Capítulo 2. Un diablo con la mano de Dios.

Tras las novedades que le había contado Taichi, sin más dilación, Sora se dirigió a la prisión en la que ese tal Yamato Ishida estaba encerrado para continuar con su investigación. Lo que exclamaba lo habría considerado como delirios de borracho, pero en su fuero interno sabía que aquel hombre escondía algo, y pensaba investigar a fondo para descubrir qué era.

–Detective, aunque Taichi Yagami me ayudó en el pasado, no sé si puedo hacerle este favor. –dijo Narushi Ikeda relajadamente desde su despacho con los pies sobre la mesa. –No puedo dejarle que conozca a Yamato.

–¿Por qué no?

–Los reos condenados a muerte son delicados. De hecho, yo, como alcaide, soy el único capaz. –dijo Ikeda bajando los pies. –A los guardias no les gusta andar cerca de su celda.

–Por favor, déjeme verle. Necesito hablar con él. –insistió ella.

–¿Cuánto va a pagarme?

–¿Perdón? –preguntó Sora. ¿Acaso le estaba pidiendo que lo sobornara?

–Ya sabe, la tarifa de presentación. –contestó Ikeda calmado. Sí, tal y como Sora pensaba, le estaba pidiendo dinero a cambio de dejarle ver a Ishida. Entonces le levantó la palma de la mano. –De todas formas, aunque lo veas, todo dependerá de su voluntad.

Ikeda se levantó y se acercó a Sora con una sonrisa sádica en la cara.

–Podría hablarle bien de ti. –dijo Ikeda mientras le acariciaba los brazos. Cuando su mano se dirigía al pecho de Sora, ella se revolvió y le inmovilizó el brazo estampándole contra la pared.

–Narushi Ikeda, vamos a hacer una cosa. Usted me deja ver a Yamato Ishida y yo no lo arresto por acoso y por intentar conseguir un soborno de una agente de la autoridad. –dijo Sora mientras la nariz de Ikeda sangraba. No tenía la nariz rota de puro milagro y comprendió que no debió subestimar a la detective por ser mujer. Sora le retorció el brazo un poco más para que le diera una respuesta.

–Espera, vale. Te llevaré con él. –dijo él quejándose de dolor. Tras acceder, Ikeda acompañó a Sora hacia la celda de Yamato con la nariz limpia pero enrojecida y con alguna herida. –Antes de entrar, le advierto que Yamato es peligroso. Mató a tres personas. Y por si fuera poco, los siete años que he estado aquí le he vigilado con atención y sigo sin comprenderlo. Cuando lo conocí, parecía que era capaz de leerme la mente, y eso me asustaba. Por eso, cada vez que voy a verle, me llevo conmigo este encantamiento contra los espíritus diabólicos. –entonces, le mostró la pistola que llevaba en la funda de la cintura. –Cuando se trata de Yamato Ishida, toda precaución es poca. No te acerques demasiado a los demonios. Si ocurre algo, corre inmediatamente.

Un guardia les abrió la puerta que daba acceso al corredor de la muerte. Fue entonces cuando Sora vio la celda, presidida por un gran cuadro en el que había un ángel abrazando a un hombre. El hombre, que era más alto que el ángel, le devolvía la mirada. Una de las partes de la celda tenía barrotes rojos, mientras que el resto estaba compuesta por un cristal blindado. A pesar de ser el corredor de la muerte, vio que el reo contaba con privilegios como una televisión.

–Yamato, tienes visita. –le informó Ikeda a Yamato, que estaba acostado en su cama, haciendo caso omiso al alcaide.

–Soy la Detective Sora Takenouchi. Hace tres días, un joven murió en una fiesta en el monte por causas desconocidas. Cuando murió, un hombre lo tocó. Ese hombre asegura que lo mató al tocarlo. Según él, puede matar a la gente tan sólo tocándola con su mano. –aquello pareció captar la atención del preso, que se incorporó para quedarse sentado en la cama. Sora decidió continuar con su relato sacando una foto de Takeru para mostrársela. –Se llama Takeru Takaishi y es profesor de instituto. Lo vi con mis propios ojos, pero nadie cree que pueda hacerlo. Si no lo hubiera visto yo también pensaría lo mismo. He venido porque creo que también tienes ese poder. Hace diez años mataste a tres jóvenes. ¿Es esa la función de la mano del Diablo?

