FUGITIVO
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es de Rowling.
Esta historia participa en el Reto #52: "Séptimo aniversario" del foro Hogwarts a través de los años.
Me he apuntado con el nivel medio y la categoría momentos perdidos del séptimo año. El protagonista de esta historia es Dean Thomas, quien tuvo que huir de los mortífagos para evitar que lo encerraran en Azkaban.
—¡Papá ya está aquí!
Alice, la menor de sus hermanas, comienza a dar saltos a su alrededor. Dean se acerca a la ventana sólo para cerciorarse de que, efectivamente, papá acaba de aparcar la furgoneta delante de la puerta. Siente que acaba de quitarse un gran peso de encima y se estremece cuando mamá se detiene a su lado y echa un vistazo hacia el exterior. A continuación, alza la voz y da varias palmadas repletas de autoridad.
—¡Vamos, niñas! ¡Que cada una coja su mochila!
Dean observa a sus cuatro hermanas. Todas tienen el pelo rojo y los ojos verdes como mamá. A simple vista casi nadie se cree que sean familia y, cuando se les conoce un poco más, es inevitable que lleguen los cuchicheos. A Dean hace tiempo que dejaron de molestarle porque sabe perfectamente que Kenneth Thomas no es su padre biológico, aunque él realmente sienta que es papá. Mamá a veces le habla del otro, aunque en realidad no hay mucho que pueda contarle. Su relación fue algo tan fugaz y complicado que mamá nunca llegó a conocer realmente a su otro padre.
—¿No puedo llevar mis libros, mami?
Anne insiste nuevamente y mamá otra vez niega con la cabeza. Deben viajar ligeros de equipaje porque, aunque las niñas no lo entiendan del todo, huyen de Inglaterra para salvar la vida.
—Compraremos libros en Tenerife.
—Pero mami.
—He dicho que no.
Anne se cruza de brazos al mismo tiempo que papá abre la puerta de la calle y llama a sus hijas. Todas, incluida Anne, acuden inmediatamente y lo avasallan con preguntas, quejas y grititos. Dean observa la escena con un nudo en la garganta y se estremece cuando mamá le acaricia suavemente el brazo derecho.
—Vente con nosotros. Ya tenemos comprado tu billete.
—No puedo ir, mamá. Os pondría en peligro.
Dean no ha querido entrar en detalles, pero sus padres no son tontos. Saben perfectamente quiénes son los mortífagos y lo que supone para un brujo como Dean que hayan tomado el control del Ministerio de Magia. Mamá sigue acariciándole el brazo y le mira de una forma extraña, como si quisiera grabarse a fuego cada uno de sus rasgos. Como si esa fuera la última vez que fuera a verlo con vida.
—Si te quedas también lo estarás.
—Pero a vosotros os dejarán en paz —Dean coloca sus manos en los hombros de la mujer—. Sabes que voy a tener que huir, mamá. Estaré más tranquilo si vosotros estáis a salvo.
El labio inferior de mamá tiembla y los ojos se le llenan de lágrimas. Dean no puede seguir viendo su rostro, así que la abraza con todas sus fuerzas. Siente la suavidad de su cabello acariciándole la cara y aspira su aroma muy profundamente. Desde que puede recordar, mamá huele a colonia infantil. Siente sus manos subiendo y bajando por su espalda y escucha su respiración un tanto agitada. Durante un rato, cierra los ojos y se deja arrullar. Anhela volver a ser aquel niño pequeño que vivía sin preocupaciones y sólo se aparta cuando escucha el carraspeo de papa, quien está muy cerca de ellos y mantiene a raya a sus hermanas.
—Dean —habla con solemnidad—. Sé que nuestro dinero no sirve para nada en el mundo mágico, pero toma esto.
Papá le agarra la mano y le hace entrega de un buen fajo de billetes. Dean está bastante seguro de que jamás ha tenido tanto dinero en su poder y apenas puede pensar en ello cuando papá le envuelve con sus brazos y hace que le crujan las costillas.
—Cuídate mucho, hijo.
Dean asiente. A esas alturas mamá ya está llorando abiertamente y él siente que no podrá resistir al envite de sus hermanas. La primera es Amy, que ya tiene trece años y está hecha una mujercita. A Dean le hubiera encantado tenerla en Hogwarts. Es la persona más inteligente que ha conocido jamás y sabe que está destinada a hacer grandes cosas. Después, Anne le recuerda que le debe un libro mágico y le da un abrazo breve y sollozante. Luego le toca el turno a Amber, que es todo gritos y lamentos. La última es Alice, quien ha heredado al viejo oso de peluche de Dean.
—Cuida a Yogui.
—¡Pues claro!
