A menudo se decía a sí mismo que debería dejar las fiestas. Los días en los que tenía turno de mañana en San Mungo se lo decía con más frecuencia aún. Era un pensamiento recurrente cuando el estómago amenazaba con salírsele por la boca y le latían con fuerza las sienes. No era una cuestión de profesionalidad, al 10% de su capacidad se sabía mejor que cualquier otro. Pero también le gustaba la variedad y seguramente experimentar una mañana sin un dolor lacerante en la cabeza y unas ganas constantes de vomitar sobre el primera paciente pesado que llegara habría sido algo interesante.
Aquel día, sin embargo, no sería distinto. Había pasado la noche en un pub muggle, bebiendo cerveza y metiéndole mano a una pelirroja. ¿O era rubia? Era difícil saberlo entre la oscuridad del local y la borrachera que llevaba cuando finalmente le llevó a su casa y se acostó con ella sobre un colchón tirado en el suelo.
Otra hippie. Era la tercera ese mes y se estaba haciendo mayor para tener aventuras sobre futones polvorientos.
Por eso estaba recostado contra la pared, con los ojos cerrados y tomándose un café bien cargado y completamente repugnante. En ese momento escuchó cómo llegaba Eric, el enfermero que trabajaba con él, tarde y acelerado como siempre.
—¿Algún mensaje? —Preguntó sin mirarle.
—Tu madre, como siempre, ¡pero no soy tu puñetero secretario! —Se quejó él como cada día. —Dice que la llames, que hay noticias sobre tu padre. Lleva dos meses diciendo lo mismo, tal vez deberías llamar…
—Eric, cielo, no eres mi secretario pero tampoco eres mi novio, no te estoy pidiendo consejo sobre qué hacer con mi vida familiar —contestó desenfadado, aunque por dentro se sintió francamente enfadado. Aquellos consejos no solicitados ya le estaban fastidiando el día. Los consejos y su padre. ¿Es que o tenía claro que no quería saber nada de ellos? No quería volver a ese círculo de oscuridad, apariencia y maldiciones imperdonables.
Estaba muy bien así, lejos de ellos. Gracias por nada.
Los pacientes pasaron uno tras otro sin tener ninguna piedad por su resaca. Todos hablaban demasiado alto y sin parar sobre nada nuevo. Siempre era lo mismo, pero no podía juzgarles. La guerra había hecho con ellos, a lo largo del día apenas trataba algo distinto al estrés postraumático y eso que ya había pasado casi una década. Pero la mayoría no estaban preparados para lo que tuvieron que enfrentar. Un año de trabajo rehabilitador con muggles le había dejado ver que aquello atacaba por igual a unos y a otros. ¿Quién lo diría? ¿Quién habría supuesto que la pretendida superioridad de los magos no les iba a librar de aquello? Él, desde luego, no lo habría dicho. Y sin embargo…
Estaba intentando apartar sus pensamientos de la guerra cuando un nombre lo sacó de golpe de su propia cabeza.
—¡Hermione Granger está aquí! ¡Ha tenido un accidente y está grave!
Cuando logró reaccionar se llenó de una sensación extraña. «¿Granger? ¿La sangre…? ¡Mierda!». Hacía tiempo que no pensaba en esos términos, pero ella siempre había sido "La sangre sucia". Nombre y apellido. ¿Granger estaba allí? Su primer sentimiento tampoco fue bonito sino fruto de la costumbre:
«Así que no eres invencible, ¿eh?»
Después la razón hizo acto de presencia y con ella llegó la alarma. No podía haber vuelto, Voldemort no podía haber vuelto. Entonces se arrepintió de no haber devuelto las llamadas a su madre. No por tomar partido, con 28 años ya tenía claro cuál era su bando, pero al menos podría haber estado alerta.
—¡¿Dónde la han llevado?! —Dijo mientras zarandeaba a la mujer que hablaba de Granger. Ella lo miró embobada y tuvo que repetir la pregunta mientras apretaba su brazo con más fuerzas. Ya sabía que era irresistible, pero aquel no era el momento para que se le quedaran mirando así. ¡Estúpida.
