Capítulo 2: Hogar, dulce hogar.

...

Cruzamos la acera y avanzamos unos pocos metros más hasta que llegamos a las puertas de mi bajo.
Se trataba de un bloque de cuatro pisos incluyendo la planta baja en la que yo residía, pero el portal de los pisos superiores era independiente del mío.

Abrí la puerta y los dos fuimos enérgicamente recibidos por Sven que me dejó claro en un segundo que aquella chica de, ahora sí que lo tenía claro, brillantes ojos color aguamarina, no me asesinaría mientras dormía. Ambos se revolcaron por el suelo en un intercambio unidireccional de babas antes si quiera de que pudiese cerrar la puerta.

—¿Quién es el chico más guapo de la casa? ¿Quién? —preguntó Anna en tono ñoño al perro que le seguía el juego feliz con la presencia de aquella intrusa— . Y ¿quién es el más listo?
—Él, sin duda —opiné burlón mientras mi perro apoyaba su cabeza sobre el pecho de aquella chica mientras ella le rascaba cariñosamente tras las orejas.

Por fin, se adentraron un poco en la sala y, empujando la maleta que Anna había dejado en medio, logré hueco para cerrar la puerta.

—Bueno, tú dormirás en la cama y yo en el sofá.

Anna rio con ganas.

—No, en serio, ¿dónde está mi habitación? —dijo secándose las lágrimas.
—Me temo que esto es todo —contesté con una mueca.
—Imposible, no hay casas tan pequeñas.
—Las hay peores —dije cruzándome de brazos un poco ofendido.
—Y ¿esa puerta? ¿Creías que me tomarías el pelo?
—Eso es…

No me dejó acabar la frase y abrió la puerta entre ilusionada y expectante, como si fuese a encontrar un tesoro tras ella pero, nada más abrir, cayó sobre sus rodillas dramáticamente.

—...el baño —terminé de decir confirmando lo evidente.
—¿De verdad no hay más que esto? ¿Y los pisos de arriba?
—Son de otras casas.
—¿De verdad?
—De la buena.
—¡¿Por qué vives aquí?!
—Es barato. Y hasta ahora no había necesitado más.
—No me lo puedo creer.
—Si no quieres quedarte…
—No, está bien. ¡Hemos venido a jugar!
—¿Qué?
—Si viajo para conseguir experiencias, conocer gente, aprender del mundo y descubrir qué quiero hacer con mi vida, no puedo rendirme ante la primera dificultad que me surja.
—¿Viajas para todo eso?
—Ahá.
—Yo no viajo mucho, pero cuando lo hago suele ser para ver a la familia y despejarme. No mucho más.
—Bueno, tú tienes un lugar donde vivir, un perro y supongo que un trabajo.
—Así es.

—Tienes una vida. Yo estoy buscando la mía.
—¿No tienes casa?

Saqué un par de vasos y le ofrecí un poco de agua.

—¿Agua? ¿Eso es lo que me das para soltarme la lengua?
—No pensarás que voy a emborrachar a una desconocida para que se vuelva loca en un piso en el que casi no cabemos, ¿no? Bebe agua; es sana.
—Pareces un viejo…
—¿Tienes hambre?
—¿Ahora me vas a ofrecer una rebequita?
—Asumo que no tienes hambre.
—¡Eh! ¡Yo no he dicho eso!

Tratar con aquella chica era un poco complicado: no era de esas personas que te lo ponen fácil; sin embargo, también tenía algo de divertido. Después de tanto tiempo en solitario, nunca pensé que me sentiría tan cómodo hablando, o discutiendo más bien, con alguien ajeno a mi familia.
Sin dar explicaciones, abrí un altillo de un armario y saqué un juego de cama limpio que le lancé a los brazos.

—Está bien, voy a preparar algo de comer. Mientras tanto ve preparándote la cama. Imagino que preferirás cambiar las sábanas y eso.
—¿Qué? No, ni hablar. No te voy a echar de tu cama. Dormiremos juntos.

