PRÓLOGO

Edward

Nochebuena, hace 12 años…

«¿Qué demonios estoy haciendo?», me pregunté.

Básicamente, estaba helándome el trasero en busca de una chica que se había escapado en mitad de una tormenta de nieve en Nochebuena. Lo que realmente me enfadaba era el hecho de que fuera una chica malcriada de dieciocho años que nunca me había gustado, para empezar.

Mi apodo para ella cuando éramos niños era Cruella de Vil desde que podía recordar y me refería a ella por ese nombre tan a menudo que casi había olvidado que su verdadero nombre era Bella Swan. Era la segunda hija más joven de la familia Swan, amigos de la familia Cullen desde que tenía memoria.

«Por eso estoy aquí fuera, helándome las pelotas en Nochebuena».

Había muy poco que no haría por mi madre. Pero en ese preciso momento, deseé no quererla tanto. Nunca había podido tolerar el ver a mi madre disgustada. Y, dado que la madre de la malcriada era la mejor amiga de la mía, por supuesto que mamá estaba preocupada.

Llamadme idiota, pero me ofrecí voluntario para esta tortura solo para no tener que ver el estrés en la cara de mi madre.

No había visto a Bella Swan desde hacía años, a pesar de que ella vivía en otra pequeña ciudad bastante cerca de la nuestra, Rocky Springs, en Colorado. Yo estaba de vacaciones de la universidad, y Bella acababa de graduarse del instituto. Por suerte, mamá había dejado de intentar forzar una amistad entre las chicas de los Swan y yo cuando aún iba al colegio, cuando por fin le dije lo antipática que me resultaba Bella porque era sumamente cruel. Su hermana pequeña, Ángela, era muchísimo más simpática, pero tampoco la había visto mucho. Me encontraba con los hermanos Swan de vez en cuando, pero, como fuimos a diferentes colegios, apenas conocíamos a ninguno de ellos.

Solo Bella me irritaba tanto. Siempre se había esforzado por ser una niña dictadora y se jactaba de la riqueza de sus padres como si la hiciera mejor que nadie. No importaba que los Cullen también fuéramos ricos. Era igual de desagradable con todas las personas con las que tenía relación cuando era niña.

A juzgar por mi actual caminata gélida por la nieve, no había cambiado nada. Sonreí mientras mis botas de goma surcaban los profundos ventisqueros de la acera. Me costaba creer que Bella pudiera estar en el refugio para personas sin hogar de Denver que yo estaba buscando durante una de las peores tormentas que habíamos visto en mucho tiempo.

Por lo visto, se había escapado después de que sus padres finalmente se pusieran firmes por su incesante forma de gastar dinero que no había ganado ella misma. Le habían quitado sus tarjetas de crédito, el coche nuevo que había recibido por la graduación y la mayoría de sus compras extravagantes porque no tenía ganas de ir a la universidad. Obviamente, pensaba que, como sus padres eran ricos, no necesitaba una formación. Sus planes probablemente se centraban en convertirse en una rica de la alta sociedad de por vida.

«¡Mierda!». Odiaba a los niños ricos con esa actitud. Yo me rompía los codos en la universidad y ni uno solo de los Cullen nos habíamos sentido con derecho a todo. Cada uno trabajaba en su carrera o planeaba su propio futuro. Teníamos mucho dinero, pero ninguno de nosotros consideró jamás el estar inactivo.

Había oído que todos los hermanos Swan iban a la universidad. Pero, por lo visto, Bella no quería esforzarse tanto. Realmente, me sorprendía que sus padres nunca se hubieran percatado de lo egocéntrica que era su hija hasta ahora.

Cuando los Swan se dieron cuenta de lo increíblemente malcriada que estaba Bella y de que en ningún momento había planeado recibir educación superior, finalmente decidieron cerrar el grifo. De inmediato, Bella se opuso y se escapó de casa. Bueno, técnicamente, no se había escapado. Tenía dieciocho años, así que ya no era menor. Pero, desde luego, actuaba como si lo fuera.

«¿Quién demonios se escapa solo porque mami y papi le quitan el coche y sus tarjetas de crédito?», me dije.

—Todavía es una mocosa malcriada, —musité enojado mientras seguía caminando en mitad de la nevada y empezaba a azotarme el frío a través del abrigo y los pantalones—. Si mamá no hubiera estado tan asustada, me habría quedado cómodo y calentito en casa, celebrando la Navidad con mi familia, en vez de preocuparme por los problemas de los demás.

Por desgracia, Esme Cullen se preocupaba por todo el mundo. Mi madre era una de las personas más cariñosas que conocía y el pegamento que mantuvo unida a nuestra familia cuando mi padre había muerto hacía años. Era tan buena amiga de la madre de Bella que le horrorizaba la idea de una joven perdida y sola en mitad de la ventisca.

Yo era un bobo. La mirada triste en el rostro de mi madre me había llevado a montarme en un helicóptero de Rocky Springs a Denver con una tormenta acercándose, sólo para encontrar a una chica repulsiva que no sabía vivir sin su coche de lujo y sus tarjetas de crédito.

Finalmente, encontré el refugio improvisado, agradecido por el calor cuando entré. Había cuerpos por todas partes, la mayoría en esterillas con una manta en el suelo. Debido al clima, sabía que la mayoría de los refugios estaban llenos. Eché un vistazo rápido a las personas que había en el piso, algunas las cuales dormían, pero muchas estaban sentadas envueltas en una manta. Se me cayó el alma a los pies al ver a la gente harapienta e inhalar el hedor de los cuerpos sin lavar.

¿Era eso lo mejor que podían esperar en Nochebuena? Solo entrar en el lugar me recordó lo afortunado que era. Los Cullen éramos obscenamente ricos. Como mi padre ya había fallecido, esa riqueza se había repartido entre todos sus hijos y mi madre.

A la madura edad de veintidós años, yo ya era rico, pero ni por un momento había considerado no trabajar ni sacarme una licenciatura. Mi padre había sido un hombre con formación y yo sabía que él quería lo mismo para todos sus hijos. Mi hermano gemelo, Anthony, se había hecho cargo del legado de mi padre mientras el resto de nosotros estábamos ocupados planeando nuestro futuro yendo a la universidad. Anthony se llevó la peor parte, intentando ir a la universidad y manteniéndose al día de lo que ocurría con los intereses comerciales internacionales de nuestro padre. Yo sabía que, en cuanto mi gemelo se licenciara, viajaría por el mundo.

