Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)


CAPITULO 2

Le faltó tiempo para decidir que debía escapar. Bella sabía que si el capitán Cullen regresaba antes de que ella hubiera huido, sus oportunidades de hacerlo disminuirían enormemente. Trató de pensar la manera de sobornar a Seth y se preguntó si podría conseguirlo con dinero. Pero ¿qué podía usar en vez de ese bien tan escaso para ella? Su vestido beige era lo único que poseía de valor, y reflexionó sobre si sería suficiente para convencer al criado. Entonces pensó en el hombre que había usado su cuerpo y la idea se desvaneció. El sirviente sería demasiado leal a ese sinvergüenza presuntuoso o le tendría demasiado miedo para arriesgar su vida por un soborno. No, aquello no funcionaría. Tenía que pensar en algo mejor.

Le pasaron por la cabeza miles de estratagemas, pero ninguna se concretaba en algo tangible. No podría sobornarle, así que tendría que usar la fuerza. Pero ¿qué podía hacer una simple muchacha para enfrentarse a un hombre que sin duda era mucho más fuerte que ella? Sus músculos poderosos podrían retenerla con facilidad hasta que llegara su capitán.

Empezó a buscar algo que le sirviera para persuadir al hombre de que le entregara las llaves del camarote. Abrió todos los cajones del escritorio, hurgando con desesperación entre los papeles y los libros. Incluso rebuscó en el baúl de Edward. Lo único que encontró fue una bolsa con monedas. Agotada, se sentó en la silla tras el escritorio, y registró con la mirada cada rincón, cada escondrijo de la habitación.

Tiene que haber un arma, decidió mordiéndose los labios contrariada, pues el tiempo no estaba de su parte.

Fijó la vista en la taquilla. Se levantó de la silla de un salto y atravesó la habitación para abrir las puertas. Buscó con desesperación entre la ropa colgada, pero una vez más, no encontró nada. Extrajo el contenido del armario llorando desconsolada, hasta que descubrió en el suelo del diminuto compartimento una caja envuelta en un paño.

Serán sus joyas, pensó irritada mientras las cogía.

Descubrió la caja del envoltorio. No estaba interesada en las joyas, si eso era lo que contenía, pero el recipiente en sí atrajo su atención. Hecho de una piel muy tupida, minuciosamente trabajada, llevaba incrustaciones de oro formando una gran B dominando la parte superior. No se trataba de una caja ni muy profunda ni muy grande, pero estaba segura de que contenía algo de valor. Su curiosidad fue en aumento, y sin contenerse abrió el cierre y levantó la tapa

Bella quedó boquiabierta y agradeció a Dios su suerte. Allí, sobre un lecho de terciopelo rojo, descansaban dos pistolas de diseño francés hermosamente trabajadas. Sabía muy poco de armas de fuego, pero su padre había tenido una como ésas, sólo que no tan exquisita. Las culatas estaban hechas de un suave roble inglés, lubricado, brillante y ribeteadas de cobre. El cañón era de acero azulado. Los gatillos y las láminas de la culata eran de fino cobre y los cerrojos de hierro forjado a mano, bien lubricados para evitar los estragos del paso del tiempo.

Examinó las pistolas sin conseguir averiguar su funcionamiento. Su padre no se lo había enseñado. Sabía que debía tirar hacia atrás el cerrojo para montarla, pero cargarla era para ella un completo misterio. Maldijo su ignorancia en silencio y cerró la tapa, intentando pensar en otra forma de enfrentarse a Seth. Buscó por todas partes. Si encontrara algo para golpearle en la cabeza, pero comprendió que sólo conseguiría aturdirlo. Debía encontrar otra forma de retenerlo o no tendría tiempo de escapar.

Volvió a abrir la caja, sacó una de las pesadas pistolas y la examinó. ¿Se daría cuenta Seth de que no tenía ni idea de cómo usarla? Aun así, podía intentar engañarlo y asustarlo lo suficiente para hacerse con la llave de la puerta.

Reunió el valor necesario y se dirigió al escritorio con una sonrisa en el rostro. Se sentó en la silla, sacó papel y lápiz y empezó a garabatear una nota dirigida al capitán Cullen. Necesitaría dinero, pero no permitiría que la acusaran de vender su cuerpo para conseguirlo. Tomaría una libra de la bolsa del dinero que había encontrado un momento antes y dejaría su vestido beige a cambio. Era un trato más que aceptable.

Dobló la nota y la depositó sobre el vestido. Luego, escondió cuidadosamente una de las pistolas bajo un montón de mapas y papeles.

Cuando Seth volviera con el té, que le había pedido mientras recogía los platos rotos del suelo, podría acceder a ella con facilidad. El criado se había mostrado ansioso por complacerla, a pesar del gran desbarajuste que había provocado en la habitación, y le había anunciado que tardaría unos minutos en traer el té pues debía enviar a un hombre a por él. Aquello había funcionado a la perfección, pues durante su ausencia había podido registrar el camarote. Escondió la caja marcada con el monograma en uno de los cajones del escritorio y puso orden en el camarote para que, al entrar, el sirviente no sospechara que lo había registrado. Después, se sentó y empezó a leer un libro que había encontrado sobre el escritorio. Era lo mínimo que podía hacer por Edward; se lo había prometido. Demostraría al capitán Cullen que no era la clase de persona a la que se podía retener en contra de su voluntad. Se echó a reír al imaginar la ira que recaería sobre Seth, por quien ella no sentía más que odio. Después de todo, era el responsable de que hubiese caído en desgracia. La recompensa parecía más que justa, pensó.

Hamlet no resultó ser demasiado tranquilizador para sus ya crispados nervios.

Inquieta ante el retraso de Seth, apartó el libro y se puso a caminar arriba y abajo por la habitación. Tras unos minutos, se obligó a retomar la lectura hasta que finalmente, Seth hizo girar la llave en la cerradura y llamó a la puerta. Bella dejó caer el libro y se puso de pie muy nerviosa, luego regresó a su asiento y le dijo que pasara. El criado entró con el té y se volvió para cerrar la puerta.

—Le he traído el té, señorita —anunció—. Es bueno y está caliente. —Sonrió y se dirigió hacia ella.

Aquella era su oportunidad. Bella alzó la pistola y la amartilló.

—No se mueva Seth o tendré que dispararle —lo amenazó. Su propia voz le sonó muy extraña.

Seth levantó la vista de la bandeja y se encontró con la imponente arma apuntándole. No creía que una pistola en manos de una mujer fuera algo que tomarse a broma. Eran incapaces de entender el verdadero peligro que entrañaba un arma. Seth palideció.

—Deja las llaves sobre la mesa, por favor Seth, y ve con cuidado —ordenó la joven. Lo observó mientras éste obedecía, apoyando sus temblorosas piernas contra la mesa para no caer—. Ahora, con mucho cuidado, ve hacia el asiento de la ventanilla — añadió sin quitarle los ojos de encima.

Seth cruzó el camarote lentamente. Sabía ser precavido si las circunstancias lo exigían. Cuando llegó frente a la ventanilla, Bella exhaló un largo suspiro.

—Siéntate, por favor —le indicó sintiendo que recobraba un poco la confianza. Se acercó a la mesa, cogió las llaves y, sin quitarle la vista de encima al criado, retrocedió hasta la puerta. Buscó la cerradura sin volverse, introdujo la llave y la giró.

Inmediatamente después, la sensación de estar en prisión desapareció—. Por favor, métete en la taquilla, Seth —ordenó—. Y no intentes nada porque estoy muy nerviosa y la pistola puede dispararse.

Seth desechó la idea de saltar sobre ella. Era verdad, estaba demasiado nerviosa; le costaba mantener la pistola firme y se mordía constantemente los labios. Estaba seguro de que si intentaba detenerla le dispararía. Se preguntó qué sería peor: la ira de su capitán o un disparo de la pistola. Sabía que la furia del hombre podía llegar a límites insospechados si le provocaban. Llevaba con él mucho tiempo. Le tenía mucho cariño y lo admiraba, pero a veces también le temía. Dudó que su capitán fuera a matarlo, y la pistola podía enviarlo fácilmente a la tumba si intentaba arrebatársela a la asustada joven. Finalmente, caminó hacia la taquilla, entró en el reducido espacio y cerró la puerta tras de sí.