Imagino que el ardor repentino que sentí en las orejas se dejó ver también en mi rostro, porque no tardó ni un segundo en empezar a reír a carcajada limpia.

—Venga, ¡tranquilo! ¡Era una broma! Yo me quedo el sofá.

Me froté la nuca avergonzado e incómodo y cambié de tema esperando poder olvidar aquel momento algún día.

—Dormirás en la cama. No voy a invitarte a mi casa y a hacerte dormir en el sofá. No te preocupes por mí, he dormido en sitios peores.
—Imposible.
—En serio, ¿sabes lo que es el tacto?

Me miró fijamente como esperando a que confirmase que se trataba de una broma, pero, evidentemente, ese momento no llegó. Habría estado bien que hubiese sido broma.

—¿Y si nos turnamos? —dijo aceptando finalmente que hablaba en serio.
—No.
—¿Por qué? Si duermes tanto tiempo en el sofá te acabará doliendo todo y me sentiré culpable.
—¿Y cambiar las sábanas a diario? Me niego. Prefiero una lumbalgia.
—No tengo la sarna, ¿sabes?
—Y, ¿qué te hace pensar que yo tampoco?
—Mmm… Que hueles bien.
—¿Qué? —Irremediablemente se me subieron de nuevo los colores. —Y, ¿qué tiene eso que ver?
—Supongo que nada. Pero no tienes sarna, ¿a que no?
—No… De momento, esta noche la cama es tuya. Ya veremos qué pasa mañana.

Anna pareció tomar aquello como una posible victoria y aceptó encantada.

—¡Vale!

Comencé a preparar la comida mientras ella preparaba la cama. Fue divertido ver de reojo cómo peleaba con la sábana bajera haciendo salirse las esquinas que tenía ya enganchadas cada vez que ponía una nueva. Finalmente, se hizo con la rebelde sábana y terminó de preparar lo demás en un momento. No tardó en empezar a merodear por la pequeña cocina olisqueando todo lo que iba preparando y sin perder detalle de nada. Su forma de moverse, gesticular e incluso hablar bailaba entre lo brusco y lo grácil convirtiéndola en un espécimen realmente interesante.

—¿Y el plato principal?
—Esto es el plato principal.
—¿Y la carne?
—No hay.
—¿No hay? Acabas de hacer compra, ¿no?
—En esta casa no se comen animales.
—No me lo creo.
—Porque...
—¡Eres un tío enorme! ¿Cómo vas a mantener todo esto sin comer carne?
—No la necesito. Todo lo que necesito sale de las plantas.
—¿No me estás tomando el pelo?
—¿Por qué debería?

Anna me aguantó la mirada durante unos segundos. De nuevo sentí que intentaba probar la veracidad de mis palabras.

"Quizás debí comentarle algo de esto antes de traerla a casa."

—Verás, desde que conocí a Sven no he vuelto a probar la carne.
—¿Ni el pescado?
—Ni nada que venga de un animal.

—¡Dios mío! ¡El queso!

No pude sino reír ante la desesperación en su tono.

—Siempre he odiado el queso; no ha sido una gran pérdida.
—Nadie odia el queso.
—Yo sí.
—Eres un tipo muy raro.
—Me lo voy a tomar como un cumplido.
—Y, ¿qué eres? ¿Una especie de anciano que ama a los animales?
—Simplemente me di cuenta de que no había diferencia entre comerme al animal que había en mi plato y comerme a Sven. El que me duela menos porque no haya un vínculo afectivo entre nosotros no lo hace menos terrible. Sólo eso. ¿Te molesta? Aún estás a tiempo de cambiar de opinión sobre lo de quedarte aquí.

Anna miró los ojitos de pedigüeño que me ponía Sven y sonrió tiernamente.

—Sobreviviré.
—Lo harás. Y ahora, ve a ponerte una rebequita, que la cena ya está casi lista.