Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPÍTULO 1
Bella se había quedado dormida mientras el bebé tomaba el pecho. Jacob Black permaneció de pie junto a su esposa y su hijo, contemplándolos, consciente de la expresión embobada de su rostro, de que se sentía pleno dentro del pecho. Su esposa. Su hijo.
Dios, su mundo.
La antigua fascinación, la obsesión con la medicina estaban aún allí, pero en ese momento atemperadas por algo igualmente fascinante. Nunca hubiera sospechado que el proceso del embarazo y el nacimiento del niño, que el rápido desarrollo del bebé, pudieran ser tan absorbentes. Había elegido la especialidad de cirugía por el reto que implicaba; la obstetricia, en comparación, parecía como ver crecer la hierba. Bueno, a veces algo se torcía y el obstetra tenía que asumir el mando, pero por lo general los bebés crecían y los parían, y eso era todo.
Eso había creído hasta que se trató de su propio hijo. Clínicamente había conocido todos los detalles del crecimiento del feto, pero no había estado preparado para la emoción de ver cómo Bella se ponía redonda, o para percibir las pataditas y los movimientos del bebé que se hacían cada vez más fuertes, más exigentes. Y si el puro torrente de emociones lo había obnubilado,
¿cómo se habría sentido Bella? A veces, incluso durante los sufrimientos físicos del último mes de gestación, él había sorprendido en el rostro de ella una expresión, un rapto, una mirada absorta cuando inconscientemente se acariciaba el vientre, que le decía que Bella estaba perdida en un mundo habitado sólo por ella y por el bebé.
Y entonces, había llegado William, saludable y gritón, y Jacob se había sentido exaltado por el alivio y la euforia. En las seis semanas transcurridas desde ese momento, cada día parecía traer consigo un pequeño cambio a medida que el pequeño crecía; la oscura mata de cabellos de su cabeza se había tornado rubia, sus ojos eran más azules y más alertas. Percibía cosas, reconocía voces, sacudiendo sus brazos y piernas en un ritmo espasmódico, sin coordinación, mientras sus pequeños músculos iban adquiriendo fuerza. Le gustaba bañarse. Tenía un llanto de irritación, un llanto de hambre, un llanto de incomodidad y un llanto de capricho. A los pocos días Bella había sido capaz de diferenciarlos.
También le fascinaban los cambios ocurridos en su esposa. Bella siempre había tenido una forma de mantenerse apartada del mundo, como si fuera más un observador que un participante. Desde el instante mismo en que la vio, había sido un reto para él, pero la cortejó con insistencia hasta que ella no pudo hacer otra cosa que percibirlo como una persona y no como una parte móvil de la escenografía. Podía recordar perfectamente el momento exacto en que había vencido: estaban en una fiesta de despedida de año, y entre todas aquellas risas, tragos y tonterías generalizadas, Bella lo había mirado y le había hecho un guiño, con una expresión de leve asombro cruzándole por el rostro, como si él hubiera adquirido de repente contornos definidos. Así había sido: nada de besos ardientes o de sentidas confesiones en la noche, simplemente una repentina claridad en los ojos de ella en el momento en que, finalmente, lo había visto de verdad. Entonces, Bella sonrió y lo tomó de la mano, y con ese simple contacto quedaron unidos.
Sorprendente.
Sí, también había sido asombroso que él emergiera de sus estudios y su trabajo el tiempo suficiente para prestarle atención en una de las mortalmente aburridas fiestas para el personal que daban con frecuencia los padres de su profesor, pero cuando la vio no pudo ya quitarse de la mente el rostro de la chica. No era bella, quizá ni siquiera bonita. Pero había algo en ella, en los rasgos fuertes y limpios de su cara y en su modo de caminar, un movimiento casi ingrávido, que lo hacía pensar en que quizá los pies de la chica casi no tocaban el suelo, y eso lo había hecho consciente de que ella lo hostigaba como un mosquito insistente.
Conocer cosas de ella lo había fascinado. Le gustaba saber que su color favorito era el verde, que no le gustaba la pizza de pepperoni, que disfrutaba con las películas de acción y, gracias a Dios, que las películas de chicas le hacían bostezar, lo que causaba sorpresa pues era esencialmente femenina. Ella lo explicaba diciendo que ya conocía cosas de mujeres, entonces ¿por qué querría ver más de lo mismo? Básicamente, cosas triviales. El estaba cautivado por su serenidad: si alguna vez había perdido los estribos, él nunca lo había visto. Ella era la persona más equilibrada que había conocido en su vida, y aún después de dos años de matrimonio no podía dar crédito a su suerte.
