Aquí el segundo capítulo. Espero que disfrutéis de la lectura. ¡Nos vemos en comentarios!


Fairy Tail no me pertenece.


Advertencias de este capítulo: Mención de sangre, mutilación y canibalismo.


Primera Parte - Segunda Verdad

Así ocurre.

«¿Por qué no has venido hoy? Estoy preocupada por ti. Si ha pasado alguna cosa, por favor, llámame.»… «¡Cuando acaben la reunión volveré a llamarte! Cógeme el teléfono.»… «Oye, ¿estás bien? Me estás asustando.»… y así un sinfín de mensajes que Minerva no deja de enviar durante toda la mañana de ese lluvioso miércoles.

Lucy decide no contestar a ninguno de los mensajes. No tiene ánimos para hacerlo, tampoco desea dar señales de vida y comentar por qué se ha ausentado de su puesto de trabajo. Por ende, Lucy debería explicar la aventura nocturna en la que se vio envuelta ayer. Lucy confía en Minerva, pero los recuerdos que se repiten en su cabeza no son algo sobre lo que chismorrear con ella por teléfono. La chica tiembla bajo las sábanas y se lleva las manos a la cabeza cuando las imágenes del monstruo reaparecen y las sensaciones sobrecogedoras vuelven a asaltarla. Inmediatamente, y temiendo ser escuchada por todo el vecindario, Lucy se muerde la lengua y ahoga un desesperado aullido.

Tras pasar unos minutos acongojada en la cama, decide que es momento de desayunar. Lleva horas sin comer y tener el estómago vacío no ayudará a mejorar su estado de ánimo. Además, la gripe que ha pasado unas semanas atrás la ha dejado muy débil y no desea volver a caer enferma y perder otra semana de trabajo.

Con la manta sobre los hombros, Lucy entra en la cocina y enciende la luz para poder moverse con libertad. Abre la nevera y se decanta por un vaso de zumo y una pieza de fruta. Lucy se sienta frente a una pequeña mesa en una de las esquinas de la estancia, siempre en silencio y sin separarse de su blanca armadura, y vierte el líquido en la taza mientras decide de qué manera devorará la manzana. Rotunda a poner fin a los rugidos de su barriga, coge la fruta y se la lleva a la boca.

La cocina está sumida en completo silencio. Los vecinos han marchado a trabajar y el griterío de la calle es mínimo. Lucy no enciende el televisor, no tiene interés en ver nada con ese malestar físico, y lo único que escucha son sus propios mordiscos.

Después de varios bocados, Lucy arruga el entrecejo y suelta la manzana sin terminar. Un sabor agrío se esparce por su garganta y piensa que vomitará allí mismo. El sabor de la manzana cambia radicalmente y su estómago da un vuelco. La mujer contempla la pieza sin comprender su sabor amargo. La fruta está perfecta: el color adecuado y la textura de siempre, mas no su sabor.

Ni siquiera le da una oportunidad al jugo. Si la manzana le ha sentado tan mal, no puede imaginar cómo el zumo rematará su dolorido estómago.

—Ugh. —Las ganas de vomitar todo lo que ha engullido la estremecen, pero aguanta las arcadas para evitar un desastre sobre el suelo de la cocina.

Su bienestar disminuye a medida que camina hacia el dormitorio. Lucy se encuentra mal, y pasar el día en cama es la mejor opción. Por ello, y sin pensarlo demasiado, se deja caer sobre el colchón, oculta su cuerpo bajo las mantas y duerme. Es tiempo de descansar.

Pese a estar envuelta en esa gruesa manta, Lucy capta un inusual olor entrar por la ventana. Le recuerda a fuego, humo y cenizas. Se esfuerza por abrir los ojos y descubrir qué está ocurriendo, pero el sueño vence una batalla que, entre otras cosas, ni siquiera puede empezar.

Un pinchazo la hace temblar y Lucy se remueve agónica. ¿Qué le está ocurriendo? ¿De dónde proviene tanto dolor?

Entre tanto desasosiego, un dulce aroma se introduce en su nariz. La boca se le hace agua al momento.

—Cómeme, Lucy.

La voz que habla es familiar. No obstante, y dentro de esa caótica ensoñación, la identidad del intruso pasa a un segundo plano. Tampoco su propio aspecto enfermo ni estar arrastrándose por el suelo como animal desesperado. Lucy jadea al vislumbrar una figura humana tirada al final del pasillo. Esperando por ella.

—Sé que quieres comerme.

Lucy tiene hambre. ¡Arde en gana! El descontrolado quemazón en sus tripas así se lo hace saber, y ese hombre también conoce su desazón.

El camino parece acortarse y Lucy queda incrédula ante ello, mas no lo manifiesta. Continua reptando hasta percatarse del líquido que empapa sus manos. Lucy elude la sangre hasta rozar la comida con la punta de sus dedos. No piensa demasiado cómo hacerlo. La mujer agarra la muñeca masculina y tira de él. Parte del brazo se despega con insólita facilidad y Lucy se lo mete en la boca.

No existe nada más. La carne y la hambruna son lo único que la preocupan. La carne es tierna y caliente, igual que la sangre, y se deshace dulcemente cuando toca la punta de su lengua. Lucy sorbe la sangre que escapa de la extremidad entre sus manos. El piso bajo ella se transforma en un lago carmesí del que bebe para calmar una sed jamás experimentada. Su estómago agradece el gesto y Lucy sigue engullendo casi sin respirar.

—Vamos ―susurra el hombre. Las ventanas están abiertas y sus cabellos se mueven por el aire. Él suelta una suave carcajada y coloca frente a sus narices un grueso trozo de carne que después lanza a lo lejos. Lucy abre los ojos con estupefacción y sigue la trayectoria hipnotizada no sólo por la forma, sino el olor de ese manjar crudo. El trozo rebota y la luz de la mañana le muestra qué es realmente: una pierna humana. La luz se expande e ilumina todo el pasillo junto al individuo frente a ella. Lucy se queda anonadada: su cabello, esos ojos amenazantes y la tenebrosa sonrisa en sus labios. No lo reconoce por su físico, pero esa voz ha estado muy cerca de ella. Él, entre risas, arquea la espalda hacia ella y brama—: ¡Vamos! ¡Cómeme!

La ilusión concluye y Lucy despierta sobresaltada. Su cuerpo convulsiona y el sudor frío cubriendo la totalidad de su cuerpo la hace estremecerse cuando recobra la conciencia y sabe que todo ha sido una burda pesadilla. La rubia recorre su pecho con la punta de sus dedos, asustada por encontrar un rastro de sangre, mas lo único que mancha su piel es sudor. Sus ojos vuelan por la habitación y permanecen fijos en el pasillo. ¿Qué acaba de pasar?

Todo parece tan real, que Lucy teme de salir de la cama y encontrarse con alguien moribundo en su casa. La chica no se mueve, postrada boca arriba, aunque echa un vistazo al teléfono bajo su almohada y es consciente de las horas que ha dormido. La mujer jadea ante la fecha y la hora en la pantalla. ¡Ha dormido un día entero! Los mensajes de Minerva siguen intactos, otros compañeros se han preocupado por ella y su madre la ha llamado durante su letargo. Seguramente para confirmar su visita ese fin de semana.

