Sinopsis: Las ofrendas disminuyen y los mortales lo están olvidando. La única manera de que Izuku sobreviva es combinar su templo con el de otro dios y buscar un consorte. Y hay un dios de la guerra interesado.

Día 3: AU de fantasía (Nature God!Izuku y War God!Bakugo).


A quién rezan los dioses

Y en el vaivén de planes sin marcar
Cae sobre ti la bomba universal
No hay colisión, ni ley, ni gravedad
Que te pueda hacer caer, aunque tiren a dar
Tal vez, las paredes ladren
Y el techo empiece a correr
Dirán que cayó el gigante
Y un charco se ha abierto a tus pies

Lo que te hace grande, Vetusta Morla


—El templo está muriendo.

La voz de Ochako es fúnebre y terrible. La diosa menor contempla el estado de templo y no tiene por qué decir nada más. Izuku sabe que su templo está muriendo, incapaz de mantenerlo a flote. Los dioses no pueden vivir si los seres humanos no dejan ofrendas para ellos y los recuerdan. Sólo la memoria humana los mantiene vivos en el reino espiritual. El templo de Izuku está muriendo.

—Dijeron que había una manera —le dice Izuku— de salvarlo. No sé si…

—¿Cuál?

—Unirlo con el de otro dios menor.

—¿Alguno está dispuesto? —pregunta Ochako, alzando la ceja. Las uniones entre dioses suelen ser eternas y sólo en muy determinados casos pueden disolverse. Debido a eso, muchos dioses prefieren no someterse a ellas, salvo que tengan acuerdos o amen realmente a aquel a quien se unirán.

—Hay un dios que lo necesita —dice Izuku, pesadamente.

—¿En serio? —pregunta ella—. ¿Otro dios cuyo templo está en ruinas?

No, eso sólo sería un problema para ambos. Se precipitarían a la muerte en compañía, únicamente. Izuku necesita a un dios con mucha mejor reputación que él, al menos en cuanto a ofrendas, lo que a la larga puede suponer tener que ceder demasiadas cosas.

—No exactamente —dice—; en realidad, es más… ¿Un problema de actitud? —Izuku suspira—. Dicen que este dios necesita una faceta benévola, porque sus devotos se muestran cautos y si continúa con la mala actitud, enterrará su templo en vida.

Ochako comprende lo que Izuku quiere decir.

—Tú eres la parte benévola.

Izuku asiente.

—Es mi única oportunidad, Ochako.

—¿Quién es? —pregunta ella. Izuku sabe que no va a irse in una respuesta.

—Katsuki Bakugo.

Ochako se lleva las manos a la boca. Todo el mundo conoce la historia de Katsuki Bakugo. Dios cruel y vengador. Dicen que nadie se atrevería a unirse a él por toda una eternidad, sobre todo si no hay amor.

Excepto.

—Vas a hacerlo. —No es una pregunta, sino la afirmación de un hecho inminente—. Izuku, tú…

—Es la única opción, Ochako.


La ceremonia de unión es hermosa. El fuego sagrado arde, alto e imponente frente a ellos.

Izuku llega ataviado con el hanfu ceremonial, verde y dorado. Los ojos perfectamente enmarcados en kohl negro. Intenta mantener la cabeza erguida bajo el peso del tocado que le han colocado en la cabeza. Recuerda a un árbol del que cuelgan esmeraldas. Respira hondo. Es la única manera de salvar a su templo. No haría aquello si tuviera otra. Junta las manos delante de él y hace una reverencia ante el fuego sagrado. Siente que la faja del hanfu aprieta, pero intenta no pensar en lo incómodo que le resulta todo aquel ceremonial. Piensa en que Ochako le dijo que se veía apuesto y que cualquier dios sería afortunado de encontrarse ante él como compañero. Piensa en los decorados de la franja que sale de la faja y caen hasta abajo, en los árboles que Tsuyu —otra diosa menor— pintó en ellos, en las hojas, en la naturaleza que Izuku carga consigo. Se concentra en ello y entonces es capaz de fijarse en el dios que entra por el otro pasillo, del otro lado del fuego sagrado.

El hanfu es rojo, un color mucho más tradicional en las ceremonias de unión. Tiene detalles pintados en dorado, todos referentes al fuego y a una explosión. Ve la manera en que las franjas que caen de la capa, rojas y doradas se mueven con los pasos del otro dios. Katsuki Bakugo. Dios guerrero. Izuku sabe de él lo que todo el mundo: es joven, uno de los dioses menores que ascendieron hace poco tiempo, es brillante, es fuerte y es poderoso. De la misma generación que Izuku.

Lo ve a través del fuego sagrado. Lleva un tocado que simboliza una explosión sobre su cabeza. Adecuado para un dios de la guerra.

Izuku suspira. Es la única oportunidad que tiene de sobrevivir.

Camina y el otro dios lo hace también, para encontrarse frente a frente, a la mitad del camino. Izuku sabe que tienen testigos. Una unión entre dos dioses requiere que los haya y es un hecho lo suficientemente sorprendente como para que algunos curiosos se acerquen a verlos.

—Izuku Midoriya — dice el otro y extiende su mano.

—Katsuki Bakugo —responde él. Toma la mano que le ofrecen.

Los dioses de la guerra no se mezclan con aquellos que buscan y florecen en la paz. Son complementarios, pero todo el mundo ve aquellas relaciones abocadas al fracaso. Quizá ningún dios quiere ya enfrentarse a sus complementarios y al trabajo que representa construir la armonía. Izuku siente la tarea demasiado tortuosa y complicada para él, pero si significa su supervivencia, se entregará a ella. Examina el rostro de Katsuki Bakugo. ¿Estará también dispuesto él?

Sus ojos están delineados con kohl negro, iguales casi a los de Izuku. Tienen sólo una veta de kohl rojo en la parte de abajo que resalta el rojo de la pupila.