Las niñas amenazan con desmadrarse nuevamente, así que papá se las apaña para que todas vayan organizadamente hasta el furgón y se metan en su interior. Dean abraza a su madre y se asegura de que el trayecto hasta el vehículo se alarga todo lo posible. Realmente quiere irse con ellos. Tal vez no sea lo más valiente del mundo, pero se muere por coger ese avión y alejarse de la guerra para vivir en las islas Canarias, con su sol, sus playas y su buen tiempo. Le encantaría poder comportarse como un chaval normal y corriente, pero la situación no tiene nada ni de lo uno ni de lo otro.
—Sé que no será fácil, pero ponte en contacto con nosotros, ¿vale?
—Lo haré en cuanto pueda, mamá.
—Te queremos, Dean.
Mamá le da el último abrazo, papá se despide con la mano y las niñas gritan desde dentro de la furgoneta. Dean se obliga a sí mismo a alejarse de ellos y se estremece cuando el vehículo se pone en marcha y se aleja calle abajo. Es lo correcto. Dentro de unas horas, toda su familia estará a salvo y él podrá hacer lo que debe: sobrevivir.
"¿Qué estás haciendo aquí, gilipollas?"
La voz de Seamus resuena con tanta claridad en su cabeza que Dean llega a pensar que lo tiene justo a su lado. Es ridículo porque mira hacia su derecha con la sonrisa preparada, aunque no ve a nadie. En cualquier caso, el Seamus imaginario tiene razón. No debería estar allí. No tendría que haber abandonado su lugar seguro en el bosque sólo para ir a mirar aquel estúpido tren, pero es el primer día de septiembre y él debería estar viajando rumbo a Hogwarts y todo es injusto y una mierda.
Está intentando ser lo más cuidadoso posible. Ha llegado hasta allí volando en escoba y se ha asegurado de que no hay carroñeros cerca. Confía en que los mortífagos estén en el interior del tren porque si hay alguien capaz de capturarle, son ellos. Se ha plantado en lo alto de esa colina y lleva un buen rato contemplando las vías del tren. Echa tanto de menos la normalidad de años anteriores. Le hubiera encantado pasar el verano junto a su familia, carteándose con sus amigos y pensando en el próximo curso escolar. Un curso que debió ser crucial, el curso durante el cual tendría que haber decidido qué hacer con su futuro. Un futuro que ahora se presenta incierto. Si es que existe para los que son como él.
Dean da un respingo cuando ve el expreso de Hogwarts. Es un tren precioso. Anticuado pero precioso. Se pregunta qué pensarían los mortífagos de los trenes de alta velocidad y sonríe porque está siendo realmente estúpido. Como si un mortífago tuviera un mínimo interés por las cosas relacionadas con muggles. Aunque, por otro lado, estaba claro que les han copiado la idea del tren. ¿Cómo viajarían a Hogwarts antes de tener el expreso? Seguramente esa pregunta podría responderla Hermione Granger, la más ávida lectora que ha conocido jamás. Con permiso de su hermana, por supuesto. ¿Cómo estará Anne? La última vez que pudo hablar con su madre fue dos semanas antes, cuando realizó una llamada desde una cabina telefónica en Londres. Mamá le aseguró que todos estaban perfectamente, un poco preocupados por él.
—¿Qué haces aquí, chaval?
Dean entra en tensión de forma inmediata. La voz ha sonado a su espalda y alguien le ha agarrado del brazo. Puede sentir la punta de la varita clavándose en su costado y se lamenta amargamente porque ha estado muy despistado, pensando en una chorrada tras otra y sin prestar atención a su alrededor. Si los carroñeros lo atrapan, se lo tiene merecido por idiota.
—¿Quién eres?
Se siente estúpido nada más preguntarlo. Al girar la cabeza ve a un hombre de unos cincuenta años con el pelo oscuro y la cara cubierta de barba. No tiene el aspecto deslucido de los carroñeros, aunque está muy delgado y parece tenso y preocupado. Dean comprende que se trata de otro fugitivo. No necesita que le dé más explicaciones. Basta con verlo.
—No tendrías que estar aquí. Los mortífagos andan cerca. Vente conmigo.
Dean no tiene tiempo para reaccionar. Apenas es capaz de agarrar fuertemente su escoba antes de que el hombre practique una desaparición conjunta. A Dean nunca le ha gustado desaparecerse porque suele marearse. Para su más absoluta consternación, el desconocido no se conforma con desaparecerse ni una ni dos veces. Lo hace en cuatro ocasiones como medida de seguridad para despistar a sus posibles perseguidores y sólo le suelta el brazo cuando llegan a su destino.