Bella bostezó y se estiró, el movimiento hizo que el pezón escapara de la boca lánguida del bebé, que gruñó e hizo algunos intentos de succionar, pero enseguida se tranquilizó. Maravillado, Jacob estiró el brazo y con un dedo acarició delicadamente el bulto blando del seno desnudo. Lo admitía: estaba encantado con el nuevo tamaño de sus pechos. Antes del embarazo, la silueta de Bella había sido esbelta, como la de un corredor de fondo. Ahora, era más redonda, menos angulosa, y la moratoria sexual posparto estaba volviendo loco a Jacob. No podía esperar al día siguiente, cuando ella debía asistir a la consulta de Victoria Witherdale, la obstetra—ginecóloga del equipo, para el examen de la sexta semana. En realidad, debido a un par de emergencias que había introducido el caos en la agenda de Victoria, habían pasado ya casi siete semanas y él estaba a punto de aullarle a la luna. Masturbarse le aliviaba la tensión, pero ni de lejos era tan satisfactorio como hacer el amor con su esposa.
Bella abrió los ojos y le sonrió, somnolienta.
—Oye, Will —susurró—, ¿pensando en la noche de mañana?
Él se echó a reír, tanto por el apodo como por la manera en que ella le había leído la mente, aunque eso no era nada difícil. En los últimos dos meses apenas había tenido otra cosa en la cabeza que no fuera el sexo.
—Sólo en eso.
—Quizá el pequeño Will duerma toda la noche.
Acarició con suavidad la cabeza llena de crespos del bebé, que respondió haciendo nuevos movimientos de succión con la boca. A la vez, los dos adultos pronunciaron: «Lo dudo», y Jacob se echó a reír de nuevo. William tenía un apetito voraz: exigía alimento al menos cada dos horas. Bella había estado preocupada porque su leche materna no fuera suficientemente alimenticia, o por no tener la cantidad necesaria, pero William crecía a ojos vista y Victoria decía que no había nada de qué preocuparse, el niño era como un cerdito.
Bella volvió a bostezar y Jacob, preocupado, le tocó la mejilla.
—Que Victoria te dé la alta mañana no quiere decir que tengamos que hacer el amor. Si estás demasiado cansada, podemos esperar.
Victoria se había cerciorado de que él comprendiera cuan agotada podía estar una madre después de un parto, sobre todo si le daba el pecho a la criatura.
Interrumpida a mitad del bostezo, Bella miró a su esposo.
—Pues claro que lo haremos —dijo, con fiereza—. Si crees que voy a esperar un minuto más... William tendrá suerte de que no lo deje con Victoria mientras te persigo por toda la clínica.
—¿Qué, vas a hacer que me desnude amenazándome con un bisturí? —preguntó Jacob con una sonrisa.
—¡Me has dado una idea! —Bella le agarró la mano, se la llevó de nuevo al seno y comenzó a frotar el pezón contra sus dedos—. Ya han pasado más de seis semanas. No tenemos que esperar al permiso oficial de Victoria.
Quería aceptar aquella idea. De hecho, se le había ocurrido varias veces, pero no había querido que Bella pensara que lo único importante para él era el sexo. Se sentía aliviado porque ella hubiera sido la primera en sacar el tema, y la tentación lo devoraba. Miró su reloj de muñeca y la hora lo hizo soltar un gruñido.
—Tengo que estar en la clínica dentro de diez minutos.
La gente estaría ya haciendo cola ante las puertas de la clínica, dispuesta a esperar con paciencia durante horas para ver a un médico. Él era el cirujano del equipo, y tenía una operación programada para dentro de media hora. El tiempo le alcanzaría a duras penas para llegar a la clínica, cambiarse de ropa y lavarse minuciosamente. En el estado en que se encontraba no hubiera necesitado más de diez segundos para llegar al clímax, pero con toda seguridad a Bella le hacía falta más tiempo.
—Entonces, esta noche —dijo Bella, volviéndose de lado y sonriéndole—. Mantendré despierto a William todo lo que pueda, para que duerma bien.
