Disclaimer: Los derechos de autor de la presente obra, le pertenecen a Lora Leigh. Yo solo adapto a los personajes de Crepúsculo de Stephanie Meyer, con fines exclusivamente lúdicos o de entretenimiento.
Capítulo 1
¿No había ninguna ley que dijera que no se permitía a un hombre verse tan condenadamente bien? Especialmente los cuerpos apretados y duros que insistían en destrozar un césped absolutamente bueno en el momento equivocado del año.
Bella Swan estaba segura de que tendría que existir esa ley. Especialmente cuando dicho macho, Edward Cullen, cometía el imperdonable pecado de estar aporreando sus premiadas rosas irlandesas.
—¿Estás loco?
Salió corriendo por la puerta principal, gritando a todo pulmón, para apartarle del hermoso seto que finalmente había logrado alcanzar una altura razonable.
Es decir, antes de que él lo atacara con la podadora que mane jaba como una espada.
—Párala. Caray. Esas son mis rosas —lloró ella mientras corría a través de su césped delantero, patinaba alrededor del morro de su coche y casi resbalaba y se rompía el cuello en la franja de exuberante césped que estaba delante de él.
Al menos él se detuvo.
Él bajó la podadora, deslizó sus gafas oscuras por esa arro gante nariz suya y se la quedó mirando como si ella fuera la que estaba cometiendo algún acto atroz.
—Apágala —gritó ella, haciendo un movimiento de rajarse la garganta —. Ahora. Apágala.
La irritación y la excitación hervían en su sangre, calentaban su cara y la dejaron temblando delante de él. Él podía ser más alto que ella, pero ella había estado manipulando a hombres grandes y fornidos durante toda su vida.
Él sería un juego de niños comparado con sus hermanos. Tal vez.
Él cortó el motor, alzó una ceja y mostró todo ese músculo glorioso y desnudo de su pecho y sus hombros. Como si pensara que eso fuera a salvarle.
Ella no lo creía.
El hombre había vivido en la puerta de al lado durante casi seis meses y no había fallado en enfurecerla totalmente al menos una vez por semana.
Y ella no pensaba admitir cuánto disfrutaba tomando el pelo al bobo cada vez que podía.
—¡Esas son mis rosas! —Ella tuvo ganas de gritar mientras se precipitaba sobre las ramas rotas y asoladas del seto de un metro veinte —. ¿Tienes idea de cuánto me ha costado conseguir que creciera? ¿Has perdido la cabeza? ¿Por qué estás atacando a mis rosas?
Él alzó una mano del eje de acero de la podadora y se rascó la barbilla pensativamente.
—¿Rosas, eh?
Oh, Dios, su voz tenía ese pequeño tono sensual. Profundo. La clase de voz que una mujer anhelaba oír en la oscuridad de la noche.
La voz que la tentaba en sueños tan malditamente sexuales que enrojecía solo de pensar en ellos.
Maldito fuera.
Él inclinó su cabeza a un lado, mirando a sus rosas durante largos momentos desde detrás de los cristales de sus gafas os curas.
—No puedo creer que hicieras esto. —Ella le disparó una mi rada de disgusto mientras se encorvaba delante del arbusto de concurso y empezaba a inspeccionar el daño—. Has vivido aquí durante seis meses, Edward. Seguramente se te habrá ocurrido que si quisiera que se cortara lo habría hecho yo misma.
Algunos hombres necesitaban una correa.
Obviamente este era uno de ellos. Pero era divertido —incluso si él no era consciente de ello. No le haría ningún bien saber lo a menudo que ella se desviaba de su camino para toparse con él.
—Lo siento, Bella. Pensé que quizá el trabajo era demasiado para ti. Me parecía un desastre.
Ella lo miró con una sorpresa conmocionada mientras decía las palabras blasfemas. Solo un hombre consideraría las rosas un desastre.
Era una cosa condenadamente buena que le gustara esa mirada de macho indefenso que le dirigía cada vez que metía la pata.
Solo podía menear la cabeza. ¿Cuánto tiempo tendría que vivir este hombre a su lado antes de que aprendiera a dejar en paz su lado del patio? Necesitaba un guardián. Consideró el ofrecerse voluntaria para el puerto.
—Deberías tener un permiso para usar uno de esos. Apuesto que suspenderías el examen si lo hicieras.