Lucy alza las sábanas y saca un pie, mas un chirrido cerca de la puerta del cuarto la detiene. La mujer aprieta el teléfono y traga. ¿Ese hombre insiste en no abandonar su casa? ¿Estará esperándola al final del pasillo? Lucy suspira, agobiada por todos esos pensamientos, y se encoge, sentada en el borde de la cama. No encuentra sentido alguno a sus temores, tampoco una explicación a semejante ensoñación, así que se obliga a espabilarse y prepararse para una larga jornada laboral. El dolor del día anterior ha desaparecido, aunque su boca conserva ese sabor agrio.

Levantarse es todo un sacrificio. La cabeza le retumba hasta meterse bajo el agua fría de la ducha. Si tratara el asunto como una mujer cuerda, Lucy se quedaría en la cama y descansaría un poco más, pero su situación económica y el orgullo de identificarse como mujer independiente la empujan a presentarse en la oficina. Su madre detesta su cabezonería, mas Lucy no quiere depender de sus padres. El dinero es prioridad para dar a su madre una vida mejor, y proveerla de oportunidades para salir de esas cuatro paredes en las que vive encerrada.

Ni de broma mencionará lo acontecido la noche del miércoles. La sola idea de hablar sobre el ataque asustaría de sobremanera a sus padres y tratarían de retenerla en el pueblo unos días. Todos sus esfuerzos irán al traste y el jefe Eucliffe la despedirá por incompetente. Además, cualquier actitud extraña puede ponerla en la palestra y muchos compañeros malinterpretarían incluso su identidad.

Ahoga un suspiro lastimero y deja que la fría agua acaricie su desnudez mientras el jabón perfumado deja su oloroso rastro en cada parte de su cuerpo. Con ayuda de sus manos, Lucy hace desaparecer la espuma sobre su piel y, cuando está lista, se envuelve en una toalla. Elegida la ropa interior, la ropa y los zapatos que usará, la mujer extiende las piezas encima de su desordenada cama y las examina con cuidado, anhelando que todo se encuentre perfectamente seleccionado para la ocasión. No tenía ganas de escuchar la regañina de Minerva por no ir adecuadamente vestida como una buena mujer. Lucy deshace el nudo de la toalla, ahora a sus pies, y reanuda a emperifollarse frente al gran espejo que descansa en una de las paredes del dormitorio.

Con unas braguitas en la mano derecha, la rubia se contempla, tanto por delante como por detrás, despojada de toda tela sobre su complexión.

La figura de la mujer está bien cuidada y desarrollada, los apretados y muy femeninos atavíos que usa no ocultan nada de ello. Sensual y bien equilibrado, el cuerpo de Lucy posee unas largas piernas, unos pechos grandes, y erectos por el frío, y unos genitales ocultos, de manera recatada aunque erótica, bajo sus rubios y rizados vellos. Lucy gira sobre sus talones y observa su trasero con una sonrisa ladina. Los progresos de la dieta comienzan a verse a través de su cuerpo y, después de tantos desgraciados días, esa noticia cae como agua de mayo.

A diferencia de su cuerpo, su rostro describe el estado físico de las últimas horas y esas ojeras hablan por sí solas. La mujer vuelve a su posición inicial y continúa mirándose hasta encontrar el mordisco en el hombro derecho. Es un círculo rojizo, la sangre se ha secado, y la impronta de los dientes de su asaltante resalta en esa blanquecina piel suya. Un tinte violáceo adorna el contorno de la herida. Lucy pasa la yema de sus dedos por encima y jadea al sentir una pequeña punzada de dolor. Ese animal casi le arranca el cuello.

Baja la mirada un poco más y sabe que no sólo su hombro está marcado, sino sus rodillas y pies también. Esas heridas no son más que el recuerdo de las contadas caídas en el callejón. La mirada rojiza de su atacante se hace presente y Lucy siente un escalofrío recorrer su espalda. Sus ojos descienden hasta toparse con sus pies enrojecidos y sus uñas maltratadas. El desastre de sus zapatos fue una tontería al lado de esa lucha violenta por su vida.

Lucy se abofetea ambas mejillas y se prohíbe rememorar lo ocurrido una vez más. Se mira a través del cristal y se apunta con el dedo índice. El ceño fruncido y una mirada repleta de furia por abusar de sí misma. Si no va a hablar del tema con nadie, tampoco debe reproducir lo acontecido repetidamente en su cabeza. Se recrimina por lo bajo al mismo tiempo que se coloca la ropa interior y se echa un último vistazo en el espejo. El conjunto reglamentario, un traje sastre con falda porque los pantalones en las mujeres está mal vistos, es uno de los peores enemigos para la rubia, pero formar parte de una gran empresa como esa reduce su opinión hasta mínimos insospechados. Al menos, piensa, puede peinarse como le dé la gana.

Antes de abrir la puerta y salir de la casa, Lucy da un último vistazo para asegurarse de que todo está en orden. Sus grandes ojos examinan el pasillo. Especialmente el final de éste, allí donde descansó el desconocido hombre de su pesadilla. Sus carcajadas escandalosas y rugidos vuelven a reproducirse y Lucy cierra de un portazo despejando su mente de toda esa angustia que la perseguiría.

El camino hacia su trabajo es tranquilo. La rápida arribada del autobús es una tregua para la mujer, ya que puede llegar con unos minutos de antelación a su escritorio. Las mañanas son duras, mucho más a las siete de la mañana, y tener un poco de suerte siempre ayuda.

—¡No me cogiste el teléfono!

Minerva aparece por sorpresa frente a ella. La morena, ataviada en un traje oscuro, observa incrédula a su compañera y tuerce los labios al percatarse del color enfermo que permanece en su cara. Espera algún comentario sobre el uso del maquillaje y la importancia del aspecto físico en el trabajo, pero Minerva retiene sus pensamientos.

Lucy acepta su mal aspecto físico, las ojeras violetas y la palidez en su rostro son evidentes, pero sonríe pasando por alto todas esas minucias. Minerva posa una mano sobre la suya y se sorprende por lo fría que está. La otra mujer se acerca para darle un escueto abrazo, y Lucy puede sentir cuán bien olía. ¿Siempre ha olido así?

—¿Qué te pasó ayer? —cuestiona la secretaría—. No contestaste ninguno de mis mensajes, tampoco mis llamadas.

Es verdad. Lucy no contesta su teléfono. No ha contestado a nadie.

—No me encontraba bien. Pasé todo el día durmiendo.

No miente. Aunque lo hubiera pasado realmente mal, había estado durmiendo ininterrumpidamente. Minerva se remueve entre sus brazos y la mira de arriba a abajo:

—¿Estás recuperada, entonces?

Lucy asiente.

—Sí, eso creo. —No se nota muy segura, sin embargo.

Minerva se marcha a su despacho en otra planta prometiendo a Lucy tomar unas copas después del trabajo. La aludida accede, recordando que ambas habían planeado encontrarse esa noche, y observa a su colega meterse en el ascensor con el teléfono pegado a su oreja. El rostro desfigurado de la morena capta su atención, aunque Lucy no hace nada y se queda ahí, parada y en silencio, queriendo saber si Minerva ha enfurecido por su actitud o se trata de un presentimiento erróneo.

