CAP. 2: AIRE SALADO Y CICATRICES

Si algo se sabía bien en la casa Sverson foreldreløse, como el pueblo había apodado desde hacía muchos años a la casa de los huérfanos al mando de la familia Sverson, era que mantener a niños desde bebés a catorce años, era complicado. Y ruidoso.

La gente de la isla de Visithug se había acostumbrado a esa casita inclinada de madera vieja que llevaba anclada en una ladera alta entre rocas y hierbas altas un poco apartada de la aldea por generaciones, que siempre albergaba ruidos infantiles, risas, llantos, correteos y olor a pan y pastel de manzana.

Las cinco mujeres que trabajaban incansablemente en la casa eran bien conocidas en la aldea. La señora Brenda Sverson era una reconocida matrona retirada, ya viuda y mayor que aparentaba tener menos años de los que realmente tenía, siempre con la espalda recta y una cara como si acabara de chupar un limón agrio surcada de arrugas. Se paseaba por el pueblo acompañada de una mucama más joven que la ayudaba con las compras para la casa foreldreløse, con un aire de suficiencia rodeandola y el vestido de aldeana que se preocupaba en mantener, pulcro y liso sin una mancha.

La mujer, Dahlia, una joven pelirroja y pecosa sin apellido de no más de treinta años, callada y sumisa, se había proclamado la criada personal de la señora Brenda al ir siempre acompañándola por el pueblo. Era extraño ver a la vieja señora sin la figura inclinada y delgaducha de Dahlia detrás.

Engla Gormsson era sin duda la mujer más sociable de la casa Sverson, esa mujer de unos cuarenta y tantos años que parecía que no se cansaba nunca, con la fuerza de un toro y manzanas rojas por mejillas, siempre caminaba entre pasos alegres y una sonrisa coronando su regordete rostro, con manchas de harina y aceite en el vestido, desprendiendo calor y olor a horneado. Engla estaba siempre parloteando y se podía oírla hablar con su ayudante de cocina Helga desde el pasillo, una chica baja con cabello rubio pálido recogido en dos trenzas cortas apuntadas hacia arriba, rolliza y amable, muy parecida a la propia Engla, que no podía formular más de dos frases sin tartamudear entre medias.

Y por último estaba Ludmila Sverson, la única hija de la señora Brenda, un calco de la misma, alta, estirada y callada. No debía de pasar los cuarenta y cinco, pero aparentaba tener cincuenta y largos por su cenicienta piel y su cabello escaso y lacio de un marrón apagado al igual que sus ojos fríos. La heredera de la casa casi nunca se dejaba ver por el pueblo a no ser que estuviera acompañada por su madre, y se encargaba de la administración de la casa y de las clases de etiqueta de las niñas. Era estricta y saltaba con casi nada, y no era muy popular entre los niños de la casa Sverson.

Astrid se las había arreglado a sus cortos siete años para cabrear a cada una de las mujeres de la casa excepto a Engla, que era lo más cercano a una figura materna que tenía. Entre incendios en la cocina, dragones colados en los dormitorios, tartaletas robadas de la cocina, sábanas llenas de barro en los días de colada, escapadas al bosque o a la aldea, Astrid se había ganado su reputación y nombre a pulso. Había sido castigada innumerables veces con azotes en las manos, caras pegadas a la pared o sujetar libros. Ninguno de ellos había frenado su espíritu aventurero e inquieto por naturaleza.

Ese día era un día como otro en un invierno que se alejaba con un cielo limpio y viento frío. Era temprano, pero ya se podía oír la vida en la aldea comenzando a despertar a lo lejos.

Astrid se estremeció por la ráfaga de aire helado que vino hacia ella mientras corría bajando por el resbaladizo camino de piedras desgastadas que llevaba a la casa Sverson. Se arrepintió distraídamente de no haber cogido su abrigo de lana antes de salir.

Una de las cosas que le gustaba de la casa Sverson era que estaba en en una colina alta e inclinada como el propio edificio, por lo que desde la propia ventana de su habitación compartida o la puerta de entrada de la casa, se podía apreciar una vista perfecta de la aldea, sus chimeneas ya funcionando a las ocho en punto de la mañana, la gente danzando por el mercado entre regateos y conversaciones insípidas, algunos Terrores Terribles vagabundeando entre las panaderías, el comienzo del bosque oscuro y siempre cubierto de niebla, y justo al frente, una muestra perfecta del mar que se alejaba hasta fundirse con el cielo, brillante y azul salpicado de lo que Astrid había estado esperando desde hacía semanas: barcos.