—Un buen plan. —Se levantó y buscó sus llaves—.
¿Qué vas a hacer hoy?
—Nada importante. Iré al mercado por la mañana, antes de que haga mucho calor.
—Compra naranjas.
Últimamente consumía muchas naranjas, como si su cuerpo ansiara la vitamina C. Había pasado largas horas en el quirófano y quizá fuera esa la causa. Se inclinó y dio un beso a Bella, y después acarició con los labios el cuello satinado de William.
—Cuida bien a mamá —le dijo a su hijo dormido, y se apresuró a marcharse.
Bella se quedó en la cama unos minutos más, disfrutando de la paz y la tranquilidad. En ese preciso momento nadie quería nada de ella. Había creído que estaba preparada para cuidar de un bebé, pero por alguna razón no había considerado que la labor sería casi continua. Cuando no había que alimentar o cambiar a William, se afanaba por realizar el resto de las tareas domésticas, y terminaba tan agotada que cada paso era como caminar por el agua. No había dormido bien una sola noche a lo largo de lo que le parecían varios meses. Sí, habían sido varios meses, alrededor de cuatro, ya que el niño, al crecer, llegó a ser lo suficiente grande para presionar su vejiga, y se había visto obligada a orinar prácticamente cada media hora. Su vientre había bajado, lo que según Victoria le permitía respirar con más facilidad, pero por contra orinaba muchísimo. Ser madre era cualquier cosa menos atrayente; era muy gratificante, pero para nada atractivo.
Sabía que estaba radiante mientras examinaba a su hijo que dormía. Era tan guapo, todos lo decían al ver su pelo dorado, sus ojos azules y la dulzura de su boca. Se parecía al bebé de Gerber, aquel niño idealizado de ojos enormes, cuya imagen embellecía millones de artículos para críos. A Bella le enternecía todo en él, desde las uñitas diminutas hasta los hoyuelos que se le formaban a medida que aumentaba de peso. Hubiera podido quedarse sentada todo el día mirándolo... de no ser porque tenía muchísimas otras cosas que hacer.
De inmediato, su mente se puso en movimiento a medida que fue recordando todo lo que debía hacer ese día: lavar, limpiar, cocinar, y cuando tuviera un momento libre para sentarse, adelantar el papeleo de la clínica. Y en algún momento del día necesitaría ocuparse de cosas de mujeres, tales como lavarse el cabello y depilarse las piernas, porque esa noche tendría una cita con su esposo. Nunca se cansaría de ser madre, pero estaba totalmente lista para ser también otra cosa: una mujer sexualmente deseable. Echaba de menos el sexo. Jacob hacía el amor con la misma concentración absoluta que concedía a todo lo que le interesaba, lo que era magnífico cuando una era la que recibía esa concentración. En realidad, era mejor que bueno. Era del todo maravilloso.
Pero primero iría al mercado antes de que el día se volviera muy caluroso.
Sólo le quedaban dos meses más en ese lugar, pensó. Extrañaría México: la gente, el sol, la lentitud del tiempo. El año de atención gratuita que Jacob y sus colegas le habían donado a la clínica estaba a punto de terminar. Después, todo sería retornar a la carrera angustiosa que era practicar la medicina en Estados Unidos. No se trataba de que le disgustara volver a casa con su familia y sus amigos, y con maravillas tales como supermercados con aire acondicionado. Ella quería hacer cosas como sacar a pasear a William al parque, o visitar a su madre durante el día. Había extrañado mucho a su madre durante los largos meses del embarazo, y las esporádicas llamadas telefónicas, así como una rápida visita a casa no habían cubierto sus necesidades.
Había estado a punto de no ir a México con Jacob; descubrió que estaba embarazada justo antes de la fecha en la que debían partir. Pero no había querido pasar tanto tiempo alejada de él, sobre todo cuando llevaba en su vientre a su primer hijo. Tras conocer a Victoria, la obstetra—ginecóloga del equipo, había decidido seguir el plan original. Su madre estaba horrorizada, ¡su nieto nacería en otro país!, pero el embarazo había sido de libro, sin el menor problema médico. William había llegado casi a tiempo, sólo dos días después de la fecha calculada, y desde entonces Bella se había sentido como si viviera dentro de una niebla compuesta a partes iguales de amor y agotamiento.
