Flor de luna.

Advertencias: NSFW, trans!megumi, afab!terms, alguien se muere.

Para la Sukufushi week 2021.

Día dos: Reincarnation/Soulmates & Virgin/Sacrificial Bride.


Una vez Megumi fue vendido a la ciudad prohibida.

Él no recordaba esa noche, pero Uraume, su ayo, sí.

Le había contado que el sol y la luna se amaban. Y que, como buenos amantes, no podían estar juntos.

Que en el día el sol hacía a los ruiseñores dorados cantar relámpagos y que, por las noches, la luna alzaba hierbas fantasmas con tallos tan blancos que brillaban en la penumbra. Pero que en un momento entre el día y la noche que nadie recordaba, la luna no volvió a salir. Le contó también que la ciudad prohibida fue amurallada, pues los viejos emperadores quisieron preservar las últimas hierbas fantasmas que nacían en los jardines acuáticos, el agua jade brillaba con menos intensidad a medida que los años pasaban.

—¿Así fue como pasó todo en realidad, Uraume? —le preguntó Megumi dentro de la tina de granito. Uraume asintió con la cabeza, una sonrisa pequeña en la boca.

—Es así como se nos ha enseñado, joven amo.

Megumi frunció los labios, no realmente convencido de ello.

Él había escuchado la historia de la ciudad amurallada tocada por el sol, que la gente resplandecía con sus pieles ligeramente bronceadas y doradas, que en sus cabellos tenían colores cálidos también y no conocían el frío.

Y Uraume decía que cuando su padre lo vendió a la ciudad prohibida, en medio de la penumbra y el ligero arrullo de las hierbas fantasmas, la luna volvió a surcar el firmamento. Las estrellas volvieron a resplandecer, y habiendo callado durante años, lo primero que el rey dijo fue que sus ojos ya no sentían más soledad. A pesar de que el rey le había adorado desde el primer momento, incluso con sus ropas harapientas y las piernas huesudas, Megumi no creía encajar allí. Las personas que rondaban al rey eran todas altas, esbeltas y con la piel tocada por el sol. Megumi era alto pero flacucho y tenía la piel tan pálida como la leche. Sin embargo, ni así se sentía hijo de la luna.

—¿Crees que el rey me ame? —entre las infusiones del baño caliente y el agua de rosas y leche cayéndole en la piel, Uraume le masajeó el cabello afanosamente, con una sonrisa en su siempre calmado rostro.

—Claro que sí.

Megumi se quedó callado.

—¿Crees que realmente quiera casarse conmigo? Por quererlo, no como deber…

Uraume lo pensó, enjuagándole el cabello con agua tibia, acercando su rostro al jovencito de ojos verdes que lo miraba con suspicacia.

—¿No te ha llenado el emperador de suficientes regalos? ¿No te ha dado ya lo mejor? —le preguntó, mirando a su alrededor la gran sala donde ambos estaban, el silencio surcando con duda las paredes—, ¿no ha nombrado flores con tu nombre y no ha profesado que eres la bendición del pueblo yerto?

El peli-negro lo pensó, la maraña hollín cayéndole en la frente.

—¿No debería aspirar de él algo más que obsequios?

Uraume se rio, con la voz cargada de veneno dulce, la flor más peligrosa en el jardín del rey.

—Crees que, si el rey no te amara, ¿te habría conservado aunque no hayas sangrado en quince lunas? —la voz tácita se resbaló por su piel, tallando sus brazos y hombros, bajando por la espalda—, ¿Crees que si el emperador no te amara habría adelantado la ceremonia nupcial?

Megumi se quedó callado por un largo rato, jugando con los pétalos del agua entre sus dedos, mirándolos ir de allá para acá, libres, sobre el agua y mezclándose con la leche. Apretó los labios sin saber muy bien que pensar. La piel le temblaba cuando pensaba en él, algo dentro de él se extendía, como una neblina de nerviosismo solo de pensar que podría no ser suficiente para el rey. Que podría simplemente no ser. Uraume le extendió los brazos para empezar a secárselos con una toalla esponjosa.

—No creo saber cómo complacer al rey.

