Prólogo
Trece años antes…—¡Preparados o no, allá voy!
Rachel se quitó las manos de los ojos y se dio media vuelta. En el bosque reinaba un silencio sobrenatural, pero percibía que sus amigas estaban cerca. Sin dudar, echó a correr, haciendo que la vegetación y las ramitas crujieran bajo sus zapatillas mientras zigzagueaba entre los enormes pinos.
Aguzó el oído al escuchar una risilla.
Se dirigió hacia el sonido, pero el eco la despistó y solo consiguió sorprender a una ardilla que estaba ocupada con una nuez enorme. La fresca sombra la instaba a adentrarse en la arboleda. Un rápido vistazo al escondite habitual de Spencer le reveló que solo había hojas. Rachel ralentizó el paso y estaba a punto de girarse cuando oyó una voz.
—Un poco mayorcita para jugar al escondite, ¿no?
Rachel se volvió y fulminó con la mirada a la hermana mayor de su mejor amiga.
—Es divertido —Resopló con desdén.
Habían estado muy unidas, hasta que Quinn se despertó un día y decidió de repente que no merecía la pena perder el tiempo con ella. Ya nunca le hablaba ni se colaba en su casa para robar galletas de chocolate ni le contaba chistes malos. Parecía que sólo le llamaban la atención las chicas mayores, tontas y con tetas.
Claro que, ¿a quién le importaba su sexualidad?
Se negaba a seguirla de un lado para otro como un perrito faldero.
—Además, tú no lo entenderías. Nunca quieres jugar con nosotras. ¿Qué haces aquí fuera?
La rubia se levantó del suelo y se acercó a ella. Quinn Fabray tenía dieciséis años y era una incordio de lo peor. Se reía de todo lo que ella hacía y parecía que tenía derecho a jugar a ser Dios porque era dos años mayor.
Tenía unas piernas largas y fuertes. El pelo era rubio como el sol, con una intrigante mezcla de tonos que iban desde el castaño claro al dorado. Como los cereales que ella desayunaba, pensó Rachel. Una combinación de arroz, trigo y maíz. Su cara era delgada, de rasgos definidos, con un carnoso labio inferior que siempre la había intrigado. Esos ojos de color avellana tenían un brillo inteligente y con un asomo de melancolía.
Rachel conocía esa tristeza. Era lo único que tenían en común. Quinn Fabray era una niña rica que se aislaba en su mundo y que parecía no tener amigos. Rachel siempre se había preguntado cómo su hermana, Spencer, era tan extrovertida.
—Deberías tener cuidado en el bosque, mocosa. Podrías perderte.
—Me conozco el camino mejor que tú.
Quinn se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto.
—Seguramente. Eres un gnomo del bosque.
Le hirvió la sangre al escucharla. Apretó los puños a los costados y meneó la cabeza, haciendo que su coleta se agitara.
—Y tú deberías haber sido un ogro. Solo que todo el mundo sabe que no te gusta mancharte las manos niña bonita.
Un golpe bajo. Que pareció tener efecto, porque se enfadó.
—Deberías aprender a comportarte como una chica de verdad.
—¿Cómo?
—Deberías maquillarte. Arreglarte. Besar a algún chico.
Jamás había malgastado su valioso dinero en brillo de labios. Ya era bastante difícil comprar algo nuevo, ni que decir maquillaje o perfume. Rachel fingió una arcada.
—Puaj.
—Seguro que no has besado a nadie.
Detectó el deje burlón de su voz. Casi todas sus amigas, que tenían catorce años, ya habían experimentado sus primeros besos, incluida Spencer, pero en su caso la idea siempre le había revuelto el estómago. Aunque antes muerta que admitirlo delante de Quinn.
—Pues sí.
—¿A quién?
—No es asunto tuyo. Me largo.
—¿A que no te atreves?
Dejó un pie suspendido en el aire, sin acabar de dar el paso. El graznido de un pájaro resonó en las alturas, y Rachel tuvo la sensación de que había llegado a un punto de inflexión. Levantó la barbilla.
—¿A qué?
—Demuéstrame que sabes besar.
El estómago le dio un vuelco, se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle las manos. Puso cara de asco.
—¿Besándote a ti? ¡Eres una chica, Fabray!
—Lo sabía, eres una cobarde.
—¿Crees que me gustaría besarte? ¡Te odio!
—Vale, olvida lo que he dicho. Solo quería comprobar si te gustaban las chicas. Ahora sé que lo sí.
Sus palabras le escocieron. Todas las dudas y las incertidumbres que la consumían salieron a la superficie para confirmar que era distinta. ¿Por qué no era como Spencer? ¿Por qué prefería pintar, leer y jugar con los animales antes que fijarse en los chicos? A lo mejor Quinn tenía razón y era defectuosa. A lo mejor…
Quinn hizo ademán de marcharse.