Nadie aparece por su escritorio en toda la jornada. Menos aún su superior, Sting Eucliffe, u otros colegas con los que comparte sus descansos. Le parece extraño, pero decide no contactar a ninguno de ellos y esperar a encontrarse en el bar de siempre y descubrir qué ocurre. La empresa está pasando por un momento repleto de éxitos y creando alianzas con otras franquicias, así que entretenerse con ellos será algo que recuperar cuando los ánimos se calmen y los acuerdos anhelados se consigan.

Lucy cumple con sus quehaceres y recoge sus pertenencias así como el trabajo que debe terminar en casa. En vez de usar las escaleras, opta por meterse en el ascensor y despejar la mente entre esas cuatro paredes. Marca la planta a la que desea llegar y apoya la frente contra el frío metal a centímetros de ella. De reojo, Lucy puede verse a sí misma reflejada en los amplios cristales a su izquierda. La repulsión por su rostro es evidente, la indisposición no ha desaparecido como ella pensó, y su estado físico se ha agravado con la venida de la noche. La barriga le ruge, pero sus intenciones de devorar el desayuno fueron inútiles desde el comienzo. El simple hecho de abrir la fiambrera se convirtió en un deporte de riesgo y el olor de la tortilla rellena atacó su nariz, haciéndola retorcerse entre arcadas incontrolables. El mismo sabor amargo de la manzana reapareció en la tortilla y Lucy dictaminó que ella era el problema y no la comida. Al final, antes de volver al trabajo con un dolor de estómago descomunal, la mujer vacío la fiambrera en el contenedor más cercano apuntando en su teléfono como asunto importantísimo visitar al médico en cuanto tuviera un día libre.

La rubia deja el edificio atrás y una voz empalagosa capta su atención destruyendo su intención de perderse entre la muchedumbre:

—¡Lucy! —Minerva la espera en la otra acera con uno de sus modelitos y el maquillaje intacto. A su alrededor, la aludida reconoce a su superior, algunos colegas y el jefe de Minerva. Al parecer, olvidando su cita con la mujer, todos ellos también las acompañarán en su noche de copas—. ¡Te estábamos esperando!

Ah, genial. Casi olvida esa quedada.

Le desconcierta ver a una animada Minerva mover su brazo. Especialmente después de esa fría despedida en la mañana. No supo nada de ella, tampoco de su jefe, pero ambos la aguardan en otra acera con una sonrisa de oreja a oreja y muchas ganas de compartir unas horas con ella.

Sin querer despuntar demasiado, aunque estuviera deseando dar media vuelta y echarles en cara su poca consideración, la rubia devuelve el saludo y se dispone a acercarse al grupo simulando un entusiasmo inexistente en ella.

Lucy cruza la calle y saluda a los muchachos con una pequeña reverencia. No conoce personalmente a los tres hombres junto a su amiga y su superior. Sí han coincidido en la oficina, algunos en las últimas reuniones y otros en los descansos compartiendo fila en el comedor común. Lucy hace el ademán de presentarse, pero Minerva tira de ella, agarrándola de la muñeca, y la rubia hace malabares para no caer de bruces contra el suelo por la insistencia de su colega. Los hombres se quedan detrás de ellas hablando sobre trabajo y sus ganas de pasar el fin de semana en calzoncillos y viendo uno de los partidos de béisbol más esperados de la temporada. Minerva se queja sobre la "poca sensualidad" de esa conversación y Lucy sonríe al encontrar divertida la mueca en su rostro.

El bar no está lejos de la oficina. Es una pequeña taberna tradicional. Minerva defiende su elección argumentando cuán buenos están los platillos y lo refinado de su vino. Lucy acepta sin problema y sus acompañantes no oponen resistencia. Tampoco se quejarían si no estuvieran de acuerdo. Minerva puede ser una temible enemiga incluso en discusiones sin sentido como esa.

El interior de la taberna es acogedor. Un hombre de mediana edad los recibe y acompaña hasta su mesa, alejada de la entrada y colocada al final del local, donde todos se sientan como quieren. Lucy cuelga la chaqueta en la silla que usará y coloca la cartera detrás de ella, entre el respaldo de la silla y su espalda, para evitar manos traviesas. Además, la mujer interiorizó desde la infancia algunas de las supersticiones de su madre como la de no dejar el bolso o la cartera en el suelo para no perder el dinero. Los hombres celebran poder quitarse las chaquetas y relajarse, y Minerva deja escapar un gemido asqueado al verlos sudados. La época de frío está más presente que nunca, las lluvias y heladas son frecuentes en esos días, pero la empresa abusa de la calefacción y, en algunas ocasiones, transforma el edificio en un espacio sofocante para los trabajadores. El uso de esos trajes durante jornadas interminables es un problema para muchos hombres.

—Veo que has cambiado de zapatos —apunta Sting sentándose al lado de Lucy, quien enrojece al escuchar su comentario. Él sonríe al notar su repentina timidez y se apodera de una de las cartas sobre la mesa para decidir qué van a comer mientras disfrutan del vino del lugar—. Espero que hayas tenido un mejor día.

Lucy agradece la cordialidad de Sting al colocar la carta entre ambos.

—Ni lo imagina, señor —responde ella en un largo suspiro—. Muchas gracias por taparme ayer —reconoce la rubia, pero él frunce el ceño sin comprender a qué se refiere. Lucy oculta sus labios avergonzada y rememora lo ocurrido sin que nadie más de la mesa pueda escucharla—. Cuando usted tapó mis pies. En las máquinas de café.

Sting abre los ojos y asiente al recordarlo.

—No fue nada. Es mi labor cuidar de mis subordinados.

Minerva se interpone entre ambos.

—No conoces a los demás, ¿verdad? —señala a los otros tres varones en la mesa. Los indicados se asoman para ver el rostro de Lucy y refutan con ella—. Rufus Lohr, de recursos humanos —el de cabellos rubios recogidos en una coleta y gafas—; Orga Nanagear, de finanzas —el más grande de todos con perilla y pelos verdes—, y Rogue Cheney, mi jefe.

El último está al lado de Sting. Su cabello negro brilla y sus pequeños ojos oscuros le parecen dulces. A primera vista, Lucy piensa que es un chico tímido, mucho más que el resto del grupo, y ese flequillo ocultando parte de su rostro le da un toque misterioso… y sensual. Quiere preguntar el por qué de ese peinado, pero Sting no permite empezar conversación alguna.

—¡Ahora podemos beber tranquilos! —exclama el hombre a su lado y todos los demás aplauden su entusiasmo.

Las botellas no tardan en llegar a la mesa. Los aperitivos lo hacen más tarde, aunque Lucy no se atreve a rozar la comida. El estómago le está dando una tregua, mas ella desconoce cuánto tiempo aguantará sin sentirse indispuesta de nuevo.

El alcohol no le supone un problema. El gusto del vino tinto es el mismo de siempre y las arcadas no atacan su sistema tras el primer sorbo. Eso calma a la chica, que disfruta de su bebida sin complicaciones.