Es un digno dios de la guerra.

—¿Nervioso? —pregunta Katsuki.

Izuku traga saliva.

El otro dios sólo bufa, como si aquello fuera patético e Izuku enrojece de vergüenza. No necesita que incluso quien será su consorte desde ese día en adelante le recuerde lo que ha cambiado por la supervivencia de su templo.

—Katsuki Bakugo… —Izuku traga saliva, no vale la pena postergar el momento—, juro ser tu complemento. Compartir mis ofrendas con las tuyas. Las penas y las alegrías. Mi templo y mi credo.

Aprieta la mano del otro dios, buscando un apoyo que no encuentra.

Las mismas palabras son repetidas. El mismo juramento.

Y entonces se dan la vuelta ante el fuego sagrado, se ponen de rodillas y se postran ante él. Que el fuego reconozca su unión. Izuku respira pesadamente. Ya está, ya está, ya está. Él y Katsuki Bakugo, unidos para toda la eternidad. Un dios de la guerra con un pacífico dios que se debe a la naturaleza. No sabe qué les depara el destino o cómo se enfrentarán a él. Izuku no conoce a Katsuki y Katsuki no conoce a Izuku. Son sólo dos dioses menores ataviados con hanfus excesivamente ornamentados. Sus tocados pesan sobre su cabeza de la misma manera que lo hace el deber que tienen para con sus devotos.

Izuku y Katsuki se ponen de pie y cuando vuelven a entrelazar una de sus manos, ya son consortes para toda la eternidad.


Izuku nunca ha vivido en un templo tan grande. Katsuki, por lo bajo, al verlo, murmura que era un poco más pequeño antes. El templo resultante de su unión está lleno de árboles y enredaderas, pero también lámparas rojas y doradas que adornan los techos en forma de pagoda. Hay banderas como las que los soldados van a la guerra y en ellas son en las que Katsuki clava su mirada. Frunce en ceño. Izuku no se atreve a preguntar nada.

—Vamos —espeta el otro dios—. A menos de que quieras quedarte mirando embobado…

Izuku suspira.

—Sé amable —pide—, vamos a pasar la eternidad juntos.

Katsuki Bakugo sólo bufa.

—Si no podías soportar la convivencia con un total desconocido, no hubieras aceptado el trato —dice con un tono amargo—, no empezarás a arrepentirte ahora.

Izuku sólo puede hacer un puchero por la frustración que se le acumula ese momento en la garganta. No esperaba, eso sí, que la convivencia fuera un camino de rosas y lirios por el cual ambos pudieran transitar con calma. Eran dos desconocidos en necesidad del otro y tendrían que adaptarse y ceder muchas veces. Pero tampoco esperaba aquel desprecio con el que Katsuki Bakugo parece reaccionar a cada reacción y gesto de Izuku; hubiera esperado mejor absoluta indiferencia y le hubiera resultado menos dolorosa.

—Tú también necesitabas de mí —repone Izuku—. Aunque seas un dios más fuerte, aunque no te falten ofrendas, sé que estabas perdiendo devotos y ofrendas. —Lo dice fríamente, pero no está intentando insultar a Katsuki. Sólo está remarcando un hecho—. Necesitabas una contraparte amable para que voltearan a verte también fuera de la batalla. Así que no actúes como si yo hubiera sido el único que se hubiera vendido al mejor postor.

Ve la furia arremolinarse en Katsuki. La ve aparecer y no sabe qué hacer ante ella. Izuku nunca ha antes ha estado tan cerca de un dios que se entregue a la guerra.

Dice la historia que son sangrientos, porque sin guerra son incapaces de florecer. Buscan una mira donde poner la espada y no se separan de ellas. Esperan las ofrendas que deja el campo de batalla, los sacrificios que hacen los guerreros esperando que una divinidad ilumine su camino. Izuku sabe que en realidad no son tan malos. No masacran nunca sin piedad alguna, porque debe quedar después otra guerra que puedan pelear, apoya, otra donde poner su mira. Su crueldad y matanza nunca es definitiva, pues no son dioses de la destrucción.

Incluso de los campos de batalla nacen algunas cosas.

E Izuku sabe que hay crueldades peores, si es que se pueden medir.

Ve a Katsuki Bakugo ponerse rojo de furia.

—¡Qué sabes tú sobre lo que yo necesitaba! —espeta.

Lo ve apretar los puños y duda sobre su va a lanzársele encima. Izuku se prepara, sólo en caso de que lo intente. Al final, debe decidir que es un oponente demasiado débil —o quizá pensar que su compañero de eternidad merece más deferencia, pero Izuku duda que esta sea la conclusión a la que ha llegado— y no hace ningún movimiento sólo se aleja hasta la escalinata de la entrada y lo espera ante ella, ardiendo de rabia.

La tradición dicta que, la primera vez que los dioses entrar a un templo que han de compartir por el resto de sus vidas, tan largas y prolíferas como estas sean, deben hacerlo juntos.

Katsuki parece furioso con el destino, pero no a punto de ir en contra de las tradiciones. Le extiende la mano a Izuku e Izuku la toma. Siente un apretón que amenaza con romperle los huesos, pero sólo lo devuelve lo más fuerte que puede.

En la entrada está una bandeja llena de sindoor, polvo rojo de vivo pigmento que se pega a la piel y a la tela, y sobre ella una tela blanca.

Izuku se quita los zapatos y es el primero en extender la tela hacia adentro del tiempo. Katsuki es el primero en tintar sus pies de rojo y cruzar el umbral y dejar sus huellas en la tela. Izuku lo hace justo después y las plantas de los pies de ambos quedan para siempre entrelazadas en la tela.

Es la primera vez que Katsuki parece tranquilo. Antes, durante la ceremonia, siempre le pareció demasiado tengo y estirado. Furioso, después, al ver el templo por primera vez. Pero allí parece en paz. Mira la estancia principal del templo, cierra los ojos y murmura, dirigiéndose a alguien que no es Izuku:

—Ya está.