Una sonrisa curvó sus labios. Ella adoraba esa pequeña sonrisa torcida, casi tímida, con solo una traza de maldad. La mojaba. Y tampoco le gustaba eso.
Los ojos femeninos se entrecerraron mientras ignoraba la frialdad del aire de principios de invierno, y sus labios se apretaron con verdadera irritación esta vez.
Obviamente él estaba ignorando la frialdad. Ni siquiera tenía una camisa. La temperatura apenas era de 4º, y él estaba usando una podadora como si fuera junio y los hierbajos estuvieran haciendo campaña para tomar el poder.
Eso, o simplemente a él no le gustaban sus rosas.
—Mira, solo llévate tu pequeña herramienta eléctrica al otro lado de tu propiedad. Allí no hay vecinos. Ni rosas para destrozar. —Hizo un movimiento con la mano para ahuyentarle—. Vamos. Estás expulsado de este lado del patio. No te quiero aquí.
Un ceño fruncido se dibujó entre sus cejas marrón doradas mientras se bajaban ominosamente y sus párpados se entrecerraban. ¿Qué hacía que los hombres pensaran que esa mirada funcionaba con ella? Casi se rio ante el pensamiento.
Vale, él era peligroso. Se estaba enfadando. Era más grande y fuerte que ella. ¿A quién le importaba?
—No me eches esa mirada —resopló ella con disgusto—. Ya deberías saber que no funciona conmigo. Solo me enfada más. Ahora vete.
Él miró alrededor, midiendo aparentemente alguna línea invisible entre donde estaba y su propia casa a varios metros de distancia.
—Creo que estoy en mi propiedad —le informó él fríamente.
—¿Ah, sí? —Ella se asentó cuidadosamente sobre sus pies, mirando sobre el borde de su rosal penosamente cortado a donde los pies de él estaban plantados. Chico, debería haber sabido que no tendría que haber hecho eso —. Ve y lee tu escritura, Einstein. Yo leí la mía. Mis rosas están plantadas exactamente a un metro ochenta de la línea de la propiedad. De roble a roble. —Ella señaló al roble en la calle de delante, luego al que estaba al borde del bosque de más allá—. Roble a roble. Mis hermanos dibujaron una línea y la marcaron muy cuidadosamente para una pobre tonta como yo —se burló ella dulcemente—. Eso te deja en mi propiedad. Vuelve a tu propio lado.
Ella se hubiera reído si no fuera tan importante mantener la apariencia de ira. Si iba a sobrevivir al lado de un anuncio andante y parlante de sexo, entonces habría que establecer algunos límites.
Él alzó la cadera y cruzó los brazos sobre el pecho mientras la pesada podadora colgaba del arnés que cruzaba su espalda.
Llevaba botas. Botas de piel marcadas y muy usadas. Ella notó eso instantáneamente, igual que notó las largas y poderosas piernas sobre ellas. Y un bulto... No, no iba a ir ahí.
—Tu lado de la propiedad es tan desastre como tu arbusto — gruñó él —. ¿Cuándo cortas la hierba?
—Cuando es el momento —espetó ella, irguiéndose en todo su uno sesenta de estatura—. Y el medio del invierno no es el momento, cuando ni siquiera está creciendo.
De acuerdo, ella apenas si le llegaba al pecho. ¿Y qué?
—Yo sacaría tiempo para ello si fuese tú. —Usó ese tono de superioridad masculina que nunca fallaba en crisparle los nervios —. Tengo un buen cortacésped motorizado. Podría cortártelo.
Los ojos de ella se dilataron por el horror. Él la estaba mirando ahora con una sonrisa torcida y una mirada esperanzada en su cara. Ella miró de soslayo sobre su hombro, contempló su hierba y luego se estremeció de consternación.
—No. —Ella negó con la cabeza fervientemente.
Esto podría descontrolarse—. No, gracias. Ya le diste tajos al tuyo bastante bien. Deja el mío en paz.
—Te pido disculpas. —Él echó sus hombros hacia atrás y se irguió con una postura de orgullo masculino herido mientras apoyaba las manos en las caderas.
Él lo hacía tan bien. Cada vez que estropeaba algo lanzaba esa tontería de arrogancia sobre ella. Debería haber sabido que no iba a funcionar.