Bella había permanecido de pie observándolo, preparada para salir huyendo ante el menor movimiento sospechoso. Una vez encerrado, suspiró aliviada, y se acercó sin hacer ruido a la puerta de la taquilla para asegurarse de que estaba bien cerrada. Ésta no disponía de pestillo en el interior, así que tendría el tiempo suficiente para escapar antes de que Seth pudiera dar la voz de alarma. Fue al escritorio y abrió el cajón donde había encontrado la bolsa con el dinero. Cogió una libra y depositó la pistola descargada sobre la mesa.

No tardó mucho en llegar a la puerta. La abrió sin prisa. No había nadie en la escalera que conducía a la cabina, así que se dirigió hasta la puerta que había al fondo. No había pensado en la manera de salir a cubierta y, al entreabrirla, comprendió que su huida era imposible. Había demasiada gente a bordo y sabía que no pasaría inadvertida. Varios hombres muy bien vestidos iban de un lado para otro, atareados. Bella supuso que eran comerciantes que inspeccionaban la carga.

Cerró la puerta y se apoyó, desesperada, contra la fría pared de madera. ¿Qué pasaría si intentaba abandonar el barco?, se preguntó. Sólo el capitán y un par de hombres sabían que ella estaba a bordo. Aquellos hombres no la conocían. ¿Por qué no ser valiente para variar? Sencillamente sal y mézclate con ellos, se dijo.

Al pensarlo abrigó una nueva esperanza. Abrió la puerta, esta vez sin dudarlo por un instante. Su corazón latía tan fuerte que amenazaba con estallarle en el pecho.

Avanzó entre la multitud con el aire propio de una reina, forzando la sonrisa. Con la cabeza bien erguida, asentía a los hombres que la contemplaban boquiabiertos. Éstos le devolvían la sonrisa y avisaban a los demás para que se volvieran a mirarla. De pronto, el silencio reinó en la cubierta del barco. Todos los hombres la observaban maravillados sin que ninguno hiciera nada por detenerla. Cuando el viento levantó ligeramente sus faldas, todos admiraron sus bonitos tobillos y sus pies delicados y pequeños. Un hombre de mediana edad, alto, de tez morena, cabello blanco y perilla le ofreció la mano. Ella la aceptó con una dulce sonrisa. Al alejarse de él para descender por la pasarela, sintió que la devoraba con la mirada. Antes de llegar al extremo de la rampa, se volvió para dedicarle una última sonrisa. Éste se la devolvió cortésmente con una reverencia, sombrero en pecho.

Bella sabía que estaba coqueteando con él desvergonzadamente, pero la idea de que el capitán Cullen iba a ser informado de su huida con todo detalle, la reconfortaba enormemente. ¡Había sido más lista que él! Al bajar de la rampa, eran muchos los caballeros que la esperaban para asistirla. Pululaban en torno a ella con la intención de tenderle la mano.

Bella eligió al más atractivo, el que llevaba la ropa más cara y, con coquetería, posó su mano sobre la de él y le pidió amablemente que fuera en busca de un carruaje; ante su asombro, el hombre obedeció de inmediato dejándolo todo en el suelo. Al cabo de pocos minutos, regresó ofreciéndose a escoltarla. Bella rechazó el ofrecimiento muy educadamente y, con renuencia, el hombre le tendió la mano para ayudarla a subir al carruaje que la aguardaba. La muchacha le agradeció su amabilidad cortésmente. Él le preguntó dónde vivía, pero ella guardó silencio, ante lo que el hombre exhaló un suspiro, le soltó la mano y cerró la puerta. Una vez, de camino, Bella le sonrió de nuevo, pero al ver que él había interpretado la sonrisa como una invitación para que la acompañara, y ya estaba a punto de echar a correr tras ella, sacudió su cabeza en señal de negativa.

Cuando el carruaje hubo doblado la esquina, Bella se repantigó en el asiento y sonrió. Sintió ganas de echarse a reír, en parte de histeria, pero también de alivio. Se relajó, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta llegar a las cocheras, a las afueras de Londres. Allí se apresuró a reservar un asiento en el coche que la llevaría de vuelta a casa de tía Didyme.

Poco antes había decidido que volvería. No tenía ningún otro lugar al que ir. Tía Didyme y tío Marcus no se enterarían de lo ocurrido con Riley hasta después de mucho tiempo, si es que llegaban a saberlo alguna vez. Después de haber visto la clase de vida que Riley llevaba en Londres, dudaba que alguno de sus amigos supiera de la existencia de una hermana que vivía en una granja pequeña y aburrida. Y mientras el capitán Cullen estuviera atracado en el puerto, ella debía abandonar la ciudad. La granja de su tío era el lugar más seguro. Se quedaría allí hasta que encontrara un puesto de trabajo. Estaba decidida a independizarse de la mujer a cuyo hermano había asesinado. Era muy duro regresar, pero del todo imposible permanecer en Londres.

En el carruaje que la llevaba a la granja, la atormentó el recuerdo de los acontecimientos del día anterior. Intentó, sin éxito, apartar los pensamientos que la acosaban cruelmente. Trató de convencerse de que nada de lo que había sucedido era culpa suya, pero no consiguió calmar el dolor que la embargaba por todo lo acontecido. Ya no era la misma persona. Ya no era la niña inocente que se había ido a Londres soñando con todas las cosas maravillosas que allí le esperaban. Ahora era toda una mujer, experta en las caricias de un hombre.

Se prometió con gran determinación que aquello no la iba a cambiar. El matrimonio sólo le traería desgracias. Pero si iba a ser una solterona, por lo menos sería una independiente. Encontraría trabajo en algún lugar.

Ahora el problema consistía en lo que les iba a contar a los tíos. Necesitaba una razón para regresar. No podía volver y decirles que les echaba de menos cuando nunca se había llevado bien con ellos. Eso haría que su tía sospechara. No, tenía que pensar en algo que fuera creíble.

Cuando el carruaje llegó al cruce del pueblo que había cerca de la granja de su tío, se detuvo el tiempo justo para dejar que Bella descendiera. Ésta bajó sin mirar atrás y sin recordar a ninguno de sus acompañantes.

Tomó el camino del este, a la salida del pueblo. El sol proyectaba sombras enormes delante de ella. Conforme se acercaba a la pequeña granja fue aminorando la marcha de forma inconsciente. Cuando finalmente llegó, el cielo estaba oscuro como boca de lobo y hacía rato que la hora de la cena había pasado. Se acercó a la puerta despacio y la golpeó ligeramente.

—Tío Marcus, soy Bella. ¿Puedo entrar?

Oyó una riña dentro de la casa y la puerta se abrió bruscamente. Habría deseado encontrarse primero con tío Marcus, pero no fue así. Su tía, de pie en el umbral de la puerta, la contempló sorprendida.

—¿Qué haces tú aquí? —inquirió, perpleja. Era el momento de contar otra mentira.

Desde el día anterior no había parado de mentir, y eso la agobiaba enormemente.

—Al llegar a Londres su hermano se dio cuenta de que tenía que partir hacia Liverpool para examinar unas sedas que deseaba comprar —explicó la muchacha—. Creyó que no era apropiado que me quedara en la ciudad sin acompañante. —Casi se atragantó con las palabras. La mentira le había resultado muy amarga.

—Bueno, debes de estar un poco decepcionada —tía Didyme rió con desdén—.

Creías que una vez en Londres te comerías el mundo ¿eh? Te lo mereces por arrogante pordiosera. Siempre creyéndote una reina; con esos aires que llevabas al marcharte casi me lo creo. Asumo que volverás a hacerte cargo de tus faenas en la casa.

—Si usted me lo permite, tía —respondió Bella dócilmente, sabiendo que ahora su vida con aquella mujer sería todavía más difícil. Sin embargo, cualquier cosa sería mejor que lo que el capitán Cullen tenía pensado para ella.

—Me parece muy bien, jovenzuela, y vas a estar agradecida de haber regresado a casa, sí señor —le espetó tía Didyme con una mueca de desprecio, queriendo significar justamente lo contrario.

Bella lo entendió perfectamente, pero no contestó. Aceptaría sin rechistar la forma en que la mujer decidiera tratarla. Probablemente se lo merecía por haber sido tan vanidosa y haber creído que había nacido para vivir cómodamente en Londres. Lo único que podía hacer era comportarse con humildad y enmendarse.