Dean echa un vistazo a su alrededor y comprueba que están en su bosque. No puede reflexionar sobre ello porque una gran arcada sacude su cuerpo y tiene que agacharse para vomitar. Maldita desaparición. El hombre desconocido le observa pacientemente, agachado en el suelo y sobándose el cuello. Cuando Dean se incorpora de nuevo, le tiende una cantimplora repleta de agua fresca y le habla con reproche.
—No debiste ir allí. Podrían haberte cogido.
Dean está preparado para defenderse cuando cae en la cuenta de algo. Se siente tan vulnerable como furioso.
—¿Me has estado siguiendo?
No hace falta que el hombre le responda. Dean no le quita ojo mientras se pone de pie y se frota una rodilla.
—Te localicé hace un par de días. Quería estar seguro de que no eres peligroso antes de acercarme a ti.
Dean apenas puede pensar en todo lo que está mal. Por un lado, es obvio que no ha tomado las suficientes precauciones para protegerse de sus perseguidores y eso le hace sentir tremendamente vulnerable. Por otro lado, es demasiado raro saber que un tipo ha andado detrás de él durante dos días.
—¿Quién eres?
El hombre le sonríe y hay algo afable en él. Dean se siente un poco mejor y estrecha la mano que él le tiende.
—Soy Ted Tonks.
—Vale. ¿Por qué me perseguías?
—Te lo he dicho. Quería asegurarme de que eres de fiar. Eso sí, me preocupas un poco.
—¿A ti?
—Tus hechizos de protección y camuflaje son un desastre. Si te parece, podemos viajar juntos.
Dean duda. Corren tiempos oscuros y uno no debe fiarse de nadie, aunque por otro lado es bastante posible que ese tal Tonks le haya salvado el pellejo. Además, odia estar solo. Y es verdad que no es muy bueno con cierta clase de magia.
—Podría funcionar. Soy Dean Thomas.
—Encantado de conocerte, Dean.
Ted Tonks sólo sabe cocinar una cosa: huevos revueltos. Dean comienza a estar un poco harto del menú, pero no se queja. Viven en mitad del bosque y se alimentan con comida enlatada y fruta. Pocas veces hacen fuego, así que los alimentos calientes brillan por su ausencia. Es mejor así. Los carroñeros podrían estar cerca y ver el humo de su fogata. Además, el hecho de ser brujos es una ventaja considerable. Pueden aplicarse hechizos calefactores y mejor no hablar del tamaño de su tienda de campaña.
Viajar con Ted es mejor que viajar solo. Como brujo adulto que es, está mucho más curtido en la magia que el propio Dean. Y es un tipo simpático. Puede pasarse horas y horas hablando sin parar. A veces le cuenta cosas sobre su antiguo trabajo en el Ministerio o anécdotas relacionadas con su única hija. En otras ocasiones charlan sobre el mundo no mágico. A Dean le gusta que sepa tanto sobre fútbol y sus conversaciones al respecto están repletas de pasión y entusiasmo.
—No digo que el quidditch no me guste, pero no tiene ni punto de comparación con el fútbol —Ted habla mientras aparta la sartén del fuego—. Una vez intenté llevar a mi hija a un partido y lo odió.
—Es que los brujos no tienen ni idea de deportes —Dean comienza a comer huevos directamente de la sartén.
—Al final la dejé por imposible. Si prefiere el quidditch, no puedo hacer nada —Ted hace una pausa y le mira con expresión interrogante—. Nunca me has dicho cuál es tu equipo favorito.
—El West Ham, por supuesto.
—¡No jodas!
La carcajada de Ted hace que se ponga a la defensiva. A Dean nunca le ha gustado que se ponga en duda el buen hacer de su equipo, así que endereza la espalda y le dedica una mirada muy fea.
—¿Qué pasa?
—Que nunca ganáis nada, hombre.
—Las victorias no tienen nada que ver con ganar títulos. Es la pasión y el apoyo de la afición lo que te convierte en un triunfador. Y nosotros andamos sobrados de eso.
Ted parpadea con pasmo y vuelve a reírse, tal vez con más fuerza que antes.
—¿Decir eso te consuela?
Dean frunce el ceño y se cruza de brazos, no sin antes llenarse la boca de comida.
—¿De qué equipo eres tú? ¿Del Arsenal?
—Obviamente, chaval.
—Pues eso no tiene ningún mérito.
—¿Por qué no? ¿Porque nosotros sí ganamos títulos?
Dean chasquea la lengua para dar zanjada la conversación. Es inútil hablar sobre fútbol con tipos como Ted, que nunca comprenderán el sufrimiento que supone seguir a un equipo como el West Ham. Retoma su labor anterior, dispuesto a alimentarse para coger fuerzas. Dadas sus circunstancias, es muy importante mantenerse en buena forma.
