Disclaimer: el que gana cantidades ingentes de pasta gansa es George Martin.

Esta historia se escribió para el reto 112 (Westero's living a celebration) del foro Alas Negras, Palabras Negras. Elegí la leyenda de la Santa Compaña, con una interpretación bastante libre. Aclaraciones al final.


Retar a los Eternos

Soplaban vientos del norte, gélidos y mortecinos. Las ramas del arciano se estremecieron ante su contacto y los cuervos alzaron el vuelo, molestos. A su alrededor, treinta y un tocones en círculo la escudaban.

La Bruja, que dormitaba apoyada en el arciano, se desperezó con la fría caricia en sus mejillas. Sus ojos, rojos y ciegos, miraron sin ver la oscuridad infinita de la noche, que estaba en su cénit. Las viejas suelen decir, cuando la noche está sumida en las más negras tinieblas, que se encuentra en la hora del lobo; y la Bruja, recordándolo, sonrió con cansancio, pues ella era más vieja que nadie.

La sonrisa se desvaneció al acordarse de su sueño. Últimamente tenía sueños poco profundos, anodinos y comunes; pero el de esa noche no era ninguna de esas tres cosas. Era como los de antes.

Siempre le había caído en gracia a los dioses ―a todos―, hasta que decidieron castigarla y le arrebataron las visiones, las pasadas y las futuras. En otra época, cuando la confundían con un fantasma, la habían dejado observar sin intervenir. Muchos eran los que subían a su colina preguntando por sus sueños, pagándole con canciones. Eso estaba bien, era lo que la providencia quería: conducir y guiar a unos y a otros, hasta el devenir de la vida, hasta que sucediese el gran cataclismo. Pero la Bruja se atrevió a torcer los caminos, a dar advertencias, y pagó su osadía.

―Así que ya no os hago falta ―gruñó, dirigiéndose a nadie―. ¿Esta es la forma que tenéis de decirme que me ha llegado la hora?

Las ramas del árbol volvieron a estremecerse. La Bruja se envolvió con su capa, asintió y se puso en pie. Besó la corteza del arciano en señal de despedida, se armó con su bastón y después echó a andar colina abajo, sin prisa. Era la loma más alta que ella hubiera visto ―cuando todavía podía ver― y el ascenso era duro y penoso y el descenso se le haría interminable también. Ya sabía que no volvería jamás a la cúspide de Alto Corazón.

Cuando llegó al valle, decidió que ya no necesitaría los zapatos. Necesitaría pocas cosas, en realidad, ya que cometería el acto tan definitivo de morirse. Hundió los pies en la tierra, esperando que esta le dijera adónde debía dirigirse. Pocos se animan a escuchar lo que dice la tierra. Esta, desde luego, cuenta historias: de aquellos que vivieron en ella, caminaron sobre ella y se fundieron con ella. La Bruja era vieja y sabía lo que se hacía.

Caminó permitiendo a sus sentidos que la orientasen. Agudizó el oído y pudo oír a los búhos y a las lechuzas y a otras alimañas nocturnas. Ninguna de esas la asustaba. Tan solo confiaba en no toparse con los lobos cuatro patas.

Olfateó el aire en busca de señales, de humo o de sangre, o quizá de alguna otra advertencia divina; no oyó nada. Parecía que no tenían más palabras para ella.

«¿Cuándo repicaron las campanas por última vez? ¿Cuándo dejaron de oírse los tambores?» se preguntó. No podía acordarse, había vivido demasiado. Y las campanas habían tañido demasiado, también.

La hierba, húmeda de rocío, se le colaba entre los dedos de los pies. Notaba las ramitas, las hojas y las piedrecitas, y las huellas que los animales y las personas trazaban durante su viaje. Se dirigió al oeste, que era hacia donde sus sentidos le decían que tenía que ir. El bastón golpeaba el suelo con un tap, tap, tap cadencioso, musical. Pasó tal vez una hora o dos. Se dijo que sería la hora del murciélago, probablemente.

Y supo por el aroma del aire que había llegado a los límites del bosque. Los traspasó, guiada por esa mano invisible, y se adentró hasta el punto en el que las copas de los árboles esconden las estrellas. Se detuvo un segundo a recuperar el aliento, blasfemando entre dientes. ¡Era ella la que tenía que encontrarlos! ¡La que tenía que perseguirlos hasta su madriguera! El resentimiento centelleaba en su interior, pues esa no era sino su condena por haberlos desafiado tras la desgracia de Refugio Estival.

