CAPITULO 1
LA NACIÓN DEL FUEGO
El cielo estaba completamente despejado, las aguas del mar se mostraban tranquilas y ninguna nube de tormenta se les apareció para advertirles de que se les aproximaba una, ni tampoco se vieron envueltos en batallas inútiles contra naves enemigas. Esto era beneficioso para la tripulación, ya que debían de entregar a unos prisioneros de gran importancia, no podían tener retrasos. Su destino en cuestión era el lugar donde se concentraba todo el poder de la Nación del fuego y se dirigía al ejército de la misma, la ciudad capital. Allí residía el mismísimo señor del fuego Ozaí, quien juzgaría a los prisioneros en persona por cargos de alta traición al haber ayudado al Avatar en el templo de Roku.
En la sala del puente viendo como su crucero de guerra se acercaba a la gran estatua de Azulon, indicándole que había llegado a su destino, estaba Takeda, el capitan del barco.
Ni siquiera se paró un momento para admirarla o siquiera verla, no le interesaba en lo más mínimo. Él era un oficial de la armada, no un turista que viajaba por placer u ocio.
Una vez pasaron la edificación le ordeno a su teniente, quien se encontraba a su lado y era su segundo al mando, que bajara para llevar a los prisioneros a cubierta. Su subordinado Solo tenía que sacarlos de sus celdas y prepararlos para que una vez tocaran puerto los entregaran, lo que daría por finalizado su labor, pero al rato Takeda vio el resultado de aquella encomienda.
Los que alguna vez fueron conocidos como los sabios del fuego, quienes durante generaciones habían servido al Avatar en sus distintas reencarnaciones, estaban en la cubierta del barco luchando contra la tripulación del joven capitán. Eran viejos pero sus años de experiencia se hacían notar al mantener a raya a los maestros fuego que no paraban de llegar con la intención de aprenderlos. Takeda se mantenía inmutable ante la lucha que se estaba librando porque sabía que todo ese esfuerzo que ponían los sabios por intentar escapar era inútil, por no decir estúpido. La nave estaba cada vez más cerca de la entrada del puerto y una vez allí era seguro que la guarnición local actuaría en su ayuda. Tal vez su plan era lanzarse al mar creyendo que ningún barco se molestaría en seguirlos o que al llegar a tierra, suponiendo que lo lograran, nadie los buscaría para recapturarlos. Fuera como fuera su importancia era nula. Todo aquello no era más que un último acto de resistencia destinado al fracaso. No había nada que pudieran hacer esos cuatro sabios para cambiar su destino, era muy tarde para eso. Sin embargo, Takeda se dio cuenta de algo. Le habían entregado cinco sabios del fuego para transportar a la capital, no cuatro. ¿Dónde estaba el quinto? ¿Estarían tramando algo esos ancianos? ¿Todo aquello no era más que una distracción? El que uno de ellos no estuviera con los demás era una variable que le resultaba bastante molesta, debía de hacer algo. Viendo que sus maestros fuego eran incapaces de someter a los prisioneros, pese a estar superados ampliamente en número, bajo del puente para poner un fin a esa absurda lucha . Tenia que encontrar al último de ellos y no podía hacerlo si los demás distraían a toda su tripulación permitiéndole que se escondiera en alguna parte de la nave.
Al llegar no se molestó en anunciarse, uno de sus hombres lo hizo por él. Todos se pararon en seco al ver que su comandante en jefe estaba allí junto a ellos, casi fue como si su aparición los hubiese tomado por sorpresa. Manteniendo una expresión de indiferencia comenzó a caminar en dirección hacia los sabios mientras que el resto de los marineros se apartaban de su camino tomando mucha distancia de él.
La expresión de confusión y sorpresa de los arrugados ansíanos era tan notoria que casi le dio gracia ¿De verdad era tan sorprendente que sus hombres lo trataran así? Desde su punto de vista ellos simplemente hacían lo que cualquier soldado aria al estar ante un superior: demostrar respeto y asegurarse de no ser un estorbo. Cuando estuvo frente a frente con sus prisioneros, a una distancia peligrosamente cerca, puso sus manos a su espalda adoptando una pose de autoridad y pudo notar que estaban algo rígidos más no se mostraban intimidados ni tampoco con alguna pizca de miedo.
Su uniforme, en esencia, era el mismo que el de un maestro fuego pero tenía algunas modificaciones que hacían notar su rango. Los colores eran de un rojo más claro, la parte que cubría sus hombros tenía un diseño diferente y estaba por encima de la que cubría su pecho. También las partes que estaban conectadas a esta, cubriendo un poco sus brazos, tenían incrustadas esferas que eran de color amarillo, al igual que la hebilla de su cinturón.
En cuanto a su aspecto físico no era nada del otro mundo; Ojos marrones, cabello de color negro corto, piel de un tono intermedio, ni muy oscura ni muy pálida, y por lo demás lo unico a destacar era su estatura, ya que era alto.
Los sabios del fuego estaban formados uno al lado del otro y tras un breve momento de silencio en los que nadie hizo nada el segundo de la Izquierda quiso decir algo mientras intentaba asercarse a Takeda pero con una velocidad sorprendente le dio una pata Lateral en medio de su pecho tan fuerte que casi lo saca del barco, todavía manteniendo sus brazos a su espalda. Luego le dio otra justo al que estaba a su derecha, del tipo tornado, llevándose también al que estaba detrás de este. El último intento tomar distancia pero una vez más el capitan demostró lo rápido que era al tomarle del cuello y levantarlo sin el menor esfuerzo.