—¿Por qué decidiste seguir al West Ham?
Dean se encoge de hombros y mastica la comida a dos carrillos. Está realmente hambriento.
—No lo sé. Es el equipo de mi padre. He heredado su pasión.
Ted entorna los ojos y formula otra pregunta.
—¿Por qué se hizo él del West Ham?
Dean vuelve a encogerse de hombros y reflexiona sobre el asunto.
—Supongo que porque era el equipo de su barrio —Llegados a ese punto, decide contraatacar—. ¿Por qué eres tú del Arsenal?
Hay algo en la expresión de Ted que da a entender que su mente está viajando a un pasado mucho más agradable y cálido que el presente.
—Por mi abuelo.
—¿Y por qué se hizo él del Arsenal?
Ted coge un buen montón de huevos y se los lleva a la boca. Permanece en silencio mientras mastica con parsimonia y cuando habla, el fútbol ya no es lo más importante.
—Cuando mi abuelo era pequeño se encontró un balón entre la basura. Era viejo y estaba roto y sucio, pero era lo único que tenía para jugar, así que lo arregló y se lo llevó a casa. Como casi todos los críos de la época, mi abuelo tenía que trabajar. Repartía carbón por las casas del barrio y, cuando llegaba la noche, jugaba al fútbol. Y lo hacía bastante bien. Un día, un tipo que trabajaba para el Arsenal lo vio y decidió ficharlo.
—¿A tu abuelo? —Dean se endereza—. No me suena ningún Tonks que haya sido futbolista profesional.
—Porque no lo fue, pero ese hombre se llevó a mi abuelo a su escuela de fútbol y allí recibió una educación. Gracias al Arsenal, mi abuelo puedo estudiar y más tarde comenzó a trabajar en una oficina pública. Tuvo una vida mucho más desahogada que muchos de sus compañeros.
Dean se ríe suavemente.
—Tu abuelo se hizo funcionario gracias al fútbol.
—Y también se convirtió en socio del Arsenal. Desde que puedo recordar, mi abuelo me llevó a ver el fútbol todos los fines de semanas. Tengo incluso una fotografía en la que aparezco yo de bebé, en las gradas del Arsenal con mi abuelo.
—Eso sí que es pasión.
—¿Me estás diciendo que tu padre no te llevaba al fútbol?
—No a todos los partidos.
—Pues es una lástima. No sé cómo has podido desarrollar esa afición tuya, la verdad.
Ted le sonríe con ese aire paternal del que a veces hace ostentación. Dean le devuelve la sonrisa y, sin venir a cuento, un nudo se le hace en la garganta. Piensa en papá y en sus gritos desaforados cada vez que el West Ham mete gol y lo extraña más que nunca. A él, a mamá y a sus hermanas. Siente que está a punto de echarse a llorar y busca algo que decir, lo que sea. Las palabras que se le escapan por la boca le sorprenden incluso a él.
—Mi padre no es mi padre.
Ted Tonks le mira sin comprenderle del todo y Dean carraspea, arrepentido por lo que acaba de decir. Aun así, comprende que ya no puede echarse atrás y da las explicaciones pertinentes.
—Mi madre no sabe demasiado sobre él. Se fue antes de que yo naciera. A mi padre lo conoció cuando yo tenía tres años y siempre ha estado ahí, así que en realidad es mi padre, aunque no lo sea.
Dean tiene la sensación de que se ha explicado fatal, pero Ted asiente como si lo entendiera todo a la perfección.
—Con todo lo que está pasando ahora en el Ministerio, mi madre cree que mi padre pudo ser un mago. Se conocieron en la época de la primera guerra mágica y tenía comportamientos un tanto sospechosos.
Ted asiente y hace una pregunta que le sorprende, aunque en realidad no debería.
—¿Cómo se llamaba?
—Benjy. Mi madre nunca supo cuál era su apellido.
Ted Tonks apura los restos de huevos revueltos y permanece callado durante un buen rato. Dean cree que está haciendo memoria, aunque, ¿qué posibilidades hay de que conozca a un brujo cualquiera llamado Benjy?
—En Hogwarts había un chico que se llamaba Benjy Fenwick. Estaba en Gryffindor y se le daba fatal el quidditch. Iba un par de cursos por delante de mí, así que no recuerdo haber hablado nunca con él. Era famoso porque dibujaba de puta madre.
