CAPÍTULO I


Tōji abrió los ojos sintiéndose como el animal más miserable y desdichado del planeta. Tenía la idea de que, si se movía tan siquiera un poco, desearía no haber nacido, aunque aquello ya cruzaba por su mente aún si no estaba herido.

Se mantuvo echado en el suelo, mirando la sábana que le cubría, como si siempre hubiera estado allí, hasta que entendió que no era así y, de a poco, las memorias de la noche anterior llegaron a su cabeza como si le proyectasen una cinta de película dañada en cámara lenta.

«Megumi...» tuvo que pensarlo, puesto que se veía incapaz de emitir palabra alguna.

«Ya me voy» recordó lo que había dicho el niño.

¿A dónde se iba? ¿Qué diablos podía mantener a un mocoso ocupado temprano por la mañana? ¿No estaría haciendo algo peligroso? Bueno, ¿quién era para juzgar sus decisiones viéndose en la situación en la que se hallaba él mismo? Sólo esperaba que si hacía algo peligroso, mínimo que le dejara buen dinero.

Ladeó el rostro, quería colocar su frente contra la madera del piso, de esa manera podría comenzar a girar el cuerpo, colocarse a gatas e intentar ponerse de pie; no obstante, se detuvo tras la primera acción, pues algo se deslizó de su cabeza.

—Uh… —escupió en un ronco gruñido, observando el triángulo envuelto en hoja de alga y recubierto con un plástico transparente.

Regresó a su posición inicial, de costado, movió el brazo y sintió un terrible ardor en las costillas. Tomó el alimento y lo destapó con ayuda de esa misma mano y los dientes. Luego de eso, se lo metió con desesperación a la boca y supo cuán hambriento estaba.

Se tumbó boca arriba y, por necesidad, se incorporó en intervalos: sentado, hincado, de pie; si le dijeran que aquello le tomó dos horas, se lo creería. Tan sólo por hacer eso se sentía horriblemente cansado. Tenía hambre, sueño y necesitaba un baño y analgésicos.

Cayó de nuevo al suelo al tropezar con una puta caja de metal, aunque eso había resuelto el problema de los analgésicos.

De nueva cuenta, pasó momentos de felicidad forzada, donde apretó los dientes mientras se levantaba y a un ritmo de cojo se adentró en la cocina. Abrió el refrigerador, tomó la primera bandeja plástica que vio. Giró el rostro en busca de un cubierto y encontró una pequeña cuchara dentro de un plato vacío con remanentes de…

Acercó el cubierto a la nariz y percibió un olor a leche.

Sin meditar sus acciones, se metió la cuchara a la boca para sostenerla. Le quitó la tapa transparente a sus sagrados alimentos y procedió a llenarse el estómago. Poco le importaba si aquello estaba caliente o no, si se había echado a perder o seguía en buen estado, a esas alturas de su vida, nada tenía buen sabor, todo resultaba insípido, mas aún no llegaba al grado de estupidez y depresión para dejarse morir de inanición. Había algo que le motivaba a seguir con su trabajo de mierda, a mantenerse alimentado y ejercitado, pero… ¿Qué era? ¿Qué demonios le obligaba a seguir con esa pútrida vida?

Entre más lo pensaba, las náuseas se tornaban más intensas, así que se dejó llevar por los instintos primitivos que venían programados en sus genes. Al terminar de comer siguió con otra y otra bandeja, siendo sólo tres las que quedaban en el refrigerador.

Tomó el cartón de leche; por el peso, debía tener un cuarto en volumen. No dudó en beber directo del cartón, arrojándolo sin cuidado a la basura cuando lo vació.

Más o menos satisfecho, reanudó su andar hacia el cuarto de baño, donde se sacó con dificultad la ropa. Más que meterse en la tina, se dejó caer dentro y abrió el agua caliente. ¿O fue la fría?

Como si eso importara. Si no le interesó quitarse la mugre y la sangre seca antes, mucho menos la temperatura con la que se ducharía. El agua era agua. Fría o caliente, servía para lo mismo.

Por alguna razón, sus vacíos y gélidos ojos esmeralda se entretuvieron en ver como se llenaba la tina. No le daban ganas de cerrar la llave, mas se obligó a hacerlo cuando recordó que le saldría más cara la cuenta del agua si la dejaba desperdiciar.

Con el cuerpo más relajado, ante la fortuna de que le tocara un baño caliente, recordó una conversación de tres días atrás, justo antes de aceptar el trabajo que lo había hecho llegar en la condición en la que se hallaba.


—¿Qué hay? —dijo Tōji, al entrar a la oficina, sin respeto alguno por la autoridad que representaba su jefe, Masamichi Yaga, un hombre moreno, corpulento y de barba, que siempre portaba gafas de sol.