—Atrápenlos —Dijo Takeda alzando un poco su voz. Sus hombres acataron la orden de inmediato inmovilizando por completo a los desorientados ansíanos—. ¿Dónde está el otro?
—¿Q-Que? —dijo el sabio. Era calvo y aparte de sus arrugas tenía dos bigotes que le colgaban hasta la mandíbula.
—¡Señor, uno de los prisioneros salto al agua! —grito uno de sus hombres que estaba asomandose por el estribor del barco.
—¡Paren el barco! —grito uno.
—¡Tenemos que atraparlo! —grito otro.
—¡Deténganse! No lo seguiremos —Dijo Takeda.
—Pero señor...
—Ya pasamos la estatua de Azulon, no tiene a donde ir —dijo Takeda interrumpiendo a su soldado—. La guarnición del puerto se encargara de él.
—¡N-No! —exclamo el sabio—. Él es el traidor, no nosotros. ¡No es justo!
Takeda lo lanzo a un lado como si fuera basura, no le importaba lo que pensara o quisiera ese vejete. Puede que uno se haya escapado pero no iba a malgastar esfuerzo y tiempo en atraparlo, el solo quería acabar con la tarea que le habían encomendado. Tenía a cuatro de ellos y eso debería de ser más que suficiente.
Paso la muralla que servía de entrada y por fin atraco su barco en el puerto. Cuando bajo a sus prisioneros, junto con un grupo de maestros fuego, unos guardias se le aproximaron haciéndole algunas preguntas sobre su identidad. Una vez que obtuvieron sus respuestas estos le dijeron que tenían ordenes de guiarlo hasta el palacio real para que entregara sus prisioneros a las consejeras Lo y Li, dos ancianas con mucha influencia en la ciudad.
Takeda no mostró retisencias ante aquella sorpresa. Seguramente el superior de esos guardias era alguien de mucha pereza y le paso su trabajo, era la única explicación lógica que se le ocurría.
En su camino fue objeto de muchas miradas curiosas. Los sabios tenían mucho renombre y prestigio en toda la nación del fuego, no había nadie que no hubiese escuchado de ellos aun que sea una vez en su vida. Y allí estaba el exponiéndolos a la vista de cualquiera, permitiendo que su desgracia sea de lo más publica.
Con respecto al castigo que se les impondría a sus prisioneros, no le importaba en lo más mínimo. Lo que les ocurriera a esos viejos no era de interés para el capitán, él solo los entregaría y se iría de allí tal como se le ordeno.
Cuando llego a las viviendas que conformaban la capital, ubicada en el centro de un volcán inactivo, las miradas de los curiosos no hicieron más que aumentar, era como si toda la ciudad se hubiese reunido exclusivamente para poder ver a sus prisioneros acercarse lentamente a su ejecución. Las expresiones de la mayoría mostraban confusión. Otras pena. E incluso había algunos que se mostraban tristes al presenciar aquello. Pero por supuesto también había quienes tenían una pequeña sonrisa de satisfacción demostrando claramente lo que sentían. Pero eso no sorprendió a Takeda. Todos los que vivían allí eran nobles después de todo. La clase alta de la sociedad quienes solo eran superados en comodidades y lujos por la familia real. Era de esperarse que algunos de ellos se beneficiarían de alguna que otra manera con lo que les estaba ocurriendo a los sabios del fuego, no era nada del otro mundo y Takeda lo sabía.
Cuando estuvo frente al gran portón que daba al palacio real, el cual tenía grabado el símbolo de la nación del fuego, no espero mucho para que esta se abriera. Al cruzar vio que el terreno que rodeaba toda la edificación principal era estéril y rocoso, no había rastro de que algo pudiera crecer en aquella tierra o que alguna vez lo hiciera. Por otra parte, en el centro se hallaba la residencia real la cual consistía en una gran torre elaborada con tres alas distintas que estaban conectadas a esta. Las dos más pequeñas se ubicaban a cada lado de la entrada principal del edificio y una vez que estuvo subiendo los escalones para llegar a las puertas del edificio pudo notar que también estaba adornado con oro en las puntas de sus tejados.
De pronto, y sin previo aviso, las consejeras Lo y Li salieron del lugar junto a una gran escolta de guardias reales. No eran muy altas ni tampoco parecían ser maestras fuego pero Takeda pudo notar cuanta influencia tenían las gemelas al ver la cantidad de guardias que las escoltaban por lo que les entrego a los sabios sin objeción alguna cuando estas se lo ordenaron. No le preguntaron que había sucedido con el que escapo, parecían no estar informadas sobre aquello, y él tampoco menciono algo.
Creyendo que ya podría irse se dio media vuelta y comenzó a caminar de regreso a su barco junto a sus hombres pero entonces las consejeras le ordenaron que se detuviera. Cuando las observo de nuevo noto que había un sirviente junto a ellas que antes no estaba allí. Era obvio que algo había echo esa persona para que se le impidiera irse devuelta a su nave, pese a que ya no tenía razones para quedarse en ese lugar. Pero no podía desobedecer a las principales consejeras de toda la nación y mucho menos contradecirlas en algo por lo que, una vez más, acato sus órdenes de inmediato sin oposición.