―Ineptos, bufones, porquería, zoquetes, cretinos y mentecatos…

Todo, todo se remontaba a Refugio Estival. ¡Cuánto había odiado ese dichoso castillo y al incendio que lo consumió! Cuánto había maldecido su maldición… El fuego se había cobrado las vidas del rey, del príncipe y del caballero; y, no satisfecho, ya en sus brasas, había apagado otra más, una joven e inocente. E insignificante, para aquellos que no supieron apreciarla. Por eso nadie lloró la ausencia de Jenny de Piedrasviejas o, al menos, nadie la lloró tanto como ella.

Su dulce Jenny había sido una muchacha bonita y vivaz, con la capacidad de iluminar en lugar de opacar. Ni siquiera el Príncipe de las Libélulas pudo resistirse a su luz. Él la hacía sonreír y le acariciaba el corazón, y la Bruja sabía que era un buen hombre. Pero también había visto la tragedia en sus ojos, y no le quedó más remedio que acompañarlos a Desembarco del Rey, o a donde ellos quisieran.

Hubo una época de paz, no muy duradera. Jenny, como todas las jóvenes enamoradas, comenzó a ignorar a quienes trataban de aconsejarla. Aunque le contó sus preciados sueños, la joven siguió a su príncipe a Refugio Estival. Y la Bruja, resignada, partió una vez más en pos de ellos. Aquella noche funesta, cuando las llamas tocaron el cielo, aguardó a las puertas del castillo. Solo tenía derecho a reclamar la vida de ella, la menos valiosa. Las otras eran cosa de los dioses y el destino, nadie podía interponerse. Así pues, obró una magia que no era suya y salvó a Jenny.

―¡Déjame a mí! ―Le había suplicado ella, su dulce niña―. ¡Sálvale a él! ¡Déjame a mí!

―No puede ser salvado. No sucede así.

Pero ella, por supuesto, no pudo comprenderlo. Su amabilidad se convirtió en tristeza y reproche y Jenny la condenó al destierro. La amistad se partió en dos, ni el cariño ni la soledad pudieron repararla. Con todo, la Bruja permaneció a su lado los días y las noches en aquellas ruinas y sus despojos, mientras Jenny lloraba su pérdida. Fue en ese entonces cuando la Bruja perdió el nombre que tenía, del que ni ella misma se acordaba, ya que solo su niña lo sabía.

Y desde ese momento, Jenny se había rodeado de fantasmas, tal y como decía su canción. Y cuando decidieron que ya había danzado lo suficiente, se la llevaron. La Bruja supo oponerse, pero Jenny no quiso hacerlo. No tenía fuerzas.

No se puede luchar con un corazón roto.

Se enjugó las lágrimas con la manga del vestido y se aferró al bastón para no caerse. También a la Bruja le abandonaban las fuerzas. Habían pasado tres, cuatro o cinco décadas, no estaba segura. Una eternidad huyendo. Por vieja y por bruja conocía los trucos, aunque alguna vez se había preguntado si no habría sido mejor dejarse llevar…

«Tenía trabajo que hacer ―se dijo, con amargura―. Sueños que contar.»

Retomó su camino. Pronto se dio cuenta de que el silencio se había apoderado del bosque. Volvió a oír, olfatear y tocar. Lo único que rompía el silencio era el tap, tap, tap contra las raíces y las piedras, y el crujir de las hojas secas a su paso. Esa quietud resultaba opresiva. Se sentía como una presa, agazapada, observada segundos antes de que sus predadores se abalanzasen sobre ella.

Por algún motivo que ni siquiera le importaba conocer, a ellos les gustaba el bosque. Quizá por los incautos, o por los atribulados. La Bruja creía que era un sitio para marcharse tan bueno como cualquier otro. De todos modos, si alguien tenía que morirse, ellos irían hasta el fin del mundo a reclamar su alma, hubiese o no hubiese bosque.

Se detuvo en un claro, paseando la mirada. Los que poseían el don ―como ella― podían verlos incluso si vivían en un mundo de sombras. Aún así, los olió antes de divisarlos: un olorcillo a cera derretida se le coló en la nariz, traído por la brisa nocturna. Mientras aguardaba, se sorprendió a sí misma pensando que no tenía miedo.

Marchaban en fila de a uno, tan ligeros que parecía que se deslizaban. Las caperuzas caían sobre sus rostros de fantasma, de fisonomía desdibujada por el polvo y el viento, y las capas de plata les ondeaban alrededor de los tobillos. Cada uno llevaba una vela en la mano izquierda, una llama que ardería a perpetuidad.

¿Serían ellos más viejos que la Bruja? Sí, sin duda. Quizá fuesen más antiguos que la tierra sobre la que levitaban. Al fin y al cabo, todo lo que vive ha de morir en algún momento, y alguien tiene que llevárselo al otro lado. Ninguna otra compañía se ha cobrado tantas vidas como la del Desconocido.