—Y bien que deberías —replicó ella, apoyando las manos en las caderas mientras le fulminaba con la mirada—. Has cortado a tajos tu césped.
Peor aún, lo has cortado a tajos en el invierno. No hay simetría en el corte, y pusiste la cuchilla demasiado baja. Tendrás suerte si tienes césped en el verano. Lo has matado todo.
Él se volvió y miró fijamente a su césped. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, una arrogancia descarada marcaba sus rasgos.
—El césped está perfecto.
Él tenía que estar bromeando.
—Mira —respiró ella bruscamente—. Solo limítate a destrozar tu propia propiedad, ¿vale? Deja la mía en paz. Recuerda la línea, de roble a roble, y quédate en tu lado de ella.
Él apoyó de nuevo las manos en las caderas. El movimiento atrajo los ojos de ella a la perfección empapada en sudor de ese dorado pecho masculino.
Debería ser ilegal.
—No estás siendo buena vecina —anunció él fríamente, casi arruinando su autocontrol al llevar una sonrisa de pura diversión a los labios femeninos —. Me dijeron cuando compré la casa que todo el mundo en esta manzana era amistoso, pero tú has sido sistemáticamente grosera. Creo que me mintieron.
Él pareció impresionado. Se estaba burlando realmente de ella, y a ella en realidad no le gustaba. Bueno, tal vez un poquito, pero no iba a dejar que lo supiera.
Se negó a permitir que sus labios se curvaran a la vista de la risa en su mirada. Él sonreía muy raramente, pero a veces, de vez en cuando, ella podía hacer que sus ojos sonrieran.
—Ese agente inmobiliario te habría dicho que el sol salía por el oeste y la luna estaba hecha de queso si eso le asegurara una venta. —Ella sonrió burlonamente—. Él me la vendió primero a mí, así es que sabía que yo no era agradable. Supongo que se olvidó de informarte de ese hecho.
De hecho, ella se había llevado bastante bien con el agente de bienes raíces. Era un señor muy agradable que le había asegurado que los hogares de esta manzana solo se venderían a un tipo específico de persona.
Así es que, evidentemente, él le había mentido a ella también, porque el hombre que estaba parado delante de ella no era respetable, ni un hombre familiar. Era un dios del sexo, y ella estaba a un segundo de postrarse en adoración a sus pies masculinos y fuertes. Ella era tan débil.
Era un asesino de rosas, se recordó ella firmemente, e iba a patear su trasero si atacaba a una más de sus preciosas plantas. Mejor todavía, llamaría a sus hermanos y lloraría. Entonces ellos patearían su trasero.
No, no lo haría así, se corrigió rápidamente. Ellos lo echarían.
Eso no era en absoluto lo que ella quería.
—Quizá debería discutir esto con él. —Él deslizó las gafas por la nariz una vez más, contemplándola sobre el borde—. Al menos tenía razón sobre la vista.
Su mirada erró desde sus talones hasta su cabeza mientras sus ojos verdes centelleaban por la risa a su costa, desde luego.
Como si ella no supiera que era demasiado hogareña. Un poco demasiado normal. No era del tipo de sirena atractiva, y no tenía deseos de serlo.
Eso no quería decir que él tuviera que reírse de ella. Era perfectamente aceptable que ella jugara con él.
Que él volviera las tornas no le divertía en lo más mínimo.
—Eso no fue divertido —le informó ella fríamente, deseando ahora poder esconderse detrás de algo.
Los vaqueros andrajosos los llevaba caídos a las caderas, no a causa de la moda sino porque eran un poco demasiado sueltos. La camiseta que llevaba le quedaba un poco mejor, pero era casi demasiado cómoda. Pero estaba limpiando la casa, no haciendo una entrevista para una revista de moda.
—No estaba intentando ser divertido. —Su sonrisa era perversa, sensual—. Estaba siendo honesto.
Estaba tratando librarse de problemas. Ella conocía bien esa mirada. No era la primera vez que la usaba con ella.
—Tengo tres hermanos mayores —le informó ella fríamente —. Conozco todos los trucos, señor...
—Cullen. Edward Cullen —le recordó él suavemente.
Como si ella no supiera ya su nombre. Había sabido su nombre desde el primer día que se había cambiado a esta casa haciendo sonar el claxon de la Harley en la que había cruzado el césped delantero.