—Creí que tardarías más —respondió, acomodando algunos papeles sobre el escritorio, como si los entregase a una persona frente a él.

—Estaba cerca.

—Toma asiento.

Tōji se acomodó en la silla vacía frente al escritorio y subió los pies, manchando los papeles que el jefe había colocado.

—Es el próximo trabajo —aclaró Yaga, sin inmutarse por la falta de respeto.

—Lo tomo —aceptó sin pensarlo dos veces.

—Es un procedimiento delicado. ¿Estás seguro?

—Viejo, ¿crees que estoy en calidad de negarme? ¿Acaso piensas que tengo otra fuente de ingresos?

Yaga se retiró los lentes y se frotó el puente de la nariz antes de regresarlos a su lugar. Lidiar con ese hombre tenía su grado de dificultad según la ocasión.

—¿Qué tipo de misión es?

—Un rescate. Localizaron a la hija del Primer Ministro —explicó, como era costumbre, a sabiendas de que el otro tan sólo leería los archivos para dar con la ubicación y la hora, antes de arrojarlos a la basura—. Tendrás un equipo, pero tu trabajo es individual. Necesito que la saques de ahí con vida y sin un sólo rasguño.

—¿Y si cuando la encuentro ya está muy "rasguñada"? —cuestionó con una sonrisa cínica y actitud despreocupada.

—Como te imaginarás —continuó, ignorando las palabras del hombre frente a sí—, el sueldo en esta ocasión es exagerado; después de todo, se trata de un preocupado padre de familia. Por otro lado —hizo una pausa, miró a Tōji, quien tenía una expresión vacía que desde hace mucho le resultaba preocupante—, los secuestradores están coludidos con el narcotráfico, la trata de blancas y el crimen organizado en general.

Tōji soltó un silbido cargado de un asombro fingido.

—¿Significa que puedo matar como me plazca? —por enfermo que sonara, el crujido de huesos, la sangre expulsada a borbotones y las expresiones de terror, clemencia y pánico en sus presas le generaban un placer inenarrable, muchas veces más intenso (y duradero) que el sexo; «pequeños placeres de la vida», así lo definía él.

—Significa —puntualizó, intentando no enojarse demasiado—, que debes tener cuidado.

—Yo siempre tengo cuidado.

—Sabes bien que nunca he dudado de tu trabajo, de todos mis hombres, tú eres el mejor. —Casi se arrepiente de pronunciar aquello tras observar la expresión de orgullo en el rostro de Tōji. Se aclaró la garganta antes de continuar—. Me refiero a lo que haces fuera de aquí.

—¿O sea...? —esperó por un reclamo más directo.

—¿Ya olvidaste lo que pasó la última vez que te involucraste con mafiosos?

Tōji bajó los pies del escritorio y, por primera vez en mucho tiempo, Yaga pudo ver cierta rabia en el rostro de ese hombre, aunque no duró más de lo que haría un parpadeo.

—Te buscaron, Tōji.

—Sí, bueno –desvió la mirada, en búsqueda de alguna figura interesante en las nubes que se divisaban por la ventana—. Gajes del oficio.

—¿Gajes del oficio, dices?

No recibió respuesta.

—Mataron a tu esposa.

Tōji seguía con una expresión monótona y desinteresada, por lo que se obligó a continuar.

—Recibiste videos de cómo violaban a tu hija semanas antes de que te la devolvieran en partes.

Aún con todo eso, el rostro de Tōji continuaba impávido.

—¡¿Es que no lo entiendes aún?!

—Aaah. —Elevó el rostro, como si sobre su cabeza hubiese una nube de recuerdos—. No estoy traumado, si a eso te refieres.

—¡Tú…! —No, no le gritaría, eso sólo significaba caer en su juego de provocaciones—. En verdad, sólo puedes tener guano en el cerebro.

Tōji soltó un bufido a modo de risa.

—¿No te preocupa lo que pueda ocurrir con tu niño?

—Sabe cómo cuidarse. —Encogió los hombros—. En la escuela le enseñan a no hablar con extraños y esas cosas… supongo.

—¿Supones? —Sabía que no era asunto suyo, pero por el bien de ese chiquillo tenía que meterse—. En la escuela no enseñan a lidiar con basuras como tú.

—Pero es inteligente. Seguro lo aprende por su cuenta.