Casi tanto como explorar el bosque en busca de trolls y dragones, Astrid amaba ir al puerto a escondidas. Le encantaba ver el tipo de personas que bajaban a su aldea, o ver las nuevas cosas exóticas y divertidas que traían los comerciantes de otras islas. A veces se detenía a hablar con un comerciante de barba y bigotes puntiagudos y graciosos, de ojos astutos y verdes, un comerciante extrovertido y hablador que siempre estaba contando historias disparatadas que Astrid de vez en cuando se sentaba a escuchar con otros niños del pueblo, que se hacía llamar Johan Trueque.

Era la única persona del puerto con la Astrid que había hablado en persona, el hombre le parecía gracioso y un tanto exagerado, pero se divertía hablando con él. Nunca le había comprado nada, pero podría haber pasado horas deambulando entre los objetos extraños y llamativos de su barco. Una vez le regaló un trozo de papel y un poco de lápiz de carbón, hacía ya unos años cuando la vio mirar unas cosas del barco en su quinta o sexta visita.

Se lo entregó con una palmada en la cabeza, y Astrid recordó lo rápido que corrió hacia su casa para enseñárselo a las demás niñas.

Dibujó el bosque que rodeaba la aldea, con unos trolls y un dragón mal dibujados escondidos entre los árboles y sobrevolando el cielo rayajeado, y lo colgó en la pared que daba a su cama con su nombre mal escrito en la esquina izquierda. Estaba orgullosa de ese dibujo.

Un día, hacía solo unos meses, alrededor de finales de verano, llegaron unos hombres altos y rollizos como montañas, con barbas graciosas y gestos toscos. Astrid se había reído escondida en la esquina de una casa junto al puerto cuando vió a los dos primeros hombres que bajaron del barco.

Recordó lo curiosa que le pareció la vela del único barco que llegó al puerto esa mañana. Era un dragón rojo con gesto contrariado atravesado por espadas, se encogió sobre sí misma, algo intimidada.

El primer hombre que bajó del barco de escudos fue imposible de ignorar y de pasar por alto. Era fuerte, pelirrojo y peludo. La primera palabra que se le pasó a la niña por la mente al verlo fue "vasto". Tenía un gesto serio y solemne, una postura recta y un aire de solemnidad y respeto alrededor de él.

Llevaba una túnica de pieles y escamas esmeralda brillante, la primera que ella había visto así.

Bajó de la plataforma al puerto con paso lento, había un tumulto de gente esperando, por lo que la pequeña niña supuso que el hombre de la barba trenzada debía de ser alguien importante, más cuando reconoció al jefe de su aldea entre el grupo esperando a recibirlo.

El hombre que Astrid apodó como montaña roja, iba acompañado de otro hombre de aspecto más alegre y despreocupado, era bajito, rubio enmarañado y de cejas pobladas que se unían en una. Astrid sonrió al verlo. Andaba cojeando y notó que le faltaba una pierna y un brazo, cosa que solo le dio más esencia al hombre que sonreía desdentado hacia el grupo de gente. Los dos hombres bajaron seguidos por más hombres parecidos a ellos. Astrid vió como la montaña roja se acercó al jefe de su aldea, ambos se sonrieron y se dieron la mano. La niña se sorprendió felizmente de ver al estoico hombre peludo y pelirrojo sonreír.

La gente empezó a arremolinarse alrededor de los hombres y voces y risas comenzaron a inundar el puerto haciendo eco junto a las gaviotas que sobrevolaban la aldea.

Astrid salió un poco de su escondite. La gente de la aldea la reconocía como la "niña torbellino problemática huérfana", famosa por los líos y revuelos que montaba desde que llegó a la tutela de la viuda Sverson.

Nadie sabía exactamente cuando o cómo llegó a la casa de los huérfanos hacía unos años, esa historia solo la conocían la propia Brenda y la mujer de la cocina, pero todos se acordaban cuando una niña rubia de no más de tres años bajó a la aldea por primera vez y liberó a todas las ovejas del pastor proclamando entre frases mal hechas que debían ser libres.

Durante unos meses cotilleos y comentarios no tan disimulados se esparcieron por la aldea, pero tras unos años de acostumbrarse a ver a Astrid escondiéndose por las calles huyendo de Brenda o Dahlia, o simplemente jugueteando con unos palos o Terrores Terribles, la gente calló y la dejó ser.