Y, caramba... vaya si iba a extrañarlo.

—¿Puedo ayudarte? Me temo que no nos queda espacio, —dijo una voz femenina suave y compasiva. La mujer de mediana edad me sonrió, una sonrisa solidaria que yo no me merecía.

—No, señora —respondí en tono tranquilizador, deseando que supiera que no tenía que buscarme sitio para la noche—. Estoy buscando a alguien. No necesito ninguna de sus camas.

Hurgando en el bolsillo de mi abrigo, saqué la última foto de Bella, su foto de la graduación.

—¿La ha visto?

La señora tomó la fotografía y la examinó detenidamente.

—Me resulta familiar. Pero no la ubico. Hemos acogido a muchos jóvenes. Tomé la foto y me la guardé en el bolsillo.

—¿Le importa que eche un vistazo? —«¡Dios!». Estaba esperando que la pista que me habían dado sobre que Bella estaba allí no fuera errónea.

La mujer, agotada de trabajar, se encogió de hombros.

—Busca a tu amiga tranquilamente. Me gustaría ver que hay una persona menos sola esta Navidad.

Asentí y luego me abrí camino por la gran sala, examinando con la mirada todos los rostros desesperados que ocupaban el espacio. Finalmente, miré una segunda vez a una chica solitaria, a punto de descartar la idea de que podría estar mirando a Bella.

La joven tenía el mismo cabello rubio y probablemente era de la misma edad. Pero todo lo demás estaba... mal. Me acerqué más a ella y su figura sentada al otro lado de la habitación, contra la pared de hormigón, envolviéndose el cuerpo con los brazos como si tuviera frío. Al acercarme, me di cuenta de que había estado llorando.

—¿Bella? —Dije su nombre en voz alta a un metro de distancia y ella giró la cabeza de inmediato para alzar la mirada hacia mí.

Frunció el ceño y se secó las lágrimas al responder:

—¿Cullen?

Yo asentí, incapaz de apartar los ojos de su mirada verde oscura torturada y de la desesperación que vi en ella.

«¡Dios!». Realmente era Bella, pero no se parecía en nada a su sofisticada imagen. Llevaba unos pantalones rotos y un suéter en lugar de ropa de diseño. No llevaba joyas, ni siquiera el colgante ni los pendientes de diamantes que sabía que sus padres no le habían confiscado. Y su cara angelical estaba completamente desprovista de maquillaje. El cabello rubio le caía hasta los hombros con un rizo natural que era mucho más atractivo que el pelo recogido en un peinado sofisticado de la foto.

Me agaché a su lado.

—He venido a llevarte a casa. Tu familia ha estado muy preocupada. Ella sacudió la cabeza.

—No puedo volver allí.

—Claro que puedes, —le dije con firmeza—. El problema es tal vez tengamos que quedarnos en Denver esta noche. No estoy seguro de poder volver a Rocky Springs con este tiempo. Pero al menos podemos dejar esta cama libre para que pueda ocuparla otra persona.

Ella asintió despacio y luego se puso en pie.

—Estaría bien. Hay mucha gente que necesita un sitio caliente donde estar ahora. Iré contigo.

Le di la mano simplemente porque parecía muy perdida y la conduje hacia la puerta del refugio, dándole a la mujer una gran donación antes de sacar a Bella por la puerta después de que ella recuperase un abrigo que no iba a ser ni de cerca lo bastante cálido para el clima actual.

Guiándola unas pocas calles hasta la habitación del hotel que mi hermano Anthony había podido conseguir antes de que yo empezara a buscar a Bella, de repente recordé que era la única habitación disponible en Denver. Debido a la ventisca y a las vacaciones, todo estaba reservado.

Cuando entramos en la habitación del hotel un poco deteriorado, la informé:

—Tendremos que compartirla. Era la única habitación disponible que pudimos encontrar.

Ella se encogió de hombros.

—No importa.

—Bella, todo irá bien. En cuanto el helicóptero pueda volar, te llevaremos de vuelta a casa. —Ella no me caía bien, pero su estado cariacontecido me hizo sentir un poco de lástima por ella.

—Mamá, papá y mis hermanos mayores me regañarán, —afirmó llanamente

—. Querían que me fuera.

Aunque la habitación estaba bastante caldeada, ella se estremeció. Yo empecé a preparar una cafetera mientras respondía:

—No querían que te fueras. Querían que crecieras.

La cafetera chisporroteó un momento antes de empezar a hervir. No había muchas cosas en el reducido espacio. Una pequeña televisión y el juego de café descansaban sobre una consola marrón barata; había una cama extra grande con la colcha más horrible y chillona que había visto en mi vida. Aparte de dos mesitas de noche pequeñas, no había más muebles en la habitación, excepto una pequeña mesa tambaleante con dos sillas de madera muy gastadas.

Estaba un poco preocupado por revisar el baño. Me había registrado en el hotel y dejé mi bolsa de lona en la habitación. Después, salí casi de inmediato a buscar a Bella. Eché un vistazo cauteloso a la vuelta de la esquina. No era un lujoso baño de hotel, pero tenía una ducha y un inodoro, y me sentí aliviado cuando me percaté de que parecía bastante limpio.

Serví el café cuando terminó de hacerse y le di a Bella una de las tazas.

—Toma. No sé cómo lo tomas.

—Gracias, —respondió en voz baja antes de bebérselo solo mientras se sentaba a la pequeña mesa—. ¿Cómo te liaron para que me buscaras? Casi no te reconocí. No te he visto desde que éramos niños.

Me senté frente a ella, apoyé mi taza en la mesa y luego me quité el abrigo y el gorro con un movimiento ágil.

—Casi toda la ciudad estaba buscándote. Tus padres tenían miedo de que hubieras sido secuestrado o de que te hubieras perdido en la tormenta.

—Me sorprende que les importara, —respondió taciturna.

Abrí la boca para preguntarle si pensaba que habían dejado de quererla solo porque le quitaron sus tarjetas de crédito y darle un sermón acerca de ser una mocosa malcriada. La cerré e nuevo al ver caer lágrimas de sus bonitos ojos verde esmeralda.

—Te quieren —respondí sencillamente; de repente quería consolarla, lo cual era muy poco común en mí al tratarse de Bella. Generalmente quería evitarla.