Izuku no se atreve ni a respirar en ese momento, porque intuye que los momentos de tranquilidad de Katsuki Bakugo son escasos y no hay demasiadas oportunidades de observarlos. Dura apenas un momento, porque después Katsuki vuelve a verlo ceñudo y aparentemente molesto de nuevo con su existencia.

—Haz lo que quieras —espeta—. Volveré al anochecer.

No le da tiempo a reaccionar cuando ya está otra vez en la entrada, casi poniéndose los zapatos.

—¡Katsuki! —se queja Izuku.

—¡Ya cumplí con los rituales! ¡No puedes pedirme que me quede encadenado a ti, maldito dios verde!

—¡El incienso! —dice Izuku. Está allí, en el altar, esperando la flama, que alguien extienda su aroma por las estancias.

—¡Ese no es un ritual obligatorio! ¡No servirá de nada en nuestra unión!

—¡Es para tener una unión feliz, pacífica! —insiste Izuku con la voz chillona y desesperada—. Aunque no nos queramos, Katsuki, el incienso… —Hay una súplica cada vez mejor escondida, pero Katsuki se da un jalón e Izuku lo ve marcharse, con el hanfu rojo puesto. A media escalinata deja caer su tocado y antes de que Izuku pueda alcanzárselo, lo ve partir y desaparecer.

Izuku suspira, sólo de nuevo.

Baja las escaleras descalzo, dejando los restos de sindoor que quedan bajo sus pies en las escalinatas y recoge el tocado. Con todo cuidado, se dirige hasta el pequeño altar del templo y coloca allí el tocado dorado de Katsuki, que parece simbolizar una explosión. Tiara magnífica, una corona digna de un dios de la guerra. Se lleva las manos a la cabeza y desprende de su cabello ese tocado que lleva que recuerda a un árbol lleno de hojas esmeralda y lo coloca al lado del de Katsuki Bakugo con todo cuidado. Después, prende el fuego para el incienso y acerca a él la vara con la que ha de aromatizar todo el templo y que se supone representa su esencia y la de Katsuki mezcladas.

Le resulta un olor dulzón, como una fogata en medio del bosque donde queda un regusto a caramelo quemado.

Es un buen aroma, decide. Con todo cuidado, se pone en pie, llevando en su mano la vara de incienso, dejando el aroma en toda la estancia.

Se supone que Katsuki debería hacerlo con él y que aquel pequeño ritual significa que desean y esperan una unión feliz. Pero Katsuki no está, así que lo hace el solo.

Hay tan solo, dentro del templo, otra estancia más. Un cuarto dividido en una salita, un lugar de estudio y otro de descanso. Izuku se pregunta cómo será dormir junto a Katsuki, vivir junto a un dios de la guerra. ¿Acaso pasará los días en soledad mientras el odio dios lo evita?

Quizá pueda acostumbrarse, aun cuando desea más cooperación. Un templo no se mantiene solo.


Katsuki vuelve tras la puesta del sol y lo recibe un templo que huele a una fogata en el bosque. Trae encima aroma de otro incienso y una sonrisa a medias que se le quita en cuanto encuentra a Izuku, sentado a los pies de la cama, como si hubiera estado esperándolo. Izuku aspira el aroma y el otro incienso lo hace preguntarse si es que no estuvo con alguien más. La monogamia entre los dioses no es común, con vidas tan largas y afectos tan grandes como divinos. Sin embargo, el mismo día de su unión… Si lo que Izuku está pensando resulta ser cierto, no puede evitar sentir que alguien le está clavando un cuchillo en las costillas.

—Katsuki, quiero pedirte algo —dice con calma, mientras Katsuki se quita parte del hanfu.

—¿Qué te hace pensar que estás en posición de pedirme algo, dios inútil, muerto de hambre?

Izuku aprieta los labios. Está a punto de replicarle, pero decir que hay batallas que será mejor pelear después, cuando no esté tan confundido ni tan cansando, ni tan aplastado por la soledad a la que lo somete un desconocido.

—Quiero pedirte algo —repite, sin darle tregua— porque eres mi consorte. —Hay una pausa e Izuku no sabe si Katsuki replicará de nuevo, pero de todas maneras agrega—: Me debes ese derecho.

Katsuki bufa, pero como no se queja más, Izuku decide proseguir.

—No voy a pedirte fidelidad, Katsuki —dice—; sólo quiero lealtad…

—¿Fidelidad? ¿De qué chingados estás hablando, Izuku?

—No te la estoy pidiendo, ese es el punto…

—No estaba con nadie más… Estar… Estar en el sentido que insinúas. Carajo…

—Quiero lealtad, Katsuki —repite Izuku—, no te estoy…

—¡No estaba con nadie como lo estás insinuando!

—¡No he insinuado nada! —Izuku responde con furia, pero que Katsuki lo niegue tan categóricamente si la da cierta tranquilidad que esconde.

—¿Entonces por qué estás hablando de fidelidad y…?

—¡Porque ni siquiera fuiste capaz de completar los rituales antes de largarte y dejarme sólo! —espeta Izuku—. ¡Porque somos consortes y quizá deberíamos esforzarnos en conocernos un poco! ¡¿No querías un dios benévolo para suavizar tu imagen?! Aquí estoy. —Izuku abre los brazos, desplegando las mangas del hanfu verde ceremonial que todavía tiene puesto—. Si sólo serás capaz de verme como una herramienta, al menos… Lealtad, Katsuki Bakugo. Decencia. No quiero vivir con un dios ausente que espera que haga todo el trabajo por él. Seré tu compañero en las buenas y en las malas. —Después de todo no tiene forma ni modo de arrepentirse de esa decisión—. Compañero, Katsuki Bakugo, no tu sirvienta ni tu adorno.