El albino no perdió la calma en ningún momento y siguió secándolo sin problemas, lo hizo levantar para poder secarle las piernas y luego lo hizo pisar en la alfombra para vestirlo con las primeras capas del kurotomesode. El maru-obi descansaba en la mesa cercana a ellos sobre el kimono de su boda, era negro y lo adornaban bellas flores rojas y rosas. El maru-obi era de hilo de oro también con flores bordadas y listones rojos.

Megumi tragó lentamente, de repente cayendo en la realidad de lo que estaba a punto de suceder. Había alcanzado la edad en la que era elegible para casarse con el rey.

—Eso es bastante fácil.

Uraume lo devolvió a la realidad diciendo aquello, Megumi lo miró con la ceja enarcada esperando a que continuara. Uraume suspiró, habiendo amarrado bien la prenda para que no fuera a resbalarse con el movimiento, aún faltaban algunas horas para la ceremonia, así que sus pasos los condujeron a ambos a ese que ya no sería más su lecho.

—Lo primero que tienes que hacer es tener el control.

Lo dijo como si fuera la cosa más fácil del mundo.

—No creo que al rey le guste que yo tome el control…

El albino sonrió de manera socarrona.

—Al rey no le va a desagradar nada de ti —comenzó tomándole las manos, explorando los dedos con sus propios dedos, trazando caminos con ellos en su piel—, allá afuera él puede ser el rey de las maldiciones, pero en el lecho está sometido a ti.

Chispazos de duda resplandecieron en los ojos de Megumi.

—¿Cómo?

Uraume no le contestó, con sus manos le empujó los hombros hasta que lo tumbó sobre la cama, sentándose a horcajadas sobre él. Sus manos tomaron las del peli-negro y las guio por su cuerpo lentamente, acariciando sobre la tela el tierno cuerpo que no era muy diferente al suyo. La respiración de Megumi se tensó cuando Uraume se levantó un poco sobre sus rodillas para dejarse caer segundos después.

—Toma el control.

Megumi sintió a Uraume comenzar a refregar su pelvis contra su estómago, movimientos lentos y circulares, como una danza. Eran sus rodillas las que se movían junto a la cadera, el resto de su cuerpo permanecía inmóvil. Tocar sus huesos danzantes le parecía hipnótico.

—No creo que esta sea la manera en la que las cortesanas…

Uraume siseó, llevando las manos de Megumi a los lados de su rostro para que no pudiera moverse.

—Olvide la manera en la que los reyes se han cogido a las cortesanas, ¿no fue el mismo rey el que quemó la torre de las cortesanas y las exilió a todas cuando se comprometieron?

Megumi asintió, tragando pesadamente.

—¿Y es usted una cortesana o una esclava, joven amo?

Él negó.

—Entonces no tiene porqué coger como una. Si el rey quisiera coger al estilo de las cortesanas de la torre del sol, ¿por qué lo desposaría a usted, hijo de la luna?

El peli-negro se mordió los labios, indeciso aún, pero quizá tentado de las palabras de Uraume. En un movimiento rápido, terminó tumbando al albino en el lecho, riéndose ambos por la fuerza recién adquirida en sus movimientos. Uraume sabía que, si el chico quería podía tomar las riendas de ese palacio. El rey estaba lo suficientemente obnubilado con él como para que no le importara entregarle el reino completo si él así lo deseaba.

—Muy bien, joven amo, tome el control.


—Mi rey.

Sukuna levantó la vista.

—Acércate mi flor de luna.

El mundo está por arder.

Los pasos de Megumi se evaporaban en el suelo, delicadeza de pies de seda. Manos de flor, dedos de pétalos danzando en el rostro ajeno. Megumi veía a Sukuna con un amor que rebozaba en su cuerpo, lo volvía tibio y febril. Suspiraba cuando se enredaba entre sus piernas y sonreía cuando los dedos le tocaban con gracia.

Su grácil flor de luna le miró parado a los pies de la cama, sin acercarse ni un centímetro más a pesar de que su rey le extendía las manos para que cayera sobre su regazo, a donde sentía pertenecer más cualquier otro lugar en el mundo.

—¿Por qué has cancelado la ceremonia nupcial? —le increpó, quizá con el rostro ligeramente más serio.