—A… a… aquí. Está en reanimación, en esta ala. E… e… en Reanimación 3.
La miró extrañado. Aquella no era el ala a la que tenían que haberla llevado. Pero no hizo más preguntas, no había tiempo que perder. Echó a correr y traspasó las puertas abatibles prácticamente embistiéndolas mientras que se hacía a sí mismo un hechizo antiséptico.
—¿Qué ha pasado?
—Malfoy, retírate, por favor, estamos trabajando —dijo en tono flemático Abbott.
—¡Vale! ¡Joder! ¡Me retiro! ¡Pero dime qué cojones ha pasado!
—¿Por qué tan nervioso? Juraría que tu relación con Hermione no era la mejor cuando estábamos en el colegio —Hannah Abbott insistía en no responder y Draco tuvo que reprimir las ganas de volver a gritar.
Se contuvo. La operación que estaba realizando era delicada y él no quería ser el culpable de rematar a Granger. La observó mientras introducían un hilo de plata por su nariz. El hilo daba algo de luz a su cara pálida y demacrada e iba mostrando todo su interior mientras recorría su cuello hasta llegar al corazón. Cuando llegó lo iluminó, pero Draco supo, en el momento en el que el hilo tocaba el pericardio, que aquella luz no iba a ser suficiente. Además, el color era terrible. Aquella luz debía ser de un color rojo intenso, ella era una leona, joder, pero lo que veía era un verde grisáceo y pálido. A Abbott tampoco parecía gustarle. Mandó a un enfermero a por Vitum y mientras tanto decidió que era momento de hablar:
—Parece una sobredosis de Ignara. Qué ha podido llevar a Hermione a eso, se me escapa. Pero los síntomas cuadran, como verás: inconsciencia, pupilas no reactivas, bradicardia. Y ese color… —bajó la voz hasta casi un susurro. —Solo hay una explicación para ese color… Y eso me hace pensar que no ha sido un uso puntual del hechizo. Han llamado a su casa, nadie responde y, de momento, Ronald está ilocalizable.
—¿Y Potter? —Preguntó Draco con cierta morbosidad, pensando en que habría sido del trío dorado.
—Aún no le hemos llamado. Tampoco sería ético hacerlo. Tenemos que encontrar primero a Ronald.
En ese momento llegaron con el Vitum. Abbott se puso a untarlo en los puntos clave del cuerpo de Granger. Comenzó por las muñecas y Draco apartó la mirada antes de que siguiera con el resto. Sabía cuáles eran los puntos de aplicación y no tenía ningunas ganas de ver su cuerpo desnudo. Sin embargo, antes de hacerlo alcanzó a ver algunas marcas en sus brazos. No era a primera vez que o veía, cuando trabajaba con muggles había visto muchos brazos y piernas y cuerpos enteros así. Pero los magos… Con los magos debía ser diferente, ¿no? Tenían sus recursos. ¿Por qué demonios nos se había curado aquellas heridas como era debido? ¿Al ser hija de muggles no contemplaba algo tan sencillo? Descartó aquella idea. Si sabía algo de Granger es que contemplaba todas las posibilidades.
Un momento. ¿Se estaba preocupando por ella?
Volvió a dirigir la mirada a Granger, ya habían terminado y podía observarla tranquilamente, esperando alguna señal de que estaba haciendo efecto. Había adelgazado. Mucho, además, estaba pálida y, aun con los ojos cerrados, se veían unas inmensas ojeras. Su boca estaba fruncida de una forma que nunca había visto. Conocía su gesto de ira y desdén, el que más le dirigía a él; el de felicidad cuando estaba con Potter y Weasley; el de asco, otro de sus favoritos cuando le miraba. Pero aquel… Aquel gesto era nuevo y no sabía cómo definirlo.
Algo le invadió. algo a lo que no quería poner palabras.
