Disclaimer: Kimetsu no Yaiba/Demon Slayer; los personajes no me pertenecen, créditos a Gotōge-sensei. Posible y demasiado OoC [Fuera de personaje]. AU [Universo alterno]. Situaciones exageradas. Nada de lo ocurrido aquí tiene que ver con la serie original; todo es creado sin fines de lucro.
Nota de autora: Ando inspirada, no me toquen–
Abecé del KanaGen
B: Beato
—Ella... de verdad viene todos los días.
Un comentario al azar, junto con un tono un tanto incómodo, escapa de su boca casi sin querer. Sin embargo, la serena pero intimidante persona a su lado suelta una afirmación con una voz que, distinta a la suya, suena muy complacida, posiblemente orgullosa.
Genya se pregunta si había estado bien que le hubiera hablado antes de esa chica, y sobre cómo volvía todos los días a hacer siempre lo mismo: sentarse en uno de los asientos más cercanos al estrado, mientras baja la cabeza, junta las manos, y recita en susurros sus oraciones para con la imagen del divino ser en el que todos creen dentro de esas paredes.
Bueno, casi todos. Él realmente no lo hace, porque no podría creer en alguien que nunca ha visto ni con quien se ha comunicado abiertamente. La única razón por la que estaba allí era por el hombre que seguía de pie a su lado, el que lo ayudó en algún momento de una manera tan desinteresada que el precio a devolver el favor bien podría ser únicamente compensado con su vida, y eso seguía siendo poco. El sacerdote de esa iglesia, su maestro, era una persona tan buena que sentía injusto el hecho de que no pudiera ver con sus propios ojos lo que tanta alegría le daría.
—Ya han pasado horas.
La voluntad era algo increíble. No sólo de Genya, quien había dejado a un lado una vida peligrosa para acompañar a un hombre religioso y ciego hasta una vida tranquila y rodeada de santidad. Sino también de las personas que habían alrededor, que compartían la misma extraña devoción, o como lo hacían algunos en verdad. Justo al igual que la niña con flores lilas en el cabello, que siempre aparecía al amanecer y se iba al mediodía.
Genya algunas veces la miraba de lejos por más tiempo del necesario. Ella nunca parecía notarlo, así que estaba bien. Cuando lo hiciera dejaría de verla por completo, ese era el objetivo. Nunca fue bueno evitando su propio temperamento y no podía hacer cosas que no quería hacer. La señorita de vestidos finos y rostro de muñeca era digna de admirar, mas no creía correcto que la pobre, que parecía poder romperse apenas se golpeara con el borde del asiento por culpa de su copioso y peligroso beato indiscreto, fuera tan diligente a algo que seguramente seguía sin funcionarle.
Porque, por supuesto, si es que seguía yendo todos los días a rezarle a una estatua de tres metros, significaba que quería algo. Casi todas las personas que pasaban por las enormes puertas de la entrada tenían una razón similar; todos querían alguna cosa a cambio de recitar cánticos y alabanzas. A veces se preguntaba si su maestro sabía eso y no le indignaba, pero nunca fue capaz de sacarlo a flote. El sacerdote era un hombre honrado y posiblemente la única persona que de verdad hacía todas esas buenas acciones sin querer algo a cambio.
Eso era admirable, lo admitía. Pero tampoco estaba enojado con quienes querían algo más. Él también entraba en esa categoría. Si su familia estaba bien mientras ayudaba al párroco y oraba cosas sin sentido, entonces no había problema con que tuviera que hacerlo. Los intercambios así eran más valiosos que una bolsa de monedas y una vida interrumpida como pago.
—¿Te preocupa?
La pregunta del sacerdote Himejima le toma por sorpresa, y al girar a verlo, los ojos blancos del viejo hombre están puestos hacia el frente, la gran estatua de su dios. Genya tiene curiosidad de saber si acaso alguna vez su superior tuvo vista y por eso parecía mirar todo como si no estuviera ciego.
Pero no iba al caso.