Izuku ni siquiera sabe si Katsuki puso atención a toda la verborrea. Pero después de soltarla se queda tranquilo. Respira hondo.

—No tengo en interés en serte «infiel», dios de pacotilla —le dice Katsuki, mientras dibuja unas comillas en el aire—. No hay nadie en este mundo que me llegue a la suela de los zapatos como para que me rebaje a él. —Izuku siente un pinchazo dentro de su ser cuando supone que eso también se dirige a él—. Fidelidad… Bah. —Katsuki Bakugo deja salir un gruñido—. ¿Y quién te dijo que eres mi sirvienta o mi adorno? Eres mi compañero, carajo, si planeas rebajarte a otros… —Bufa de nuevo, dejando la frase incompleta. Tiene puesta sólo la camisa interior del hanfu y la parte baja de este cuando se acerca hasta la cama—. ¿Pared u orilla?

—¿Qué?

—¡¿Prefieres la pared o la orilla?! Carajo, que inútil…

—Es demasiado temprano todavía, no había pensado…

Katsuki sacude la cabeza, declarando a Izuku un caso perdido.

—Me quedo con la pared. Haz lo que quieras, dios inútil, siempre y cuando no hagas ruido mientras duermo.

Y con eso se acurruca e Izuku se vuelve a quedar sólo, sin comprender nada, otra vez, con una soledad que apenas entiende, pero siente muy hondo, como si su corazón añorara algo que no tiene.


Al final Izuku se acuesta a un lado de un Katsuki y duerme un sueño intranquilo. Cuando despierta, está solo, acurrucado entre las sábanas. Se pone en pie y busca en el baúl de sus pertenencias el hanfu que usa toda la vida, verde, como del color de sus ojos, oscuro, con algunos detalles que dan la idea de vegetación o una enredadera. Respira hondo, dispuesto a enfrentarse a un nuevo día. Toma tiempo acostumbrarse al cambio.

Le sorprende descubrir el aroma nuevo del incienso. Sigue percibiendo el aroma fresco a bosque, lleno de rocío, de hierba, de madera viva, fresco, árboles. Y un momento después ese pequeño acento de una fogata donde quizá un par de viajeros han estado asando algo dulce. Se percibe cierto caramelo quemado entre las hojas. Cierra los ojos, aspira. Es un buen olor.

Se dirige hasta la estancia principal del templo y, para su sorpresa, encuentra allí a Kacchan, esparciendo el aroma del incienso en cada rincón. Lo hace de una manera especialmente metódica y mucho menos sentimental que la aproximación de Izuku y suelta un bufido en el momento que se sabe sorprendido por el otro dios. Frunce el ceño, molesto por algo que Izuku intuye es sólo su presencia.

—Hay unas cuantas ofrendas —señala.

«Unas cuantas». Lo que Katsuki considera unas pocas, Izuku piensa que es mucho. El altar tiene talismanes y algunas velas. Deseos de suerte, en su mayoría, ahora que el dios Katsuki ha encontrado a un consorte «digno de sí». Izuku siente una punzada dentro de él —se han hecho terriblemente comunes— porque los devotos mortales no se imaginan que esa unión es sólo producto de la supervivencia. Hay algunos talismanes —los menos— especialmente dirigidos a Izuku, con lo que se puede considerar buenos deseos y paz para la naturaleza. Los devotos de Katsuki no lo conocen, después de todo. Pero verlos le llena el corazón.

—Piden porque tengamos una buena unión —comenta Izuku.

Katsuki bufa.

—Podrías ser más optimista, Katsuki —insiste Izuku—, vamos a pasar la eternidad juntos.

—No significa que tengamos que soportarnos toda la vida.

—Sólo por que tú no me soportas…

—¿Y por qué habría de hacerlo? —Katsuki se acerca y deja el incienso sobre el altar. El olor a caramelo quemado en el bosque lo inunda todo de nuevo—. Mira, incluso tu nombre, esos caracteres pueden ser leídos como Deku.

«Deku».

—Lo sé.

Izuku aprieta los dientes. Ha visto esa combinación muchas veces y, aunque nadie se refiere así a él, en los peores momentos no puede evitar pensar que quizá tiene razón. Cada día que despertaba para encontrar un altar vacío de ofrendas, su mente pensaba que quizá aquel «Deku» tenía razón, que eral realmente un dios inútil e incapaz. Sólo su fuerza de voluntad conseguía alejar el pensamiento lo más posible y seguir sobreviviendo, por el puro despecho de demostrarle al destino que podía sobrevivir, tuviera que hacer lo que tuviera que hacer.

—Deku es un buen nombre.

—¡Se supone que me debes respeto, Katsuki! ¡Yo no te lo he faltado!

Katsuki se encoge de hombros.

—Deja de ser un dios inútil y veremos.

—¡Yo no era el único necesitado de este trato! —e incluso Izuku se sorprende de la rabia ciega de sus palabras—. ¡Harías bien en recordarlo!

Y sin más, se da la vuelta, se pone los zapatos allí en la entrada del templo y baja las escalinatas tan rápido como puede. Quiere alejarse de Katsuki si no van a ser capaces de mantener una conversación sin que el otro dios lo insulte y sin que el pierda los estribos; esperaba poder llevarse bien con él, pero quizá sea realista pensar que pueden convivir de otra manera, dejando al otro en su espacio.

Izuku suspira. El reino celestial es grande y puede pasar ese día lejos. Al menos ese, pues tampoco debe mostrarse descuidado hacia su templo.

Así que se dirige a ver a Ochako Uraraka. Quizá con ella pueda despotricar a gusto contra Katsuki y ella lo escuche y le dé consejos para tratar con un dios de la guerra. Una de sus facetas es una, después de todo.