Un silencio craso se hizo presente y podía sentirse tan molesto como la niebla en la carretera. Pese a no aceptarlo, Yaga presenció el declive de Tōji como ser humano; es decir, ya tenía un humor bastardo y una actitud pesada desde que lo conoció. Jamás lo vio sonreír como una persona alegre y, sobre todo, normal, pero sabía que gozaba de una buena vida. Llegó a conocer a su difunta esposa y a sus hijos, y así él no fuera capaz de reconocerlo, la mujer era la razón por la cual se refugiaba en placeres retorcidos y en los excesos.

Siendo honesto, le importaba más la mierda de su perro que la vida de Tōji, aunque era incuestionable ese hombre podrido era su carta de triunfo y el mejor elemento de su agencia. Si, por alguna razón, recibía una denuncia por negligencia infantil, no tendría manera de sacarlo de allí, tampoco quería poner su nombre en juego y se negaba a que el negocio que heredó de su padre se sumergiera en un escándalo.

Era por conveniencia y egoísmo, lo sabía, pero no le afectaba en absoluto usar aquello como impulsor.

—Veo que será imposible que lo razones por tu cuenta así que te lo pondré de este modo: o contratas a alguien para que vea por ese niño cuando estás fuera de casa o te pongo de patitas en la calle.

No utilizaría ese recurso si no supiera que Tōji tenía un problema (vicio) con las apuestas y que la principal traba para conseguir otro trabajo se debiera a su preparatoria trunca.

—¡¿Hah?! —Se levantó de golpe, tirando la silla en el proceso.

—Tú decides.


A Tōji se le tensaba la mandíbula sólo de recordar aquella conversación.

Por suerte, el "toc-toc" sobre la puerta lo regresó a la inmunda y nefasta realidad.

—¿Terminarás pronto? —preguntó Megumi, levantando un poco la voz para que se escuchara del otro lado—. Necesito usar el baño.

—Sólo pasa —respondió, descubriendo lo ronca que se hallaba su garganta.

Megumi entró, a la par en que un suspiro cansado escapaba de sus labios. Ambos estaban separados por una puerta corrediza de plástico; por un lado, esa situación no era tan rara y, por el otro, para el chico seguía siendo más cómodo hacer sus necesidades en soledad.

Cuando Tōji escuchó el característico caer de la orina en el retrete, un interruptor medio dañado se activó en su cabeza y decidió que esa era una buena oportunidad para entablar conversación.

—¿Se puede saber a dónde rayos te fuiste a meter?

—A la escuela, ¿o dónde esperabas que estuviera?

—Ah. —Cierto, que su hijo estudiaba—. ¿En qué grado vas?

—Segundo de primaria. —A esas alturas no sabía si poner los ojos en blanco o no. Sabía que para su padre él a veces existía y a veces no.

Ahí murió la conversación, por lo que sólo prevaleció el sonido del chiquillo lavándose las manos.

—Oye —habló Tōji, antes de que el niño se fuera.

—¿Hm?

—Ven a lavarme el cabello.

—¿Y si digo que no?

Tōji chasqueó la lengua con hartazgo antes de responder.

—Te pagaré, ¿está bien?

A Megumi le molestaba que quisiera resolver todo con dinero y la tentaba contestar con un «Pues contrata a alguien para que venga a bañarte», pero también era consciente de que seguro por la herida en su costado no podía hacerlo apropiadamente.

—Interesado. —Fue como llamó Tōji a su hijo en cuanto lo vio acercarse.

Megumi rodó los ojos. Se subió a un banquito para bajar la regadera extensible y luego tomó la botella de shampoo. Mojó el cabello de su padre y, por alguna razón, cada que hacía eso le daba la impresión de estar bañando a un perro.

Tōji amaba y odiaba el olor de ese maldito shampoo. Era de moras con un sutil aroma característico del jabón. Era el que solía usar su esposa y Tsumiki. No lo soportaba, pero se castigaba a diario con eso y a veces conseguía olvidar otra parte de sí.

Cuando Megumi terminó su labor, le advirtió a su padre que saliera de una buena vez, ya que el agua estaba fría y no tenían «dinero de sobra para gastarlo en jodidos médicos» (palabras de Tōji).

Luego de eso, Tōji salió de la tina, sintiéndose un poco menos del carajo. Se ató una toalla a la cintura y se dirigió hacia la caja de metal en el pasillo para sacar un par de vendas y ajustarlas al torso. También tuvo que inmovilizar un tobillo con más vendajes, asumió que lo tenía luxado, pues le dolía al pisar, mas no se sentía tan culero como una fractura.

Megumi se hallaba sentado sobre sus rodillas a la mesita de centro de la sala, haciendo su tarea, y Tōji se fue a acostar al sillón tras él, viendo que no muy lejos de allí estaba su bolsa de tela con todo lo que contenía regado por el piso.