—¿Has podido descubrir dónde se ha metido el incompetente de Bora? —Orga se dirige a Rufus. Ambos, Bora y él, trabajaban en el mismo departamento y nadie puede saber más de éste que su compañero de mesa. El de la coleta niega con la cabeza y aprovecha para probar una de las brochetas recién llegadas. Minerva pone los ojos en blanco y Lucy se tensa al oír ese nombre—. No se ha dignado ni a contestar las llamadas para…

Lucy se atraganta y tose torpemente al recordar el cuerpo desmembrado de Bora junto a los charcos de sangre. Procura no cerrar los ojos para no trasladarse al lugar, pero los gritos desgarrados del hombre pidiendo auxilio resuenan una y otra vez.

La ancha mano de Sting retorna a Lucy a la realidad. Ella dibuja una débil sonrisa y resta importancia a su atragantamiento. Rogue le acerca un pequeño vaso de agua que ella agradece con un ligero movimiento de cabeza y bebe lentamente para no ahogarse de nuevo.

—¿Estás bien? —La preocupación de su jefe es evidente, aunque los otros la observan consternados.

Lucy asiente e interviene en la conversación.

—¿El señor Bora no ha vuelto al trabajo?

A nadie le extraña que sepa de Bora. El hombre no guardaba buena reputación entre las trabajadoras. No todos conocían su anómala dieta, aunque era vox populi el tipo de vida que llevaba no sólo dentro sino fuera de la empresa. Las acusaciones de acoso sexual lo perseguían desde sus primeros meses y muchas mujeres pidieron no trabajar con él.

Bora se encargó de transmitir su criterio a las compañeras cuando los jefes más importantes advirtieron sobre su indecente comportamiento. El carnívoro "pidió" que nadie testificara en su contra cuando los supervisores aparecieran por la oficina. La primera denuncia levantó sospechas de nuevos casos, así que las visitas de los supervisores fueron habituales durante un tiempo. Las mujeres acosadas guardaron silencio y los compañeros negaron las acusaciones alegando no haber visto nada de lo anteriormente testificado. Lucy no conoció a ninguna de las afectadas, además ella trabajaba en un departamento distinto, pero le entristeció saber que la mayoría de ellas fueron cuestionadas tras la resolución del caso y la publicación del informe final. Bora era conocedor del poder que su condición tenía sobre gran parte de la plantilla, así que jugar con el miedo de todos era precisamente lo único que podía hacer para mantenerlos con la boca cerrada. Él era un ser diferente, alguien capaz de romper sus vidas de un bocado, y esos aires arrogantes eran sumamente temidos.

Lucy se mordió la lengua durante esas conocidas visitas. A ella nunca le preguntaron, pero otros de sus colegas sí declararon y aseguraron no conocer los hechos denunciados. Era una mentira generalizada, y poco importó a los jefes que sospecharon la existencia de las tretas de Bora al recibir dichos resultados. Nadie se atrevió a romper una lanza a favor de esas mujeres, aunque algunos intrépidos fueron acallados por petición popular.

El tembleque en los labios de Lucy no desaparece a pesar del repertorio de ese hombre. La muerte no es la solución. Tampoco para seres desviados como Bora.

—Seguramente estará rondando borracho por la ciudad —Minerva pasa por alto las palabras de Orga y da un largo trago a su bebida. Lucy agacha la cabeza y da unos últimos carraspeos. Minerva sigue parloteando—. ¡Ya no tienes excusa para no echarlo de la empresa, Sting! Lo único que sabe hacer es incordiar al personal femenino y aparecer borracho por los alrededores de la oficina porque "no puede comer todo lo que su cuerpo necesita". Si por él fuera, ya nos hubiera arrancado la cabeza a todos para llenarse la barriga.

Sting da un vistazo a Lucy y retira su mano con lentitud, casi regalando una caricia.

—La empresa firmó un acuerdo para la conciliación de ambas comunidades.

Minerva se ofende. Ella está presente en dicha firma, incluso colabora en la previa reunión al acuerdo por petición de su padre, y su opinión se hace escuchar en contadas ocasiones. No es la única voz discordante. Varios socios comparten la misma posición y se niegan a ser partícipes de una masacre laboral sin precedentes.

Las diferencias entre ambos colectivos siempre están presentes. En esa misma taberna es evidente dónde se sientan unos y dónde los otros. No comparten espacio, tampoco lugares de ocio y el transporte público no es el mismo para todos. Los días festivos en los que la ciudad se llena, las franjas horarias son una obligación a imponer y evitar posibles guerrillas.

No obstante, esa información abruma a Lucy. Si esas personas se hallan a su alrededor, en consecuencia, su atacante puede no sólo estar pisando las mismas calles que ella, sino compartiendo horario laboral en su misma oficina.

—Esas personas… ¿están en la oficina con nosotros?

Esa realización atormenta a la rubia. Su seguridad es una ilusión y nadie posee poder para protegerla. Ni siquiera ella misma al desconocer la identidad del individuo que intentó arrancarle la vida noches atrás. Lucy sólo recuerda esos ojos rojos, como llamaradas del mismísimo averno, anunciando su muerte tras caer de rodillas al lado del cuerpo inerte del señor Bora. Las carcajadas lunáticas resonando en la callejuela retumban su mente y Lucy cree su cabeza explosionar.

—No van a hacerte… —quiere intervenir Sting.

Él no tiene ocasión para tranquilizarla, ya que Rufus, poco afectado por la turbación de la mujer, interrumpe totalmente incrédulo:

—¿No sabes nada sobre los caníbales?

El nombre acobarda a Lucy.

—¿Así se llaman? —La copa de vino entre sus manos es objeto de su tensión.

Rufus acaba con la comida en su plato y se limpia la boca con finura para comenzar su recitación. No es un entendido del tema, al menos eso dice antes de responder sus dudas, pero la locuacidad del hombre fascina a Lucy. Sin embargo, la íntegra fascinación desaparece a medida que la charla se profundiza.

—No tienen nombre —da comienzo Rufus—. Viven en grupos en las afueras de la ciudad, en los pueblos devastados tras la guerra. Es comprensible, ellos fueron los grandes damnificados y muchos se negaron a reintegrarse bajo las condiciones que el gobierno impuso. Nuestra empresa guarda una profunda relación con el gobierno, en especial con su Presidente, y nos convertimos en los artífices de las campañas humanizadoras.

»Nosotros fuimos pioneros y permitimos a esos individuos una oportunidad de volver a vivir. Nunca volverán a ser humanos normales, pero pueden parecerse a lo que una vez fueron. Bora era uno de esos, y fue uno de los primeros en presentarse como voluntario, pero el monstruo siempre está dentro y el placer de la carne busca otras vías por las que salir. Bora encontró en las mujeres una manera de aplacar al monstruo que la medicina no es capaz de controlar. Otros como él tuvieron diferentes efectos secundarios, como cambios físicos que los diferenciaban de los demás, pero esas marcas eran la representación de su sumisión a su parte humana. La evidencia de cuán terrorífico es ser un monstruo que devora personas como modo de supervivencia.