Pasan los días y las semanas e Izuku descubre que la mejor manera de lidiar con Katsuki es dejarlo ser. Él hace sus deberes, se preocupa por los bosques, por los árboles, se preocupa en encontrar maneras de alejar a los malos espíritus y Katsuki hace lo suyo —sea lo que sea— y están en paz. El sobrenombre de «Deku» sale una que otra vez e Izuku aprieta los dientes y lo confronta cada vez, pero Katsuki sigue subido en el burro. Parece creer que los dioses que no son guerreros son inútiles con una convicción que Izuku encuentra agotadora. Ya tendrá tiempo de demostrarle que la naturaleza también es fiera.

Se limita a observarlo a lo lejos, cuando Katsuki está lo bastante tranquilo como para no enojarse por su mirada. Pero Izuku no le da tregua. Si van a ser consortes, tienen que trabajar juntos. No se trata sólo de unir fuerzas mientras cada uno hace lo suyo.

Las ventajas de la eternidad es que tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo realidad, por lo que se lo toma con calma.

Mantienen la paz tensa de dos consortes que no se soportan hasta que ve a Katsuki practicar con la espada en el atrio del templo. No es malo: todo confrontación y violencia. Ataca de frente, lo cual es admirable y posee bastante valentía. Por eso lo buscan para ganar las guerras, definitivamente. Pero sus estrategias, observa Izuku, son viejas y han caído en desuso. Los humanos se mueven mucho más rápido que los dioses e Izuku advierte que Katsuki quizá se ha quedado estancado. Es su obsesión con hacerlo todo el solo, definitivamente.

—¿Qué miras, Deku?

Uh. Se dio cuenta de que lo ve desde lo alto de la escalinata. Katsuki lleva un Hanfu negro, con el cuello, la faja y las orillas de las mangas de color naranja, algo que contrasta con su cabello. Parece brillar cuando le da el sol.

—¿No puedo mirar? —Izuku alza una ceja. No sabe qué lo lleva a provocarlo, pero ve allí mismo su oportunidad de demostrarle que aquellos dioses que se dedican a la naturaleza son también fieros—. Eres mi consorte.

—Eres un Deku —espeta Katsuki—. Los de tu clase nunca quieren pelear por las causas…

Izuku frunce el ceño.

—¿Eso piensas?

—Sólo adoran a los árboles y son dioses benevolentes. Que te necesitara no quiere decir que me interese tu…

—Quizá necesitas recordar darles el debido respeto a los dioses de la naturaleza, Katsuki —espeta Izuku. No lo hace en un tono gélido, aun cuando es obvio que está molesto, procura que su tono sea amable—. ¿Crees que soy incapaz de pensar en una estrategia militar? ¿Qué soy incapaz de conducir guerreros a la batalla, cuando la situación lo amerita? —Aunque casi nunca lo hace. Los hombres se matan los unos a los otros por motivos que Izuku encuentra a veces patéticos. Baja la escalinata del templo y se para frente a Katsuki—. Si eso crees, pruébalo.

Lleva la mano a la cintura, allí donde descansa la espada ceremonial con la que carga todo el tiempo.

—¡Hasta crees que perderé ante ti, Deku!

«Me llamo Izuku, Katsuki, y lo dirás después de esto».

Frunce el ceño.

—Si sólo soy una pelea fácil, Katsuki, adelante.

Katsuki carga en su dirección, Izuku sonríe. Después de haber visto sus movimientos una y otra vez, sabe qué esperar. Katsuki es bueno, por supuesto. Izuku simplemente tendrá que superarlo.

Al principio, sólo lo prueba. No ataca de frente. Katsuki es quien se encarga de eso. Él defiente y repele, dejando que el dios se canse un poco. La naturaleza también es así. La nieve defiende a los guerreros en su territorio cuando otros llegan y atacan sin concerlo. Las selvas, impenetrables, se encargan de agotar a los guerreros que planean conquistarlas antes de que un ejército choque contra el otro. Izuku observa, atento.

No pretende ser el saco de los golpes de Katsuki.

—¡Muere! —grita Katsuki y él se pone en guardia a tiempo.

Se oye el estruendo de dos dioses que pelean y, como eso no es algo extraño entre ellos, a nadie le extraña aquel enfrentamiento.

Pero no ganará ningún enfrentamiento siendo tan solo la «defensa», así que, cuando tienen bien aprendidos los movimientos de Katsuki y sus fintas, se lanza también al ataque. Cauto, pero seguro de sus movimientos y de cómo mueve la espada. Sus estocadas son rechazadas una y otra vez por Katsuki, pero su rapidez evita que el otro dios pueda reaccionar a tiempo. Evoca toda su fuerza y la siente en su piel. Ve el momento exacto en el que Katsuki reconoce que tiene un poder mayor que el que suponía y ve cómo sus ojos se abren. La estocada de Izuku casi lo hace caer al suelo, pero consigue mantenerse en pie de milagro.

Su respiración se hace más pesada y más cansada e Izuku, a pesar den cansancio propio, todavía no le da tregua.

—¡¿Todavía crees que soy débil?! —grita al lanzarse hacia él.

Observa los brazos de Katsuki mostrarse más débiles y más vacilantes. Los ve temblar un segundo. Alguien que no fuera observador quizá hubiera pasado eso por alto. Pero Izuku no y aprovecha las debilidades de Katsuki para dar la estocada definitiva, la que tira la espada de sus dedos y lo hace tambalearse y acabar en el suelo.

Izuku ve cómo Katsuki intenta moverse fútilmente hacia la espada para intentar recuperarla y ganar un poco de terreno incluso en aquella posición, porque es renuente a aceptar la derrota. Pero los ojos de Izuku brillan de furia cuando le pisa la mano que se aproxima a su espada —sólo lo suficiente para que no pueda moverla y no lo suficiente para romperle algún hueso, puesto que todavía es un dios benévolo, incluso ante su enemigo— y pone el filo de su espada bajo su barbilla.