—No tienes nada qué temer, luna de mi vida.

Sukuna tomó al jovencito entre sus piernas, sentándolo sobre su regazo caliente.

El rey le contó unas cuántas cosas al oído, como lo bello se veía esa noche y Megumi luchó muy fuerte por no olvidar lo enojado que estaba por haber sido privado de algo que deseaba mucho.

—¿Has visto lo radiante que estás esta noche, amor mío? —le volvió a decir, con la nariz enterrada en sus cabellos de carbón—, pondrás celosas no solo a las flores, pero a las estrellas y tu madre la luna. Eres el ser más bello que ha pisado esta tierra.

Megumi se estremeció entre sus cuatro brazos, las mejillas rojas como un par de granadas.

—He cancelado la ceremonia porque aún no estamos listos —pero rectificó sus palabras en el momento en que vio los ojos verdes aguarse tan rápido que temió haberlo herido de verdad—, no dudes de mis sentimientos, pedacito de cielo, todavía nos queda una cosa más.

Un pequeño frasco de jade contenía tinta oscura y un pincel delgado descansaba a su lado. Sukuna le explicó que había algo que quería que hiciera por él. Megumi se sentó mejor sobre su regazo, sin entender en realidad a donde iba esto.

—Esto es algo que solo tú puedes hacer, mi brisa de primavera —le dijo dándole un golpecito con el dedo en la nariz, Megumi contuvo la risa—, quiero ser tuyo. Quiero que marques mi piel con esta tinta para mostrarle al mundo a quien le pertenezco y a cambio haré lo mismo contigo.

Los ojos de Megumi resplandecían como hierba fresca, manzanas recién arrancadas del árbol. Se volvía un mar de efusividad con su rey. Sus manos delgadas y del color del opal se movían con algo de inquietud, tomando la vasija de jade. Miró a su rey por un largo rato, con sus dos pares de ojos escarlata y sus labios generosos.

Con la piel tocada por el sol, Megumi tomó el pincel y empezó a detallar. Sus movimientos eran suaves y mantenía un paño mojado con agua tibia cerca por si se equivocaba. El rey estaba intrigado, el peli-negro le pidió que cerrara los ojos, y fue aún más extraño sentir el pincel justo sobre su rostro, debajo de sus ojos inferiores.

—¿El rostro, cariño mío? —le preguntó con cierta burla en la voz—, tu osadía no conoce límites.

Megumi se rio, moviendo con suavidad la muñeca para hacer las líneas lo más detalladas que pudiera.

—Es… —musitó—, me gusta la idea… de que el resto sepa que es mío, mi rey.

Sukuna hizo que una boca naciera en su mejilla para besarle las venas de la muñeca al chico, la piel erizándose a su paso sin poder evitarlo. No era necesario que Megumi lo marcara, Sukuna gritaría al mundo completo que Megumi era suyo y él era de Megumi incluso si el peli-negro no se lo pidiera. ¡Que el mundo sintiera pena de conocer un amor como el suyo!

—Tendremos la ceremonia en otro momento, amor.

Megumi asintió, sin desconcentrarse de los trazos que hacía.

Y al ponerse el sol nadie estaría con él.

Hace mucho había dejado de cuestionar las acciones del rey, no se sentía con derecho luego de pasar quince lunas sin sangrar. Su ayo y las mujeres que le servían le decían todos lo mismo: que era importante para la consumación de su relación con el rey. A Megumi el tiempo se lo comía vivo.

—Mi rey… —pidió con la voz temblorosa, un ardor recorriéndole el estómago y el vientre.

—¿Qué pasa? —le preguntó el rey, quitándose la túnica como el chico se lo había pedido.

Había incomodidad naciendo en Megumi, las líneas del pecho cubrían la piel del negro de la tinta, en contraste a la piel tostada. Sus labios se estiraron unos segundos y después se volvieron a encoger, acomodándose mejor entre las piernas del rey para marcarle los hombros con círculos prominentes, la piel siendo manchada.

—Mi rey —desoyendo la voz de Uraume en su cabeza, se atrevió—, ¿seguirá amándome aun cuando ya no sea joven y hermoso?