»A diferencia de sus iguales, otros rechazaron esa oportunidad y prefirieron aislarse en los pueblos y reunirse en diferentes gremios. Nuestro país es pequeño y los pueblos rodean el territorio, pero todos ellos dependen del gobierno central, así que no cuentan con libertad de acción porque necesitan de los suministros mensuales del gobierno, pero sí tienen sus propias normas y ellos son quienes ponen los límites dentro de su comunidad. Las actitudes que se consideran delictivas dentro de su grupo son decididas por ellos, así como sus castigos y la manera de imponerlos. Pueden describirse como pequeños mundos fuera de la ciudad que son revisados semanalmente por profesionales que en algún momento fueron parte de dicho gremio, pero optaron por formar parte de una sociedad civilizada y limpia de sangre inocente.

Todos sus sentidos están puestos en la nueva del grupo. Lucy se informó, a través de medios de comunicación y conversaciones triviales, sobre la existencia de personas, si así se permitía denominarlas, con un apetito especial. El miedo fue uno de los obstáculos a adentrarse más en la materia, pero Lucy nunca se atrevió a preguntar a qué se referían con una "dieta anormal".

Los caníbales son representados de distintas formas. Algunos los creen vampiros, algo así como sanguijuelas que vacían los cuerpos de humanos corrientes, y hablan de ellos tal que recitando una novela vampírica repleta de detalles sacados de una película gore. Otros relacionan a esos grupos con seres moribundos buscando carne y transformando a los que no terminaban de devorar. En una de sus últimas charlas con amigos, Lucy llega a oír cómo los comparan con perros salvajes que torturan a sus víctimas por diversión, ya que sólo comen una mínima parte de su cuerpo.

Rufus se mantiene callado. Es un hombre inteligente y sabe la información justa que debe compartir con la nueva compañía. Su trabajo no sólo se reduce dentro de la empresa, sino que él sigue trabajando en horas libres. La sociedad necesita de él y sus compañeros para poder alcanzar la luz del camino correcto. Por ello, cuando Lucy entreabre los labios y alza la mirada buscando la aprobación de sus pequeños ojos, Rufus no se hace esperar y consiente la pregunta de la rubia.

—Entonces —tartamudea ella y una pequeña curva desfigura la línea recta de su boca al saberse ganador de un rapto ideológico perfecto. El miedo y la inseguridad son grandes aliados, y Rufus cuenta con gran habilidad para usarlos—, ¿qué se comen de las personas?

Minerva se mofa de tan inocente duda. ¿No es obvio? Las noticias están por todos lados y no se necesita de gran inteligencia para entender el peligro de esos monstruos. El instinto, la naturaleza animal, no puede destruirse como algunos defendían.

Rufus hace caso omiso y continua:

—No sabemos cuán abierta es su dieta porque muchos de los voluntarios en el programa de humanización tienen gustos diferentes a la hora de… alimentarse. La verdad sea dicha, la mayoría de caníbales prefieren la carne humana por encima de la sangre u órganos específicos como los riñones, el hígado o el corazón. Sin embargo, muchos confesaron haber retenido personas durante días hasta devorarlas por completo. Al parecer, ellos necesitan varios días para comer y digerir el alimento, aunque la necesidad de sustento suele variar desde siete a quince o treinta días.

Lucy frunce el ceño.

—¿No comen todos los días?

—Los que están en pleno desarrollo necesitan comer una presa cada siete días. Y el tamaño de la presa debe ser proporcional al del individuo. Los adultos, una presa cada quince o treinta días dependiendo del carnívoro y el tipo de presa.

Lucy tiembla al escuchar esa última parte. El carnívoro de anoche desmembró a Bora para saciar su gula, pero a qué grupo pertenece era todo un misterio. Éste había tratado de arrancarle el cuello a ella también, pero se contentó con un mordisco y unos sorbos de su sangre. ¿Ese desconocido iría a buscarla cuando tuviera que volver a comer? ¿Sería ella su próxima presa? Lucy se estremece en su asiento y aprieta los labios al imaginarse sucumbida por el mismo dolor que Bora.

En ese momento, Lucy se plantea comentar lo ocurrido a los presentes. Ellos buscarán a ese animal si ella está en peligro. Porque ella no había hecho nada más que estar en el lugar y el momento equivocado. No obstante, llevaba días ocultando un asesinato del que fue testigo. Y en primera fila. ¿Eso la convertía en cómplice de ese caníbal? El cuerpo de Bora no había sido encontrado, y nadie parecía echarlo en falta como para denunciar su desaparición.

Las peores ideas avasallan a Lucy. Si cuenta su aventura, alguno de ellos puede creer que ella ha matado a Bora y escondía el cuerpo en su casa. Rufus acaba de decir que los caníbales llevan a cabo ese tipo de prácticas. Las heridas en su cuerpo no son nada más que una trampa. Sus compañeros pensarían que Bora intentó defenderse y marcó a la rubia para no acabar muerto. No había nadie más con ella aquella noche. ¡Nadie creería su versión de la historia! Lucy se niega a soltar una palabra sobre lo acontecido. No puede contárselo a nadie.

—Nuestro fin es darles una segunda oportunidad a los que desean unirse a nuestra sociedad como personas completamente nuevas —sentencia Sting con el ceño fruncido y danzando su mirada entre Rufus y Minerva. Esta última chasquea la lengua y finiquita el tema rechinando los dientes. Sting obvia los insultos de su amiga y desvía su rostro hacia Lucy—. Los asaltos de estas últimas semanas son casos aislados. Ninguno de los caníbales entre nosotros serían capaces de hacerte daño. Son parte de nuestra sociedad y debemos concebirlos como nuestros hermanos para enseñarles a vivir como realmente deben hacerlo.

El brillo en sus ojos y el ímpetu en sus palabras la oprimen. Sting la está calmando, incluso alentando a la mujer a no temer, mas el optimismo y la pausada voz usada en su corto discurso sacude su interior.

Lucy asiente y huye de ese mirar tan intenso que rebusca en su alma reflejada en sus castaños orbes.

—Tu diplomacia es repugnante. —A pesar de las advertencias, Minerva no puede evitar cachondearse de su amigo. Tan desquiciada como nunca antes la ha visto, la morena se retira un mechón de cabello detrás de su oreja—. Te irá bien para tus futuros mítines, Presidente Eucliffe.

Los presentes dejan de comer al oír el comentario. Sting tiene una posición privilegiada dentro de la empresa, es uno de los jefes con más peso, pero no es el presidente. Por esa razón, la coletilla de Minerva no tiene sentido dentro de ese ámbito en concreto. Todos observan desconcertados al aludido quién, tras un hastiado suspiro y revelando ser descubierto, se encoge de hombros y dibuja una diminuta sonrisa en su rostro.

—¿Cómo? —Lucy tampoco entiende la referencia de su amiga y busca en su superior una respuesta que no sólo ella demanda, sino todos los que la acompañan en la mesa.

Sting se aclara la garganta y juguetea con uno de los largos palillos de las brochetas de pollo que han pedido para picotear. Rogue pronuncia su nombre, en un reclamo de atención, y el chico no tiene más remedio que sincerarse.