Katsuki intenta moverse, pero el filo está muy cerca y no tiene espacio para maniobrar.

Izuku sonríe.

—Creí que era un dios inútil, Katsuki.

Usualmente acepta la victoria con mucha más gracia, pero ese no es el momento. Una parte de él desea humillar a Katsuki hasta enterrar todas sus creencias. Lo ve fruncir el ceño y apretar los labios, pero no quita la espada de su barbilla. Una parte de Izuku se regodea al verlo allí, en el suelo, a su merced.

—¿Y bien? —pregunta.

Katsuki casi escupe.

—Ganaste, ¿qué más quieres?

—Una disculpa —espeta Izuku— y que nunca vuelvas a llamarme Deku. No soy inútil, Katsuki.

—Está bien, está bien —rumia Katsuki—, lo sien…

—No —dice Izuku—; hazla sincera. No importa cuanto te tome. Soy paciente. Me da igual. Tenemos toda la eternidad para aprender a convivir. Yo no he dicho que eres débil o que eres tan solo un bruto dios de la guerra incapaz de entener otras cosas. No te he insultado nunca, Katsuki. A cambio —sigue, con la voz dura— pido lo mismo. No es mucho, ¿no?

Mueve un poco la espada, sin llegar a hacerle daño.

—Izuku… —Esa es la primera vez que dice su nombre sin que sea parte e algún protocolo ceremonial o parezca que lo está escupiendo.

Izuku, súbitamente agotado, suspira y retira la espada.

—No importa el tiempo que te tome, Katsuki. Estaré esperando.

Y lo deja sólo, humillado, después de haberlo superado en una pelea. Está demasiado cansado y desearía que Katsuki fuera mucho más fácil de tratar, que sus personalidades tuvieran más cosas en común.

De lo único que es capaz de es arrodillarse ante el altar del templo. Se queda mirando los ofrendas con los ojos más vacíos que de costumbre y descubre que en ese momento desearía ser tan solo un mortal.

¿A quién rezan los dioses?


Esa noche es el primero en acostarse, incluso antes que Katsuki. Pero no consigue conciliar el sueño. Sólo cierra los ojos hasta que escucha a Katsuki acercarse y sentarse al borde de la cama.

—¿Izuku? —pronuncia su nombre con dificultad, como si costara—. ¿Estás despierto? —Su voz sigue siendo fuerte, pero eso es lo más amable y tranquilo que Izuku lo ha escuchado; sin embargo, no abre los ojos, prefiere hacerle creer que está dormido—. Si no estás despierto… Bah. Da igual. Supongo que tampoco importa mucho que sepas que averigüé Deku también se puede escribir de esa forma. Otros caracteres. Bueno, no Deku… exactamente. Una frase parecida que su pronuncias lo suficientemente rápido y con el suficiente énfasis suena igual. Se refiere a alguien que puede hacer lo que se proponga —sigue Katsuki—. Supongo que eso eres.

»Nunca antes nadie había conseguido bajarme de mi orgullo tan rápido. —Hay una pausa—. Mitsuki lo intentó, pero al final poco pudo hacer. Era un poco como tú. Se unió para no perecer y… Da igual, no importa su historia. Llevo la segunda parte de su nombre. Mitsuki Bakugo. Katsuki… Bakugo. Me enseñó a ser quien soy. Aunque supongo que no te importa, tampoco. —Bufa—. Te diré lo que sea relevante cuando estés despierto. Ahora no importa.

Se mueve un poco para poder acomodarse en su lado del colchón, pero Izuku, en un impulso, estira la mano y toma la muñeca de Katsuki. Abre los ojos y ve, lentamente, como el otro se da cuenta de que estuvo despierto todo ese tiempo.

—Tú… Maldita sea…

—Dilo ahora —pide Izuku—. Lo que dices que es relevante.

Katsuki lo mira y los segundos se hacen largos. Se suelta de un jalón, para que Izuku no toque su muñeca, pero no huye.

—No creo que seas débil —dice Katsuki—; es un hecho. Sería imposible, después de tu demostración de hoy.

—No pretendía humillarte.

Katsuki se encoge de hombros, quitándole importancia a ello.

—No te diré Deku otra vez —sigue—, pero descubrí eso. Quizá sea una forma de reparar todos los insultos. Saber que también puede significar algo…

—Pero no lo dijiste con ese sentido, Katsuki —replica Izuku. Por un momento le pasa por la cabeza que sí, está siendo dura y quizá inflexible. Los ojos de Katsuki también le reclaman eso. Pero Izuku sólo traga saliva y piensa en cada «Deku», «Deku», «Deku»; todas esas veces que Katsuki lo vio tan sólo como el medio para un fin, una simple herramienta, en lugar de mirar a un dios, a un igual. Así que traga saliva y no se arrepiente de sus palabras, por más que desee hacerlo—. Aun así… gracias.

—Nunca he tenido que pedirle perdón a nadie.

—Siempre hay una primera vez.

Izuku espera. Está dispuesto a perdonar y a empezar de nuevo. Pueden dejar atrás cada humillación, todos los reclamos.

Katsuki cierra los ojos.

—Lo siento, entonces. —Izuku lo ve tragar saliva lentamente—. Carajo…, no es fácil, aunque digas las palabras una vez. Lo siento, por insistir en que eras un dios débil. Puedo seguir diciéndolo, supongo. Lo siento. Si es que eso… —Se lleva una mano al pecho. Traga saliva e Izuku adivina el dolor de la humillación y la confusión posterior. Las conoce demasiado bien. Ve asomarse lágrimas de rabia de los ojos de Katsuki que no alcanzan a caer y desaparecen antes de convertirse en llanto.

¿A quién le lloran los dioses?

—Está bien, Katsuki, está bien.

Izuku se incorpora y toma el rostro de Katsuki entre sus manos. Lo hace delicadamente, esperando no ser rechazado.