—Creo que ahora lo entiendo. Sinceramente, después de ver lo mucho que están sufriendo otras personas, me siento como una perra por dejar mi hogar cálido y cómodo, —reconoció abiertamente—. Me merecía todo lo que me dijeron mis padres y hermanos.

—¿Has estado todo el tiempo en el refugio? —Sabía que llevaba varios días desaparecida.

—Sí. Tomaba autobuses a Denver, pero solo tenía un poco de efectivo.

Entonces golpeó la tormenta y no tenía dónde ir.

La tristeza en su voz hizo que se me encogiera el corazón.

—Tu madre dijo que aún tendrías tus joyas. Y la última vez que te vieron llevabas un traje de pantalón de diseñador.

—Le di mis joyas a una familia que fue rechazada, —confesó con un susurro ronco—. No tenían nada y necesitaban un lugar donde quedarse. La pequeñita tenía frío, así que le di mi manta.

Era lo último que esperaba oír de Bella y la miré atónito. Me recuperé rápidamente y le pregunté:

—¿Y tu ropa?

—Seda, —respondió ella con aversión—. Tenía tanto frío que busqué entre las donaciones al refugio y encontré algo más cálido.

Yo fruncí el ceño.

—Bella, ¿estás bien?

Ella me miró y negó con la cabeza, despacio.

—Nunca he visto cuántas personas hay sin hogar, muchísimas familias que ni siquiera pueden mantener sus casas. Ni siquiera había estado en esta parte de Denver. Es muy… triste.

—¿Entonces le diste todo lo que tenías a una familia numerosa para ayudarla a sobrevivir? Podrías haber empeñado las joyas tú misma, —sugerí, sorprendido de que no hubiera eso precisamente.

—No pude. Eran regalos de mis padres. Así que decidí quedarme aquí hasta que se me ocurriera algo. Pero cuando conocí a esa familia tan desesperada, no pude dejar que salieran al frío otra vez. Espero que hayan encontrado una habitación.

Parecía tan descorazonada que yo respondí enseguida:

—Estoy seguro de que sí. Los sitios empezaron a llenarse anoche.

No estaba realmente seguro de eso, pero ¿cómo iba a dejarla preocuparse por si su sacrificio había ayudado a la familia a encontrar donde quedarse o no? A juzgar por lo que su madre me había contado sobre las joyas de Bella, les habrían aportado suficiente dinero para cubrir sus necesidades durante bastante tiempo.

Aún no podía creer que Bella, la niña egoísta, cruel y malcriada con la que una vez me viera obligado a relacionarme cuando era niño, fuera la misma persona a la que miraba ahora.

Ella suspiró mientras abrazaba la taza de café con las dos manos.

—Espero que estén bien.

—Eres diferente, —espeté sin censurar mis palabras.

Bella me lanzó una sonrisa triste justo antes de dar un sorbo de café; luego volvió a dejarlo sobre la mesa.

—Puede que haya crecido. Ahora mismo me odio a mí misma.

—¿Por qué?

—Porque antes de terminar en ese refugio, nunca me molestaba en mirar a mi alrededor y ver al resto de la gente que me rodeaba. Crecí en un mundo privilegiado y me quedé allí. Creo que mis padres me hicieron un favor. Cuando veo a todas las personas que realmente se preocupan por las familias sin hogar, y a aquellas que se han topado con tiempos difíciles, me doy cuenta de lo perra que he sido siempre.

Su sincera explicación y auto desprecio me afectaron de una manera que hizo que se me partiera el corazón por la forma en que de repente se había asomado a la realidad. Seguro que le hacía falta crecer. Pero solo tenía dieciocho años y, después de haber estado tan protegida por sus padres durante tanto tiempo, la desesperación de la que había sido testigo tuvo que ser aleccionadora y traumática.

De alguna manera, también era culpa de sus padres. Mi padre había muerto hacía años, pero mi madre siempre nos hizo ser muy conscientes a los Cullen de nuestra obligación de preocuparnos por aquellos menos afortunados que nosotros. Era algo muy arraigado en cada Cullen desde que éramos jóvenes. Habíamos sido voluntarios en comedores sociales. Todos teníamos muchas organizaciones benéficas que apoyábamos con entusiasmo. Donábamos juguetes navideños. Y ninguno de nosotros ignoraba el sufrimiento en el mundo.

¿Qué demonios habían estado pensando los padres de Bella? Bien que fueran ricos, pero proteger a sus hijos de las cosas más duras de la vida no le había hecho ningún favor a Bella.

—Si te das cuenta de que lo que hiciste estuvo mal, no eres una perra, —le aseguré con voz ronca. Realmente, admiraba el hecho de que hubiera abierto los ojos y el corazón a aquellas personas necesitadas. También me sorprendió muchísimo que le hubiera importado.

No había visto a Bella desde que éramos pequeños, pero se había convertido en una guapa joven, y era mucho más atractiva cuando era auténtica, como ahora.

—Gracias, —dijo en tono pensativo—. Pero no creo merecer tu esfuerzo para hacerme sentir mejor conmigo misma.

Mientras daba un trago de café, básicamente pensé que lo que realmente necesitaba era animarse. Parecía muy conmocionada y deprimida.

—Necesito llamar a tus viejos. ¿Quieres hablar con ellos? El pánico destelló en sus ojos.

—Todavía no. Por favor. Sé que tengo que hacerles frente y admitir lo que he hecho. Pero solo necesito un poco de tiempo.

Asentí, entendiendo su confusión.

—No hay problema. Les haré saber que estás a salvo y que te llevaré a casa lo antes posible.

Me puse de pie, saqué mi teléfono del bolsillo e hice algunas llamadas.

Más tarde aquella noche…

Me tumbé en la cama con Bella, preguntándome si estaba dormida. A lo largo de la noche, se hizo cada vez más duro ignorar mi atracción por la mujer nueva y mejorada que conocí aquella noche.

Como era Nochebuena, la había convencido para salir a un pub local, uno de los pocos que estaban abiertos, y simplemente pasar un rato conmigo después de cenar allí. Ella me había hablado más de su experiencia con las personas sin hogar y de lo asustada que estaba cuando se encontró sola sin nada más que el refugio para mantenerse al abrigo y a salvo. A mi vez, me encontré hablando mucho de mi pasado, compartiendo cosas con ella sobre las que no me había sincerado durante mucho tiempo.