–Detective, ¿qué está diciendo? –preguntó Ikeda. –¿Ha venido sin saberlo?

–¿Qué quiere decir?

–¿La mano del Diablo? –preguntó Ikeda con ironía mientras reía. –Es más bien al contrario. Con sólo tocar, puede curar heridas y enfermedades.

–Pero…

–¿No te lo crees? Yo mismo he sido curado muchas veces por él. –dijo Ikeda. Ahora comprendía por qué Yamato gozaba de algunos privilegios como una tele en su propia celda. –La mano de Yamato Ishida, es la mano de Dios.

Entonces, Yamato alzó su brazo y señaló a Ikeda, indicándole que le dejara a solas con aquella detective. Sin replicarle, Ikeda salió de allí. Yamato se acercó a la zona acristalada. Hasta entonces, Sora no lo había visto bien, porque la oscuridad de la celda le impedía ver sus rasgos. Vio que el joven tenía el pelo rubio, unos fríos pero profundos ojos azules, cuerpo bien formado y era muy guapo a pesar de llevar el harapiento pijama blanco de preso. Sora se sorprendió de que Yamato, al igual que Takeru, fuera rubio con ojos azules. ¿Acaso todos los que tenían ese poder eran rubios con ojos azules? ¿Eran esas características de las personas con ese tipo de poder?

–¿Qué vas a hacer por mí? –preguntó Yamato con voz grave y profunda. En seguida, bajó la vista al pecho de Sora. Ella, incómoda, se cogió la abertura de la camisa para cerrársela como podía. –Has perdido un botón.

–¿Qué? –dijo Sora mirándose a la chaqueta. Pensó que intentaba mirarle el canalillo, a pesar de que nunca vestía de forma insinuante.

–Aunque hace calor, has venido con un traje que no sueles llevar sólo para verme. –dijo Yamato.

–Te equivocas.

–Eso no importa. ¿Eres consciente de tu propio cuerpo, o hay algo que no quieres que vea la gente? Como por ejemplo, ¿una horrible cicatriz?

Sin darse cuenta, Sora desvió la mirada al brazo donde la bala de su propia pistola la rozó. Simplemente se puso la chaqueta porque llevaba el vendaje. ¿Cómo pudo saberlo?

–¿No tienes calor? Quítate la chaqueta. –dijo Yamato.

–Estoy bien. –dijo ella.

–Eso quiere decir que tienes confianza en ti misma. –dijo él mientras se sentaba en un taburete con ruedas que tenía en la celda. –Tanta que sería una pérdida de tiempo mostrar la herida a un preso encerrado. No, rectifico. Piensas que te atacaría.

–Deja de decir tonterías. –dijo Sora quitándose la chaqueta, quedándose con la camisa blanca de manga corta por la que asomaba el vendaje.

–Con sólo tocar con su mano, la mano del Diablo puede matar. ¿De verdad crees que existe ese poder? –preguntó Yamato.

–Pues…–titubeó Sora.

–En el mundo hay muchas cosas que no pueden existir porque nadie cree en ellas. Por ejemplo, hasta el siglo XX, los gorilas sólo eran criaturas fantásticas. –dijo el rubio.

–No me cambies de tema.

–Si todo el mundo cree, existe. –dijo él haciendo caso omiso a Sora.

–¿Es cierto que puedes sanar heridas y curar enfermedades con tu mano? –preguntó ella.

–Déjame ver tu brazo. –dijo Yamato levantándose y dirigiéndose a la zona de los barrotes. Tras pensarlo unos momentos, Sora también se dirigió allí. Él alargó el brazo hacia Sora, pero cuando estuvo a punto de tocarla, lo retiró y lo volvió a meter en su celda. –No curo gratis.

–¿Qué quieres decir?

–Trae aquí al tipo que puede matar con su mano. –pidió Yamato.

–¿Lo conoces?