No lo vio, pues tenía las mejillas coloradas y la vergüenza atorada en la garganta. La risa de Sukuna retumbó en las paredes como el rugido de un león o un lobo aullando en el monte.

—Te amaré hasta la muerte, y si las maldiciones nos dan vida después de la muerte, te amaré incluso después de muerto.

El corazón pendiendo en un hilo, la sangre calentándose en sus arterias.

Entregado al deseo inamovible de su cuerpo, Megumi lo besó. No esperó un segundo a que la tinta se secara sobre el cuerpo del peli-rosa. Él se lanzó a sus brazos desaforado en una necesidad que taladraba sus huesitos de papel. Megumi no era nada más que frutilla fresca desbaratándose entre diecinueve dedos en las noches.

Su separación fue abrupta cuando su cuerpo no pudo controlarlo más, y sintió algo escurrir entre sus piernas. Asustado se movió como un cervatillo, descubriendo con miedo que las sábanas y la túnica del rey estaban manchadas.

Que las manos del rey se detuvieron de explorarle el cuerpo bajo la túnica y todo era…

—Sangre…

Sus ojos se levantaron, temerosos, encontrándose con la mirada escarlata que veía las telas llenas del rojo de sus venas. Megumi temió por un momento que el rey se enojara por haber manchado las telas, pero entre el dolor de su vientre que ahora se contraía ligeramente y la emoción de saber que el sangrado había llegado, ignoró por completo que el rey lo tumbó en la cama.

—Es la primera sangre de luna… —musitó el rey, la voz como trueno trepando por las paredes. El pecho de Megumi agitado—, está aquí…

Algo dentro de Megumi se removió, inquieto, deseando limpiar el desastre que había dejado.

—Siento tanto haber manchado las telas mi-

La voz ahogándose en vasijas de pasión. Espalda arqueada como un arpa quebrada, sus ojos aguándose por la sensación de los dedos contra su piel sensible. Las uñas largas del rey raspando la piel de su cuello, el pecho y los pezones. El par de botones ligeramente oscuros alzándose orgullosos entre la tela rota que el rey había retirado. Lengua caliente golpeteando la piel.

—Nhg…

Un siseo grave, el deseo febril bañando el cuerpo como la leche y la miel. Lengua caliente y labios suaves acariciando la piel de su vientre que quemaba, lamiendo la hendidura de su ombligo en suaves movimientos. Sus manos cubriendo sus labios para no tener que oírse a sí mismo gemir. Las manos grandes del rey danzando de un lado a otro, la carne volviéndose tibia y blanda entre las uñas largas. Los gemidos de Megumi en la habitación calmada.

—Abre tus piernas para mí, mi amor —le pidió el hombre sobre él, y dócil abrió sus piernas con vergüenza mal contenida luego de saber que tenía los muslos ligeramente llenos de sangre. El gruñido del rey crepitó por las paredes, mezclándose con los espirales de incienso, lengua acariciando las piernas rollizas.

—Nhg… r-rey —un sobresalto se llevó parte de su cordura, saliva caliente mezclándose con la humedad de su entrepierna mojada. Sukuna se abrió paso con la boca entre los pliegues de la carne roja por la sangre. Cerrando los ojos se deleitó con el sabor metálico y el olor de la sangre. Por las maldiciones, no había nada más en el mundo. Todo había sido relegado a este momento, los oídos zumbando y sus sentidos diluidos en el espeso rojo que goteaba de la entrepierna del amor de su vida.

Los sollozos de Megumi llenaron la habitación cuando su lengua se introdujo en su vagina, rodillas huesudas golpeando sus orejas débilmente. El estrecho agujero contrayéndose casi como si tuviera miedo de sus caricias. Las mejillas y mentón llenos de sangre, hilillos de saliva cayendo en el colchón con un ligero tono róseo.

—Espe- —pidió Megumi con la voz ahogada. Sukuna se detuvo al instante, porque sobre todas las cosas, estaba el placer y Megumi. Antes y después que todo, estaba Megumi—, quiero… quiero…

Megumi perdió el hilo de lo que quería decir, ojos entrecerrados en placer atosigante, atragantándose en deseo desenfrenado. Con la poca fuerza que tenía se movió lo suficiente para abrirle la túnica al rey, sentándose sobre él. Su cadera refregándose ligeramente en el abdomen, a Sukuna un relámpago de éxtasis le corrió por la espina dorsal.