Esto era algo tan opuesto a como ella había imaginado su vida, que no podía evitar que le resultara divertido. Pertrechada con su título de magisterio, había planeado cambiar el mundo, un individuo cada vez. Iba a ser el tipo de maestra que las personas recordaban cuando llegaban a ser abuelos; el tipo de maestra que lograba cambiar la vida de sus alumnos. Se sentía cómoda en el ambiente académico, hasta con sus facetas de alta política. Había planeado continuar su formación hasta terminar el doctorado y después impartiría clases en la universidad. El matrimonio, sí, después de un tiempo. Quizá cuando tuviera treinta o treinta y cinco años. Hijos, quizás.
En lugar de eso, había conocido a Jacob, un niño prodigio de la medicina. Era hijo de su profesor de historia, y cuando ella se convirtió en la estudiante asistente del profesor, lo supo todo sobre él. El cociente de inteligencia de Jacob estaba muy por encima del nivel normal; había terminado la escuela media a los catorce años, y la primera etapa de la universidad a los diecisiete; pasó como un bólido por la Facultad de Medicina y a los veinticinco años, cuando ella lo conoció, practicaba ya la cirugía. Ella hubiera esperado que fuera un sabelotodo arrogante —con cierta justificación—, o un pedante erudito total.
No era ninguna de las dos cosas. Por el contrario, era un joven apuesto, cuyo rostro con frecuencia mostraba el agotamiento tras largas horas en el quirófano, incrementado por una necesidad insaciable de búsqueda de más conocimiento, que lo mantenía inmerso en libros de medicina hasta muy tarde, cuando debería estar durmiendo. Su sonrisa era suave y sexy, sus ojos azules estaban llenos de buen humor, su cabello rubio era usualmente hirsuto y desordenado. Era alto, lo que a ella le gustaba porque medía apenas un metro sesenta y cinco y le encantaba llevar tacones altos. En realidad, le gustaba todo lo relativo a él y cuando le pidió que salieran juntos, ella no dudó ni por un momento.
De todos modos, en la fiesta de vísperas de Año Nuevo le había sorprendido ver cómo la miraba, con ojos llenos de un deseo potente y oscuro. Al darse cuenta, sintió algo así como un golpe en el estómago, y fue como si Josué hubiera tocado su trompeta y todas las murallas se hubieran venido abajo. Jacob la amaba y ella lo amaba a él. Era tan sencillo como eso.
Se había casado con él a los veintiunos, tan pronto obtuvo el diploma, y ahora, a los veintitrés, era madre. No lamentaba ni un solo minuto de todo aquello. Todavía tenía la idea de dar clases cuando regresaran a Estados Unidos, y todavía tenía planes de proseguir su formación, pero no revocaría ni una sola de las decisiones que la habían conducido hasta el pequeño milagro que era su hijo. Desde el momento en que se había dado cuenta de que estaba embarazada, había sido absorbida por el proceso, tan enamorada del bebé que sentía como si estuviera iluminada por dentro con un brillo poderoso e incandescente. Ese sentimiento era ahora más fuerte aún, hasta el punto de que percibía el lazo que la ataba a William, aunque estuviera durmiendo en la habitación contigua. No importaba cuan agotada estuviera, aquel vínculo le causaba un gran placer.
Se levantó de la cama y colocó con cuidado las almohadas en torno al crío, a pesar de que éste todavía no era capaz de darse la vuelta. El bebé no se movió mientras ella se aseó con rapidez, se pasó el cepillo por el pelo corto y ondulado, y después se puso uno de los anchos vestidos de tirantes que había traído consigo para usarlos específicamente tras el parto. Aún pesaba siete kilos más que antes del embarazo, pero el peso extra no le molestaba... demasiado. Había llegado a gustarle su blandura maternal, y no había dudas de que a Jacob le gustaba que sus pechos se hubieran expandido de una copa B a una D.
Pensó en la noche de ese día y tembló ante la expectativa. La semana anterior, Jacob había llevado a casa una caja de condones de la clínica, y la presencia de aquella caja los había vuelto un poco locos a los dos. Al principio, cuando se hicieron amantes, habían utilizado condones; después, ella comenzó a tomar la píldora, hasta que decidieron tener un bebé. Usar de nuevo los condones la hacía sentirse como si volviera a ser la primera vez, cuando estaban frenéticos por poseerse mutuamente, y todo era nuevo, intenso y daba miedo.