—El padre de Minerva dejará pronto su puesto como cabeza del Partido Progresista, y me ha ofrecido participar en las primarias para proponerme como su sucesor.

La noticia cae con alegría. Los hombres aplauden y sueltan aullidos de júbilo al conocer la buena nueva. Minerva asiente, aunque no tan convencida, pues respeta la decisión de su padre, mas no ve en Sting el heredero perfecto para tanta responsabilidad. El chico carece de puño de hierro y sus intenciones respecto a los caníbales son de todo menos coherentes. Si continua con aquella visión optimista y repleta de fe, esos animales no sólo se convertirán en uno más de la sociedad, sino que usurparán todo lo conseguido por ellos, los humanos, personas que no son descendientes de demonios como ellos.

Sting fue uno de los impulsores del acuerdo que aceptó la entrada de dichos seres a lugares tan importantes como administraciones públicas o servicios de cara al público. Los caníbales debían limitarse a trabajos temporales, casi precarios, donde el contacto con las personas fuera mínimo, y, durante años, dicha comunidad quedó arrinconada en el mercado laboral. Sin embargo, la creación de ese convenio abrió las puertas a los caníbales y, como cuenta gotas, fueron adentrándose a empresas como la suya, donde comenzaban a trabajar codo con codo con humanos libres de pecados sangrientos.

El dilema con Bora es un reflejo de su poca mano dura con sus subordinados. Las constantes faltas del trabajador y los rumores de acoso sexual fueron gestionadas bajo la supervisión del futuro político, quién habló personalmente con él y señaló su necesidad de terminar con su actitud misógina y centrarse en dar el máximo durante su jornada laboral. Inclusive después de tres días desaparecido, Sting prolonga su permanencia como trabajador de la empresa en lugar de despedirlo disciplinariamente con la excusa de "seguir lo establecido en el convenio".

Minerva contempla a sus compañeros y desprecia su euforia.

—¡Felicidades, señor Eucliffe! —Lucy se siente tan feliz. Su jefe es la persona indicada para ser presidente del partido y un perfecto líder para su país. La emoción en sus gestos acrecienta a medida que imagina un idealizado panorama que roza la utopía. Sting se enternece por los aspavientos de la rubia y una risilla boba escapa de entre sus labios. Lucy no se inmuta y parlotea sin parar—: ¡Usted tiene un gran carisma y ayuda muchísimo a sus trabajadores! ¡Seguro que conseguirá los votos de muchas personas!

El hombre revuelve sus dorados cabellos con dulzura mientras los demás dejan constancia de sus mejores deseos para él.

—Te echaremos de menos, Sting —confiesa Orga, y todos los otros asienten corroborando sus palabras.

Sting alza una de sus manos y la mueve restando importancia.

—¡Rogue hará un trabajo excepcional en mi lugar!

El más tímido se esconde tras su flequillo y no dice nada. No es momento de acaparar la verdadera primicia, ya habría tiempo de celebrar su cambio de puesto en el momento adecuado.

—Espero que tengas más mano dura que éste, Rogue —suspira su secretaria paseando la yema de su dedo índice por el borde de su copa vacía. Todos están esperando por más bebida y nuevos platillos a devorar—. La empresa terminará siendo un refugio para esos animales y perderemos toda reputación.

Rogue pasa del tema y Sting hace oídos sordos. Nadie desea empezar una discusión y terminar la noche de morros. La finalidad de la quedada es relajarse y olvidar el trabajo por unas horas antes de volver a casa y, por ende, retornar a la realidad.

La mesa, antes repleta de bandejas vacías, vuelve a llenarse de comida recién hecha y copas hasta arriba de ese líquido carmesí que tanta dicha está aportando a la noche. Los pequeños entrantes se reparten para que todos puedan probar, aunque algunos son una repetición de lo ya devorado horas atrás.

Lucy se recoge en su asiento y abraza el vaso entre sus dedos. Puros manjares que aparecen frente a sus ojos, pero ella no tiene plena confianza en revivir los contratiempos del desayuno.

—¿Por qué no comes, Lucy?

Minerva arquea una ceja al ver el comportamiento extraño de la rubia. La taberna es conocida por su espectacular cocina, y perder el tiempo bebiendo vino es un insulto. La mujer da un ligero toque con su cabeza, pidiéndole una respuesta inmediata a la muchacha, y Lucy balbucea algo incomprensible que desespera a su compañera. Minerva es alguien impaciente y esas actuaciones llenas de inseguridad acaban con cualquier ápice de cordialidad.

Lucy es consciente, así que, con la respiración agitada y un sudor frío recorriendo su espalda, la rubia se apresura a contestar.

—Todavía no me encuentro del todo bien —quiere zanjar la preocupación de su compañera con una excusa sencilla, aunque nadie parece creérselo del todo. No es una mentira, realmente ha estado padeciendo por su estómago desde el día anterior, aunque comentar su malestar físico implica hablar sobre el incidente con el caníbal… y Lucy no se siente cómoda hablando con ellos—. Creo que el vino empieza a hacer de las suyas.

Minerva obvia su justificación y le acerca una brocheta de pollo. La carne se ve gustosa y el olor es magnífico haciéndola salivar como un perro hambriento.

—Beber con el estómago vacío no te ayudará —recuerda empujando el plato cargado con la dichosa brocheta. El aroma se intensifica y Lucy tiene que tragar para no derramar la saliva acumulada en su boca—. ¿Por qué no comes un poco?

—Es que…

—Minerva tiene razón, Lucy —interrumpe Rufus con un tono meloso, como si estuviera dándole fuerzas para cumplir sus deseos. Él señala el plato una vez más—. Además, ¿rechazas la comida a la que te ha invitado tu superior?

Lucy aprieta los labios y contempla al jefe de reojo. Sting devuelve la mirada con ese brillo incómodo de antes. Es la misma intensidad agobiante que utilizó al mismo tiempo que hablaba sobre cómo la empresa estaba ayudando a esos caníbales redimidos que buscaban el perdón de la comunidad a la que habían apremiado continuamente antes de la irrupción del partido al que, si la suerte lo acompaña, representará dentro de unos meses.

—Vamos, Lucy —murmura a su lado, casi como una dulce canción capaz de hipnotizarla—. Sólo un mordisco.

La chica acerca el cuerpo a la mesa y despega las palmas de sus pantorrillas para coger la ofrenda de sus compañeros. Todos esos ojos están puestos en ella, puras hienas aguardando para atacar ferozmente si esa carne no baja por su garganta, y la rubia siente tantos nervios que no puede evitar el tembleque del plato hasta posarlo a centímetros de ella.

Los dedos le tiemblan y la brocheta habría estado a punto de caer sobre sus piernas si no hubiera tenido la valentía suficiente para morder con fuerza y dejar al destino el final de ese atrevimiento. Lucy cierra los ojos y arranca un pedazo de pollo del palo junto con el trozo de puerro. Sus dientes mastican con ahínco por el miedo de vomitar al simple contacto del alimento con su lengua, mas únicamente el puerro supone un ligero inconveniente que pasa desapercibido gracias a la carne.