–Quién sabe. –dijo Yamato volviendo a acostarse en su cama. Con aquella acción, Sora supo que Yamato dio la conversación por terminada.

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A la orilla del río Tama se encontraba el hotel Lastat, uno de los hoteles de cinco estrellas más lujosos no sólo de Tokio, sino de todo Japón. En ese hotel estaban acostumbrados a recibir huéspedes de la más alta alcurnia. Maki Himekawa tenía reservada una de las suites de ese hotel. Casi se había convertido en su propia casa. De hecho, la suite podría pasar por un apartamento de lujo.

Daigo Motomiya, el presidente de la Corporación Farmacéutica Nishijima, entró siendo saludado por algunos trabajadores de Maki. Tenía cincuenta y siete años y un porte con cierto aire de prepotencia potenciada por los rasgos de su cara. Tras tocar a la puerta donde se encontraba la cama, entró y se sentó en la orilla.

–Ministra, ¿cómo se encuentra? –preguntó Daigo.

–Bueno, resistiendo como puedo. –dijo Maki, sentada con la espalda en el respaldo de la cama. En su brazo tenía una vía que comunicaba su brazo con un gotero y estaba bastante pálida. –Daigo, ¿se han enterado los medios?

–No saben absolutamente nada. Tanto este hotel como el médico están bajo nuestro control. No te preocupes por eso.

–Gracias. Siento mucho que ocurra esto de vez en cuando. –se disculpó Maki.

–Si salen a la luz rumores sobre tus problemas de salud, será el fin de tu carrera política. –dijo Daigo.

–Tienes razón, será el fin si descubren que tengo una cardiopatía. Mi carrera política terminaría antes que mi propia vida.

–Eso sería un problema para las próximas elecciones nacionales. Tienes que ganar cueste lo que cueste. –dijo Daigo levantándose.

–El dinero que has invertido en mí habrá sido inútil, ¿verdad?

–Exacto. –dijo Daigo mientras que Maki reía.

–No te preocupes. Ganaré cueste lo que cueste. –dijo ella. Se llevó una mano al pecho y dio un largo suspiro.

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–¿Qué lo habéis soltado? –preguntó Sora por teléfono.

–¿De qué te sorprendes? Sabías que sin pruebas no podemos hacer otra cosa. –dijo Taichi.

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Takeru Takaishi, todavía con la ropa que llevaba desde hacía dos días deambulaba por la calle hacia su apartamento. A pesar de haber confesado el crimen, lo habían liberado por falta de pruebas.

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Al día siguiente, Takeru se dirigía hacia el hospital en el que estaba Hikari ingresada.

Sora, que intuía que Takeru se pasaría por el hospital para saber el estado de Hikari, lo esperaba aparcada en su pequeño coche negro. No era que Sora quisiera ver a ese chico entre rejas. De hecho, no tenía el perfil de un asesino, pero sabía que era culpable de la muerte de Uchimura. Aunque por otro lado, sí era cierto que mató ante una situación extrema y necesaria de la que ella se benefició al intentar ayudarla. Si no fuera por él, seguramente su hija Aiko se habría quedado huérfana.

–¿No es una lástima que no estés entre rejas? –preguntó Sora saliendo del coche cuando el chico llegó a la altura del coche.

–Detective. –dijo Takeru sin esperar encontrarla.

–Con sólo tocar, puedes matar a gente. Con sólo tu testimonio no podemos retenerte, pero has dejado tu trabajo. ¿Qué piensas hacer?

–No lo sé. Pero no puedo seguir enseñando habiendo matado a una persona. –respondió él.

–Dime una cosa. ¿Es la primera vez que has utilizado ese poder? –preguntó Sora.

–¿Por qué lo preguntas?

–Si eres capaz de matar tan fácilmente, podría ser que hubieras utilizado esa habilidad antes, ¿no te parece? –sin Sora esperarlo, Takeru la sujetó por el hombro. Ella intentó apartarse rápidamente y lo vio con mirada asustada. Entonces vio que seguía viva.

–Por favor, no me mires así. Sólo mato a alguien si tengo intención de matar. –dijo Takeru. Entonces la soltó y reanudó la marcha.