—Anda, ve a la cama —ordenó tía Didyme—. Quiero que estés despierta y trabajando al amanecer. Tu tío ya está acostado.

Bella no se atrevió a mencionar que tenía hambre a pesar de saber que su tía había oído los ruidos que hacía su estómago. La mujer no hizo referencia alguna y Bella supo que no la haría. Había comido muy poco aquel día con el capitán Cullen sentado frente a ella. Se le hacía la boca agua al pensar en lo que habría disfrutado si el loco desalmado no hubiera estado allí.

Sin mediar palabra, se dirigió a su rincón detrás de la cortina y se desvistió. La manta seguía siendo áspera y probablemente igual de ineficaz para resguardarla del frío. Tenía que encontrar un trabajo. Ello significaba que debía ir al pueblo y buscar en el tablón de anuncios, pues normalmente había demandas para chicas jóvenes que quisieran trabajar como doncellas, profesoras o en puestos similares. Estaba segura de que no sería muy difícil encontrar algo para ella.

A pesar del hambre que le corroía el estómago, cayó profundamente dormida. La mañana llegó y con ella los insultos severos y crueles de su tía, que apartó bruscamente la cortina y lanzó el vestido harapiento sobre su rostro adormilado. Se aproximó y la sacudió despiadadamente.

—Levanta, holgazana. Tendrías que estar haciendo lo que no has hecho durante los dos días que has estado fuera. Levántate ahora mismo —ordenó resoplando.

Bella despertó sobresaltada y se sentó en su camastro, parpadeando, intentando desperezarse. Aquella mañana su tía se parecía más que nunca a una bruja, y eso la alarmó. Saltó de la cama rápidamente, con el cuerpo tembloroso, y se puso el viejo vestido, ante la mirada atenta de su tía.

Sólo tuvo tiempo de coger un pedazo de pan duro antes de que tía Didyme la enviara a buscar leña. Al salir de la casa, se encontró a tío Marcus absorto en sus pensamientos, sin mostrar especial interés en entablar una conversación con ella. Estaba cortando la leña y, al verla, desvió la mirada.

No se podía negar que estaba haciendo un verdadero esfuerzo para dar a entender que no le importaba su presencia, y eso a Bella le dolía profundamente. De pronto, un escalofrío recorrió su cuerpo y, muy intranquila, se preguntó si sospecharía algo. Pero

¿cómo podría hacerlo?

Desde el día en que la joven se había convertido en una mujer, había algo que preocupaba a tío Marcus. Aunque nunca le dirigía la palabra, la observaba con detenimiento, como si intentara leerle el pensamiento. Ella, incómoda ante tales miradas, trataba de eludirlo. No conseguía imaginar qué era lo que le preocupaba, y tampoco se atrevía a preguntárselo.

A la hora de acostarse, cayó exhausta en su camastro. Sin embargo, su mente no estaba inactiva. Podía ver el cuerpo postrado de Willliam Biers como si todavía se encontrara en la habitación, junto a él. Pero esa visión se desvaneció rápidamente al aparecer la del rostro del capitán Cullen surgiendo de la oscuridad. Vio su sonrisa burlona, sus manos fuertes y morenas extendiéndose hacia ella. Una vez más, oyó sus carcajadas y, con un llanto ahogado, enterró su rostro en la almohada para sofocar los sollozos que estremecían su cuerpo, recordando demasiado bien el tacto de esas manos.

Al amanecer Bella ya estaba despierta y trabajando antes de que su tía se hubiera levantado. Tras pasar la noche en vela, la joven había jurado que trabajaría arduamente hasta que ningún pensamiento o recuerdo la atormentara. Encontraría el placer de dormir a través del cansancio extremo.

Cuando tía Didyme salió de la otra habitación abrochándose el vestido de campesina sobre el amplio busto, Bella ya estaba arrodillada, limpiando las cenizas de la chimenea. La mujer se acercó a los fogones, cogió una torta de harina de avena y miró a su sobrina con ceño.

—Te veo un poco pálida esta mañana, jovencita —observó con desprecio—.

¿Acaso no te alegra estar aquí?

Bella vertió el resto de las cenizas en un cubo de madera y se incorporó, apartándose un mechón de cabello del rostro. Sus mejillas estaban manchadas de hollín y el enorme vestido mostraba sus hombros delgados y gran parte de sus redondos senos. Se limpió las manos en la falda, manchándola de tizne.

—Me hace muy feliz estar aquí —murmuró, apartando la mirada de su tía.

Tía Didyme se acercó a ella y le dio una bofetada, magullando la tierna carne de su sobrina con sus manos gruesas.

—Tus ojos están hinchados —apuntó—. Creí haberte oído llorar en tu camastro ayer por la noche y ya veo que estaba en lo cierto. Me imagino que te apena no estar en Londres.

—No —susurró Bella—. Estoy contenta.

—¡Mientes! —exclamó Didyme—. ¡Odias estar aquí! ¡Lo que tú quieres es vivir en Londres a lo grande, porque crees que es lo que te mereces!

Bella sacudió la cabeza. No quería volver. Todavía no. De ninguna manera. No mientras el capitán Cullen estuviera allí, buscándola por toda la ciudad. Él permanecería allí todavía tres o cuatro meses, vendiendo su cargamento y comprando. No podía regresar.

Tía Didyme le dio un brutal pellizco en el brazo.

—¡No me mientas, niña! —gritó.

—Por favor —suplicó Bella.

—Deja a la niña en paz, Didyme —intervino tío Marcus, de pie junto a las cortinas que separaban su dormitorio. Tía Didyme se volvió hacia él con un gruñido.

—Mira quién está dando órdenes esta mañana tan temprano. ¡No eres mejor que ella, siempre pensando en lo que no tienes, siempre deseando lo que has perdido!

—Por favor, Didyme, no empieces otra vez. —suspiró él cansado, sacudiendo la cabeza con desesperación.

—¿Otra vez no, dices? —inquirió con sarcasmo—. Te pasas el día pensando en esa mujer. ¡La única razón por la que te casaste conmigo es porque no pudiste hacerlo con ella! Amaba a otro.

El hombre se turbó ante la crueldad de las palabras de Didyme y se alejó con los hombros todavía más hundidos.

Tía Didyme giró sobre sus talones y, dirigiéndose hacia Bella, le dio un fuerte empujón.

—¡Sigue trabajando y deja ya de marear la perdiz! —exclamó.

Con una rápida mirada de compasión hacia tío Marcus, Bella levantó el cubo del suelo y se apresuró hacia la puerta. No soportaba ver a su tío con los hombros caídos.

Transcurrió una semana, luego dos, ésta última más lenta que la anterior. No importaba lo duro que trabajara, no conseguía apartar de su mente los recuerdos desagradables. La acosaban día y noche. Muchas veces se levantaba en medio de la oscuridad, con la frente empapada por un sudor frío, habiendo soñado que el capitán Cullen estaba con ella, aprisionándola en un abrazo apasionado. En otros sueños, éste parecía el mismísimo diablo, riéndose a carcajadas de su cuerpo aterrorizado.

Bella se despertaba con las manos en los oídos. Los sueños sobre Riley Biers eran igualmente horribles. Siempre aparecía ella, de pie junto a él, con el cuchillo en la mano y sangre en sus dedos.

Transcurrieron otras dos semanas sin que Bella lograse descansar, lo cual empezaba a afectarla. Su apetito era muy cambiante. Tan pronto estaba desganada como tenía náuseas o unas ganas insaciables de comer. Sufría de somnolencia, un pecado imperdonable según su tía, que le pegaba continuamente a causa de ello. Cometía muchas torpezas: se le caían los platos al suelo o se quemaba los dedos con los cazos ardiendo. Aquello era suficiente para hacer que una persona se volviera loca. Y conseguía poner frenética a su tía, especialmente después de haber roto uno de sus cuencos preferidos.

—Pero ¿qué le estás haciendo a mi casa, pequeña perra viciosa, rompiendo todo lo que se te pone al alcance? —chilló, cruzándole la cara de una bofetada.

Bella cayó de rodillas al suelo, temblando violentamente, con la cara ardiendo a causa del golpe, y empezó a recoger los pedazos del plato.