—No importa —dice Izuku—; sólo quería que me vieras como a un igual. Soy tu consorte. Lo seré siempre y la misma lealtad que pido para mí, te la daré a ti. Puede que mi corazón todavía esté confundido respecto a ti. No sé quien eres. Pero te juro, Katsuki… Cumpliré siempre nuestro juramento de unión.

—Estúpido —murmura Katsuki—. Sólo eras los medios para un fin, sólo eras eso, sólo…

—También tengo un corazón que late. —Izuku suelta el rostro de Katsuki y jala una de sus manos hasta su pecho—. Todos los dioses lo tenemos. —Aun cuando la mano de Katsuki intenta huir del pumpumpum de su pecho, Izuku no lo permite—. No puedo ser tan sólo una herramienta. Nunca lo fui, nunca lo hubiera sido.

—Estúpido.

Algo en Katsuki parece devastado por un momento. Izuku no sabe si tiene qué ver con su unión, con él mismo o con lo qué está ocurriendo. «Algo» es incluso una palabra demasiado amplia. Se puede referir a cualquiera de las facetas de Katsuki.

—Ella se unió por amor muchos años antes de que yo siquiera ascendiera al reino celestial —cuenta e Izuku nos abe a quién se refiere, pero escucha la historia—. Era una diosa de la guerra y se tragó a su consorte. La gente a menudo lo olvidaba, Masaru. Pero él también era fuerte, supongo, amable. No sé. Siempre me pareció demasiado servil, demasiado dulce, demasiado…, demasiado diferente. Pero ella lo quería… Y un día dejaron de llegar las ofrendas. Era una diosa demasiado sangrienta. Ya no hay guerra, así que la gente no buscaba sus bendiciones. La arrastraron al olvido y… Empezó a ocurrirme lo mismo a mí. Antes de desaparecer, me hizo jurar que buscaría un consorte que pudiera ayudarme. «Por amor o por desesperación, Katsuki», dijo, «no me importa, mientras puedas sobrevivir.

»Por eso terminé aceptando. «Ya está», le dije. ¿Escuchan algo los dioses muertos, Izuku?

Ojalá tuviera una respuesta.

El silencio inunda la habitación de ambos e Izuku suspira. Un suspiro cansado, viejo, un suspiro que trae atorado desde que las ofrendas de su templo original empezaron a menguar.

—Puedo prometerte que sobreviviremos juntos, Katsuki —dice—. Tengo que conocerme y tienes que conocerme, pero sobreviviremos.

El silencio regresa a ellos y el reino celestial escucha su juramento.


Los años pasan y se estiran por Izuku y Katsuki. Ninguno de los dos ha vuelto jamás a presentarse tan vulnerable como el día de la pelea y el perdón. Katsuki se encierra en sí mismo y a veces permite que Izuku atisbe lo que se esconde del otro lado de la muralla. Acepta su ayuda y escucha sus consejos. Mientras tanto, Izuku confronta las cosas de frente, siguiendo el ejemplo de Katsuki. Poco a poco, el dios de la guerra se convierte en una imagen que Izuku asocia a la victoria.

Sin embargo, la vulnerabilidad vuelve a aparecer cuando lo encuentra arrodillado mirando el altar del templo y el verde que emana de él.

Katsuki escucha sus pasos y voltea.

—La mayoría te piden milagros a ti —dice—. Algunos todavía te llaman tan solo… «consorte», pero…

—¿Celoso?

E Izuku sabe que acaba de tocar una fibra demasiado sensible, porque Katsuki voltea de soslayo hasta las ofrendas y la ve con una tristeza difícil de interpretar.

—¿Katsuki?

—No hay una guerra, así que no les resulto demasiado útil. —Lo suelta ácido, despectivo, molesto. E Izuku recuerda los primeros días, esa obsesión de Katsuki con la utilidad o la inutilidad—. Debería alegrarme de que no se maten los unos a los otros, pero los dioses de la guerra nos alimentamos de eso. Atendemos a sus súplicas en batalla, entonces… ¿cómo? —Sacude la cabeza—. Déjalo. Alégrate de que nuestro altar esta lleno y no nos olvidan.

Izuku asiente, pero no se siente demasiado convencido. No quiere hacer, después de años de aprender a convivir, una competencia de su vida con Katsuki. A quién le hacen más caso. Al principio casi no recordaban a Izuku. Sólo era un consorte sin cara y sin nombre que, para los devotos de Katsuki, había pasado a ser un simple accesorio en el imaginario de su dios. Uno, por supuesto, que les resultaba cómodo, benevolente, al que podían pedirle buenos deseos en los nacimientos, para las cosechas, en la época de la siembra. Poco a poco fue reclamando su nombre, su identidad, su ser como dios de la naturaleza. Y ahora están allí.

—Cuando no hay guerra, ¿cómo sobreviven sus dioses? —pregunta Izuku. Es una pregunta que nunca se le había ocurrido.

—Se supone que siempre hay una, pero es cruel, ¿no? —dice Katsuki—. Me gusta la batalla, la pelea, el combate, pero yo soy inmortal. Los seres humanos, allá, en su reino, son… sus vidas son cortas, Izuku. Cortas, miserables si uno se descuida. Otros dioses incitan a la guerra. Así nos llegan todas sus ofrendas, todas esas peticiones de milagros y no tenemos que conformarnos con simples duelos o con los ritos que ocurren cada vuelta del sol. Pero es cruel incitar a eso, no lo haré. Esperaré; un día tendrán una causa justa de nueva cuenta por la que luchar. Y los llevaré a la victoria.

Izuku asiente.

—Eres más gentil de lo que esperaba de un dios de la guerra —musita.

—¡¿Gentil?! —Katsuki parece indignarse, ero Izuku no le hace caso.