A Dean le da un vuelco el corazón cuando piensa en sus dotes innatas para el arte, algo que no ha heredado de ninguno de sus progenitores. Hasta ese instante, Dean no ha sentido demasiado interés por su padre biológico. Nunca ha pensado en él, posiblemente porque Kenneth siempre ha ejercido la labor paternal con mucho acierto, pero después de escuchar a Ted la curiosidad va en aumento.
—¿Sabes qué fue de él?
El rostro de Ted se ensombrece. Antes de hablar remueve las ascuas de la fogata. Tendrán que dejar que se apague antes de irse a dormir, pero es agradable disfrutar de esos últimos instantes de calor.
—Como tantos otros, murió durante la primera guerra mágica. Se lo cargaron los mortífagos.
A Dean le parece que todo encaja y aprieta los puños para evitar que las manos le tiemblen.
—Si es la misma persona, ahora sé por qué desapareció.
—No podemos estar seguros de eso, Dean.
—Pero es posible que podamos conseguir una fotografía suya. Tal vez en Hogwarts encuentre alguna.
La mano de Ted Tonks se alza en el aire y pronto está sobre su hombro, reconfortándolo. Dean se estremece y se deja consolar. Si es que necesita alguna clase de consuelo, obviamente.
—Ahora no estamos en Hogwarts.
—Algún día iré allí para terminar mis estudios —Dean se pone en pie, preparándose para recoger todos sus enseres. Siente la determinación creciendo en su interior—. Toda esta mierda se terminará algún día y yo volveré a Hogwarts y buscaré la fotografía de Benjy Fenwick. Luego, se la enseñaré a mi madre y podré saber quién fue mi padre.
Ted no dice nada. Observa al muchacho mientras se mueve de un lado para otro y sólo desea que ojalá algún día pueda hacer realidad sus planes. Se lo merece.
Dean no puede dormir. Ha pillado un resfriado de aúpa, así que tiene la nariz congestionada y le cuesta respirar. Es posible que tenga un poco de fiebre y el dolor de huesos va en aumento. Le hubiera encantado acudir a la señora Pomfrey y tomar un poco de esa horrible poción pimentónica suya, aunque es imposible. No está en Hogwarts, calentito y bien a gusto dentro de su cama, sino en mitad de un bosque, sin acceso a medicamentos y con los carroñeros pisándole los talones.
A su lado, Ted ronca suavemente. Se ha tapado los ojos con un brazo y tiene la boca abierta. Está muy tranquilo, como si nada hubiera pasado. Pero pasó y Dean se estremece con solo recordarlo.
Todo ocurrió cuatro días antes. Había estado lloviendo muchísimo y el suelo estaba embarrado por todas partes. Ted le advirtió que no se alejara del campamento para no dejar huellas, pero a Dean le pareció buena idea comprobar si algún conejo había caído en las trampas que habían puesto por los alrededores. Ese fue su gran error. Un par de carroñeros encontraron los cepos y sólo tuvieron que esperar a que Dean hiciera acto de presencia.
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Un sangresucia.
El que habló en primer lugar era un hombre mayor. Tenía el pelo tan enmarañado y sucio que parecía el auténtico fugitivo. Llevaba puesta una túnica raída y Dean pensó que los aliados del Señor Tenebroso tenían pinta de pordioseros. Y no cuidaban en exceso su dentadura, habida cuenta de la cantidad de dientes picados que se veían dentro de esa boca.
Dean había retrocedido por instinto, pero antes de poder echar mano de su varita, alguien le sujetó por detrás. Supo de inmediato que esas manos rudas no eran las de Ted Tonks y sintió un miedo horrible. Nadie sabía a ciencia cierta lo que había pasado con los nacidos de muggles que fueron enviados a Azkaban, pero no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que su destino debía ser algo terrible. Y Dean no quería ir a Azkaban. No había hecho nada para merecer semejante destino.
No fue capaz de pronunciar palabra alguna. El instinto le llevó a retorcerse y consiguió darle un pisotón a su captor, logrando que éste le soltara. De inmediato, el tipo de los dientes podridos le lanzó un hechizo, pero era tan torpe y tenía una puntería tan lamentable, que dejó inconsciente a su compañero. Dean pensó que la buena suerte acababa de hacer acto de presencia y sacó su varita de inmediato. Pudiera no ser el mejor duelista de su generación, pero no pensaba rendirse sin luchar. Intentó desarmar al carroñero antes de que éste llevara a cabo un nuevo ataque y no acertó por poco. Su adversario se rio de él.
—Así que has salido peleón. Pues te vas a enterar, niñato de mierda.