—Lo siento, tía Didyme —se disculpó con voz ronca y lágrimas en los ojos—. No sé lo que me está pasando. No consigo hacer nada bien.

—Como si alguna vez lo hubieras hecho —le espetó la mujer en tono despectivo.

—Venderé mi vestido rosa y te compraré otro cuenco —prometió Bella.

—¿Y qué venderás para pagarme el resto de las cosas que has roto? —inquirió Didyme con sarcasmo, sabiendo muy bien que el vestido valía mucho más que todos los objetos rotos juntos.

—No tengo nada más —susurró la joven, poniéndose de pie—. Sólo mi camisola.

—Eso no vale ni un penique, y no permitiré que vayas enseñando las tetas por ahí.

Al oír eso, la joven se ruborizó y se ajustó el cuello del voluminoso vestido por enésima vez aquel día. Cada vez que se agachaba, el enorme escote revelaba gran parte de su anatomía. Si no fuera por la cuerda que llevaba atada a la cintura, lo enseñaría absolutamente todo, ya que no tenía nada que ponerse debajo. Debía quedarse con la camisola para cuando fuera al pueblo.

Transcurrió casi un mes hasta que le permitieron ir a la pequeña aldea con su tío. Había estado esperando ansiosamente durante semanas el momento en que su tía le permitiera hacerlo, y, ahora que el momento había llegado, recelaba de su tío. Seguía mirándola de forma extraña y a ella le ponía nerviosa sobremanera. Temía que, una vez lejos de tía Didyme, se sintiera tentado de hacer averiguaciones acerca de Riley Biers. Se preguntaba si valía la pena ir al pueblo y que se enterara de que el hombre había muerto.

Aunque se había tratado de un accidente, ella había sido la culpable. Pero tenía que ir. Era la única forma de leer el tablón de anuncios que había en la plaza del pueblo.

Cuanto antes encontrara trabajo, mejor. Además, su tía estaba esperando un bonito regalo a cambio del vestido.

Casitas blancas con techados de paja se alzaban agradablemente alrededor del estanque del pueblo, y una posada próxima al cruce invitaba a los extranjeros a detenerse y disfrutar de la apacible serenidad del lugar. Las flores tardías del verano adornaban las jardineras y las eras. Entre las casas se elevaban setos bien cortados a modo de cercas. Era mucho más hermoso vivir aquí que en Londres, tan sucio y lleno de mendigos y gente malvada.

Al llegar al pueblo, Bella y su tío se dirigieron de inmediato al campo comunal, una parcela rodeada por una cadena, en cuyo centro se encontraba el tablón de anuncios. Tío Marcus tenía el hábito de ir primero allí.

Era su único contacto con el mundo más allá de los límites del pueblo y de la granja. Bella escudriñó las notas con discreción. Se necesitaba una fregona, leyó, pero se estremeció sólo de pensarlo. Alguien solicitaba una institutriz. Bella sintió que el corazón le latía salvajemente. Pero siguió leyendo la nota. Debía tratarse de una señora de no menos de cuarenta años. Sus ojos repasaron rápidamente todas las notas, rezando con desesperación que se hubiera dejado una que se ajustara a su perfil. Quería trabajar como sirvienta, pero si había algo mejor, lo aceptaría con gusto. No lo había.

Sus esperanzas se desvanecieron. Cuando su tío se volvió para marcharse, ella le siguió con lágrimas en los ojos.

La condujo a una tienda para que comprara el recambio del cuenco roto de tía Didyme. Lo hizo muy abatida, casi sin ánimos. Cuando su tío había detenido el pequeño carro en un alto cerca de la plaza, Bella se había sentido eufórica, pues éste no le había preguntado nada. Ahora, a pesar de seguir agradecida por su silencio, deseaba apartarse a un lugar donde pudiera llorar a solas. Se reprendió a sí misma por ser tan impaciente. Era probable que más adelante hubiera una buena oferta. Pero su tía raras veces le permitía desplazarse al pueblo con tío Marcus, de modo que pasarían siglos hasta que pudiera volver, y durante todo ese tiempo tendría que quedarse con ella.

El señor Peeves, el tendero, cogió el cuenco que Bella le había dado.

—¿Desea algo más, señorita? ¿Un nuevo vestido tal vez? —inquirió el hombre.

Bella se sonrojó. No era la primera vez que el hombre mencionaba lo del vestido nuevo. Sabía que todo el mundo la miraba con pena y que las jóvenes se burlaban de las ropas que llevaba. Pero era demasiado orgullosa para mostrarse avergonzada. Mientras le quedara vida en el cuerpo, seguiría manteniendo la cabeza bien alta y fingiría que no le importaba.

—No —respondió—. Únicamente el cuenco.

—Es un bonito cuenco, bien vale su dinero. Serán seis chelines, señorita Bella — comentó el tendero.

La joven sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo y lo desató. Contó el dinero cuidadosamente y se lo entregó. Todavía le quedaban siete chelines, aunque sabía que irían a parar a manos de su tía. Los ojos de la joven se desviaron a unas cintas de vivos colores que yacían en una mesa próxima a ella y las miró con nostalgia.

—La azul luciría bien en su cabello, señorita Bella —sugirió el señor Peeves, mirándola intensamente. Cogió la cinta y se la dio—. Pruébesela.

Mirando a su tío con incertidumbre, Bella dejó que el tendero la depositara en su mano. Se volvió lentamente hacia el espejo, el único que había en el pueblo, y alzó la vista. Era la primera vez que se contemplaba en un espejo con aquel vestido. Llevaba el cabello pulcramente trenzado sobre sus orejas, e iba bien aseada y con la ropa limpia, pero no importaba. El vestido de su tía le quedaba peor que un saco, le hacía parecer todavía más delgada de lo que ya era.

No era de extrañar que la gente la mirara y se burlara de ella, pensó cansada.

La puerta de la tienda se abrió y Bella dejó de mirarse en el espejo. Era Henry Whitesmith, un joven alto y delgado, de veintiún años, que llevaba mucho tiempo enamorado de la sobrina de Marcus Swan. Aunque Bella nunca le había animado a cortejarla, él siempre estaba cerca cuando la joven iba al pueblo. La contemplaba con adoración y le estrechaba la mano siempre que le era posible. A ella le gustaba, pero de forma fraternal. Se acercó inmediatamente a ella y le sonrió.

—Vi el carro de tu tío fuera —comentó el joven—. Tenía la esperanza de que hubiera venido con él.

—Me alegra volverle a ver, Henry —dijo ella con una sonrisa. El joven se ruborizó, encantado.

—¿Dónde ha estado? La he echado de menos. Bella se encogió de hombros, apartando la mirada.

—En ninguna parte, Henry. He estado en casa con tía Didyme —repuso.

No quería hablar de su viaje a Londres. Sintió la mirada de su tío sobre ella, pero no le importó.

La puerta volvió a abrirse. Bella notó la presencia de la persona que acababa de entrar antes de verla. La recién llegada se dirigió a Henry, pero antes de estar junto a él, se detuvo bruscamente al advertir la presencia de la joven. Su expresión cambió repentinamente. La fulminó con la mirada y Bella sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

No era la primera vez que Sara miraba a Bella celosa de las atenciones que Henry le dedicaba. Sara estaba dispuesta a hacer lo que fuese con tal de que Henry se arrodillara a sus pies y la pidiera en matrimonio. Sus familias ya habían discutido sobre la dote que ella aportaría cuando se casaran, pero él se oponía obstinadamente a casarse. Sara sabía que el motivo era Bella. Sabía perfectamente que por mucho que se burlara con las otras chicas del pueblo de las ropas extrañas que llevaba Bella, él la prefería a ella. Incluso su propio padre había comentado a menudo la belleza extraordinaria que poseía la joven Swan. Todos los hombres, jóvenes y mayores, estaban encandilados por la chica irlandesa.

Henry arrugó la frente al ver a Sara y se volvió hacia Bella.

—Tengo que hablar con usted —susurró en tono perentorio cogiéndola del brazo—.

¿Puede encontrarse conmigo más tarde junto al estanque?

—No lo sé, Henry —contestó Bella dulcemente—. Debo quedarme con mi tío. A mi tía Didyme no le gusta que ande sola por ahí.

—Y si él la vigila ¿podría entonces hablar conmigo? —preguntó él esperanzado. Bella frunció el ceño, confusa.