—Megumi —llamó con pereza, recordando que había vaciado el refrigerador y más tarde le volvería a dar hambre—, agarra dinero del sobre y ve a comprar algo de comer, ya no…

—Compré hace rato. —En cuanto llegó de la escuela y buscó con qué entretener las tripas se llevó una desagradable sorpresa, así que no tuvo de otra más que tomar billetes extra, el carrito que solía llevar para no cargar bolsas y bolsas, y partir hacia el combini más cercano, que para suerte de ambos, estaba a un par de cuadras.

—Oh.

Cuando Megumi se concentró de nuevo en sus deberes, su papá volvió a interrumpir el silencio.

—Tráeme unos cigarros.

Al no recibir respuesta, estiró su pierna buena y, sin malicia, empujó al niño de uno de sus hombros para que le hiciera caso.

—Meguuumi —entonó lo mejor que pudo, resultando en un pesado cántico—. Cigaaarros.

Una venita de molestia hizo acto de presencia en una de las sienes del chiquillo, quien apartó el pie de su padre con una mano.

—Ya no hay.

—Ve a comprar.

—No me los van a vender.

—¿Hah? —Se indignó. Aunque se trataba de una mujer algo mayor, Tōji se acostaba con la dueña de la tienda de conveniencia y, a cambio, le vendía los cigarros al niño (más baratos), además de cocinarle buenos almuerzos, salvo que eso último lo hacía por voluntad propia—. Le dije que esta semana no podía. ¿Acaso la vieja puso alguna condición nueva o algo así?

Megumi negó con la cabeza.

—La hospitalizaron hace poco... o eso me dijeron.

—¿Quién te lo dijo?

—El nuevo encargado.

—Ah. —Chasqueó la lengua, pues le era más fácil engatusar al sexo femenino—. ¿Y no sabes si es gay o algo? Eso haría las cosas más sencillas.

—No es como que vaya por la vida preguntándole a la gente con quién prefiere acostarse, sabes —contestó con cierto fastidio, pues bien sabía que su padre era de los que se llevaban a otras personas a la cama para obtener beneficios—. Puedes ir a exhibirte para él cuando no des tanta lástima.

Tōji frunció el entrecejo. Ese fue un golpe bajo. Estuvo a nada de darle una patada, aprovechando la posición, pero ¿a quién quería engañar? Se lo había ganado. Además, los cigarros no eran tan necesarios, sólo fumaba de vez en cuando para obtener un alivio momentáneo, si lo veía de manera objetiva, desperdiciaba dinero comprando esas porquerías.

Desvió la mirada y por mera casualidad sus ojos se toparon con unos papeles que correspondían a expedientes de personal capacitado para el cuidado de menores de edad; en otras palabras, las malditas niñeras. Tenía un plazo de una semana para hacer llegar a Masamichi Yaga el perfil de la persona a quién contrataría o en su correo aparecería una carta de despido junto a su liquidación.

Esa misma noche, después de cenar y de que Megumi fuera a dormir, echó un vistazo a los perfiles de las niñeras, algunos eran sus propios compañeros de trabajo, porque según el jefe, debían tener experiencia en combate por si ocurría algo desafortunado, pero ni en drogas dejaría que personas como él supieran dónde vivía, así que los descartó. También quitó los folios de los que tenían tarifas altas y de los que no estaban dispuestos a quedarse en casa ajena, sino que trabajaban llevando al niño con ellos.

Entre una cosa y otra, sólo quedaron cuatro perfiles.

Candidato número uno: Itadori Chōsō

Un tipo de veintitantos con cara de crikoso, aunque ponía que era excelente cuidando niños, lo descartó por apariencia.

Candidato número dos: Mahito

A la basura por el nombre a secas. No leyó el resto. Ni siquiera vio la foto del susodicho.

Candidato número tres: Mei Mei

Una mujer a la que contrataría, pero para follársela. Por lo que costaba y lo poco que la vería, no salía rentable el negocio

Candidato número cuatro: Satoru Gojō

Estudiante universitario de la Facultad de Ciencias. No salía caro y tenía buena cara.

Poco le importó leer el resto de la hoja de este último, así que agarró el celular que reposaba sobre la mesa, tomó una foto a la hoja y se la mandó a Yaga en un mensaje.


Debo aclarar que el Gojō de esta historia será como una mezcla del Gojō estudiante-arrogante y medio loco del manga, con su versión adulta y "medianamente" más madura. Porque el Gojō estudiante es una pésima opción para cuidar a un niño, pero el Gojō adulto también lo es. x'D
Más bien, sería como el Gojō que se encontró por primera vez con el Megumi niño en el manga, hahaha.