No tenía dudas: Bella había cambiado. Yo les había dicho a sus padres lo que pensaba por teléfono y ellos se habían culpado de algunos de los problemas entre ellos y su hija. También llamé a mi madre sólo para decirle que la quería y que esperaba volver a casa con la familia al día siguiente.

Sinceramente, disfruté tanto de mi tiempo con Bella aquella noche que no me importaba cuándo llegara a casa. Todos mis hermanos estarían allí hasta después de Año Nuevo y descubrí que me apetecía la compañía de Bella más de lo que debería.

A cada momento, cada segundo del tiempo que había pasado con ella, tuve el pene tan duro como una roca, negándose a ignorar la química explosiva que comenzaba a echar chispas entre Bella y yo. El tirón se hacía cada vez más fuerte. Cuando la vi usando una de las camisetas extra que me había llevado a Denver, estuve a punto de perder la cabeza.

Ella necesitaba algo para dormir. Yo le di mi camiseta. Fue un jodido error. Demasiada piel. Demasiadas fantasías. Demasiadas veces permanecía ahí tumbado, pensando en esas piernas desnudas y bien torneadas abrazadas a mi cintura mientras ella se estremecía del clímax.

Sentía una necesidad feroz de joder con Bella, pero estaba decidido a ignorarla. Sin embargo, mi cerebro se negaba a olvidar la atracción y mi verga fue un fracaso total. Estaba tan dura como una roca, a pesar de que sus extremidades desnudas ahora estaban tapadas con mantas. Pero, joder, aún podía imaginarlas en mi mente. ¿Estaba pensando en mí ella? Por lo que sabía, ella estaba durmiendo.

—¿Estás despierto? —susurró ella en voz baja.

«Ignóralo, Cullen. No respondas. Hazte el dormido», me increpé.

—Sí, —respondí imprudentemente.

—¿Puedo acercarme más a ti? —preguntó ella en tono suplicante.

Bella seguía asustada y atrapada en Denver. Era vulnerable y yo sabía que debería estar allí para hablar con ella. Pero algo dentro de mí no dejaría que se terminara ahí.

—Ven aquí, —le pedí con firmeza, abriendo los brazos para poder abrazarla.

Ella se acercó más y, para mi sorpresa, me rodeó las caderas con una pierna y se aferró a mí como si fuera su refugio en la tormenta. Apoyó la cabeza en mi pecho y me envolvió los hombros los brazos, su cuerpo pegado a lo largo de todo mi costado.

Su pierna estaba justo al norte de mi miembro de hierro y, cuando envolví su cuerpo tembloroso entre mis brazos, lo único que quería era hacerla feliz de nuevo. Bueno... también quería joder con ella. Pero mi instinto de protegerla era igual de fuerte.

—Gracias, —dijo con un ronroneo bajo y satisfecho—. Estás muy calentito.

Sin duda, estaba al rojo vivo. Notaba sus pezones a través del fino algodón de mi camiseta y la pierna que me rodeaba las caderas alimentaba fantasías calientes que yo era incapaz de controlar.

—¿Mejor? —pregunté, la voz rota de deseo.

—Mucho, —respondió ella con una voz encantada mientras se acomodaba contra mí.

—¡No te muevas! —dije sonando cortante; me odié por eso. Ella levantó la cabeza.

—¿Qué pasa?

¿Era posible que Bella fuera tan ingenua? Fui sincero con ella.

—Quiero estar aquí contigo. Quiero abrazarte. ¡Pero, Dios! Tengo tantas ganas de joder contigo que apenas puedo controlarme. Si empiezas a retorcerte, me temo que perderé el control. Eres una mujer preciosa, Bella.

—Yo también me siento atraída por ti —admitió con un susurro.

Ella habló como si solo estuviera reconociendo su deseo y su inocencia me volvió medio loco.

—¿Has estado con algún chico?

—Citas. Besos. Nunca mucho más que eso.

—¿Por qué?

—Porque nunca sentí el revoloteo extraño en el estómago como el que tengo contigo ahora. Nunca he querido nada más con ninguno de los chicos con los que he salido.

Tragué saliva al darme cuenta de que era virgen.

«¡Solo mía!», pensé.

Quería que aquella mujer me perteneciera como nunca lo había hecho con ningún otro hombre.

—Espera hasta que encuentres al hombre adecuado —le aconsejé, deseando desesperadamente decirle que yo era ese chico adecuado.

Pero lo más probable era que solo se tratara de las hormonas. Tenía veintidós años y quería sexo tan a menudo como fuera posible. Habían pasado meses. No tenía novia, pero me acostaba con muchas en el campus. Últimamente, había estado ocupado estudiando para los finales. Puede que mi pene sólo estuviera quejándose porque no lo usaba mucho por aquellos días.

Bella entrelazó los dedos tímidamente en mi cabello y se estiró para darme un dulce beso en la boca.

—Es eso. Esta es la única vez que me he sentido así. Te deseo a ti. La hice rodar hasta tenerla debajo de mí en un movimiento ágil.

—Por el amor de Dios, no digas eso, —gruñí con el corazón martilleándome en el pecho al sentir sus suaves curvas debajo de mí—. No tengo mucho control ahora mismo, Bella.

Aquello era decir poco. En realidad, respiraba tan fuerte que me dolía el pecho.

—Entonces deshazte de él. Tengo dieciocho años Quiero ver lo que se siente al estar con un hombre, —dijo camelándome, clavando sus dedos en mi cabello una vez más e instándome a bajar la cabeza.

Y así, sin más... perdí la cabeza.

Veía su rostro en la habitación tenuemente iluminada por la luna, y me acerqué a sus labios, abatiéndome a devorarla como llevaba deseando hacer toda la velada. La besé como si lo necesitara para seguir viviendo y eso era exactamente lo que sentía.

Bella pareció fundirse en mí, gimiendo suavemente contra mis labios, un sonido de placer que me desesperó aún más por ser el primer chico, el único hombre, en poseerla.

Salí del apasionado abrazo carnal sosteniendo mi peso con los brazos, jadeando como un perro acalorado. «¡Dios! ¿Qué demonios me está pasando?».

—¡No puedo hacer esto, joder! —Cada palabra me resultó dolorosa, me desgarraba las tripas.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Bella en tono confuso. También sonaba excitada, lo cual me estaba matando.

—Eres virgen. No puedo hacer esto.