—Supongo que sí, pero no por mucho tiempo —repuso.

—Pídale que la lleve al estanque antes de que se vayan —pidió él apresuradamente—. La estaré esperando.

Se marchó sin decir nada más. Al salir de la tienda rozó a Sara, que no tardó mucho en ir tras él.

Al cabo de un rato, tío Marcus detuvo el carro cerca del estanque y Bella se apeó.

Se dirigió hacia Henry, que estaba de pie al lado de un árbol. El joven se quedó sin habla durante unos segundos. La contempló ensimismado y observó con ternura cada detalle de sus rasgos pequeños y perfectos. Cuando finalmente lo hizo, su voz era temblorosa e indecisa, llena de emoción.

—Bella —musitó con voz ahogada—, ¿cree que su tía me rechazaría? Quiero decir, ¿cree que no me consideraría lo suficientemente bueno para cortejarla?

Bella lo miró sorprendida.

—Pero, Henry, no tengo dote —respondió.

—Ah! Bella, eso no me preocupa en absoluto. La quiero a usted, no a lo que pueda aportar al matrimonio.

No podía creerlo. Allí, delante de ella, estaba el pretendiente que jamás pensó que tendría por no poseer una dote. Pero llegaba demasiado tarde. Ya no era una mujer virgen. Ya nunca podría casarse con ningún hombre, mancillada como estaba.

—Henry, sabe tan bien como yo que su familia nunca le permitiría casarse conmigo sin dote —dijo.

—No me casaré si no es con usted, Bella, y mi familia desea que tenga hijos. Y vendrían muy pronto.

Bella bajó la mirada.

—Henry, no puedo casarme con usted. El joven frunció el ceño.

—¿Por qué, Bella? ¿Tiene miedo de acostarse con un hombre? Si se trata de eso, estése tranquila. No la tocaría hasta que estuviera preparada.

Bella sonrió con tristeza. Le ofrecían paciencia y amor, y no estaba en condiciones de aceptarlos. Qué diferencia tan grande había entre aquel hombre y el capitán Cullen. No podía imaginarse al capitán del Fleetwood siendo tan paciente con una mujer. Era una verdadera lástima que no pudiera casarse con Henry y llevar una vida tranquila en el pueblo. Criar a sus hijos a los que, estaba segura, ambos amarían.

Pero era inútil pensarlo, porque ya no podía ser.

—Henry —añadió dulcemente y en voz baja—, haría bien en hacer caso a Sara.

Ella lo ama y sería una buena esposa.

—Sara no sabe a quién ama —contestó Henry bruscamente—. Siempre anda detrás de alguien, y ahora me ha tocado a mí.

—Henry, eso no es así —le reprendió Bella suavemente—. Sólo tiene ojos para usted. Desea casarse con usted.

Henry no la escuchaba.

—Pero yo deseo una esposa como usted, Bella, no una mujer ingenua y simple como Sara.

—No debería decir cosas que no son ciertas, Henry —replicó de la misma forma suave y reprobatoria—. Sara sería una esposa mucho mejor que yo.

—¡Por favor, deje ya de hablar de ella! —exclamó Henry. Su rostro mostraba una expresión de abatimiento no muy distinta de la que había mostrado Sara unos minutos antes—. Sólo quiero mirarla a usted y pensar en usted. Por favor, Bella, debo conseguir que su tío me dé permiso para cortejarla. No puedo esperar más a que sea mi mujer.

Ahí estaba. Una petición de mano. Seguramente su tía se mostraría sorprendida.

Pero era demasiado tarde. Ahora debía convencer a este joven de que no podía desposarse con él. Pero no la escucharía. ¿Qué se suponía que debía hacer, contarle la verdad? Si lo hacía, él la repudiaría, y ella se sentiría humillada.

—Henry, no voy a preguntarle a mi tía si estaría dispuesta a permitírselo —explicó la joven—. No puedo casarme con usted. No sería justo. Yo nunca sería feliz aquí. ¿No lo ve, Henry? Crecí de una manera muy diferente de esto. Estoy acostumbrada a que me

lo hagan todo y a vestirme con los trajes más elegantes. No puedo ser feliz siendo la mujer de un simple zapatero.

La expresión de Henry hizo que a Bella se le encogiera el corazón. Pero sabía que era mucho mejor de esa manera. Pronto aceptaría la derrota y se daría cuenta de que tenía toda una vida por delante sin ella. Lo observó con dolor mientras él se alejaba con paso vacilante, los ojos anegados en lágrimas.

—¡Oh. Dios mío! —gritó—. La amé desde el primer momento en que la vi. No he pensado en nadie más durante estos dos últimos años. Y ahora me dice que no soy lo suficientemente bueno para usted. ¡Es usted una mujer perversa, Bella Swan!

¡Que Dios se apiade de su alma!

Bella extendió su mano hacia él en actitud suplicante, pero Henry ya se había marchado. Caminaba tropezando, cayéndose y volviendo a incorporarse. Las lágrimas acudieron a los ojos de Bella y comenzaron a rodar por sus mejillas mientras veía a Henry alejarse.

Soy cruel, pensó. Lo he herido profundamente y ahora me desprecia.

Se volvió y caminó lentamente hacia el carro. Su tío estaba observándola. Siempre la observaba ahora. ¿Iba a dejar de hacerlo alguna vez?

—¿Qué le ocurre al joven Henry? —preguntó al bajar para ayudarla a subir.

—Me ha pedido permiso para cortejarme —murmuró, acomodándose junto a él en el estrecho asiento. No deseaba discutir ese asunto. Sentía un nudo en el estómago y empezaba a sentirse indispuesta.

—¿Y le has dicho que no? —insistió Marcus. Bella asintió lentamente. Si hacía un movimiento brusco, vomitaría. Se estremeció y guardó silencio. Gracias a Dios, tío Marcus permaneció abstraído en sus pensamientos, escrutando el horizonte por encima del viejo caballo que tiraba del carro.

El primero de octubre pasó y el tiempo se hizo más frío. Las hojas caían, amontonándose sobre la hierba, todavía verde. Se podía ver corretear a las ardillas sobre las ramas de los árboles, buscando comida que almacenar para el invierno. Pronto llegaría la hora de la matanza y a Bella se le revolvía el cuerpo sólo de pensarlo. No necesitaba más motivos para encontrarse mal. Cada mañana, se arrastraba del camastro, enferma y decaída, y se preguntaba si algún día se encontraría bien. Con las nuevas tareas que su tía le había encomendado, le era muy difícil disimular su estado de salud. Se había jurado que la señora jamás la vería indispuesta, pero el juramento estaba siendo muy difícil de cumplir. A veces se sentía tan débil que esperaba perder el conocimiento en cualquier momento. Había creído que los recuerdos que la atormentaban acabarían por dejarla en paz. Pero seguían allí, igual que su dolor de estómago y sus nervios crispados.

—Deja ya de holgazanear y termina de lavar esos platos, jovenzuela —ordenó tía Didyme.

Bella trató de sacudirse el aturdimiento de encima y se apresuró a limpiar otro cuenco de madera. Dentro de poco, podría relajarse con un baño caliente y calmar su cuerpo dolorido. Estaba cansada y aburrida, y le dolía mucho la espalda. Había hecho la colada al amanecer y ya no tenía fuerzas para nada. Casi se había desmayado al cargar un haz de leña.

Guardó los platos y sacó a rastras el barreño para bañarse. Tía Didyme, sin dejar de observarla, cogió otro trozo de tarta y se lo zampó de un bocado. Bella se estremeció, preguntándose cómo era capaz de comer tanto. Parecía su pasatiempo favorito.

Deseó que su tía se fuera a dormir como había hecho tío Marcus. Prefería bañarse tranquila. Pero su tía no se iba a mover, así que decidió llenar el barreño y probar el

agua. Estaba agradablemente caliente. Se desabrochó el vestido y dejó que se deslizara hasta el suelo.

Permaneció frente a la chimenea completamente desnuda. Las llamas hacían resplandecer la suave piel de la joven y su resplandor perfilaba su cuerpo delgado. Sus senos habían aumentado considerablemente de tamaño y estaban muy tersos, y su abdomen parecía ligeramente abultado.

