otro.
—Gracias por hoy.
Kei asiente, aunque no tiene muy claro el porqué. Le devuelve sus compras, pero el peso extra se transfiere a sus piernas y se queda clavado en ese segundo de inflexión en que Kageyama le da la espalda y pone punto a ese día.
Si quiere un "continuará", tendrá que escribirlo él mismo.
—Eh —lo llama, antes de que abandone el perímetro iluminado. Traga saliva—. Puedes decirle que sí. A Hinata. Si quieres.
El silencio los devora, y Kei se deja engullir por él. La mirada de Kageyama le dice todo lo que necesita saber para atreverse a dar el salto. Pulveriza la distancia que los separa y lo acoge entre sus brazos. Es la primera vez que inicia uno de sus besos y descubre que sienta bien. El modo en que Kageyama se amolda a él y le corresponde, lento y cálido. Pone en su mente palabras y planes de futuro que aún no están listos para florecer, pero lo harán.
Si está en su mano, lo harán.
Esa noche se duerme con una sonrisa boba en la cara y le da igual.
La mañana lo recibe con una avalancha de notificaciones. Era de esperar que la noticia corriese como la pólvora en cuanto Hinata lo supiese, así que no se sorprende demasiado. El que sí capta su atención es el chat que tiene con Kageyama. Al abrir los mensajes se encuentra con fotos del propio armador, despeinado y en pijama, abrazado a su peluche de gato. En la última, el chico aparece con el ceño fruncido y la boca abierta en mitad de una protesta, probablemente porque se acaba de dar cuenta de que lo están fotografiando, y a Kei le parece lo más bonito que ha visto en la vida.
Al final, hay una única línea de texto.
"Cuida bien de mi hermano."
Va a responder, pero de pronto los mensajes desaparecen y supone que Kageyama ha conseguido recuperar su teléfono.
"Por favor, dime que no has visto eso."
La sonrisa se le escapa sin perdón ni permiso.
"¿Como cuántas posibilidades tengo de verlo en vivo y en directo?"
La respuesta hace que entierre el rostro en las manos, rojo hasta las orejas y estúpidamente feliz. Prevé muchos viajes al sur, incontables partidos de vóley e infinitas videollamadas por las que está dispuesto a perder horas de sueño.
"Tendrías que quedarte a dormir."
No hay trino de pájaros fuera, ni un proverbial rayo de sol como alegoría de su futuro. Sólo una pila de libros en su escritorio y el blanco de un nuevo archivo en Word. Y, sin embargo, mientras se sienta frente al ordenador con una taza de infusión, el mundo parece un poco más amable y rico.
-.-.-
-.-.-
Nada más llegar a casa después de su encuentro, Oikawa se decidió a llamar a Iwaizumi. Eran las cuatro de la madrugada en California pero, cuando entre aspavientos y balbuceos Oikawa consiguió pedirle que saliese con él, a Iwaizumi se le pasó (casi todo) el enfado.
El resto se le evapora exactamente treinta y una horas y veintidós minutos después, cuando un muy ojeroso y despeinado armador se planta en su puerta cargado de maletas.
