La soledad era abrumadora. Se sentía en cada latido de su corazón, en cada bocanada de aire que inhalaba. Se encontraba sola, en su casa, otra vez. La noche ya había caído alrededor de las seis de la tarde, dado el otoño. Estaba transcurriendo mayo y la estación se hacía ver en todas las veredas, donde hojas amarronadas yacían sin vida. En el frío de los lugares, que le helaban los huesos. En el sol que ya no quemaba como meses atrás.
En sus mejores épocas, no había conocido lo que era estar sola. Con su brillo característico, se hacía notar en cada lugar al que concurría. Entraba y la gente volteaba a verla; no pasaba desapercibida en ningún lugar. Las personas se sentían vistas si ella les prestaba atención. Algo en su personalidad magnética hacía que siempre, en donde sea que estuviera, se encontrara acompañada.
Todo aquello hacía años que había quedado atrás. Era la consecuencia más grande que había tenido que afrontar después de lo que había sucedido. Después de sus épocas más luminosas.
Después de él.
La había dejado en ruinas y ella era la única culpable de ello, por haberlo permitido. Había estado avisada, eso sin dudas. Todo su entorno le había advertido, todos le habían dicho. Que era una serpiente. Que no era para ella, Que se fuera de allí. Había pensado, ingenuamente, que podría cambiarlo. Que con el tiempo podía hacerlo más a su medida, que podía darle una forma nueva. Pero las personas no pueden ser cambiadas por nadie. Si la intención no viene de sí mismos, si no hay voluntad propia… simplemente no sucede.
Cerraba los ojos y lo veía con total nitidez.
Draco a los pies de su cama. Tocándole los pies, agarrándola de los tobillos con suavidad.
─ Me encanta cuando sonríes… me encanta cuando te hago reir. Me encantas...─ le había dicho más de una vez. La sonrisa se le armaba sola ante el feliz recuerdo.
Pestañeaba y volvía a la realidad. A mirar por el cristal de su ventana con la mirada perdida, sin poder creer que todo aquello estuviera tan en el pasado. Había sido tan fugaz, había pasado tan rápido.
Volvía a cerrar los ojos. Podía casi sentirlo encima suyo, hundiéndose en ella como cada noche.
─ Eres hermosa… hermosa─. Inspiraba su aroma─. Me encanta hacer el amor contigo─. Le confesaba, libre de juicios. Nadie los escuchaba, era su lugar. De los dos. De nadie más.
No quería volver del recuerdo. Quería mantenerse allí, pudiendo incluso olerlo. Manteniendo el momento lo máximo posible, tratando de que no se le llenaran los ojos de lágrimas de nostalgia. De recordar como le agarraba el cabello platinado, como le clavaba las uñas en la espalda, como la hacía suspirar con cada caricia.
La había destrozado. Había llegado un día para revolucionarla completamente, hacerle romper todos sus estándares y dejarla siendo una sombra de lo que había sido. Ella ya no brillaba.
Solo extrañaba.