De pronto, Tía Didyme se atragantó con el trozo de tarta. Se puso de pie de un salto y con un grito. Su sobrina, asustada, se volvió inmediatamente. Los ojos de la mujer estaban abiertos de par en par. Observaban a la joven, horrorizada.

Su rostro, que minutos antes había sido de un color rojo intenso, ahora era gris.

Atravesó la habitación corriendo en dirección a Bella, que retrocedió pensando que la mujer se había vuelto loca, y la agarró brutalmente de los brazos.

—¿De quién te has quedado preñada, jovenzuela? ¿Con que chacal has estado? — chilló.

Bella quedó petrificada al pensar en lo que su tía acababa de soltar. Sus ojos estaban muy abiertos y su rostro completamente blanco. En su inocencia, no había pensado en ello. No había meditado en las consecuencias de haber estado con el capitán Cullen. Había creído que el origen de sus males residía en la preocupación por todo lo acontecido. Pero ahora pensaba de otro modo. Iba a tener un bebé, un hijo de aquel sinvergüenza. ¡Ese desvergonzado! ¡Loco! ¡Lunático! ¡Oh, Dios!, pensó. ¿Por qué? ¿Por qué?

Lívida por la rabia, tía Didyme la cogió por los cabellos y comenzó a sacudirle la cabeza amenazándola con arrancársela.

—¿Quién ha sido? ¿Quién es el maldito sapo? —la interrogó gritando, apretándole los brazos hasta que el dolor le obligó a protestar—. ¡Dímelo o te juro que te lo sacaré!

A Bella le era imposible pensar. Se había quedado sorda, como inconsciente por el impacto.

—Por favor, por favor, déjeme en paz —imploró, confusa.

De repente, a tía Didyme se le iluminó el rostro, y empujó a Bella hasta una silla que estaba próxima.

—Henry; ha sido él, ¿no? Tu tío me contó que había sido muy cariñoso contigo y ahora sé por qué. Él es el padre de la criatura. Si cree que va a arruinar mi buen nombre en el pueblo y quedarse tan ancho, está muy equivocado. Te dije que si algún día pecabas, pagarías por ello, y ahora te vas a casar con Henry. ¡Ese inútil obsceno!

¡Pagará por ello, lo hará!

Lentamente el sentido común empezó a vencer a la confusión. Bella entendió lo que su tía estaba diciendo, lo que había dicho de Henry. Temblando, hizo un esfuerzo sobrehumano por recobrar la consciencia. No dejaría que culparan a Henry. No podía herirle de esa manera y dejar que la despreciara todavía más. Recogió el vestido del suelo y se tapó el cuerpo.

—No ha sido Henry —repuso suavemente. Su tía se volvió.

—¿Eh? ¿Qué has dicho, niña? —inquirió.

Bella se sentó inmóvil, mirando fijamente el fuego.

—No ha sido Henry —repitió.

—¿Y quién ha sido si no ese zapatero?

—Fue un capitán que venía de las colonias —explicó Bella. Suspiró con apatía, apoyando su mejilla contra el respaldo alto y tosco de la silla. Las llamas de la chimenea iluminaban su rostro—. Sus hombres me encontraron y me llevaron hasta él. Él me forzó. Te lo juro por Dios.

¿Qué importaba ya que aquel hombre la había violado? Todo el mundo sabría en pocos meses que estaba embarazada, a no ser que su tía decidiera mantenerla en la casa y no dejarla ir al pueblo. Pero incluso en ese caso ¿cómo explicarían la presencia del bebé una vez que hubiera nacido?

Su tía frunció el entrecejo, azorada.

—¿Qué es lo que estás diciendo? —inquirió—¿Que te encontraron cuándo?

¿Dónde fue eso?

Bella no podía decirle a su tía lo de la muerte de Riley.

—Me perdí al separarme por accidente de su hermano. Dos marineros yanquis me encontraron —murmuró, Continuaba contemplando el fuego—. Me entregaron a su capitán para que se divirtiera conmigo, y él no me dejó marchar. Sólo cuando amenace a uno de sus hombres con un arma, conseguí huir. Vine aquí enseguida.

—¿Cómo te separaste de Riley? —preguntó Didyme. Bella cerró los ojos.

—Fuimos a... una feria... y no sé bien cómo, pero nos perdimos —mintió—. No se lo había dicho antes porque no vi la necesidad. Es hijo del yanqui, no de Henry. Pero no se casará conmigo. Ése es de los que hacen lo que se les antoja y no accederá a tomarme por esposa.

Tía Didyme esbozó una sonrisa amenazadora.

—Eso ya lo veremos —replicó—. Ahora dime, ¿tu padre no tenía un amigo que era juez en Londres? Se llamaba lord Jenks, ¿no es así? ¿Y no era él quien controlaba las investigaciones de todos los barcos sospechosos de contrabando?

Una vez más, la confusión se apoderó de la joven. Sus pensamientos estaban demasiado enmarañados para poder contestar a su tía. Finalmente le respondió dubitativamente.

—Sí, era lord Jenks, y por lo que tengo entendido sigue siéndolo; pero ¿por qué?

La sonrisa de Didyme se hizo más amplia.

—No te preocupes por las razones —comentó, maliciosa—. Quiero saber más acerca de lord Jenks. ¿Te conocía? ¿Era muy amigo de tu padre?

Una arruga cruzó la delicada frente de Bella.

—Lord Jenks era uno de los mejores amigos de mi padre. Solía venir a menudo a casa. Me conoce desde que era una niña.

—Bien, todo lo que necesitas saber por el momento es que va a ayudarte a que te cases —concluyó tía Didyme con una expresión maquinadora—. Ahora báñate y acuéstate. Mañana iremos a Londres, de modo que tendremos que levantarnos muy pronto para no perder el carruaje que sale del pueblo. No quedaría bien ir a ver a lord Jenks en carro. Ahora date prisa.

Bella se puso de pie con gran esfuerzo y completamente desconcertada por la actitud de su tía. No entendía por qué ésta quería saber cosas de lord Jenks, pero era una maestra a la hora de fraguar planes astutos y no valía la pena preguntar. Se metió obedientemente en el barreño sintiendo una pesadez en el bajo vientre. Ahora, por primera vez, era consciente de que estaba embarazada.

No había duda de que lo estaba. Tenía que haberlo esperado de un toro americano como él. Fuerte, potente, de pura raza. Había cumplido con las obligaciones de un hombre con una facilidad exasperante. Mientras hombres magníficos sudaban sobre sus parejas sin resultado, ella había tenido la desgracia de ser poseída por un macho tan viril como el capitán.

¡Es abominable!, gritó para sus adentros. Es el demonio.

Un llanto sordo surgió de su boca. Se estremeció violentamente al darse cuenta de lo que ocurriría si le obligaban a casarse con ella. Desposada con un tunante semejante, su alma y su vida entera estarían perdidas. Estaría condenada de por vida.

Pero por lo menos el bebé tendría un nombre, y quizá sacase algo bueno de todo ello.

Sus pensamientos se centraron en el hijo que esperaba. Estaba destinado a ser

moreno, como sus padres, y probablemente sería atractivo si se parecía a Edward. Pobre niño, más le valdría ser feo y no un apuesto sinvergüenza como su progenitor.

Pero ¿qué ocurriría si era niña? Supondría un duro golpe en la confianza de una bestia varonil como aquella. Si se casaba con él, pensó Bella maliciosamente, rezaría para que fuera una niña.

Antes de terminar su baño, Bella oyó a su tío muy agitado en la otra habitación. La mujer no había sido capaz de esperar hasta la mañana siguiente para contarle a su tío las novedades.

Bella se levantó del barreño y se cubrió con una toalla al ver a su tío entrar en la diminuta estancia. Parecía haber envejecido diez años.

—Bella, hija, tengo que hablar contigo, por favor —rogó el hombre.

La chica se ruborizó, abrazándose a la toalla para que cubriera su cuerpo desnudo.

Su tío no se había dado cuenta de que no llevaba ropa.

—Bella, ¿estás diciendo la verdad? ¿Fue el yanqui el que plantó su semilla en ti? —inquirió.

—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió ella con cautela. Marcus Swan se frotó la frente con una mano temblorosa.

—Bella. Bella ¿Alguna vez te tocó Riley? ¿Te hizo daño de alguna manera, pequeña?