Cargó entre sus brazos a Megumi, sentándolo sobre la erección palpitando, glande enrojecido y ligeramente humedecido por el líquido pre-seminal. El peli-negro deshaciéndose en suspiros dejó que el rey hurgara dentro de su cuerpo, paredes rompiéndose con ardor, los dedos grandes masajeando su clítoris haciendo la entrada imposiblemente estrecha.

—Su… —Megumi le miró casi con dolor, la sonrisa del rey volviéndose más grande.

Sukuna lo tomó todo y de una vez, dejando que su pene descansara entre las paredes estrechas de su interior, la agradable sensación de la sangre viscosa resbalando entre el tronco de su miembro, moviéndose de manera lenta. Megumi se sentía completamente lleno. El interior de su vientre expandiéndose, blando, esponjándose con un pan de levadura para recibir a su rey.

Los suspiros ahogados se volvieron sollozos cuando el hombre se lamió los dedos para seguir acariciando su engordado y ligeramente sangrado clítoris. Todo entre sus piernas era un desastre, incluso el olor de la sangre comenzaba a hacerse notar si bajaba un poco el rostro.

—Quiero que me recuerdes dentro de ti, que me sientas dentro de ti.

—S-Suku… —Megumi le miró, los labios temblorosos y la saliva resbalando por la comisura de sus labios enrojecidos—, t-te ah…

—En el nombre de las maldiciones, Megumi, esta es la primera vez que dices mi nombre.

Megumi intentó sonreír fallando en el proceso. Sukuna se movió con lentitud dentro de él, su miembro calentando el centro de su interior, golpeando las paredes con decisión para estremecerlo en sus brazos. En ese momento no había nada más que ellos. Nada más que-

Un golpe estridente en la puerta hizo que Megumi se asustara al punto en que saltó en sus brazos. Sukuna deteniendo sus movimientos de golpe. Megumi estremeciéndose entre sus brazos con la puerta cediendo al golpe. Sukuna levantando un par de dedos para asesinar a quien sea que haya decidido interrumpirle en su intimidad.

Oh, dulce hijo de la luna.

Falló, una técnica capaz de inhibir los hechizos. Megumi temblando en sus brazos con la gente conglomerándose en la habitación. Los hechiceros de la ciudad parecían haberse reunido frente a la habitación del rey, la concentración de energía maldita era tal que casi podía rivalizar con la de Sukuna. Un nido de amor y deseo lleno de retoños de flor que jamás llegarían a florecer.

¿Qué sabrás tú del miedo?

—¡No tienen permitido entrar en mis aposentos! —los gritos retumbando en las paredes, sus brazos sosteniendo a Megumi como un precioso tesoro. La tierra temblando debajo de él.

—El rey no ha mantenido su promesa —una oración compartida, hechizos cayendo sobre ellos—, ahora le quitaremos aquello que es preciado para él.

Megumi gritó horrorizado cuando observó la cabeza de Uraume en las manos de uno de los hechiceros. Los ojos cristalizados y los cabellos ensangrentados. Tirándola a sus pies, Megumi quiso ocultarse detrás de su rey para llorarle al ayo que habría sufrido incontables horrores en sus últimos momentos. ¿Qué era esta pesadilla? ¿Por qué esta historia no terminará con final feliz? ¿Es esta la historia de su vida?

Ser arrancado del jardín, pues no debió germinar en primer lugar.

Esa noche el rey no cayó, pero sí fueron arrancadas las flores del jardín.

El niño con ojos de manzana lloró y pataleó con el dolor atosigante de sus entrañas partiéndolo en dos, en la era dorada de las maldiciones, el rey fue emboscado por una multitud de hechiceros en su momento más vulnerable. Megumi fue arrancado de sus brazos y arrastrado por la ciudad imperial para que todos conocieran su vergüenza, su pecado.