William comenzó a retorcerse, arrugando los labios como si buscara el pecho. Abrió sus ojos azules, sus puñitos comenzaron a agitarse en el aire, y empezó a emitir el gruñido que precedía a su llanto de «estoy mojado, cámbiame». Expulsada de su ensoñación sobre cómo haría el amor con el padre de la criatura, Bella tomó un pañal limpio y se inclinó sobre el bebé, cantándole mientras lo cambiaba. El niño logró enfocar la mirada en el rostro de ella, contemplándola como si no existiera nada más en su universo, con la boca abierta de placer y moviendo brazos y piernas.
—Éste es el bebé de mamá —entonó ella mientras lo levantaba. Tan pronto lo colocó sobre el hueco de su brazo, el niño comenzó a buscar el pecho—. Vamos, haz el cerdito de mamá —le dijo, mientras se sentaba y se desabrochaba la parte delantera del vestido.
Sus pechos respondieron con un cosquilleo, y ella suspiró de placer cuando el bebé atrapó el pezón y comenzó a chupar. Bella se balanceó suavemente, adelante y atrás, jugando con los deditos de sus manos y sus pies mientras le daba el pecho. Sus ojos se cerraron como en un sueño, y comenzó a tararear una canción de cuna, dejándose llevar por el momento. Podía vivir sin los pañales sucios, sin la falta de sueño, pero adoraba esta parte de la maternidad. Cuando lo sostenía así, como lo hacía en ese instante, nada más importaba.
Terminó de darle el pecho y volvió a acostarlo mientras masticaba algo para desayunar. Tras cepillarse los dientes, se puso una mochila de mezclilla azul metiéndosela por la cabeza y colocó al niño dentro. Lo acomodó, con la cabeza descansando en el lugar donde el bebé pudiera escuchar los latidos de su corazón, mientras los ojitos azules comenzaban a cerrarse de sueño. Agarró un sombrero y una cesta, se echó dinero al bolsillo y se encaminó al mercado.
El paseo era de apenas unos setecientos metros. El brillante sol matutino prometía un calor calcinante a medio día, pero por ahora el aire era fresco y seco, y el pequeño mercado al aire libre del poblado estaba lleno de clientes madrugadores. Había naranjas y pimientos de colores brillantes, bananas y sandías, así como atados de cebollas amarillas. Bella lo revisaba todo, parloteando de vez en cuando con algunas de las mujeres del pueblo cuando se detenían a admirar al bebé, tomándose su tiempo para escoger los productos que necesitaba.
William estaba acurrucado, hecho una pelota como todo bebé pequeño, las piernas automáticamente encogidas hasta adoptar la posición fetal. Ella se había puesto el sombrero de manera que protegiera al crío del sol. Una brisa suave y placentera le removía los cortos mechones color café claro y levantaba la pelusa rubia del bebé, que se estiró, con la boquita rosada haciendo movimientos de succión. Bella dejó la cesta en el suelo y le palmeó su pequeña espalda, hasta que volvió a dormirse.
Se detuvo ante un puesto de frutas y comenzó una conversación animada, aunque a retazos, con la anciana sentada tras las filas de naranjas y sandías. Entendía más de lo que hablaba, pero lograba hacerse entender. Utilizó la mano libre para señalar las naranjas que deseaba.
No los vio llegar. De repente, dos hombres la arrinconaron, agrediéndola con el calor y el olor de sus cuerpos. De manera instintiva, ella comenzó a retroceder, sólo para quedar bloqueada por ellos. El de la derecha sacó un cuchillo de la vaina que llevaba a la cintura y agarró los tirantes de la mochila, cortándolos con destreza antes de que Bella pudiera dar apenas un grito de sorpresa. El tiempo pareció moverse a saltos, dejándole imágenes estáticas de los segundos posteriores. La anciana dio un paso atrás, con expresión de alarma. Bella sintió que la mochila donde estaba William comenzaba a caer y presa del pánico intentó agarrar al bebé. El hombre a su izquierda le quitó el crío con una mano y le dio un empujón con la otra.
De algún modo logró conservar el equilibrio, con el terror revolviéndose en su pecho mientras saltaba hacia el hombre, gritando, luchando para arrancarle a su hijo. Sus uñas le arañaron la cara, dejando surcos sangrantes, y el hombre retrocedió ante el ataque.