Una de sus manos va hasta detrás de su cabeza, y sus dedos se enredan en su casi largo cabello negro. Hace una expresión indecisa.
—Ella podría tener la edad de mi hermana menor.
—¿Y eso te molesta tanto?
«Mi hermana en su vida ha rezado» suspira por dentro, negando con una sonrisa. «Más bien, parece la misma encarnación del diablo».
Se ríe, nerviosamente.
—No, pero me preocupa un poquito —admite, viendo de reojo a la chica, quien seguía con la cabeza gacha y los labios de flores de cerezo moviéndose, dictando palabras que no puede leer—. ¿No es demasiado pequeña?
—Nadie es demasiado pequeño o demasiado grande cuando se trata de hacer lo correcto —junto con una frase sabia, el sacerdote junta sus manos, haciendo resonar las cuentas de un rosario, indicando un nueva ronda de diligente oración—. Sin embargo, tampoco te descuides. Si es tan joven como has dicho, hay que ser de ayuda. Todos los niños necesitan apoyo.
Genya no había dicho que era joven, sino pequeña.
Como uno de los pequeños ángeles pintados en las paredes, que bien podrían tener milenios y aun así parecerse a bebés. No podía calcular su edad exacta, pero no creía que alguien tan joven tuviera unos ojos tan amargos como ella, quien parecía perder un poquito de su brillo natural con cada día que pasaba.
O es solo que él ya estaba pensándolo demasiado.
—No debería meterme en eso.
Y, sin embargo, días más tarde, no puede evitar inmiscuirse en ello.
—Ella ha dejado de venir.
Himejima suelta otra afirmación seria, mientras termina de encender el incienso en la mesa principal del salón. El aroma inunda todo el lugar en poco tiempo, pero a Genya, que se ha acostumbrado desde poco después de empezar a vivir a su lado, no le molesta. Lo que sí le molesta es el hecho de ver ese lugar, el primer asiento, vacío.
La niña había dejado de asistir por varios días.
—Desde año nuevo que no ha aparecido.
—Fue un año entero, entonces —las palabras de su benefactor toman por sorpresa a Genya—. Ella ha venido aquí por un año entero. Ya habrá pagado una de sus deudas.
—¿Entonces todo se trató de eso? —inquiere para sí mismo, en voz baja, sintiendo algo extraño dentro suyo.
Quizá era decepción. O alivio. O ambos, mezclados. No podía asegurarse, y realmente no quería hacerlo. Igual, no era como si le tuviera que importar tanto. Era una vida ajena, y nunca se había acercado a hablarle (aunque de todas formas no podría, cada vez que intentaba hablar con una chica, bien podría convertirse en una de las estatuas que adornaban el salón), así que no la conocía lo suficiente como para preocuparse por su día a día o sus acciones.
Estaría bien para él olvidarla. Dejar atrás los días donde la veía pasar por las puertas siempre abiertas de la iglesia, hasta ir a tomar asiento en la primera fila, mientras usaba alguna prenda ligera pero recatada, siempre de colores que combinarían con su cabello de nieve y sus ojos de carbón. La había visto sonreír y no cambiar de expresión por horas, lo que varias veces le hizo cuestionarse si no se trataba de una muñeca antes que una persona real. También había escuchado algunas pequeñas partes de sus rezos, pero como eso no le incumbía, prefería olvidarlas de inmediato.
Sólo que había algo que se repetía la mayoría de veces, o al menos, eso creía haber escuchado.
«Poco tiempo».
Y eso, sin embargo, seguía sin incumbirle.
El problema, lastimosamente, era que al final sí lo hacía. Como ella ya no aparecía, y no la veía por la ciudad ni siquiera en los días en los que hacía recados por mañanas enteras hasta el anochecer, se preguntaba constantemente si acaso le había ocurrido algo peligroso. O, por otro lado, si alguna vez siquiera existió. Porque si lo pensaba mejor, solamente él la había visto. La señorita aparecía en la iglesia cuando no había otras personas en la capilla, y desaparecía antes de que alguien la viese estar ahí.