―¿Cuánto tiempo? ―Les preguntó, a sabiendas de que no le responderían.

Cargarían con su alma y caminarían junto a ella hasta el amanecer, hasta que expiase sus pecados y estuviese lista para irse. Puede que más de una noche, si hacía falta, o más de una luna. ¿Cuánto pesaban sus faltas y sus errores? Tal vez la dejasen bailar, como a Jenny.

―¿Sabíais que venía? ¿Cuál de ellos os lo dijo?

La espectral columna avanzaba silenciosamente en su dirección, ignorándola. ¿Podrían oírla, razonar? Le parecía que no. Estaban tan muertos como sus presas, a las que ponían a liderar la fila en cuanto las atrapaban. Siempre moría alguien, aunque no se limitaban a las conclusiones fatales. La Compañía aparecía también para hacer que se cumpliesen penas, o la enviaban los dioses para reprochar errores a los vivos. En esos casos, les daban la oportunidad de liberarse, si es que sabían cómo hacerlo.

La cima de Alto Corazón era un refugio sagrado, erigido por los Niños, al que ellos no podían acceder. Así los había evitado durante tanto tiempo. Y había otros trucos, tan simples como efectivos, pero la Bruja ya sabía que no permitirían que siguiese empleándolos. Sin hacerse de rogar, tiró su bastón al suelo y se quedó muy quieta, dispuesta a ser atravesada por el primero de ellos.

Se detuvieron un solo segundo, a menos de un palmo de distancia. El primero de ellos le cedió su vela, colocándola en sus manos viejas y arrugadas. La Bruja advirtió que la cera se derretía, sin emitir calor. Qué cosa tan curiosa. Frente a ella, el fantasma pareció suspirar, y el aliento gélido y mortecino le golpeó en la cara.

Antes de que pudiese hacer nada, se movió. Hilos invisibles la hicieron girar con suavidad. Detrás, los fantasmas reanudaron la marcha. Un pie, luego otro, y volvían a caminar todos juntos. Los hilos seguían tirando, guiándola como lo habían hecho sus sentidos. Se sentía ligera, pero también atrapada, y sus brazos y sus piernas no le hacían caso. La llama era una luz titilante y minúscula, como una luciérnaga, que nada podía hacer por competir con el frío que la recorría desde la punta de los pies.

Quiso preguntarles algo, pero no pudo. La boca la desobedecía. Puede que ya no tuviera. No tenía forma de saberlo, con sus pensamientos arremolinándose desordenadamente, anunciando el inicio de una tempestad. Ecos lejanos y acuosos rebotaban contra su cabeza y parecía que iba a perder el equilibrio. Tenía la extraña impresión de estar al fondo de un pozo. El avance era lento y ceremonioso.

Se estaba dejando llevar, o tal vez tampoco tuviese otra opción. ¿Caminaba hacia la nada o de verdad había algo más? La angustia y la pena se derretían en su pecho. La importancia del pasado se hacía relativa. Cuando volvió a ver las estrellas, un único pensamiento se fijó en su mente, superviviente de la tormenta, y no la abandonó. La Bruja pensaba en la única persona que la quiso y en su danza interminable. ¿Y si estaba allí, esperándola, y volvía a decir su nombre y volvían a quererse?

El amanecer rompió el horizonte. La Bruja rozaba la ingravidez. Su presencia era una muesca en el infinito, su vela ardía y ardía. Ardería toda una eternidad.


...

Supongo que se ha adivinado quién es la Bruja. Es un personaje pequeñito del universo de Canción de Hielo y Fuego pero bastante peculiar. Siempre me llamó la atención y me apetecía escribir sobre ella. Como he dicho más arriba, he interpretado libremente la leyenda de la Santa Compaña y la he metido dentro del susodicho universo. Es el nombre que tiene en Galicia aunque, por lo que he leído, se la conoce de otras formas en el resto de España.

Básicamente: la Santa está formada por almas del purgatorio que aparecen a medianoche y que van por ahí cogiendo a los vivos que están a punto de morir. Los hacen caminar toda la noche hasta el amanecer y al poco, fallecen. Estas personas atrapadas no recuerdan qué han hecho de noche, pero están fatigadas y pálidas. Llevan en las manos una cruz y si quieren liberarse, tienen que encontrar a otro para que la coja. Estas otras personas pueden librarse, a su vez, si llevan las manos ocupadas, o si ya llevan su propia cruz, o dentro de una iglesia, etc. Igualmente, la Santa Compaña aparece para imponer penas impuestas desde el más allá. Se dice que son invisibles (excepto para aquellos bautizados con óleo de difuntos) y que se les reconoce por ese olorcillo a cera que desprenden, pues siempre llevan velas.