El bebé, ahora despierto, comenzó a gemir. La multitud se dispersó, alarmada ante aquella violencia.
—¡Socorro! —gritó una y otra vez mientras intentaba agarrar a William.
Pero al parecer, todo el mundo huía de ella y nadie se le acercaba. El hombre intentó empujarla de nuevo apoyando la mano en el rostro de ella. Bella lo mordió, clavando los dientes en la mano y cerrando las mandíbulas hasta percibir sangre en su boca y oír al hombre gritar de dolor. Sus manos, como garras, buscaron los ojos del hombre, y sus uñas se clavaron en una blandura esponjosa. Los gritos del hombre se transformaron en alaridos de dolor y por un momento agarró a William con menos fuerza. Ella estiró las manos desesperadamente para coger al bebé, logró agarrar un bracito que se agitaba, y por un momento angustioso pensó que finalmente lo tenía. Pero entonces percibió al otro que se le aproximaba por detrás, y un dolor punzante, paralizador, le atravesó la espalda.
Su cuerpo sufrió una convulsión y cayó al suelo como una piedra, los dedos arañando indefensos la gravilla. Con el niño bajo el brazo de uno de los asaltantes, igual que un balón de fútbol, los dos individuos echaron a correr. Uno de ellos se cubría la cara con una mano ensangrentada, gritando maldiciones mientras huía. Bella quedó tendida en el fango mientras intentaba luchar contra la agonía que atenazaba su cuerpo, atrapar algo de aire para poder gritar. Sus pulmones bombeaban salvajemente, pero no parecía que estuviera aspirando nada. Intentó levantarse, pero su cuerpo no respondió. Un velo negro comenzó a taparle la visión, y logró gemir entre sollozos, una y otra vez:
—¡Mi niño, mi niño! ¡Que alguien me traiga a mi niño! Nadie lo hizo.
Jacob ya había operado una hernia y se estaba aseando mientras James Witherdale, el anestesista del equipo y marido de Victoria, llevaba a cabo un control final de la presión sanguínea y el pulso del paciente para cerciorarse de que estaba bien antes de pasárselo a Anneli Lanski, la enfermera, para el seguimiento. Tenían allí un buen grupo de trabajo, los iba a extrañar cuando terminara el año y todos volvieran a la práctica cotidiana de la medicina en Estados Unidos. No sentiría nostalgia del estrecho edificio de una sola planta, hecho de bloques de hormigón, con suelo de baldosas rajadas y un equipamiento algo menos que adecuado, pero sin duda echaría de menos al grupo, así como a sus pacientes, y extrañaría México.
Estaba pensando en el siguiente caso, una operación de vesícula biliar, cuando oyó un tumulto en el pasillo, al otro lado de la puerta. Había gritos y maldiciones, sonido de pelea y gemidos penetrantes. Se secó las manos y se dirigió a la puerta en el momento en que Juana Mendoza, otra enfermera, comenzó a llamarlo a gritos.
Empujó la puerta y salió a la carrera. Se detuvo en el pasillo para no tropezar con un montón de gente entre los que estaban Juana, Victoria Witherdale, dos hombres y una mujer, que cargaban con dificultad a otra mujer. El grupo de personas le impedía ver el rostro de la mujer herida, pero Jacob pudo ver que su vestido estaba empapado de sangre, y al momento asumió que se trataba de una emergencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó, mientras apartaba una caja de una patada y echaba mano a una camilla.
—Jacob —la voz de Victoria era tensa y brusca—, es Bella.
Por un instante las palabras carecieron de sentido y se volvió, esperando ver a su esposa detrás de él. Entonces, el significado de lo dicho por Victoria lo golpeó y vio el rostro de la mujer inconsciente, blanco como el papel, y en ese momento todo se puso patas arriba. ¿Bella? No podía ser Bella. Ella estaba en casa con William, sana y salva. Esa mujer, con el aspecto de haberse desangrado, sólo se parecía a su esposa, nada más. No era Bella en realidad.
—¡Jacob! —Esta vez, el tono de Victoria fue más brusco aún—. ¡Vuelve en ti! Ayúdame a colocarla sobre la camilla.