—Soy virgen porque nunca he querido estar con un chico. No es que me estuviera esperando hasta casarme. Es solo que... ningún chico me ha excitado nunca lo suficiente como para desear hacerlo.

Yo gruñí.

—No me digas eso.

—Es verdad, —sostuvo ella—. Por favor. Sigue haciéndome sentir bien.

Me gusta.

Quería que se sintiera tan jodidamente bien que nunca quisiera a ningún otro chico. ¡Para siempre!

Rodé hasta quedar a su lado y lentamente le acaricié el muslo con la mano, ahogando un gemido salvaje al llegar a sus delicados pantis de seda empapados de sus jugos.

—Estás húmeda.

—Me muero, —gimió Bella suavemente.

—Lo sé, cielo. No pasa nada. —Deslicé mi dedo bajo el elástico y le acaricié la raja con un dedo. Su calor sedoso estaba a punto de volverme loco—. Haré que desaparezca el anhelo, —prometí mientras le quitaba la ropa interior para arrojarla a un lado de la cama.

—¿Me lo prometes? —Preguntó ella, vacilante.

Yo me senté y agarré la parte inferior de mi camiseta.

—Lo prometo. Pero te necesito desnuda.

Ella levantó sus brazos en un gesto de confianza, permitiéndome quitarle la camiseta. Cuando se unió a su ropa interior tirada, la miré boquiabierto a la luz de la luna.

Sus suaves curvas y sus senos generosos hicieron que se me quedara la boca seca y que el pene me apretara la cremallera del pantalón. Estaba desnudo de cintura para arriba, pero me había quedado con los pantalones al acostarme para no asustarla.

—¿Tu no vas a desnudarte también? —Preguntó ella en tono inquisitivo.

«Ni de coña. Ahora mismo, no. Estaría dentro de ella en un instante», pensé.

—Todavía no.

—Entonces ¿qué estás haciendo?

—Mirándote, —respondí con sinceridad—. Nunca había deseado así a una mujer. Es algo un poco nuevo para mí también.

—No eres virgen, —afirmó ella.

—No, desde luego —admití con una sonrisa—. Pero tú eres... diferente, Bella.

—¿Porque nunca había estado con un chico? Yo negué con la cabeza.

—No. Porque eres tú.

No podía explicar cómo me sentía. Joder, no lo entendía ni yo mismo.

Tenía las manos un poco temblorosas cuando ahuequé sus pechos, jugando con ambos pezones con los pulgares. Ya estaban duros, pero alcanzaron nuevas cotas cuando bajé la cabeza y chupé cada uno, intentando ir despacio con ella.

Ella arqueó la espalda y me agarró la nuca para acercarme aún más

–Sí —exhaló suavemente.

Su piel era cálida y sedosa; yo no me cansaba de tocarla. La oí contener la respiración mientras yo me abría camino por su vientre a mordisquitos y lametones, calentándola lo máximo posible.

«Recuerda que es virgen, Edward. ¡Recuérdalo!», me dije.

Mi miembro palpitaba de necesidad cuando finalmente llevé la cabeza entre sus muslos, exactamente donde quería estar. Su olor a deseo me embriagó mientras la respiraba para después deslizar la lengua entre sus pliegues, separándole más los muslos cuando encontré su clítoris abultado.

—¡Ay, Dios! ¿Qué haces? —exclamó Bella.

Su voz sonaba más excitada que molesta, así que ignoré la pregunta, profundizando con la lengua para poder apretar más el pequeño manojo de nervios que sabía que la llevaría al límite.

Lamí su sexo con ansia, excitándome con sus gemidos de placer mientras tomaba su deseo a lametones, embriagándome con el sabor, el tacto y el sonido de Bella.

Deslizando el dedo índice en su vaina, me sorprendió lo apretada que estaba, pero eso no me impidió imaginar su calor resbaladizo abrazándome la verga. Ella empezó a mecer las caderas cuando deslicé otro dedo, intentando estirar su pequeño y apretado sexo lo suficiente como para aceptarme finalmente.

Dentro y fuera. Dentro y fuera. Mi lengua seguía excitando su sensible protuberancia mientras la masturbaba delicadamente con los dedos.

Me sentí triunfante cuando ella se aferró a mi pelo y me empujó la cabeza con más fuerza entre sus muslos, con gemidos cada vez más fuertes.

—Por favor. Haz que me venga —jadeó ella.

Me encantó oírla suplicar, pero necesitaba concederle su deseo más que respirar.

Apretó el sexo contra mi cara y seguí sumergiéndome más y más con mi lengua y mis dedos, aplicando la presión que ella necesitaba para llegar al clímax.

—¡Sí! —Gritó cuando su cuerpo estalló, tirándome del pelo cuando llegó, con su vagina contrayéndose con fuerza sobre mis dedos palpitantes.

Alivié su carne temblorosa con la lengua mientras ella descendía en espiral desde su clímax, deslizándome a su lado solo cuando supe que las oleadas de placer habían terminado.

Ella me abrazó y apretó.

—No puedo creer que hayas hecho eso. Pensé que la mayoría de los chicos lo odiaban.

No respondí. La besé, dejándola saborearse en mis labios antes de tener que subir a tomar aliento.

—¿Cómo podría ningún chico odiar algo que sabe tan bien? —Bromeé.

—Ha sido increíble —dijo sin aliento—. Nunca me había venido así.

—Entonces, algún chico te ha hecho tener un orgasmo, —gruñí juguetonamente, aunque no muy emocionado de que ningún otro hombre la tocara.

—No. Pero me masturbo, —dijo llanamente—. Todo el mundo lo hace. Sonreí, sin duda encantado con la idea de que Bella se tocara.

—Yo también, —respondí con voz ronca—. Pero no puede sustituir a esto.

—Yo no podía saberlo, —dijo en tono sugerente.

—Lo sabrás, —respondí con voz áspera mientras me arrodillaba en la cama para desabrocharme los pantalones.

—No. Déjame a mí, —dijo Bella sentándose y apartando mis manos—.

Deja que te toque.

Joder, sabía que deseaba que ella explorara todo lo que quisiera, pero no iba a poder soportar mucho tiempo esas manos suaves sobre mi pene duro como una roca. Llevándome la mano al bolsillo, saqué un condón que llevaba en la Sama desde hacía meses. Quizás fuera subconsciente o solo una ilusión, pero lo había sacado y me lo había guardado en el bolsillo delantero antes de salir a cenar.