No es vegetariana, mucho menos vegana, aunque no puede considerarse una profunda amante de la carne. No obstante, esa brocheta es deliciosa y Lucy jamás ha sentido tanta satisfacción al comer algo semejante. Son contadas las ocasiones en las que la carne ha presidido la mesa de sus almuerzos o cenas, y esa que ahora está degustando es, sin duda, la más jugosa.

—La carne está riquísima. —Es tal su disfrute que, a pesar de la acidez del puerro, Lucy devora el pincho sin quejas.

Sting elava la barbilla y sus orbes acechan por una respuesta de su asociada de cabellos oscuros. Minerva aspira y su pecho se hincha en disconformidad por lo que está viendo. Una carcajada mordaz es el vaticinio de una batalla ajena a la comprensión de Lucy, y Sting se proclama vencedor delante de cuatro espectadores incrédulos y silenciados, al menos, por una temporada.

—Esta será la última ronda, chicos —declara él mismo llevándose las restantes gotas de vino a los labios—. Mañana tenemos trabajo.

Un largo suspiro inunda el lugar. Orga es el primero en mostrarse disconforme.

—Aprende a separar tus roles y dejarás de ser un aguafiestas, jefe Eucliffe.

Todo refrigerio y bebida se esfuma vertiginosamente para contentar al cascarrabias que varios tienen por superior. Lucy hace lo propio y acepta dos brochetas más que él mismo coloca en su plato al mismo tiempo que los demás la observan tímidamente por una reacción inusual. Lucy vuelve a repetir su positiva calificación, lo mismo que ha dicho al probarlas por primera vez, y asienten idéntico a como lo han hecho en esa puntuación inicial.

Acuerdan abandonar la taberna al notar cómo el alcohol comienza a hacer estragos en varios de ellos. Sting se levanta para hacerse cargo de la cena y los restantes se preparan a un ritmo más pausado para seguir al rubio y salir al exterior. El aire frío les ayudará a bajar un poco la alegría del vino. Orga es el más afectado. Tan risueño y con ganas de continuar la juerga en un segundo bar, aunque los ruegos de Rufus parecen convencerlo de volver a casa y dormir la mona para poder afrontar un viernes repleto de trabajo en la empresa.

Las rodillas le juegan una mala pasada a Lucy. Tanto rato sentada en esa postura le han pasado factura y cree tarea imposible llegar a la puerta sin caer al suelo por culpa del odioso cosquilleo. Asemejándose a un torpe androide, la rubia se coloca al final de la hilera que su grupo forma para abandonar el local y se despide con una voz temblorosa a pesar de la amplia sonrisa en sus labios.

—Muchas gracias por invitarme —Lucy es una mujer agradecida. Desde el final de su vida universitaria, las amistades se redujeron al mínimo y esas escapadas nocturnas son una profunda satisfacción para ella. Anhelante por participar en futuras quedadas similares, Lucy no pierde ocasión de mostrarse complacida por sus compañeros—. Ha sido un placer conocerlos a todos.

Las reverencias no se hacen esperar por ambas partes. El ambiente no es desagradable para ella, mas Lucy percibe el esfuerzo que se avecinaba para poder sentirse parte de ese grupo de colegas. Ella es una compañera de trabajo, no una amiga.

Ese reciente pensamiento vacila en su mente cuando las cuidadas manos de Minerva caen sobre sus hombros y sus ojos perfectamente decorados se fijan en ella.

—¿Estarás bien yendo sola? —cuestiona un tanto preocupada y sorprendiendo a toda la panda. Especialmente a la chiquilla entre sus manos.

Las uñas coloreadas de Minerva se arrastran sobre sus hombros desnudos y Lucy gimotea sigilosamente. La morena no pierde vista de sus contracciones, como si buscara algo en ella que le diera una explicación a sus dudas, mientras sus dedos aprisionan un poco más la piel de la otra, quién intenta contestar y zafarse de la cercanía de su colega. Minerva no es una mujer cariñosa, y Lucy es una compañera, pero no una de sus personas predilectas, así que esas carantoñas inesperadas no hacen más que amedrentar a la rubia. Lucy coge una bocanada de aire y Minerva sigue rebuscando con su mirada. Esos ojos chocolates se entreabren y su compañera intenta leerlos como si de un libro se tratara, empero la rubia se revuelve y se aparta de ella con una mano en el pecho y una sonrisa nerviosa.

—¡No te preocupes! —responde la rubia y explica su trayecto alegando el hábito y la familiaridad por ser el que siempre utiliza para volver a casa. No escatima en detalles y, queriendo abrirse un poco, Lucy menciona su peculiar relación con el busero y la aglomeración de gente en los alrededores de la zona donde reside.

La despedida es corta. Lucy cuenta con el tiempo justo para no perder el autobús, así que no se entretiene demasiado y echa a correr en cuanto gira la primera calle. Tampoco desea quedarse más rato allí. El comportamiento de Minerva es singular y una sensación intimidatoria la ha acompañado durante toda aquella reunión. Incluso el coraje de Sting terminó siendo una advertencia más para ella.

La mujer se cuelga la cartera del hombro, de manera muy torpe por lo corto del asa, y soporta el vaivén desorganizado del bolso contra su costado mientras su melena se enreda y el flequillo pasa a ser un estorbo. La iluminación de la calle asiste a su limpia carrera y Lucy llega a la parada sin romperse los zapatos ni perder sus pertenencias. Un logro personal si recuerda cómo han sido esos dos últimos días de una ajetreada semana.

A pesar de las horas que son, el pequeño cobertizo está repleto. Si le preguntan a Lucy, afirmaría que está más lleno de lo habitual. La muchacha pasa entre la gente y echa un ojo a los horarios para verificar que su transporte pasará por ese lugar en algún momento de la noche. Un bufido aliviado refleja su triunfo y goza de unos instantes de descanso como recompensa.

Un repentino calor abraza su lado derecho. Extrañada, gira la cabeza hacia esa misma dirección y se topa con el rostro de su acosador a centímetros de ella. La habitual sonrisa arrogante y la perversa pasión en su mirada siguen vigentes en él, aparte de su horrible voz y la enfermiza obsesión por perseguirla día tras día en su viaje de vuelta. Él se pega un poco más a ella y Lucy no puede echarse hacía otro lado. El hombre elige el momento perfecto para arrinconar a la chica entre los cristales que conforman el lugar.

—Hola, cariño —murmura con la misma superioridad de siempre. Lucy gruñe, disgustada—. Ayer no te vi por aquí.

La acidez sube por su garganta y una profunda presión perfora su pecho. Ella se sorbe la nariz y aprieta sus manos alrededor de su cartera mientras se remueve en un intento por apartar al hombre y salir huyendo.

—Déjame en paz —pide ella quedamente. El hostigador acaricia sus piernas sin discreción. El lugar y las personas a su alrededor no son un obstáculo para él—. Por favor… —Sus súplicas le hacen reír. Aquello es, seguramente, lo más turbio. Ese hombre está deleitándose de su agonía y ese sollozo o unas lágrimas insuflarán su ego a límites estratosféricos.