–¡La mano de Dios! –exclamó Sora para detenerlo todavía con el susto en el cuerpo. Al decir aquello, Takeru se giró para mirarla. –Si hubiera alguien que con sólo tocar pudiera curar heridas y enfermedades, ¿qué pensarías?

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Yuuko Kamiya acariciaba el pelo de su hija, que seguía en coma desde aquella fatídica noche. La madre de Hikari era una mujer castaña con el pelo recogido en una coleta. Era delgada y solía ser muy alegre, pero desde que su hija estaba hospitalizada su semblante era de preocupación. Sabía por los médicos que si despertaba, podría tener secuelas neurológicas y no sabía cómo cuidar de su hija si con su trabajo apenas podía llegar a fin de mes.

Takeru entró en la habitación y saludó a la mujer con un gesto con la cabeza.

–Hikari, ha venido tu profesor. –le dijo Yuuko. Para Takeru no pasaron desapercibidas las lágrimas de Yuuko.

–¿Cómo estás Hikari? –preguntó Takeru aún a sabiendas de que no obtendría respuesta. –Tiene mejor color en la cara. Estoy seguro de que despertará pronto.

–Esto va a ser muy duro. Probablemente, tal y como está nuestra situación, que se quede inconsciente aquí sea lo mejor. –dijo Yuuko sin poder contener las lágrimas. –Hija mía, ¿por qué te ha pasado esto? Si tan sólo pudiera ocupar su lugar.

A Takeru le atormentaba ver así a Hikari y a su madre. Ellas no se merecían un castigo así. Apretó las barras de la cama por la rabia y frustración que sentía. Así que, cuando salió de visitar a Hikari, accedió a lo que le pidió Sora, que lo esperaba fuera. No sabía si era cierto lo que le había contado sobre la mano de Dios, un poder opuesto al suyo, pero si existía, haría todo lo posible para que curara a Hikari.

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Takeru y Sora esperaban en silencio en el despacho hasta que entró Narushi Ikeda.

–Dice que lo atenderá sólo a él. –informó Ikeda. A pesar de que Sora albergaba la esperanza de poder estar presente en la entrevista, no podía hacer nada. Takeru ya le contaría algo. Ikeda acompañó a Takeru hacia el corredor de la muerte. –Te advierto, por si acaso. Yamato Ishida es un tipo peligroso. Es un asesino. Mató a tres personas.

–Lo sé.

Cuando entraron, Yamato ya los esperaba allí parado frente a la parte acristalada de su celda. Tras mirarse fijamente, Takeru se acercó a la celda para quedar frente a Yamato. A Takeru también se le pasó por la cabeza lo mismo que había pensado Sora la primera vez que vio a Yamato. ¿Acaso sólo las personas rubias y con ojos azules eran capaces de matar o curar con el tacto de la mano?

–Dime. ¿Qué se siente al matar con sólo un toque, sin dejar pruebas y sin que te puedan declarar culpable? –preguntó Yamato sin rodeos. –Es indudable de que debes sentirte muy bien teniendo el control del destino de la gente en tus manos.

–¿Y tú? Con solo tocar eres capaz de curar cualquier herida o enfermedad. ¿Qué piensas cuando utilizas ese poder? –preguntó Takeru. Con un gesto de la cabeza, le indicó al alcaide que se acercara a la parte de barrotes. Estiró la mano a través de ellos y colocó su mano en las heridas de la cara y la nariz que tenía después de haber sido reducido por Sora en su primera visita. Su mano adquirió un casi imperceptible tono rojo y para sorpresa de Takeru, vio cómo las heridas del alcaide desaparecían.

–Alucinante, ¿verdad? –dijo Ikeda. –No sólo son las heridas. No importa lo grave que pueda ser una enfermedad, él puede curarlas.

–Márchate. –le ordenó Yamato. Ikeda, sin replicarle nada, salió de allí. –No siento nada. Lo utilizo porque tengo esa habilidad. Eso es todo.