—Abbott, ¿a quién han asignado como médico a Granger?
—A mí —le contestó sin dejar de mirarla. —¿Por qué quieres saberlo?
—Desde ahora me hago cargo yo —y su tono no dejó lugar a la réplica.
Pasaron tres horas. Tres horas sin cambios. El turno de Draco hacía tiempo que había terminado, pero él seguía allí, en un sillón que tenía, como mínimo, tantos años como él. Observándola.
No sabía cómo había llegado ahí. Podía decirse que aquello sería un caso interesante que le daría un considerable prestigio. Salvar al vértice brillante del trío dorado de sí misma. Rita Skeeter haría un artículo de portada con eso. Pero no podía dejar de preguntarse qué había podido pasar. Si algo había tenido claro siempre, incluso cuando vivía convencido de que no merecía su poder, era que ella era fuerte. Una leona. Era la última persona que esperaba tener que atender. La miró fijamente buscando una clave, pero… nada. Se acercó para asegurar el cordel vital y no pudo resistir el impulso, subió las mangas de su camisón y lo vio. Había visto brazos mucho peores, pero una masa de hielo le llenó el pecho y el estómago. Estaba marcada, todo su brazo eran cicatrices y alguna herida reciente. Aquello no encajaba, no era algo que debiera estar en su piel.
—¡Mierda, Granger! ¡¿Qué coj…?! —Y mientras desahogaba su desconcierto en voz alta, como si hubiera tocado algún tipo de botón, el cordel vital empezó a parpadear y a desvanecerse a la altura de su corazón.
Draco sacó su varita pero al instante supo que aquello no funcionaría. Entonces, ante el inminente desastre, tuvo una iluminación y optó por la técnica muggle para aquellos casos.
—¡Granger! ¡Dime tu nombre! ¡TU NOM-BRE! —Se armó de valor y le dio un bofetón que sabía que acabaría echándole en cara. —¡Granger! ¡Venga, no me jodas! ¡Tu nombre!
Ella hizo un gesto mínimo y abrió la boca intentando hablar.
—Her… Her… Hermione —dijo ella haciendo un gran esfuerzo. Abrió un segundo los ojos pero los volvió a cerrar con fuerza como un animalito asustado.
—¡Granger! ¡Abre los ojos de una puta vez! ¿O te voy a tener que llamar sangre sucia para que me hagas caso? —Se había prometido no volver a decirlo, pero aquella ocasión lo merecía. —Sé que me estás oyendo…
—¡Malfoy! —Exclamó con voz rasposa mirándole entre la sorpresa y el horror.
—El mismo —Draco no pudo evitar sonreír. Intentó que pareciera una sonrisa de suficiencia, pero tenía que reconocerse a sí mismo que era de puro alivio.
—Estás… estás mayor.
Aquello consiguió que tuviera que apretar con fuerza los labios, reprimiendo una carcajada.
—Tan considerada como siempre, Granger.
—¿Qué haces…? ¿Dónde…? —Dijo ella con cara de angustia, ignorando la puya de Draco.
—No puedo negar que me agrada verte boqueando como un pececito poco avispado, Granger, pero las preguntas y las respuestas tendrán que esperar.
—Pero…
—Shhh —la calló con el gesto más estúpido de su repertorio. —De momento te vas a tener que conformar con saber que soy tu médico, que estamos en San Mungo y que se te vienen encima unas semanas algo complicadas… Al menos si quieres conservar tu varitas. Y estoy seguro de que querrás. ¿Cómo vas alardear si no? Pero no te preocupes, yo estoy aquí para ayudarte.
Terminó poniendo una cara que esperaba que expresara algo distinto al alivio que realmente estaba sintiendo. Necesitaba alejar la sospecha de que aquello le importaba. De ella y de él mismo.
Por su propio bien y porque…
Bueno, porque definitivamente no era una buena idea ir con resaca a trabajar. Te hacía sentir cosas extrañas.