Sólo su entrenamiento le permitió funcionar, dar un paso adelante y levantar a la mujer que se parecía a Bella hasta colocarla sobre la camilla. Su vestido estaba empapado de sangre, al igual que sus brazos y sus
manos, hasta sus piernas, sus pies y sus zapatos estaban ensangrentados. No, solamente uno de los zapatos, una sandalia que se parecía a las que Bella calzaba con frecuencia. Vio la pintura de uñas rosada en los dedos de los pies y la delicada cadena de oro en torno al tobillo derecho, y sintió que todo se le vaciaba por dentro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz ronca y lejana, como si no fuera la suya, mientras su cuerpo entraba en acción y llevaban con celeridad a Bella al quirófano que él acababa de abandonar.
—Una herida de arma blanca en la parte inferior de la espalda — dijo Juana, prestando atención al murmullo de voces en torno a ellos antes de cerrar la puerta y eliminar la mayor parte del ruido—. Dos hombres la atacaron en el mercado. —Respiró entrecortadamente—. Se llevaron a William. Bella luchó con ellos y uno de los hombres la apuñaló.
Avisado por el barullo, James entró corriendo en la habitación.
—¡Dios mío! —balbuceó al ver a Bella, y enseguida calló y comenzó a preparar su equipo.
¡William! El segundo golpe detuvo a Jacob en seco, que se volvió a medias hacia la puerta. ¡Dos hijos de perra le habían robado a su hijo! Se separó un paso de la camilla, en dirección a la puerta, para salir corriendo en busca de su hijo. Después vaciló y volvió a mirar a su mujer.
No habían tenido tiempo de limpiar el quirófano, o de reponer lo necesario en las bandejas. Anneli entró a la carrera y comenzó a echar mano a lo que necesitarían. Juana puso un brazalete para medir la presión sanguínea en el brazo inerte de Bella y comenzó a bombear aire, mientras Victoria cortaba la ropa de la herida con unas tijeras.
—Tipo de sangre, cero positivo —dijo Victoria.
¿Cómo lo sabía? Claro, había anotado el tipo de sangre de Bella antes del parto de William.
—Sesenta, cuarenta —informó Juana.
Moviéndose tan rápido como una centella, buscó una vía en el brazo de Bella y colgó del gancho una bolsa de plasma.
La estaba perdiendo, pensó Jacob. Bella iba a morir delante de sus ojos, a no ser que saliera de su aturdimiento y actuara. Por la posición de la herida, lo más probable era que el cuchillo hubiera afectado el riñón izquierdo, y sólo Dios sabría qué otros daños habrían causado. Se estaba desangrando; le quedaban apenas unos pocos minutos antes de que sus órganos internos comenzaran a fallar...
Rehuyó cualesquiera otros pensamientos de su cabeza y metió las manos en el par de guantes nuevos que Anneli le tendía. No tenía tiempo de lavarse; no tenía tiempo de buscar a William. El tiempo que tenía sólo le permitía pedir el bisturí, que le colocaron enseguida en la palma de la mano, y reunir todo su talento. Rezó, maldijo y luchó contra el tiempo mientras abría el cuerpo de su esposa. Como había sospechado, la hoja del cuchillo había tocado el riñón izquierdo. Tocado no, demonios, había cortado la víscera en dos. No era posible salvar el riñón, y si no lo extraía y sellaba los vasos en un tiempo récord, tampoco podría salvar a Bella.
Era una carrera, salvaje e implacable. Si cometía un error, si vacilaba, si se le caía un instrumento o tenía que buscarlo a tientas, perdería él y perdería Bella. No era la cirugía a la que él estaba acostumbrado: era cirugía de campo de batalla, rápida y brutal, con la vida de ella pendiente de decisiones y actos que ocurrían en décimas de segundo. Mientras le transfundían toda la sangre de que disponían, él luchaba por evitar que la perdiera casi a la misma velocidad que entraba. Segundo a segundo fue cortando la hemorragia, buscando cada vaso seccionado, y poco a poco comenzó a ganar la carrera. No supo cuánto tiempo le tomó, nunca lo preguntó, nunca lo calculó. Cuánto tiempo no tenía importancia. Lo único importante era ganar, porque la alternativa estaba más allá de lo que podía soportar.
Nueva historia :)
espero la disfruten y me acompañen
que opinan? pobre Bella su comienzo es muy triste veremos mas adelante que pasa
besos y abrazos