Solamente Genya la había visto bien, y aunque le había hablado a su maestro de ella, el hombre era ciego así que no contaba.
Un escalofrío recorre su espalda, culpa del temor de estar volviéndose loco tan de repente.
—¿Qué te trae tan afligido hoy, hijo?
Otro escalofrío, pero esta vez es culpa de su superior.
Se pregunta, curioso, cómo es que el señor Himejima podía darse cuenta cuando se encontraba mal, si es que era ciego.
«Poder divino o alguna mierda parecida, supongo» se dice a sí mismo, para poder calmarse.
—Sólo estaba pensando mucho. —Se excusa, afianzando el agarre en la jarra de plata donde tiene cargada agua hasta el tope. Era para uno de sus muchos trabajos de ese día: regar los bonsáis que ambos cuidaban. Un gusto agradable luego de llegar a un lugar tan pacífico.
—¿Sobre la niña que dejó de venir?
Genya se detiene antes de derramar una sola gota de agua, y con sorpresa palpable, vuelca su vista del bonito arbolito hasta el sacerdote. Encuentra una sonrisa amable, pero realmente está confundido.
—Cómo... —murmura, frunciendo el ceño. Las cicatrices en su rostro se deforman junto con su expresión. Sin embargo, pronto niega con la cabeza—. Ah, no. Seguro no es eso. Cómo podría–
—Es un tanto triste, pero es la voluntad de los dioses.
Las palabras de Himejima dejan incluso más confundido a Genya, empero, antes de preguntarle por qué estaba diciendo cosas tan extrañas que, en parte, no llega a descifrar del todo, la puerta del estudio donde están ambos es golpeada con suavidad.
El muchacho se pregunta quién será, en especial a esas horas de la mañana. No era de madrugada, pero era temprano. Además, el consultorio o el confesionario no estaban abiertos sino hasta más tarde, y no había muchos trabajadores que se acercaran a molestar al sacerdote tan de la nada. Todos dentro de la iglesia conocían el itinerario.
Entonces significaba que quien estuviera allí no era alguien que perteneciera a ellos.
—Adelante.
La voz de Himejima saca de sus pensamientos a Genya, pero antes de darse tiempo para poder pensar en una manera de escaparse de allí para no ser una molestia, todo su cuerpo se queda rígido apenas ve pasar a la persona desconocida.
Sus dedos se aprietan con fuerza al asa de la jarra, algo de agua se derrama y la plata se dobla entre sus dedos, casi como si fuera papel. Toda su postura se vuelve rígida. Su respiración también se detiene de la nada, obligándolo a cerrar la boca y esconder los colmillos. Su expresión es de horror mezclado con miedo.
Aunque no debería. La imagen de la niña que había aparecido no debía darle tal reacción, ya la había visto antes. Aun así, no puede evitar sentirse extrañamente raro solo por tenerla enfrente y de pie a solo unos metros, en un cuarto considerablemente más reducido que una capilla entera.
Y encima estaba sonriendo. Esta vez no era una sonrisa de muñeca.
—Sacerdote, he sido transferida luego de mi graduación de la abadía de la capital. Mi nombre es Kanata.
Entonces, todo hace clic dentro de la cabeza de Genya.
Himejima solamente sonríe, con cariño. Aunque no pueda ver, puede sentir a su discípulo, sus emociones andar libremente por el aire. Todo en ese niño era tan obvio.
—Bienvenida a la iglesia, Kanata. Desde hoy, vas a trabajar con Genya.
El aludido deja caer la jarra con agua al suelo.
Acaba de recordar por qué no podía acercarse a ella, en primer lugar, y por qué había decidido unirse a una iglesia donde no había casi nadie, mucho menos mujeres.
No sabía cómo actuar frente a una. Mucho menos frente a alguien que se parecía tanto a uno de los ángeles en los murales.
¿fin?
Beato: Que se dedica a hacer obras de caridad y se aleja de los placeres mundanos. Que muestra una religiosidad exagerada.