–¿Eso es todo? –dijo Takeru con incredulidad ante la frialdad de Yamato. –Deberías usar ese poder de forma más efectiva. Hay demasiada gente sufriendo dolor por culpa de enfermedades y accidentes. Con ese poder, podrías salvarlos.

–¿Salvarlos? ¡Ni siquiera puedo salir de aquí! –exclamó Yamato golpeando el cristal con las manos. –Aunque tenga el poder, no tengo oportunidad de usarlo. Oye, sácame de aquí. Ikeda utilizó métodos bastante cuestionables para quitarle el puesto al anterior alcaide. Quiere mi poder para él solo. Lo único que hago es realizarle tratamientos para que no tenga que gastar dinero en médicos y medicinas. Ya he tenido suficiente.

–No hables como si fueras inocente. –dijo Takeru. –¿Olvidas que estás aquí por haber matado a tres muchachos?

–¿Y qué pasa contigo? Tú también has matado a una persona. –respondió Yamato. –¿No nos convierte eso en iguales? Yo tengo un poder que es útil para la humanidad. ¿No lo crees? Deberías ayudarme. Tú también deberías mostrarme tu poder. Utilízalo para matar al alcaide. Así podré escapar de esta prisión.

–¿Me tomas el pelo? ¿De verdad piensas que haría algo así?

–Pero ya lo has utilizado antes. El chaval que mataste sólo era escoria. Aunque la policía lo hubiese detenido volvería a las andadas en poco tiempo.

–No insistas. No haré algo así. –dijo Takeru reafirmándose en su negativa. –No volveré a utilizar mi poder otra vez.

–No debes preocuparte. Aunque mates a Ikeda, volverá a la vida. Yo lo traeré de vuelta con mi mano. –dijo Yamato intentando convencer a Takeru.

–¿Puedes hacer eso? –preguntó Takeru sorprendido.

–No subestimes mis habilidades. Mientras yo esté escapando de aquí, él sólo permanecerá dormido durante unos instantes. ¿Te asusta utilizar tu poder? Has vivido toda tu vida con miedo. Con un poder que te permite matar con un simple toque. Cuando te diste cuenta de que tienes esa facultad, encerraste en una jaula tus sentimientos de ira, miedo, odio y rencor para poder seguir con tu vida. Pero vives aguantando la respiración. ¿Me equivoco?

¿Cómo podía leerlo tan bien? Entonces, a Takeru se le vino un fogonazo a la cabeza de él siendo un niño y de una mujer en medio de la vegetación. Estaban frente a un pequeño monolito en el que había tallada una cruz con un dragón rodeándola. La mujer le pedía que jamás odiara a nadie o algo terrible ocurriría. No sabía si era un recuerdo real o no, pero era un sueño recurrente que solía tener y al que había hecho caso como un mantra porque se sentía en paz cuando veía a esa mujer en sus sueños. ¿Por qué de repente le vino esa imagen a la cabeza?

–Pero la gente no se esconde. ¿Qué ocurriría si descubrieran un poder tan terrorífico como el tuyo? –preguntó Yamato. –El mundo te temería, te odiaría y te excluiría. La gente sólo te vería como a un monstruo que no debería existir.

–¡Cállate! –gritó Takeru. Cada palabra que decía Yamato se le clavaba como un puñal, pero en el fondo sabía que tenía razón.

–Soy igual que tú. ¿Sabes lo que le sucede a las personas con poderes? ¿Sabes lo que se siente estar encerrado como un monstruo? Yo he experimentado todo eso. Yo no deseaba este poder. Dios nos lo ha dado de forma arbitraria. ¿Cómo se supone que debemos usarlo? Si quiere que hagamos uso de este poder, tiene que enseñarnos cómo utilizarlo. Con mi poder, puedo salvar a las personas. Sólo hay una oportunidad. Si utilizas tu poder, podré salir de aquí y podré utilizar el mío para ayudar a la gente. ¡Podría salvar muchísimas vidas! De esa forma, podré expiar mis pecados. Seguro que hay gente que quieres que salve.

Tras decir aquello, Takeru recordó a Hikari postrada en la cama del hospital y el verdadero motivo por el que accedió a encontrarse con ese sujeto. Mientras se debatía qué hacer, Ikeda volvió a aparecer al considerar que aquellos dos ya habían hablado suficiente.