Dean esquivó a duras penas la maldición que surcó al aire y que se estrelló a su derecha, en el tronco de un árbol, dejando un agujero humeante a su paso. Dean no logró contraatacar porque, pese a su aspecto miserable, el brujo era bastante hábil con la varita. Lanzaba un hechizo tras otro, sin darle tregua. Dean sólo podía retroceder, hasta que tropezó con una rama y cayó de culo al suelo. Su varita salió disparada y, una milésima de segundo más tarde, el carroñero estaba sobre él y le había agarrado del cuello.
—¿Pensabas que podrías escapar?
Iba a regodearse en su victoria y ese fue su error. Dean quiso apartarse de sus manos y el aire empezó a faltarle al mismo tiempo que su enemigo apretaba con saña. Pronto se quedaría inconsciente y vete a saber lo que podría ocurrirle después. Desesperado, echo un vistazo a su derecha y vio una piedra. No lo pensó demasiado. Dejó que su instinto actuara y se vio a sí mismo agarrar la piedra, alzar el brazo y golpear al carroñero con las escasas fuerzas que le quedaban.
Funcionó. El hombre quedó ligeramente aturdido y apartó las manos de inmediato, pero aún seguía sobre él y tenía la varita a un lado. Dean comprendió que estaba muy lejos de encontrarse a salvo, así que le propinó un nuevo golpe. La cabeza del carroñero sonó a cascado y se desplomó a un lado. Había muchísima sangre y Dean no se detuvo. No podía detenerse. Si dejaba que su enemigo se recuperara y cogiera la varita, estaría perdido. Iría a Azkaban y terminaría muerto o en una situación aún peor. El hombre había caído al suelo, así que Dean se colocó sobre él y le dio otra pedrada más en la cabeza. Y otra. Y otra más. Le golpeó hasta que el dolor en el pecho le detuvo bruscamente porque, aunque ya no había nadie estrangulándole, le costaba respirar.
Dean se detuvo. Tenía la piedra en la mano y, bajo él, la cabeza del carroñero era una masa informe de sangre, sesos y huesos despedazados. Una cosa terrible. Dean profirió un ruido extraño, una mezcla de grito y gemido que hubiera hecho estremecer a cualquiera. ¿Qué había hecho, por Dios? Acababa de matar a un hombre. Estaba asustado y apenas daba crédito a lo ocurrido.
Un momento. Dean giró su cuerpo y vio al otro carroñero a unos metros de distancia. Seguía inconsciente, pero pronto se despertaría. Temblando, con el corazón latiéndole a toda velocidad y todo su cuerpo temblando, Dean recuperó la varita y se acercó a él. No sabía qué hacer. Tal vez podría haber recurrido a las piedras, que resultaban bastante efectivas para deshacerse del enemigo, pero ahora que la adrenalina había desaparecido, se sentía incapaz de repetir algo como aquello.
Escuchar la voz de Ted le produjo tal sensación de alivio que las rodillas le flaquearon y cayó al suelo como un peso muerto.
—¡Dean! ¡Dios mío, Dean! ¿Qué ha pasado?
Ted observó la escena con estupefacción, pero enseguida hizo gala de su aplomo natural y tomó las riendas de la situación. No fue necesario que Dean le explicase nada. Era evidente lo que había ocurrido.
—Quédate ahí, Dean. ¿De acuerdo? Yo me hago cargo de todo.
Dean se limitó a obedecer. Se quedó de rodillas en el suelo mientras Ted se ocupaba del carroñero muerto y de su compañero. Según lo que le había contado, Ted estaba más que acostumbrado a manipular los recuerdos de la gente, puesto que trabajaba como desmemorizador. Un rato después, ya de regreso al campamento, Ted le explicó lo que había hecho.
—He modificado la mente de ese carroñero. Cuando se despierte, creerá que mató a su compañero y, lo más importante, no se acordará de ti. Tú no tienes que preocuparte por nada, Dean. Todo va a estar bien, aunque tendremos que irnos a otra parte. Es evidente que esos desgraciados andan demasiado cerca de nosotros.
Dean asintió. Ted le agarró de la cara y le habló con una solemnidad impropia de él.
—Olvídate de todo, Dean.
Pero Dean no ha podido hacerlo. No deja de pensar en la cabeza destrozada de ese individuo y tiene unas pesadillas horribles que le atormentan. Y para colmo de males está resfriado. Decide asomarse al exterior, aunque sólo sea para comprobar que no hay carroñeros cerca. No tiene fuerzas para volver a enfrentarse a ellos. No está seguro de volver a tener la misma suerte que antes. Además, ¿qué hubiera sido de él si le hubiesen atacado más de dos hombres?
—Tienes que dormir, Dean.
Ted está a su espalda, con aspecto somnoliento. Una vez más, tiene toda la razón del mundo. Dean sabe que necesita descansar, pero es incapaz.
—No puedo.
