El momento de cumplir un sueño

Disclaimer: Todo pertenece a George R. R. Martin, menos algunos personajes que son míos.

Esta historia participa en el II certamen de los originales del foro Alas negras, palabras negras. El momento que he escogido es el nombramiento de Arthur como caballero.

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–Menuda mierda de septo. Se cae a pedazos.

Arthur no podía negar que Farman tenía razón. El septo de Invernalia había sufrido los estragos de los años tan turbulentos que había vivido el castillo. No obstante, seguía siendo la casa de los dioses y en las condiciones en las que estaban no podían aspirar a nada mejor.

–Lo mandó construir Eddard Stark para su esposa lady Catelyn –comentó.

Le parecía un gesto bonito. Todos los gestos de amor se lo parecían en verdad. Había crecido oyendo canciones sobre grandes caballeros que actuaban por amor a sus damas y en su interior aún soñaba con ellas aunque ya hubiera descubierto que la mayoría de los caballeros no serían dignos de protagonizar ninguna canción.

–Eddard Stark era un traidor.

Había desprecio en la voz de Farman. En realidad ya a nadie le importaban los viejos bandos, no ahora que todos estaban en el mismo, en el de los vivos, pero algunos se aferraban a esas cosas para no olvidar que hubo un mundo más allá de la nieve, el frío y los muertos. Arthur no iba a criticar a su amigo, desde luego. Él seguía odiando a Joffrey Baratheon por haber echado a su tío abuelo de la guardia real. Fue por eso que no pudo resistirse a contestar:

–Los verdaderos traidores eran los Lannister.

–Selmy, se supone que hay que pasar la noche en silencio y oración.

Arthur dedicó una sonrisa de disculpa al chico que lo había amonestado. Tenía razón. Aquella noche debían pasarla orando, pidiendo consejo a los dioses para que los guiaran en su nueva etapa como caballeros. No se tomó a mal el reproche. A él siempre lo estaban mandando callar. Hacía unas semanas alguien había bromeado con que si a Arthur lo cogieran los Otros, sería el primer caminante blanco con la capacidad de hablar porque ni muerto sabría quedarse callado. La broma había tenido su gracia hasta que un espectro había estado a punto de matarlo y había estado demasiado cerca de convertirse en una realidad.

Arthur intentó concentrarse en sus oraciones, pero no era capaz. La concentración nunca había sido su fuerte. Ya no era el mismo niño ingenuo que había suplicado a su padre que lo dejara acompañarlo al Norte para servir como su escudero en la guerra contra esas criaturas del invierno, pero a sus catorce años seguía conservando esa energía desbordante que a veces sacaba de quicio a Arstan Selmy.

De todos modos se esforzó por rezar aunque fuera una pequeña oración a cada dios. Empezó por el padre y la mente se le fue al suyo propio, que tan reticente había estado de llevarlo consigo a la guerra. No es que Arhtur se muriese de ganas de ir, lo cierto era que le daba bastante miedo, pero lo consideraba su deber como escudero y futuro caballero y la verdad era que no se arrepentía, al menos no la mayoría del tiempo.

Siguió con una oración a la madre y la suya ocupó sus pensamientos de inmediato. Lady Casella debía estar muriéndose de preocupación. Al menos Lyonel se había quedado con ella. Pensó en Lyonel mientras rezaba a la vieja. Su hermano siempre había sido el más sensato de los dos. Tal vez por eso había sido el que había decidido quedarse en torreón Cosecha con su madre.

Siguió rezando al herrero y pensó en todas las personas del castillo, los que no eran guerreros, pero que ayudaban de otras maneras: los que cocinaban, los que remendaban sus ropas o curaban sus heridas. Nunca nadie cantaría canciones sobre ellos, pero Arthur había aprendido a valorar su importancia tanto como la de los mejores caballeros.

Rezó al guerrero y le pidió por ellos, por todos los muchachos que al día siguiente serían nombrados caballeros. Eran muchos. Alguien había decidido que era mejor nombrar a todos los escuderos. Habían dicho que era porque todos estaban siendo muy valientes, pero Farman había oído que era porque querían darles ese honor por si más tarde no tenían ocasión de recibirlo.

A la doncella le dedicó una oración breve. Las mujeres estaban luchando en esa guerra con tanta fiereza como los hombres, así que Arthur pensaba que era el guerrero quien las protegía, pero era mejor cubrirse las espaldas por si acaso. Le hubiera gustado pensar en alguna doncella en particular, como seguramente estaría haciendo Farman, que bebía los vientos por Val, una de las guerreras salvajes más destacadas, que, por supuesto, ni siquiera era consciente de su existencia. Sin embargo, él no se sentía atraído por ninguna. Admiraba a Brienne de Tarth, tan valiente y fuerte, y sentía simpatía por muchas de las chicas que habitaban en el castillo, pero cuando pensaba en amor no se le venía a la cabeza ningún rostro de mujer y tampoco era un cuerpo femenino el que poblaba sus fantasías antes de irse a dormir.

Su última oración fue para el desconocido. Era un dios con el que todos se habían tenido que familiarizar a la fuerza en los últimos tiempos. Al fin las puertas se abrieron y todos los futuros caballeros salieron al exterior, donde el propio ser Barristan les pidió que se colocaran en fila delante de la persona que habían elegido para que los armara.

Arthur fue el primero en colocarse frente a su pariente. Desde que Barristan el Bravo había vuelto a Poniente como comandante de la guardia real de la reina Targaryen, Arthur y él habían tenido ocasión de hablar unas cuantas veces y el respeto que el joven sentía por su anciano tío había crecido con cada conversación.

Se puso de rodillas en la nieve y sintió los golpes de la espada en sus hombros a la vez que oía a su tío abuelo pronunciar las palabras que llevaba deseando escuchar toda su vida. Puede que la situación no fuera la más propicia, que el lugar no fuera el más elegante y que su fe en los caballeros se hubiera resquebrajado un poquito después de todo lo que había visto en esa guerra y en la anterior, pero estaba cumpliendo su sueño y, aunque la situación no fuera la mejor, él sí que intentaría serlo.