Bella apoyó las manos sobre mis hombros y me acarició el pecho con ellas.

—Eres guapísimo. —dijo maravillada.

«Ay, Dios, estoy jodido». El tono inocente en su voz me estaba desatando.

—Me encanta lo fuerte que estás, pero sin los músculos hinchados de los culturistas, —prosiguió Bella mientras terminaba de bajarme la cremallera.

—Artes marciales, —respondí, la mente completamente centrada en lo que ella hacía con las manos—. Practico desde que era niño.

Ella me bajó los pantalones hasta los muslos sin esfuerzo y, por fin, mi pene quedó libre y liberado.

—Hala… —dijo con voz asombrada de nuevo—. Qué grande.

—Soy grande por todas partes, —le expliqué, casi sintiéndome mal porque, sin duda, tenía un miembro más grande que el promedio.

Intentó envolverlo con los dedos, pero no lo consiguió del todo. Después, acarició la piel suave de mi verga antes de acariciar la cabeza sensible con el pulgar, extendiendo una gota húmeda por la punta.

Tuve que morderme el jodido labio para evitar detenerla.

—Si sigues tocándome, no voy a sobrevivir, cielo —le dije con voz áspera.

Empezando desde la base, Bella pasó los dedos por todo el tronco y volvió a bajar. Yo sabía que lo hacía deliberadamente. Ella estaba intentando provocarme. Y vaya si funcionaba.

—Ya no más, —musité colocándola debajo de mí y sujetándole las muñecas por encima de la cabeza—. Calientapollas, —dije en tono acusador.

—Nunca he calentado ningún pene —respondió ella con tono de curiosidad y divertido.

—No puedo esperar más, Bella. Ahora.

—Sí. Por favor.

Me puse el condón en un santiamén y luego volví con ella, saboreando el tacto de su piel suave y caliente debajo de mí. Acaricié la piel del interior de sus muslos, haciendo que se retorciera.

—No hay una manera fácil de hacer esto. Probablemente te duela.

Tenía el estómago encogido de deseo y el miembro me suplicaba que me enterrase profundamente en su interior, pero lo último que quería era hacerle daño.

—Me da igual, —respondió ella con firmeza—. Jódeme ahora. Ahora mismo.

Sonreí ante su exigencia y luego me incliné para descender con mi boca sobre la de ella. El abrazo se tornó candente en cuestión de segundos, su lengua exigente mientras se batía con la mía. Rompí el beso y mordisqueé la sensible piel de su cuello antes de lamerle la piel con la lengua.

Estiré el brazo y me posicioné antes de penetrarla con una fuerte embestida. Todos los músculos de mi cuerpo estaban tensos mientras me obligaba a permanecer inmóvil a medida que sus músculos se estiraban lentamente para ajustarse a mi tamaño. Nunca había estado con una virgen, pero pensé que era mejor acabar de una vez con el dolor inicial.

Había sentido la resistencia y luego la elasticidad de sus carnes al llegar a donde ningún chico había estado jamás.

Fue lo más jodidamente increíble que había experimentado en toda mi vida. Hasta que escuché si grito de dolor.

—¡Bella! Háblame. ¿Estás bien? —Pregunté con nerviosismo, acariciándole el cuello con la nariz.

—Tu pene es demasiado grande, —se quejó mientras jadeaba. No pude evitarlo. Me reí.

—Nunca había tenido esa queja, cielo.

—Entonces seré la primera en quejarme, —respondió altanera—. Es muy grande.

Parte de la chispa de Bella había vuelto y yo no pude decir que no me alegrara de verla. Roté un poco las caderas.

—No volverás a decir eso de ahora en adelante.

—Lo haré, —discutió, pero el tono de su voz había pasado del dolor a la incertidumbre.

Seguí mordisqueándole el cuello mientras retrocedía lentamente y volvía a enterrarme en su interior con delicadeza.

—No lo harás, —le dije con un profundo gemido, deleitándome en sus apretados músculos internos que me comprimían el miembro.

Bella deslizó los brazos alrededor de mi cuello al responder:

—Entonces demuéstramelo.

—¿Estás bien ahora? —pregunté, pensando: «Por favor, que esté bien ahora».

—Creo que sí.

Su agarre se apretó alrededor de mi cuello y empecé a moverme a un ritmo tranquilo, intentando con todas mis fuerzas ser delicado cuando lo único que quería era joder con ella hasta que estuviéramos agotados y saciados.

—Bien, —murmuró mientras levantaba las piernas y me rodeaba instintivamente la cintura con ellas.

«¡Mi maldita fantasía hecha realidad!», pensé.

El deseo me carcomía mientras yo entraba y salía de ella, ignorando el deseo de hacérselo duro y rápido, asegurándome de que supiera que era mía. Porque, después de aquella noche, no pensaba dejarla marchar nunca.

—Más duro, —dijo ella con urgencia—. No te contengas. Por favor.

—No quiero hacerte daño, —gruñí apretando la mandíbula.

—Me harás daño si no me jodes más duro. Te necesito.

Todo lo que tenía que escuchar eran esas dos palabras: «Te necesito».

Ahuequé su trasero y le di exactamente lo que quería, exactamente lo mismo que yo necesitaba desde el momento en que empecé a fantasear con ella.

La penetré hasta que empezó a darme vueltas la cabeza, una desesperación carnal adueñándose de mi razón. Bella Swan era mía y nadie me la iba a arrebatar nunca.

Nuestros cuerpos se movieron en sincronía. Ella se golpeaba contra mí cuando mi miembro entraba en su vaina resbaladiza y apretada. Nuestros cuerpos resbaladizos por el sudor se deslizaban eróticamente mientras ella se estremecía debajo de mí, cerca del orgasmo.

Metiendo un brazo entre nuestros cuerpos, acaricié su clítoris con suficiente presión para llevarla al orgasmo.

—Vente para mí, Bella. Necesito que te vengas.

Podía sentir la presión en aumento, mi cuerpo a punto de explotar.

Su cabeza se sacudía de un lado a otro y Bella gritó incoherentemente. Sentí una oleada de alivio por el cuerpo cuando noté que su clímax empezaba, al clavarme las uñas en la espalda, marcándome. Y me encantó cada momento. Su ferocidad y su pasión volvieron a mí y seguí embistiendo una y otra vez, dejando que su orgasmo desencadenara el mío mientras su vaina ya apretada me llevaba a eyacular.