—Lo que pasó no fue culpa tuya.
Dean traga saliva y niega con la cabeza. Su voz apenas es audible.
—Pero lo que le hice a ese hombre.
—Fue en defensa propia. Pretendían capturarte. No pudiste hacer otra cosa.
—Pero…
Dean niega nuevamente y los ojos se le llenan de lágrimas. Ha matado a un hombre. A lo mejor lo hizo porque no le quedaba más remedio, pero eso no cambia nada. Destrozó la cabeza de otro ser humano. Agarró una piedra y lo golpeó hasta que ya no puedo golpear más veces. ¿Qué clase de animal es capaz de hacer algo así? ¿Cómo va a mirar a la cara a sus amigos, a su familia, sabiendo de lo que es capaz?
—Hay una solución para tu problema.
Las palabras de Ted le llenan de esperanza.
—¿Cuál?
—Puedo borrarte la memoria. Ya sabes que soy muy bueno en eso. Haré que desaparezcan todos esos recuerdos.
Dean se siente esperanzado y da un respingo que es casi infantil.
—¿En serio?
—Sólo si tú quieres.
No se lo piensa dos veces. Puede que sea un acto cobarde y no le importa en lo más mínimo. Incluso un Gryffindor puede permitirse algo así en determinadas circunstancias.
—Por favor.
Ted no duda. Alza la varita y pronuncia las palabras mágicas.
—Obliviate.
No le gustan los duendes. Son antipáticos, gruñones e indignos de confianza. Siempre se sientan juntos en un rincón de la tienda y cuchichean entre ellos, hablando vete a saber de qué cosas. Dean se asegura de tenerlos bien vigilados, no vaya a ser que aprovechen cualquier descuido para traicionarlos y entregarlos a los carroñeros.
Cuando compartió sus preocupaciones con Ted, éste le dirigió una mirada compasiva y le sonrió, acusándole de ser un poco paranoico. Algo bastante normal, teniendo en cuenta todo el tiempo que llevan escondiéndose. Dean empieza a estar realmente agotado y aprovecha cualquier resquicio de tiempo para dormir. Muchas veces se arrepiente por no haberse ido con los suyos a las islas Canarias. ¿Cuánto tiempo hace que no habla con ellos? ¿Seguirán bien? Dos días antes soñó que los mortífagos los habían capturado para torturarles frente a él y aún se siente incómodo al recordarlo.
—Dean. Vamos a tener que ponernos en marcha otra vez.
Ted se ha sentado a su lado. Últimamente hablan mucho menos que antes. Suele pasar casi todo el rato discutiendo con Dirk Cresswell, su nuevo compañero de viaje. Dirk también es hijo de muggles y se pasa la vida ideando planes para menoscabar la confianza de los carroñeros. Es partidario de plantarles cara desde las sombras y pretenden fundar su propia guerrilla. En opinión de Dean, está más loco que una cabra. Ted, en cambio, parece un poco más dispuesto a escuchar sus proposiciones.
—¿Dónde iremos ahora?
—A Gales. Dirk dice que conoce a un par de personas que podrán echarnos una mano.
Dean gruñe mientras se pone en pie y expone su queja.
—Todo nos iba mucho mejor antes de que Dirk y los otros aparecieran.
Ted le mira con cierto desconcierto.
—Nos salvaron el pellejo, ¿recuerdas?
—Los carroñeros les perseguían a ellos. Si no hubieran aparecido por nuestro campamento, estaríamos a salvo.
Ted no tiene nada que objetar. O tal vez sí, pero ha comprendido que no puede hacer nada para que Dean cambie de opinión.
—Además, no me fío de los duendes. Creo que si nos encuentran tan deprisa es por ellos.
—Los mortífagos han asesinado a varios de los suyos. Puede que no sean muy amables, pero no nos están traicionando.
—Seguro que no.
Dean gruñe. Ted suspira y le pone una mano en el hombro. Ya no resulta tan reconfortante como antes.
—Sé que estás cansado, pero debemos aguantar un poco más.
—Ya. Lo que tú digas.
El ataque se produce esa misma tarde. Dean no ha terminado de recoger sus cosas cuando Ted entra en la tienda con la cara roja y la varita en la mano. Su voz es tan apremiante que Dean no puede objetar nada.
—Rápido, Dean. Tenemos que irnos.
—¿Qué pasa?
—Son los mortífagos. Corre hacia el bosque y desaparécete en cuanto puedas.
—Pero, Ted.
—¡Corre!