Bella comprendió en ese momento por qué su tío la había estado mirando de aquella forma tan extraña al volver de Londres. Conocía a Riley y había estado preocupado por ella. Ahora no podía hacer otra cosa que tranquilizarle.

—No, tío, no me hizo ningún daño —mintió—. Nos perdimos en la feria. ¿Sabes?, había una feria y yo quería ir. Él fue muy amable y me llevó. Pero me perdí y no conseguí encontrarlo. Fue entonces cuando esos hombres me llevaron a su capitán. El yanqui es el padre.

Marcus Swan soltó un suspiro de alivio. Una sonrisa tímida apareció en su rostro.

—Pensé... No importa. Estaba preocupado por ti —confesó—, pero ahora debemos encontrar al progenitor. Esta vez no te fallaré. No puedo fallarle al nieto de mi hermano.

Bella consiguió esbozar una sonrisa. No le podía decir que no valía la pena ir a Londres, pues el capitán Cullen jamás se casaría con ella. Permaneció en silencio.

Al llegar a Londres, buscaron alojamiento en una posada. Tío Marcus envió un mensaje a lord Jenks pidiéndole una cita. Al día siguiente fue recibido en su casa. Bella y su tía permanecieron en la posada esperando el resultado del encuentro. A pesar de sentir una enorme curiosidad, la muchacha no se atrevió a preguntar qué era lo que estaban tramando. Nada más regresar, tío Marcus se reunió con Didyme. A Bella le pareció que, cualquiera que fuese el plan que tenían, estaba yendo bien ya que su tío había vuelto mucho más animado de lo que se había marchado.

Después de asegurarle que lord Jenks les ayudaría a resolver el problema, le ordenaron que se acostara.

—Sólo tiene que comprobar que estamos diciendo la verdad y hará lo que debe — explicó tío Marcus—. Y tu yanqui no se va a negar a desposarse contigo a no ser que quiera perder todo lo que posee y acabar en la cárcel.

Bella no entendía nada. No podían encarcelar a un hombre por negarse a contraer matrimonio con una mujer a la que había dejado encinta. Había demasiados bastardos rondando por ahí como para que algo así ocurriera.

No, iban a amenazarlo con algo más. Pero ella sólo era capaz de pensar en las consecuencias que acarrearía el hecho de que lo forzaran a casarse. Su vida se convertiría en un infierno, no había palabra que lo describiera mejor. Le habían arrebatado el asunto de las manos. Y no podía pensar qué era peor, si estar casada con el demonio o tener que criar a un bastardo.

Era casi medianoche cuando las manos enormes de tía Panny la sacudieron, sacándola bruscamente de su profundo sueño.

—Levanta, jovencita endemoniada —gritó—. Tu tío quiere hablar contigo.

Bella se incorporó, adormilada, y se quedó mirando a su tía, que estaba de pie junto a la cama, con una vela encendida en la mano.

—Date prisa. No tenemos toda la noche —la apremió. Didyme se volvió en la penumbra y desapareció. Bella se quedó buscándola con la mirada, todavía dormida. Apartó la colcha de mala gana, dejando que su cuerpo blanco reluciera en la oscuridad y su cabello, cayéndole por la cintura, se perdiera en la noche. Por primera vez en muchas semanas había podido dormir sin pesadillas. El repiqueteo de la lluvia contra las ventanas la había ayudado a apartar sus preocupaciones, reduciéndolas a una calma silenciosa. Se había arrebujado en la suavidad aterciopelada de su lecho y había caído en una dulce inconsciencia. Era absolutamente comprensible que fuera reacia a levantarse; pero debía obedecer a su tía o atenerse a las consecuencias.

Se desperezó y se puso el vestido viejo de su tía. No perdió tiempo en abrochárselo. Podía imaginarse por qué querían hablar con ella. Estaba preparada para oírles decir que el capitán Cullen había rechazado cualquier clase de coacción que lo obligara a casarse con ella. No sería una sorpresa. Si le hubiesen preguntado algo acerca del hombre, podrían haberse ahorrado el viaje a Londres. No les llevaría mucho tiempo contarle lo que el capitán les había dicho.

Bella llamó tímidamente a la puerta. Su tía abrió bruscamente con una mirada de odio y le hizo una seña de que entrara. Al hacerlo, la joven se percató de la oscuridad que había en la habitación. Un pequeño fuego resplandecía en la chimenea y sobre la mesa en la que su tío y otro hombre bebían cerveza de sendas jarras, brillaba una única vela. El resto de la habitación permanecía completamente a oscuras. Se aproximó con cautela para ver quién era el visitante y descubrió que no se trataba de un extraño, sino del viejo amigo de la familia, lord Jenks.

Aliviada, Bella corrió agradecida a los brazos que el hombre le tendía.

—¡Bella! —exclamó lord Jenks con voz ahogada—. Mi pequeña Bella.

La muchacha lo abrazó con fuerza. El llanto empezó a brotar desde lo más hondo de su alma. Después de su padre, aquel hombre había sido la persona a quien más había querido durante su infancia. Siempre se había portado extremadamente bien con ella, y significaba incluso más que su propio tío. Él y su mujer habían deseado que Bella fuera a vivir con ellos tras la muerte de su padre, pero tía Didyme había insistido en que la niña debía vivir con sus únicos parientes.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi, pequeña —murmuró lord Jenks, apartándola de él para contemplarla mejor. Sus amables ojos azules centellearon al mirarla—. Me acuerdo de cuando no eras más que una niñita que gateaba hasta mis rodillas en busca de caramelos. —Sonrió abiertamente al levantar el delicado mentón de la joven—. Y fíjate ahora, la belleza personificada. Nunca antes había visto una hermosura igual, jamás. Eres incluso más bella que tu madre, con lo bella que era. Es una lástima que nunca haya tenido hijos con los que pudieras desposarte. Me hubiera complacido enormemente tenerte en la familia. Como tampoco tengo hijas, casi podríamos afirmar que es como si tú lo fueras.

Bella se incorporó para poder besarle en la mejilla.

—Me sentiría muy honrada de ser tu hija —contestó dulcemente.

Lord Jenks sonrió complacido y apartó una silla para que la muchacha tomara asiento, pero tía Didyme la empujó y se sentó ella en su lugar.

—Deje que se quede de pie. Le hará bien —dijo. Al aposentar su cuerpo monstruoso entre los brazos de la silla, ésta crujió en protesta por la tortura a la que estaba siendo sometida.

Lord Jenks quedó boquiabierto contemplando a Didyme con los ojos muy abiertos. La crueldad de aquella mujer lo había pillado desprevenido. Luego indicó a Bella otra silla al final de la mesa.

—Quizá estés más cómoda allí, querida —observó, dirigiéndose hacia la silla para acercársela.

—No —ladró tía Didyme, señalando un rincón oscuro—. Esa silla es para él.

Bella alzó la vista sorprendida. No sabía que hubiera alguien más en la habitación. El hombre se sentó en la penumbra y su silencio le permitió continuar en el anonimato.

—Acérquese y únase a nosotros, capitán Cullen —cacareó tía Didyme—. Éste es el lugar adecuado para un yanqui.

A Bella le dio un vuelco el corazón.

—No, gracias, señora —repuso el hombre lenta y confiadamente—. Estoy bien aquí.

La voz familiar atronó en sus oídos. Bella notó que las rodillas le flaqueaban, y perdió el conocimiento. Lord Jenks soltó un grito y la cogió a tiempo para amortiguar la caída.

—Ha sufrido un colapso —afirmó, meciéndola entre sus ya envejecidos brazos. La acomodó con dulzura en la silla que el capitán Cullen había declinado momentos antes y, nervioso, cogió un pañuelo, lo humedeció y se lo colocó sobre la pálida frente—. ¿Te encuentras bien? —preguntó ansioso cuando la joven empezó a recobrar el conocimiento.

—No malacostumbre a la niña, lord Jenks —sugirió tía Didyme con una mueca de desprecio—. Se convertirá en una holgazana gracias a usted.

—Estoy convencido de que se merece un respiro después de haber convivido con usted —replicó lord Jenks, furioso por la indiferencia de aquella mujer.

—Por favor —susurró Bella—. Estoy bien.

Con dedos temblorosos, lord Jenks le apartó el cabello de la frente.