Me arañó la espalda cuando un desahogo feroz sacudió mi cuerpo. Tomándole el cabello para que dejara de sacudirse su cabeza, la besé con una intensidad primitiva que no pude controlar, desesperado por marcarla como mía de alguna manera.

Permanecimos allí tumbados en una montaña de extremidades enredadas, ambos intentando recobrar el aliento. Rodé hasta quitarme de encima de ella, pero la mantuve cerca de mí, abrazando fuertemente su cuerpo tembloroso mientras respiraba pesadamente.

Finalmente, tuve que separarme de ella para ir al baño y quitarme el condón. Fruncí el ceño al ver la sangre, sangre de Bella, en la superficie de goma. Lo tiré, sintiendo vergüenza y asombro de que me hubiera entregado algo tan precioso.

«¿A mí? ¿A Edward Cullen?», pensé.

Nadie había renunciado a nada por mí, y aquello hizo que deseara tanto más mantener a Bella cerca de mí.

Me lavé rápidamente y regresé a la cama para encontrarme a Bella profundamente dormida, la respiración profunda y regular. Me metí en la cama con cuidado, deslizándome junto a ella, intentando no despertarla.

Apoyé la cabeza sobre el codo en la cama y la vi dormir. La melena revuelta le cubría la cara a medias, pero se había quedado dormida con una dulce sonrisa en su rostro angelical.

«Dios, qué guapa. Parece... mía».

Me deslicé debajo de las sábanas y Bella me buscó instintivamente, deslizando una pierna sobre la mía y apoyando la cabeza sobre mi pecho.

La abracé, sosteniéndola en gesto protector mientras dormía. Me quedé dormido poco después, sin siquiera moverme cuando mi cuerpo exhausto dio paso a la oscuridad del sueño.

—¿Estás segura de que no quieres que vaya contigo? —le pregunté a Bella con nerviosismo cuando nos detuvimos frente a su casa.

La tormenta había pasado durante la noche y habíamos podido volar de vuelta a casa en helicóptero. Ella vivía en la ciudad contigua a Rocky Springs, así que condujimos desde la pista de aterrizaje en la finca Cullen hasta su casa.

Ella negó con la cabeza lentamente.

—No. Esto se va a poner muy emotivo y es algo que tengo que hacer con mis padres.

—Llámame entonces, —dije con insistencia, habiéndole escrito mi número antes de guardárselo en el bolsillo. Había guardado mi número de celular en el suyo, solo medio en broma al llamarlo «Mi nuevo novio».

—Lo haré. Gracias por ayer y por anoche. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó para besarme con dulzura—. Nunca lo olvidaré.

—No es suficiente, —gruñí antes de atraerla de nuevo para darle un abrazo más largo y sensual.

—Te llamaré pronto, —dijo sin aliento.

—Eso espero, —respondí yo en tono intenso.

La vi salir del coche, vestida con otra de mis camisetas bajo su abrigo y unos pantalones.

—Oye —la llamé justo cuando se disponía a cerrar la puerta del copiloto.

—¿Qué? —Preguntó ella con curiosidad.

—Feliz Navidad, Bella.

Ella me dedicó una sonrisa temblorosa antes de responder.

—Feliz Navidad, Anthony.

Tardé un momento en captar su comentario y, para cuando lo hice, ella ya había corrido hacia la puerta y estaba entrando.

—¿Anthony? ¿Pensó que estaba jodiendo con mi hermano gemelo? —Musité en voz alta.

Enojado y dolido, empecé a subir a su casa; luego me detuve porque sabía que iba a tenerla con sus padres. Era una situación que podíamos aclarar fácilmente. Pero me exasperó que la primera vez que me llamaba por mi nombre, hubiera usado el nombre equivocado, aunque no era su culpa. Tal vez porque yo era el primer chico, me sentía posesivo. Realmente posesivo.

Cierto, mi hermano, mayor por apenas unos minutos, era exactamente igual que yo, pero desde luego que no quería que Bella me llamara por su nombre.

«¡Mierda! Tendría que decírselo. No quiero que siga pensando que ha estado con mi hermano», me dije.

Puse el coche en marcha y me alejé de su casa, consciente de que tendría que resolver pronto la situación y esperando que me llamara muy pronto.

Bella

—Me encantan las rebajas de enero —le dije a mi hermana, Ángela, mientras paseábamos por la calle principal al día siguiente.

Ya había tenido una conversación muy larga con mis padres, y habíamos terminado llorando y haciendo las paces. Confiaron en mí devolviéndome el coche y las tarjetas de crédito. Yo estaba decidida a no volver a dar por sentado lo que tenía nunca más.

Iría a la universidad y ahora sabía exactamente qué quería hacer con mi futuro.

—No pareces muy interesada en comprar, —me acusó Ángela—. ¿Pasa algo?

Antes de darme cuenta, me encontré confesándole todo lo que había sucedido entre Anthony Cullen y yo.

—Llámalo, —me instó Ángela—. Probablemente se muera por tener noticias tuyas.

—Lo haré. Sólo necesito aclararme las ideas.

—¿Bella? ¿Ángela?

Mi hermana y yo giramos la cabeza para ver quién nos llamaba. Sonreí al ver que era Esme Cullen, la madre de Anthony.

—Hola. Qué alegría de verte de nuevo, —le respondí cuando nos detuvimos frente a la tienda de marroquinería de la que ella acababa de salir.

Después de un breve abrazo, Esme miró a su alrededor y finalmente suspiró.

—Quería que saludaras a mi hijo, Anthony, pero parece que está... ocupado. Mis ojos siguieron su mirada y aterrizaron directamente en Anthony Cullen. Ataviado con traje a medida y corbata, parecía muy distinto a la víspera.

Tardé un momento en darme cuenta de que estaba coqueteando y besando a una morena guapa.

—Obviamente, —musité entre dientes—. Parece extremadamente ocupado.

—Nueva novia que conoció en la universidad, —explicó Esme.

—Genial, —respondí yo sin entusiasmo.

Se me revolvieron las tripas y lo único que quería hacer era esconderme en un agujero y quedarme allí.

—¿Tiene novia? —Preguntó Ángela.

—Sí. Es muy maja. Espero que le dure un tiempo. Anthony cambia de novia con mucha frecuencia. Ni siquiera creo que le dé tiempo a conocerlas.