Un autobús aparca y la muchedumbre sube al vehículo en orden. Lucy quiere lanzarse y chillar por auxilio, pero el hombre es más veloz y tapa su boca con una de sus manos ejerciendo la presión imprescindible para mantenerla callada. La rubia golpea su cuerpo con la cartera, no cuenta con la misma fuerza que él, pero forcejear es la única opción para salir. Él la mira de reojo, con el ceño fruncido y los dientes apretados, y Lucy se queda petrificada al imaginarse qué hará con ella si no sucumbe como él espera de ella.

El busero pregunta si alguno de los dos subirá, mas su captor niega en voz alta y desea un buen viaje al conductor. Lucy cierra los ojos temiendo lo peor. Ese desalmado va a destruirla en mitad de la calle.

La parada vuelve a vaciarse. Él despega la palma de la mandíbula de Lucy e impide que eche a correr al desplazar sus manos hacia su cintura en tanto que oculta sus intenciones detrás de su cartera. De esta manera, las personas que se acumulen a su alrededor no percibirán los ataques de sus manos sobre el cuerpo de la mujer. El energúmeno aprieta sus dedos sin delicadeza y ella jadea mientras su bolso se transforma en el único escudo entre él y su cuerpo. Duda en considerarlo fortuna, pero esas indecorosos dedos no pueden rozar la parte superior de su figura.

La brecha entre ambos empieza a disminuir y Lucy se desespera. ¿Qué puede hacer?

—Venga —dice con un puchero—, sólo quiero un beso. —Pero Lucy no quiere entregarle semejante afecto. La simple idea de besarse con ese individuo revuelve sus tripas.

Sin embargo, el mundo se detiene en cuestión de segundos. Un escueto sonido retumba los oídos de Lucy y, casi en un acto reflejo, alza la cabeza con los ojos abiertos de par en par en busca de su origen. La lengua de su captor chapotea entre sus labios y Lucy siente un azote recorrerla de pies a cabeza. Es una sensación efímera, mas ella nota un espeluznante cosquilleo recorrer su cuerpo al fantasear con esa corta serpiente moviéndose de lado a lado. Un trozo de carne jugoso, blando y caliente entre sus dientes manchados por la sangre que sale a borbotones a causa de sus mordiscos.

Lucy dirige su atención a los labios del acosador. Él habla sin parar y el simple movimiento de estos le parecen irresistibles. Los dientes de ella rechinan deseosos de arrancar esa boca y abarrotar su estómago vacío. Empezaría por ahí y, más tarde, cuando desgarrase su garganta acallando sus estúpidas habladurías, Lucy despegaría su piel a tiras para darse un festín con toda esa carne cruda sin olvidar de bañarse en su sangre. No desperdiciaría ni un ápice de él, y teñiría sus rubios cabellos de rojo carmesí.

El vino se quedaría corto al lado del gustoso líquido que corre libremente en el interior del ser frente a ella.

«Cómeme». Una voz, aquella persiguiéndola en sus pesadillas, resuena en su cabeza como un impulso. ¿Es de obligado cumplimiento besarlo para conseguir hincarle el diente? Lucy contempla la idea movida por la gula.

Todo a su alrededor desaparece y su única meta es el hombre que la aprisiona contra los cristales. Un mero ser errante a punto de ser devorado que se dirige a ella, pero Lucy no le concede importancia alguna a su verborrea. La rubia no quiere escucharlo más, ni siquiera gusta de su voz, sólo visualiza una y otra vez la cascada rojiza cayendo de su boca e impregnando ese cuerpo masculino.

«Sé que quieres comerme», tienta la misma voz de antes. Lucy no se engaña y acepta la invitación como si ese mismo hombre la hubiera pronunciado. Sabe que no es así, pero… si nadie va a socorrerla, ¿por qué van a socorrer a ese festín con patas?

Lucy se lanza y abraza los labios de él con los suyos. El asediador se sorprende por el cambio de actitud, tan sumisa a una desatada ninfómana, y la predisposición de su víctima lo excita de sobremanera. Cuando degusta sus labios un poco más, él cree besar un volcán en erupción: ardientes y resecos. La lengua femenina se abre paso entre sus labios para examinar las inmediaciones de esa boca. El ímpetu no desaparece, aunque el sabor a alcohol resta puntos al regocijo de atiborrarse con esa carne. El anhelo de Lucy, erróneamente apreciado por el hombre, lo deja anonadado.

No queriendo romper la caricia, él pega el cuerpo de ella contra el suyo, deleitándose con la colisión de sus enormes pechos, y Lucy no puede sonreír más ancho. El bolso que los mantiene separados, ahora es pisoteado por su dueña, quién menosprecia su existencia y continua deleitándose del calor de la carne no sólo entre sus labios, sino también sus manos. Tan impaciente por tener más, él está cavando su propia tumba y facilitando el acceso a la muchacha.

No espera demasiado para mordisquear el labio inferior de su acosador. Cuando su dentadura se percata de la esponjosidad de la zona, Lucy no puede evitar profundizar y causar un diminuto corte para deleitarse del sabor de su sangre. La peste a alcohol le quita puntos, aunque su sangre no es del todo repulsiva. Él se queja sin detener el beso y ella chupa con fuerza para tragar ese líquido que la hace gemir con jolgorio. El hombre, creyéndose un gran amante, abre los labios para subir el nivel del beso, y Lucy aprovecha para abrir el corte y provocar una herida más profunda que cumple con sus expectativas. Lentamente, pero sin pausa, las diminutas gotas cayeron sobre su lengua y sus sentidos se disparan. La adrenalina los acompaña y un río de excitación la moja enteramente.

—¡Ugh! —gruñe él, dolorido. Lucy incrusta sus uñas, ligeramente largas, contra la piel de su antebrazo y el desconocido abre los ojos. De un empujón aparta a la chica de su lado y la mira perplejo, como si hubiera perdido la cabeza. Lucy lo observa empedernida, perdida en su ensoñación y disfrutando la excitación que el conjunto le ha provocado—. ¿Qué intentas hacer? —grita, escandalizado. Lucy no contesta a nada—. ¡Casi me arrancas el labio!

Realmente eso lo que ella deseaba haber hecho, pero él es demasiado ruidoso.

—Lo siento —murmura. El malherido la mira con la respiración agitada y Lucy tiene que contenerse para no abalanzarse sobre él. Que el chico esté extremadamente aterrado, impregnado por un débil olor a sangre y sudoroso por la misma excitación que ella no está favoreciendo en nada. Aquello representa un grave problema si quiere dejar salir al chico con vida—. No te vuelvas a acercarte a mi.

Las palabras de Lucy encolerizan al individuo.

—¡No lo haré! ¡Estás loca!

Lucy también empieza a pensarlo entre tanto contempla la figura atemorizada del desconocido hombre, su acosador, salir despavorido de la estación bajo la fría noche que somete a la ciudad.

—¿Qué me está pasando?

Ni ella misma lo sabe.

Y eso es lo que más la aterra.


Nota de la autora: La extensión de los capítulos variará dependiendo de mi humor. Algunos capítulos serán largos, otros cortos... depende de la inspiración y cómo esté yo ese día o semana. Espero que hayáis disfrutado de los dos primeros capítulos y los cambios en ambos. ¡Nos vemos en el próximo!