–¿Habéis terminado? –preguntó el alcaide.

–Sí. –contestó Takeru mientras volvía a mirar a Yamato a los ojos.

–Pues vámonos. –ordenó Ikeda dándose la vuelta. Al hacerlo, Takeru no se lo pensó más y fue tras él, lo abrazó por detrás mientras la muerte se apoderó del alcaide sin que él lo esperara. Tras la sorpresa inicial que sintió el alcaide al morir, se desplomó con expresión pacífica. Takeru le quitó las llaves y le abrió la celda a Yamato.

–¡Rápido, resucítalo! –le pidió Takeru una vez que le abrió la celda. Pero Yamato permanecía allí de pie. –¡Rápido!

Yamato salió de forma pausada y se puso en cuclillas, hizo el ademán de ponerle la mano en el pecho, pero lo que hizo fue cogerle la cartera y la pistola.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó Takeru. Yamato se levantó y golpeó a Takeru con el armazón del revólver, cayendo de rodillas del dolor.

–No importa lo bueno que sea. Traer de la muerte a la gente es imposible. –dijo Yamato. –Es la naturaleza humana. Si mueres, se acabó.

–Me has engañado. –dijo Takeru con dificultad todavía de rodillas en el suelo.

–Sí. No somos monstruos. Sólo somos una nueva raza humana al final del proceso evolutivo. Y la raza sin poderes, debe ser erradicada. –dijo Yamato mirando el cuerpo inerte de Ikeda.

Takeru, desde el suelo, estiró su brazo y cogió la pierna a Yamato, pero este, sin dificultad se deshizo del agarre y comenzó a pisarle la mano.

–Aunque tengas la facultad de matar, si no la utilizas, no tiene sentido que la tengas. Tienes que utilizarlo, o será a ti a quien utilicen. Nos volveremos a ver, Profesor. –dijo Yamato marchándose, no sin antes dejarle una patada en la cara de propina.

Cuando las alarmas saltaron al ver el movimiento de un preso a través de las cámaras de vigilancia, Yamato se había escondido en un ángulo muerto de uno de los pasillos. El silencio reinante se rompió con el sonido de la alarma de la prisión. Sora, que seguía en el despacho del alcaide esperando a que Takeru apareciera, se sobresaltó al escuchar la alarma.

Cuando cinco guardias pasaron corriendo, Yamato asaltó al último de ellos, de manera que los de delante no se percataron de que les faltaba un compañero. Sin esfuerzo, dejó inconsciente al guardia y se puso su uniforme. Mientras los guardias corrían desesperados buscando al reo, Yamato escapó tranquilamente. Una vez fuera, se quitó la gorra del uniforme y la tiró.

Por su parte, Sora encontró al guardia que Yamato había inmovilizado, le quitó la pistola y salió de la prisión. Sólo lo vio una vez, pero en seguida supo lo astuto que era.

–¡Detente o disparo! –gritó Sora apuntándole con el arma. Yamato se giró y se acercó a ella.

–¿Puedes? Seguro que sabes lo que supone matarme, ¿verdad? –dijo Yamato. Entonces alzó el brazo y extendió su mano derecha. –Tengo la mano de Dios. Una sola bala y un número infinito de vidas se verán despojados de la salvación.

Automáticamente, Sora pensó en su propia hija. En ese momento de distracción, Yamato aprovechó para arrebatarle el arma a Sora y cambiaron las tornas. Esta vez, era Yamato quien apuntaba a Sora.

–Sólo espera y mira. Esto sólo es el comienzo de la diversión. –dijo Yamato. Dio unos pasos hasta perderse en la oscuridad y escapó de allí.

Mientras tanto, Takeru, recuperándose, se sintió como un estúpido por haberse dejado persuadir de aquella manera. Ahora no sólo acarreaba con la muerte de Uchimura en su conciencia, sino también la de Ikeda. Por muy indeseables que fueran, nadie tenía derecho de arrebatarle la vida a nadie.

Continuará…