Yo no podía apartar los ojos de la pareja al recordar lo dulce que había sido conmigo el día anterior.

—Bueno, no pasa nada, déjalos. Estoy segura de que lo veré en otra ocasión. —Me volví hacia mi hermana—. Ángela, tenemos que irnos. —Sabía que había pánico en mi voz, pero no pude reprimirlo.

Ángela me lanzó una mirada comprensiva.

—Estoy lista.

—Ha sido un placer verte, Esme.

Mi hermana y yo volvimos a mi coche a toda prisa y montamos. No miré hacia atrás, temiendo que volver a ver a Anthony besando a otra chica de nuevo, solo una noche después de que perdiera la virginidad con él.

Jadeé agarrando el volante y apenas oí a Ángela cuando me dijo airada:

—Es un cabrón. No puedo creer que se haya acostado contigo cuando ya tenía novia.

—Está bien, —le dije fríamente mientras arrancaba el coche—. No es como si me hubiera prometido nada.

—No está bien y lo sabes, —respondió ella con insistencia.

Permanecí allí sentada un momento, mirando fijamente al coche aparcado frente a mí, las manos aún temblorosas por la conmoción de ver a Anthony con otra chica. Mis sentimientos por él eran demasiado nuevos, demasiado frágiles, demasiado... importantes.

—Tienes razón, —respondí con voz temblorosa—. No estoy bien.

Me eché a llorar; sollozos de traición sacudieron mi cuerpo y apoyé la frente contra el volante mientras mi hermana intentaba consolarme a medida que expulsaba todo mi dolor.

Edward

Esperé ocho putos días para que Bella me llamara.

Ni una llamada. Ni una visita. Ninguna noticia de ella. No recibí ni media palabra de la mujer que había sacudido mi mundo en Nochebuena.

Tenía que volver al campus, pero, primero, quería averiguar qué pasaba. Necesitaba saber si ella estaba bien. Le había dado el espacio que ella me había pedido. Pero se acabó el mantener las distancias.

Yo sabía que estaba auto engañándome acerca de solo querer saber cómo estaba. Lo cierto era que necesitaba volver a ver su hermoso rostro. Quería darle un beso de despedida y decirle que estaba allí para apoyarla si necesitaba mi ayuda.

El hombre primitivo en mí quería reivindicarla de alguna manera, antes de irme de Colorado. Quería asegurarme de que estaríamos juntos, aunque hubiera distancia entre nosotros durante un tiempo.

Llamé al timbre de su casa, un poco nervioso por cómo actuaría cuando me viera en la puerta.

Sí, sabía que ella necesitaba tiempo para resolver las cosas con sus viejos, pero sinceramente no me esperaba que se tomara tanto tiempo para llamarme. Logró ponerme bastante nervioso.

La puerta se abrió y miré con esperanza a la mujer que acudió allí. Mi entusiasmo se apagó al reconocer a su hermana, Ángela. Siempre había considerado a Ángela como la hermana simpática. Cuando nos veíamos de niños, ella siempre había sido más amable y buena que Bella. Sin embargo, el ceño fruncido en su rostro cuando me examinó de arriba abajo con desdén me preocupó.

—¿Qué quieres? —Preguntó en tono hostil, como si yo fuera su peor enemigo.

—Voy de vuelta al campus. Quería ver a Bella antes de irme.

—No está. Y, créeme, eres la última persona que querría ver —respondió furiosa.

Yo fruncí el ceño.

—¿Por qué?

—Le has roto el corazón, cabrón, —respondió Ángela, la voz helada y despreciativa—. Le mentiste. Deberías habérselo dicho. Nos encontramos con tu madre en la ciudad. Nos contó la verdad.

«Ay. Mierda», maldije para mis adentros.

Se me revolvió el estómago al darme cuenta de que mi madre probablemente le había dicho a Bella que no era Anthony quien se ofreció a ir a Denver para intentar localizarla. Que no fue Anthony quien se acostó con ella. Que no era Anthony quien estaba loco por ella.

—Quería decirle…

—Ahórratelo, —respondió Ángela con un gruñido protector—. No quiere volver a verte. Lo superará y encontrará a alguien sincero. Ha cambiado y necesita a un chico que la valore.

—Me importa…

—¡Y una mierda! No se le miente a una mujer que te importa.

—En realidad, no mentí. Ella no me lo preguntó, —dije a la defensiva, preguntándome cómo había podido considerar a Ángela como la hermana Swan más simpática.

—No tendría que habértelo preguntado, —replicó Ángela enfadada—. Ella se merece a alguien mejor que tú. Vuelve al campus y jode con todas allí. Pero deja en paz a mi hermana.

Tuve que retroceder cuando Ángela me cerró la puerta en las narices.

Pensé en golpear la madera hasta que ella regresara y me dijera dónde estaba Bella en ese momento, pero luego consideré el hecho de que realmente había descuidado el comprobar si ella sabía exactamente con quién había perdido la virginidad. Yo sabía que Anthony y yo éramos idénticos. Simplemente no se me había ocurrido que ella podría no saber que yo era... yo.

—¡Joder! —Maldije en voz alta mientras corría de regreso a mi coche, enfadado conmigo mismo por no haberla llamado antes. Debería haber sabido que algo iba mal, y cada día que pasaba me tenía mucho más preocupado.

Monté en el coche para evitar los vientos gélidos y encendí el vehículo.

Demonios, ella era virgen. Quizás había sido una conmoción descubrir que el chico con el que pensaba que había sido su primera vez era en realidad otro chico distinto.

«¿Lo superará?¿Acabará llamándome al entender que lo que hice no fue adrede?», me pregunté.

Aceleré al máximo, derrapando un poco al cambiar de sentido en la calle helada. Nunca había sido tan irracional como en ese momento, y me juré ahí mismo que la esperaría. Si ella no me llamaba, intentaría llamarla yo. Podía ser un cabrón muy terco y quería tanto a Bella que esperaría... aunque ella tardara una eternidad en dar señales de vida.

Volví al campus porque tenía que hacerlo, sin ocurrírseme ni por un segundo que pasarían doce años hasta que volviera a ver la cara de mi bonita virgen de Navidad. Ni que, cuando finalmente nos encontrásemos, ambos seríamos personas muy diferentes y nada volvería a ser lo mismo.