—¡Espera!
La rubia se quedó de espaldas a ella un momento, como si estuviera considerando su súplica. Se dio la vuelta muy despacio.
—¿Qué?
Rachel se obligó a acortar la distancia que las separaba y a plantarse delante de ella. Le temblaban las piernas. Sentía algo muy raro en el cuerpo. Como si estuviera a punto de vomitar.
—Sé besar. Y te… te lo voy a demostrar.
—Demuéstralo.
Quinn ladeó la cadera, adoptando una pose arrogante, como si hiciera eso todos los días y ya se estuviera aburriendo.
Rachel recordó lo que había visto en las películas y se inclinó hacia delante.
No voy a meter la pata. Relaja los labios. Inspira hondo. Ladea la cabeza para que no nos demos en la nariz. Dios, ¿y si la golpeo en la barbilla y la hago sangrar? No, no pienses en eso. Besar es muy sencillo. Nada del otro mundo. Nada del otro mundo. Nada del otro mundo…
Sintió el roce ligero y tibio de su aliento en los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se detuvo. Acto seguido, los labios de Quinn rozaron los suyos.
Aunque fue una simple caricia, experimentó un sinfín de emociones. El contacto de sus dedos sobre los hombros. La dulce presión de su boca. El olor del bosque mezclado con las tentadoras notas de su suave perfume.
En esos breves segundos, ella le dio un regalo extraordinario. Le dio alas a su corazón mientras una extraña felicidad le corría por las venas. Su primer beso de verdad y había aceptado que le gustaban las chicas. ¿Cuántas veces había temido la experiencia, dejándose llevar por el pánico de que le gustaran las chicas y los besos, y de que no sería normal?
En ese momento ya sabía que era una adulta y jamás volvería a cuestionar esa parte de sí misma.
Quinn se apartó muy despacio mientras ella abría los ojos. Sus miradas se encontraron. Rachel sintió que las emociones la asaltaban como olas agitadas, como si estuviera a punto de descender por la pendiente de una enorme montaña rusa y la consumieran el miedo y la expectación. Contuvo el aliento, a la espera.
Quinn tenía una expresión muy rara. La miraba como si no la hubiera visto en la vida. Por un glorioso instante, atisbó algo en las profundidades de sus ojos avellana… un ramalazo de vulnerabilidad que ella nunca compartía. Sus labios esbozaron una sonrisilla.
Rachel le devolvió la sonrisa. Se sentía a salvo. Sabía que ella ya no se reiría ni pasaría de ella. Las cosas habían cambiado. Lo que llevaba tanto tiempo negando brotó de sus labios de repente, sin pensar y sin tener en cuenta las consecuencias.
—Te quiero Quinn. Algún día me casaré contigo.
No dudó de su respuesta en ningún momento, segura de su amistad y del beso. Confiaba en ella de forma innata, sin reservas. Rachel esperó que su sonrisa se ensanchara, esperó que le diera la razón, esperó que su relación por fin cambiara después de ese beso tan perfecto.
Sin embargo, tuvo la impresión de que algo velaba la cara de Quinn y la chica al que había besado desapareció.
Entonces ella soltó una carcajada.
Rachel parpadeó, ya que no comprendía su reacción, pero cuando volvió a mirarla a los ojos, el hielo se apoderó de su pecho.
—¿Casarnos? Que tontería. Cuando me case, será con una mujer de verdad. No con una niña tonta.
Meneó la cabeza con expresión socarrona y desdeñosa, como si la mera idea pudiera hacerla reír durante días. Como si pudiera hacer reír a sus amigos. Y a sus novias de verdad.
Rachel se quedó plantada en el bosque, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarla con cara espantada, incapaz de soltar una réplica ingeniosa por primera vez en la vida.
Las carcajadas de Quinn acabaron con una risilla.
—Pero tienes potencial. Con un poco de práctica, lo mismo consigues besar bien y todo. Nos vemos, mocosa.
Y se marchó.
Rachel escuchó unas risillas. Horrorizada, se volvió y vio a una de sus amigas escondida entre los arbustos. Todo el mundo se enteraría.
En ese preciso momento, a punto de convertirse en mujer, tomó su primera decisión adulta: jamás permitiría que Quinn Fabray o que cualquier otra chica la humillaran de nuevo. El único amor que merecía la pena era el de su familia y amigas. Las chicas no eran de fiar, y ella era lo bastante lista como para no necesitar más lecciones.
Se dio media vuelta y salió corriendo del bosque, olvidado ya el juego del escondite, mientras se preguntaba qué era el dolor que le invadía el pecho.
Por supuesto, todavía era demasiado joven para saber la respuesta.
La comprendió años más tarde.
Le habían roto el corazón.