—Le has dado un buen susto a mi viejo corazón —bromeó el anciano.

—Lo siento —murmuró Bella—. No era mi intención. Ya me encuentro mejor.

—Advirtió que los penetrantes ojos seguían observándola. Se ajustó el vestido sobre el pecho con la ayuda de sus todavía temblorosas manos. Recordaba cómo la potente mirada era capaz de desnudarla y despojarla de toda vestidura.

—Venga, acabemos con este asunto —masculló tía Didyme—. Oigamos lo que la chica tiene que decir.

Lord Jenks miró indeciso a la joven, temiendo que volviera a desmayarse. Bella esbozó una débil sonrisa para tranquilizarlo. El hombre la dejó, reticente, y regresó a su sitio al otro lado de la mesa.

—Y ahora, jovenzuela —empezó tía Didyme—, lord Jenks desea asegurarse de no cometer una injusticia con el capitán Cullen al afirmar que el hijo que esperas es de él.

Bella miró al anciano. Se sentía demasiado aturdida para entender lo que Didyme estaba diciendo. Lord Jenks se volvió hacia ésta con el entrecejo fruncido.

—Señora, puede que no se haya percatado de que tengo lengua —espetó lord Jenks—. Le prometo que es mucho más elocuente que su discurso embrollado. Si no le importa, hablaré por mí mismo.

Tía Didyme cerró la boca, malhumorada, y se retrepó en su silla.

—Gracias —añadió ásperamente lord Jenks, volviendo a mirar a la joven—.Querida —dijo con tranquilidad—, como hombre de honor que soy, no puedo obligar al capitán Cullen a que reconozca a tu hijo, si no estoy completamente seguro de que él es el padre. Si has sufrido abusos por parte de otro hombre...

—No ha habido nadie más —le aseguró la muchacha con calma, mirándose las manos. Relató los hechos como si los hubiera memorizado uno a uno—. Después de escapar de él —explicó—, subí a un carruaje que me condujo de regreso a la casa de mi tío. Sólo hay un coche que sale por la mañana y que pase por el pueblo. Llegué al anochecer y caminé el resto del trayecto hasta casa. No me encontré con nadie. Mi tía puede dar fe de la hora en que llegué.

—Y desde que lo hizo no la perdí de vista ni un segundo —aseguró la mujer en tono triunfal.

Lord Jenks miró a Marcus Swan para confirmar que lo que su esposa afirmaba era cierto.

—¿Y qué ocurrió antes de eso, Bella? —insistió el anciano, vacilante.

La joven se ruborizó intensamente y no atinó a responder. Desde la penumbra volvió a oírse la voz confiada.

—El niño es mío —afirmó Edward, categórico. Tía Didyme soltó una carcajada y se volvió hacia lord Jenks con una sonrisa victoriosa.

—Y ahora ¿qué tiene que decir a eso? ¿Lo hará? —inquirió ansiosa.

—Sí. —Lord Jenks suspiró, cansado—. Para enmendar esta enorme falta de decoro infligida a Bella debido a su lamentable negligencia, señora, debo hacerlo. Lamento el día en que le permití llevársela a vivir bajo su techo. Debió proteger más cuidadosamente a esta inestimable joya. —Desvió la mirada, llena de ira, hacia tío Marcus, que permanecía muy callado, totalmente avergonzado—. Ustedes, que son de la misma sangre, no valen nada ante mis ojos. Les desprecio.

—Bien ¿y qué hay de ella? —gritó tía Didyme— Es ella la que lo hizo. Ella es la que se despatarró en la cama de ese tipo.

—¡No! —exclamó Bella involuntariamente. Con un gruñido, tía Didyme se volvió y dio una bofetada tan fuerte que el labio inferior de la muchacha empezó a sangrar y la mejilla se puso morada.

Una jarra de cerveza se estrelló contra la mesa en la oscuridad. Bella vio ante ella, y con lágrimas en los ojos, cómo el capitán Cullen se incorporaba de un salto, se inclinaba hacia adelante, plantaba firmemente las manos sobre la mesa y le decía a su tía en tono amenazador.

—¡Señora, sus actos son de la naturaleza más vil! Tiene usted los modales de un bárbaro. Si fuera usted un hombre, le aseguro que le exigiría un ajuste de cuentas por lo que acaba de hacer. Ahora, será mejor que Bella vaya a acostarse. Es evidente que está muy consternada por todo este asunto.

La joven se levantó pensando que podía retirarse y se dirigió hacia la puerta. De repente, tía Didyme la agarró por el vestido y gruñó:

—¡No! Por una vez en tu vida, vas a quedarte y a ser responsable de tus actos.

Ninguna joven decente se metería en la cama con un hombre. He hecho todo lo que he podido para inculcarte el miedo de Dios en el cuerpo, pero eres la sirvienta del demonio. Miren lo que él le ha dado.

Didyme le arrancó despiadadamente el viejo vestido dejando su bello cuerpo desnudo a la vista de todos.

En la oscuridad, el capitán Cullen apartó furioso su silla. Airado, cruzó la habitación a grandes zancadas. Tía Didyme cayó en la silla contemplando la figura envuelta en una capa negra y el rostro enfurecido, enrojecido por el resplandor de las llamas. Abrió los ojos como platos y sintió que se le helaban los pies. Había acusado a Bella de ser una bruja y ahora estaba convencida de que el hombre que estaba ante ella era la encarnación de Satán. Levantó las manos para defenderse de él, pero Edward sacudió el agua de su capa y le tendió ésta a Bella, que intentaba desesperadamente ocultar su desnudez. La joven se envolvió con ella, temblando violentamente. La proximidad de aquel hombre corpulento la llenaba de terror.

Edward lanzó una mirada de furia a las tres personas que lo observaban.

—Ya basta de tanta palabrería inútil —exigió fríamente—. Esta muchacha lleva un hijo mío en el vientre, y por ello yo soy el responsable de proporcionarle el sustento. Retrasaré mi viaje de regreso a casa para comprobar que esté instalada en una casa de su propiedad, con sirvientes que se encarguen de cuidarla. —Miró a lord Jenks—. Le doy mi palabra de que tanto ella como el bebé dispondrán de la mejor educación. Está claro que no debe vivir más tiempo con sus parientes. No permitiría, bajo ningún concepto, que mi hijo creciera en contacto con la malicia de esa mujer que se atreve a llamarse a sí misma tía. Había planeado que éste sería mi último viaje a Inglaterra, pero debido a las circunstancias, continuaré viniendo cada año para asegurarme de su bienestar. Mañana temprano me pondré a buscar un alojamiento adecuado para la joven, luego vendré aquí a buscarla y la llevaré a un sastre para que la vista adecuadamente. Ahora, señor, desearía regresar a mi barco. Si tiene que decirles algo más a estas personas, le esperaré en el carruaje hasta que concluya sus asuntos. —Desvió la mirada hacia tía Didyme y lentamente y con mucha precisión añadió—; Le sugiero, señora, que se cuide de ponerle una mano encima a esta joven o lo lamentará.

Una vez dicho esto, se dirigió hacia la puerta y se marchó con la única promesa de mantener a su hijo bastardo y a su madre. Nadie se atrevió a plantearle el tema del matrimonio. Se alejaba con el único propósito de convertirla en su mantenida.

—Cuando acabemos con él ya no será tan arrogante y poderoso —aseguró tía Didyme con desprecio. Lord Jenks la miró fríamente.

—Parece ser que debo satisfacer su vengativa exigencia con considerable desagrado —se quejó categóricamente—. Si no fuera por Bella, daría por concluido el asunto, pero debo, por su seguridad, llevar a este hombre al altar. La prevengo, señora, de que el capitán Cullen tiene muy mal genio. Hará bien en hacer caso a sus palabras.

—No tiene ningún derecho a decirme cómo debo tratar a la niña —espetó Didyme.

—En eso se equivoca, señora —replicó lord Jenks ásperamente—. Él es el padre de su hijo y en pocas horas será su marido.


Uyyyyyy, se escapo pero con una pequeña Sorpresa :O

Creen que logren casarlos?

muchas gracias por todo el apoyo no voy abandonar las historias, si los miercoles no puedo subir sin falta el sabado les subo los dos capitulos de la semana

no olviden dejar sus reviews, son mi sueldo y mi alegrio

besos y abrazos