No hay tiempo para grandes despedidas. Ted le empuja con brusquedad, obligándole a abandonar la tienda de campaña por un roto que él mismo ha provocado en la parte trasera. Dean ve el resplandor de los hechizos y, aunque una parte de él quiere quedarse y luchar, al final obedece las indicaciones de Ted Tonks y corre todo lo deprisa que puede. Le parece que hay alguien persiguiéndole y, a juzgar por la altura que vislumbra de soslayo, debe tratarse de uno de los duendes.
Dean corre hasta el límite de las barreras antidesaparición. Una vez allí se detiene y mira a su espalda. El campamento está a unos cincuenta metros de distancia y los encantamientos y maldiciones siguen sucediéndose sin descanso. Entorna los ojos para intentar ver a Ted entre la maleza, pero sólo distingue la figura de Griphook, el duende. Y aunque sabe que es algo muy estúpido por su parte, grita.
—¡Ted!
No obtiene respuesta alguna, aunque el duende gruñe a su lado.
—¿Qué haces, insensato?
Dean le mira con todo el desprecio que es capaz de manifestar, aunque Griphook ni se inmuta. Lo que hace es extender una mano en su dirección antes de darle una orden bien clara.
—Desaparécenos antes de que vengan los mortífagos.
Dean no quiere hacerlo. No quiere marcharse de allí sin saber qué ha pasado con Ted, pero al final lo hace. Piensa en el lugar más apartado y remoto que es capaz de recordar y se aparece allí con el duende agarrado a él. Como es evidente, se libera de su agarre en cuanto le es posible.
Durante un rato no sabe muy bien qué hacer o decir. Ignora el rugido del océano y camina de un lado para otro mientras Griphook toma asiento. Necesita saber qué ha ocurrido en el campamento y asegurarse de que Ted y los otros están bien. Sobre todo, Ted. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando se planta frente al duende y habla con decisión.
—Tenemos que volver.
Griphook es tan taxativo como él mismo.
—No.
Dean insiste.
—Tenemos que ir a por los otros.
Griphook se mantiene en sus trece.
—Están muertos.
A Dean se le revuelve el estómago y se niega a creer en esa posibilidad.
—No lo sabes.
—Vi como un hechizo partía por la mitad a Gornuk. Cresswell peleaba contra tres brujos al mismo tiempo y otros dos perseguían a Tonks. Salvo que seas un humano estúpido que cree en los milagros, ya te digo yo que están muertos.
Dean siente cómo las fuerzas le abandonan y se sienta en el suelo. Es obvio que Griphook tiene razón y, aunque su cabeza le dice que debe llorar, está tan devastado que no puede hacerlo. Ted Tonks está muerto y lo último que hizo fue discutir con él. No volverá a escuchar sus historias sobre fútbol y ya no tendrá ocasión de verlo junto a su hija, de la que se sentía tan orgulloso. No puede ser que haya sido asesinado en mitad de un bosque, mientras huía como un vulgar delincuente. La vida no puede ser tan puta.
—De todas formas, tenemos que volver.
—¿Por qué?
Griphook parece sentir cierta curiosidad.
—Tenemos que enterrarlos. Se merecen un poco de dignidad.
El duende se ríe, aunque no resulta del todo jocoso. Más bien se le ve resignado.
—No seas ingenuo, muchacho. Los mortífagos no dejarán nada que podamos enterrar.
—Pero.
Dean ni siquiera puede pensar en ello. Sólo sabe que, conociendo un poco el proceder de esos malditos monstruos, Griphook posiblemente esté en lo cierto.
—Ahora estamos tú y yo, muchacho. Me quedaré contigo mientras me seas de utilidad.
El duende se aleja. Dean no sabe qué va a hacer ni le importa. Agradece que se vaya de su lado porque necesita estar solo. Su situación actual es más precaria que nunca y se siente muy solo y asustado. No sabe si será capaz de sobrevivir a toda esa mierda. Su familia está a miles de kilómetros de distancia. Sus amigos deben estar sufriendo las mismas penurias que él. Es posible que su padre biológico esté muerto. Ha perdido a Ted, la única persona que hizo su vida como fugitivo un poco más soportable.
Dean solloza y se tumba en la tierra. Todo allí parece sucio y terrible y no le importa. Cierra los ojos e intenta dejar la mente en blanco. Lo único que tiene claro es que jamás dejará de extrañar a Ted Tonks. Su amigo.
Hola, holita.
Cuando escribo sobre lo que ocurrió durante ese famoso séptimo año, suelo centrarme en lo que ocurrió en Hogwarts o en Azkaban, así que me apetecía ver la historia desde el punto de vista de Dean. Me he centrado sobre todo en su relación con Ted y he cortado justo en el momento en el que la historia se vuelve más canon. Espero que os haya gustado.
Besetes y suerte en el reto.