Megumi le gritó a los espíritus del palacio, esos que no conocía y aquellos que no querían abandonarlo. Desde el invierno al verano los vio crecer como el musgo a las orillas de las rocas. Esa noche él se volvió musgo seco sobre una roca cuadrada, cuero crudo sobre sus muñecas, una daga de oro atravesando su vientre de un lado a otro.

El dolor más horrible que pudo imaginar lo bañó, la sangre cubriendo su cuerpo como un manto y la piedra llenándose también de la sangre de su cuerpo cercenado. Los órganos retorciéndose en su interior en miedo, aferrándose a la vida inquieta que debía tener. Pura, inocente y feliz que ya no se encontraba allí.

El miedo es para los amantes.

—¡Megumi, Megumi! —gritó Sukuna, oídos tronados, pensamientos diluyéndose en el mar de su sangre sobre la roca del sacrificio—, seré una multitud de cuerpos, que durmieron y vivieron mucho tiempo…

Y cuando vuelva a verte te amaré con cada de uno de ellos como este día.

Por favor no me olvides.

Ahogándose en la salvia de su pasión, una mano rebuscó entre sus vísceras calientitas el dedo que le faltaba a su rey, y como maldición o bendición de un destino que le fue arrebatado, sus órganos se apretaron en torno a la mano que quería quitarle—

(aquello que era más preciado para él)

Lo siguiente que vio fue la cabeza siendo sesgada de los hombros. Las lágrimas de sangre corriendo por sus mejillas de porcelana.

—Sukuna… —musitó en un último aliento—, no me… olvides…

El rey negó, los hombros temblándole de rabia.

—Ni aunque viva un millón de vidas podría olvidarte, luna de mi vida.

Esos que prefieren ahogarse en sus sentimientos y atesorarlos antes que el mundo los escuche.

Esa noche el rey cayó, pero la maldición se ciñó sobre el mundo, veinte dedos regados por el mundo juraron vengarse una vez por el amor que le fue arrebatado. A su paso, fue ese mismo amor el que se volvió el peor de los suplicios existentes para aquel que osara tenerlo,

Y que no fuera él.


Megumi despertó con el aire faltándole en los pulmones. El vientre contraído en dolor.

Cuando miró a todos lados no reconoció su entorno, eran un montón de árboles, rocas y hierba que no tenían ningún sentido para él. Lo único que reconocía era la textura entre sus dedos.

Un dedo.

La carne amoratada, callosa, ligeramente viscosa.

El peli-negro corrió, la garganta ardiéndole por el aire que entraba con fuerza en su cuerpo, en medio del campo de batalla con nada más que un pensamiento en la cabeza. Nada más que unas marcas oscuras naciendo desde sus entrañas calientitas, adornándole el cuerpo. La sensación de ser marcado, de algo naciendo en su interior.

Algo oscuro que intentaba consumirlo.

—¡Sukuna!

Y el nombre que le sabía a cariño.

El peli-rosa se giró para mirar con atención al jovencito que se le acercaba corriendo, como si fuera agua en un desierto. Las manos huesudas y temblorosas, dedos raspados acariciando su rostro como si quisiera reconocerlo. Los dedos de Megumi se arrastraron por la piel del rostro de Sukuna. Sus uñas temblorosas delineando las líneas llenas, tan negras como aquella noche…

—Eres… eres tú —gruesas lágrimas resbalando por sus ojos como un acantilado desde el fondo de su corazón. La maldición que se había mantenido dormida por tanto tiempo ese día despertó, y Yuji fue resguardado en el fondo de sus costillas. Ya no existía nada más que el recuerdo de un muchacho, la parte humana que a Sukuna le faltaba para ser un ser completo.

—Me alegra que te hayas dado cuenta, luna de mi vida.

El escalofrío recorriendo su piel, como un susurro de voces calladas. Una necesidad inquietante.

—¿Cómo es que…

—Solo tú podías marcarme, mi amor —musitó la maldición ignorando el mundo cayéndose a pedazos a su alrededor, besando sus nudillos y sus palmas abiertas—, y tu marca quedó grabada en mí por la eternidad.

En el campo de batalla un gemido de dolor y felicidad cubrió la tempestad, aferrado con los brazos temblorosos al cuerpo de la maldición, Megumi decidió que la eternidad nunca había sido tan corta ni el amor tan largo.