Maldición, esa Harley había estado realmente bien, pero él había estado incluso mejor sentado en ella.
—Señor —repitió ella—, no me está engañando, así es que no se equivoque. Ahora mantenga sus malditas máquinas alejadas de mi propiedad y de mí, o podría tener que mostrarle cómo se usan y dañar todo ese orgullo masculino del que parece que tiene tanto. —Ella lo ahuyentó otra vez —. Vamos. A tu propiedad, ahora. Y deja mis rosas en paz.
Sus ojos se entrecerraron hacia ella de nuevo. Esta vez su expresión también cambió. Se volvió... depredador. No peligrosa. No amenazante.
Pero tampoco era una expresión cómoda. Era una expresión que le aseguraba que una abundancia de testosterona masculina estaba preparándose para salir. Y él representaba la testosterona masculina realmente bien.
Estaba irritable, gruñón y con mal genio mientras la fulminaba con la mirada, su voz volviéndose peligrosamente áspera mientras la gruñía e intentaba regañarla.
Ella se negó a echarse atrás.
—Tampoco me mires así. Te lo he dicho. Tengo tres hermanos. No me intimidas.
La ceja de él se arqueó. Lentamente.
—Ha sido muy agradable verte hoy, Bella —saludó finalmente él cordialmente—. Tal vez la próxima vez no estés de tan mal humor.
—Sí. Estaría bien en algún momento que no estés destrozando el aspecto de la manzana —resopló ella mientras se giraba y se alejaba de él—. Narices, solo yo podía terminar con un vecino sin absolutamente ningún gusto para la jardinería. ¿Cómo demonios me las arreglaré?
Ella se alejó pisando fuerte, segura ahora de que nunca debería haber dejado que su padre le hablara de esta casa en particular.
—Está cerca de la familia —se burló ella, poniendo los ojos en blanco —. El precio es perfecto —imitó ella a su hermano mayor—. Sí. Cierto. Y los vecinos son una porquería...
Edward la vio irse, oyendo su pequeña voz burlona todo el camino hasta el porche mientras pisaba fuerte sobre la cera.
Finalmente, la puerta delantera se cerró con un punto de violencia que habría causado que cualquier otro hombre se estremeciera. Las Castas no se estremecían.
Él echó un vistazo a la podadora que colgaba de sus hombros y aspiró profundamente antes de volverse para echar un vistazo al césped.
El corte del césped era bueno, se aseguró a sí mismo, logrando apenas no estremecerse. Vale, podía no estar tan genial, pero se había divertido cortándolo. Demonios, incluso se había divertido usando la podadora. Al menos, hasta que la señorita No Ataques Mis Rosas había salido como una tromba de su casa.
Como si él no supiera bien que toda esa furia femenina era más fingida que verdadera cólera. Podía oler su ardor, su excitación y su entusiasmo.
No lo escondía ni mucho menos tanto como pensaba.
Él se rio entre dientes y volvió la mirada hacia la casa de dos plantas de ladrillo y cristal. Le pegaba a ella. Agradable y regia en el exterior, pero con profundidades. Podía verlo en sus grandes ojos chocolates, en la blandura de sus labios que hacían pucheros. Sin embargo, era un gato montés. Bueno, al menos tan encendida como un gato montés. Se aclaró la garganta y se rascó el pecho pensativamente, luego alzó la podadora sobre los hombros y se dirigió al pequeño cobertizo de metal que estaba detrás de su propia casa.
Prefería su casa, se dijo a sí mismo. Los dos pisos de áspera madera con el porche que los rodeaba eran... cómodos. Era espaciosa y natural, con habitaciones abiertas y un sentido de libertad. Había algo en esta casa que le calmaba, que aliviaba las pesadillas que le asediaban a menudo.
No había estado buscando un hogar cuando cedió a la sugerencia del agente inmobiliario para visitar la casa. Había estado buscando algo para alRileyar, nada más. Pero cuando pararon en la calzada, con el olor fresco de la lluvia de verano todavía flotando en el aire, mezclado con el aroma del pan recién horneado que flotaba de la casa vecina, había sabido, en ese momento, que esta era suya.