—Me alegra realmente ser tu consorte, Katsuki, me alegra mucho.

—¿Aún cuando fue causa de la desesperación y no tu elección? —Katsuki mantiene una ceja alzada.

Izuku asiente de manera vehemente, que no deje lugar a dudas.

—Podemos pensar que fue el destino, como los humanos. Ellos miran hacia nosotros y creen en esa fuerza o mandato que los lleva a cumplir sus misiones. —Izuku se encoge de hombros—. ¿Por qué nosotros no podríamos hacerlo?

Katsuki sonríe de lado, en una mueca.

—Izuku, si nosotros estamos aquí, ¿entonces quién decide el destino de los dioses?

A veces hay preguntas a las que es imposible buscarles una respuesta. Izuku lo sabe. Lo entiende. Lo siente dentro de sí cada vez que se arrodilla ante al altar y piensa, acaso, si los dioses pueden rezar a algo de la misma manera que la humanidad. Los hombres voltean hacia el reino celestial y encuentran a los dioses que les dan consuelo, sosiego, una respuesta a todas las preguntas que no son capaces de formular porque no existe un lenguaje capaz de contenerlas.

¿Y los dioses a quién miran, a quién buscan, a quién otean en el cielo vacío que corona su reino?

—No lo sé —musita Izuku—, ¿a quién le rezan los dioses?

Lanza a pregunta al aire, sin esperar respuesta; Katsuki, por supuesto, no la tiene.


Es días más tarde, cuando Katsuki lo encuentra arrodillado ante sus ofrendas, que escucha la respuesta a una pregunta que no ha formulado.

—A ti —dice Katsuki.

Izuku no recuerda la pregunta ni entiende lo que está ocurriendo. Se pone en pie y se pone de espaldas a su altar y mira a Katsuki, en la entrada. El sol le golpea la espalda y los rayos dorados chocan con sus cabellos, creando un aura alrededor de él. Katsuki es un poco más alto que Izuku y en ese momento realmente parece un dios de la guerra, dispuesto a morir y matar en batalla. Su hanfu negro resalta con la luminosidad a la que le da la espalda y los detalles naranjas brillan con él.

—¿Qué?

—A ti —repite Katsuki, dando un par de pasos hacia adelante—. Si tuviera que buscar un dios a quien rezarle, Izuku, sería a ti.

Da un par de pasos más, casi llegando hasta donde Izuku está parado y cae ante él de rodillas.

Izuku se queda sin respiración en ese momento. Atina tan solo a buscar con su mano la barbilla de Kacchan y obligarlo a alzar la vista. Los ojos rojos, intensos, le devuelven la mirada y en ellos está también escrita la respuesta que le acaba de proporcionar. Hay quizá cierto fatalismo en reconocerse amos de su destino, porque no tienen a nadie más. Pero Izuku lo aprecia.

Esa mirada parece dispuesta a seguirlo hasta el fin mismo.

Izuku mira a Katsuki como un igual y, tras soltar su barbilla, se arrodilla para quedar a su altura.

—Yo lo haría contigo, Kacchan.

Kacchan.

Lo pronuncia deliberadamente lento y pone su corazón en aquel honorífico y aquella palabra. Es algo que sólo ha oído hacer a los humanos y está seguro de que a Katsuki tampoco se le ha escapado, por la manera en la que se tensa al oír su nombre contraído de aquella manera. La sorpresa, el asombro.

Llevan años siendo consortes. Y sin embargo.

—Izuku —dice Katsuki.

Lo mira. Grandes ojos rojos se enfrentan a grandes ojos verdes. Un dios de la naturaleza frente a un dios de la guerra.

Katsuki alza su mano y toca los labios de Izuku.

—Podemos celebrar una nueva unión —musita y es extraño oír a Katsuki usar aquel tono intimista—; sólo para nosotros.

Izuku se queda sin respiración cuando Katsuki se acerca y dos pares de labios se unen. Han cambiado en aquel tiempo. Aquellos años durmiendo al lado del otro, prendiendo el incienso al lado del otro, practicando con la espada. Izuku besa con más fiereza de la que lo hubiera hecho antes y Katsuki lo hace con mucha más gentileza de la que hubiera sido capaz antes.

Se separan.

—Katsuki…

—No, dime de aquella forma, de aquella manera de antes…

Kacchan.


Un dios reza a otro. Las leyendas cuentan que se aman. Izuku Midoriya y Katsuki Bakugo. Los poetas componen baladas en su honor y los bardos las cantan. Los cuenteros narran su historia y mientras, en el reino celestial, los dioses aman.


Notas de este oneshot:

1) Para ser marxista y atea, la fijación que tengo con escribir de religiones, fe y sistemas de creencias es… interesante. La traigo, al menos en el KatsuDeku, desde Until I Breathe This Life, pero se acentúo por mil en Ojos verdes, ojos rojos. (Otros de mis fics de fantasy AU, por si tienen curiosidad). En fin. ¿A quién le rezan los dioses y acaso estos son humanos?

2) Esta concepción de los dioses se acerca a una concepción más clásica de los dioses que también tienen ciertos vicios humanos. El ejemplo más obvio es Grecia y Roma, pero también ocurre en algunos mitos de origen japonés.

3) Los hanfu son una prenda más tradicional china; estaba pensando concretamente en el xianxia, sobre todo en obras damnei de este género. Las referencias son más visuales que estilísticas, sin embargo. Los ritos están inspirados por una multitud de cosas: el sandoor es parte de los ritos hindus y su cultura y el rito es parecido (pero no igual, nunca igual) a cuando se recibe a la novia de una boda en su nueva casa (solo la parte de los pies). Lo demás me lo inventé de algún lugar.

4) ¡Gracias por leer! Sigan atentos a la colección, porque publicaré cosas pronto. Hay una fantasy week y una mermay week, así que una o dos cosillas habrá por acá.


Andrea Poulain