Esta casa, demasiado grande para él solo, el patio que suplicaba abrigar árboles y arbustos y la risa de los niños que hicieran eco, le llamaban. Seis meses más tarde, este hogar que no había sabido que quería todavía calmaba los bordes ásperos de su alma. Tiró para abrir la puerta del cobertizo, parándose antes de entrar en los límites sofocantes del pequeño edificio para almacenar la podadora.
Iba a tener que reemplazar el cobertizo con uno mayor.
Cada vez que entraba en la oscuridad se sentía como si se estuviera cerrando sobre él, atrapándole. Enjaulándole.
Sin embargo, había algo diferente. Hizo una pausa mientras salía, mirando al interior mientras lo consideraba pensativamente.
No había olido el moho habitual del edificio. Por una vez, el olor a tierra mojada no le había hecho dar un vuelco al estómago con los recuerdos. Era porque sus sentidos estaban todavía llenos con el olor suave del café, el pan recién horneado y una hembra cálida y dulce.
Bella Swan.
Se volvió y se quedó mirando a la casa de ella, frotándose el pecho, sintiendo apenas las casi imperceptibles cicatrices que cruzaban su carne.
Café y pan recién horneado.
Nunca había comido pan recién horneado. Solo lo había olido saliendo de su casa en los pasados meses. Le había llevado mucho tiempo descubrir qué era el olor. Y el café era, lamentablemente, su debilidad. Y ella tenía de ambos.
Se preguntó si ella podría hacer mejor café que él.
Demonios, desde luego que podría, gruñó él mientras se giraba alejándose y daba grandes zancadas hacia su puerta trasera. La empujó para abrirla y entró en la casa, deteniéndose para quitar se las botas antes de caminar sobre los lisos azulejos de color crema.
La cocina estaba hecha para alguien que no era él.
Todavía no había logrado entender el horno. Por suerte había un microondas, o habría muerto de inanición.
Se movió hacia la cafetera con toda la intención de prepararlo antes de detenerse y hacer una mueca. Todavía podía oler el aroma del café de Bella.
Su labio se alzó y un gruñido retumbó en su garganta.
Quería café del de ella. Olía mucho mejor que el suyo. Y quería un poco de ese pan recién horneado.
Y no es que fuera probable que ella le diera nada.
Había cortado su precioso arbusto, así es que ella, desde luego, tendría que castigarle. Esa era la forma en que funcionaba el mundo.
Había aprendido eso en los laboratorios a una edad muy temprana.
Bueno, él ya lo sabía. Las cicatrices que marcaban su pecho y su espalda eran prueba de que era una lección que nunca había aprendido realmente.
Apoyó las manos en las caderas y fulminó con la mirada la casa de Bella. Pertenecía a la Casta de los Leones.
Un macho completamente crecido entrenado para matar de cien modos diferentes. Su especialidad era el rifle. Podía abatir a un hombre a ochocientos metros con alguna de las armas que había escondido en su dormitorio.
Había sobresalido en su entrenamiento, aprendido todo lo que los laboratorios tenían que enseñarle, luego luchó diariamente para escapar.
Su oportunidad había llegado finalmente con el ataque que se había organizado al laboratorio de las Castas siete años antes.
Desde entonces había estado intentando aprender cómo vivir en un mundo que todavía no confiaba totalmente en el ADN animal que era una parte de él.
No es que nadie en la pequeña ciudad de Fayetteville, Arkansas, supiera quién o qué era él.
Solo aquellos en Santuario, el principal recinto de las Castas, sabían la verdad sobre él. Eran su familia y sus patrones.
Descruzó los brazos del pecho y se puso las manos en las caderas.
No podía quitarse de la cabeza el olor de ese café o ese pan. Esa mujer le volvería loco —era demasiado sensual, demasiado terrenal. Pero el olor de ese café... Suspiró ante el pensamiento.
Él movió la cabeza, ignorando la sensación de su pelo demasiado largo contra los hombros. Era hora de cortárselo, pero que le condenaran si podía encontrar el momento. El trabajo que le había enviado aquí ocupaba casi todos sus momentos de vigilia. Excepto por el tiempo que se había tomado para cortar el césped.
Y por el tiempo que iba a tomarse ahora para ver si podía reparar el crimen de cortar ese arbusto tonto y conseguir una taza del café de Bella.
El probar a la mujer vendría bastante pronto.
Al parecer lo que quiera de Bella no es solo el café!