La niña vio que la atención de los aldeanos estaba sobre el barco de la vela de dragón y los hombres como montañas, así que supuso que no la notarían.

Entre los comentarios y saludos Astrid pudo distinguir varias palabras sueltas escapándose en el aire:

"Jefe...dragones...norte del archipiélago...suministros...bestias...Estoico...Berk"

Astrid escuchó cada palabra con atención intentando relacionarlas entre ellas como pudo. Le pareció reconocer la palabra "Berk"

La había oído antes en las clases de Ludmila, en uno de los pocos libros que tenían en su pequeña y destartalada clase improvisada.

Lo primero que pensó Astrid fue "¿qué clase de lugar se llama Berk?", y lo segundo fue "¿cómo será Berk?"

Nunca había salido más allá de los límites del bosque y la pequeña aldea en la que había crecido. La niña siempre había ansiado conocer mundo, distintas personas, costumbres, edificios, libros, dragones...

Pero conociendo su posición, Astrid sabía que tendría suerte si solo conseguía un trabajo en la aldea cuando creciera sin tener familia ni dote.

Por ahora se conformaba solo con explorar el bosque y pasear por el puerto.

Los hombres del barco que Astrid supuso que era de Berk, se fueron alejando aún rodeados del gentío y se perdieron entre las calles de Visithug. Astrid los siguió hasta quedarse en el borde del puerto. Vio a la gente alejarse como una procesión hasta que ya no los vió.

Dudó internamente sobre seguirlos o quedarse donde estaba. Optó por quedarse, si suponía bien, Dahlia estaría buscándola por los alrededores para que volviera a casa, y no quería enfrentarse tan temprano a los nervios irascibles de Brenda. Se quedó ahí deambulando por el puerto lo que restaba de día hasta que cuando el Sol estaba volviendo a esconderse, los hombres del barco de dragones y espadas volvieron, oliendo a hidromiel y tinta, arrastrando un gran carro lleno de cacharros de metal y pinchos que Astrid supuso que eran trampas y armas, aunque no sabía muy bien para qué.

Subieron a su barco, se despidieron de nuevo y la niña se quedó ahí hasta que la gente ya se había dispersado y el barco de escudos solo era un punto blanco en el horizonte.

Claro que cuando volvió se llevó un buen tirón de oreja, pero nada bajó el buen humor de Astrid.

Entonces desde ese día, Astrid había estado visitando el puerto más a menudo con la esperanza de ver nuevas personas o de nuevo a las montañas vestidas con escamas de dragón. No volvieron a aparecer, pero eso no bajó el entusiasmo de la niña, que bajó corriendo a la aldea como casi todas las mañanas con un aire despreocupado y una sonrisa.

Astrid tenía la sensación de que hoy llegaría algo nuevo por fin, había sido un invierno muy aburrido. Las mujeres estaban más pendientes de ella, era casi insoportable estar en el bosque cubierto de nieve, y el mar helado había frenado las visitas de barcos. Por eso Astrid amaba tanto el deshielo.

Saltó las últimas escaleras de piedra y la niña se metió en aire cálido y familiar de la aldea con un trote animado. Algunos de los aldeanos la reconocieron al pasar sin siquiera mirarla, unas señoras mayores se quejaron de sus prisas para después saludarla casi a regañadientes, y un grupo de niños jugando a piratas la llamaron animados reconociéndola, pero ella casi no prestó atención concentrada en los gritos de los marineros que cada vez se hacían más cercanos y claros y el olor salado del océano llenando sus pulmones.

Apretó el paso y ensanchó su sonrisa cuando los primeros barcos que después de un largo y crudo invierno empezaban a desembarcar en el puerto de Visithug. Como Astrid siempre hacía, observó las velas, blancas y algo raídas de los grandes barcos mientras detenía su carrera jadeando.

Una espada negra y larga atravesando el dibujo geométrico de lo que parecía un dragón con grandes cuernos decoraba las velas de los tres barcos encallados. Astrid analizó el cuerpo de estos, grandes y divididos en dos, era la primera vez que veía ese tipo de barcos. Curiosa, con el corazón estallando en su pecho, dió unos pasos más metiéndose en la calle transversal del puerto.

Esta vez no había tumulto de gente esperando a los hombres del barco, ni jefe, ni siquiera reconocimiento de los aldeanos.

La gente que caminaba por la madera salada y suelta del puerto seguía con sus cosas, cuchicheando y lanzando miradas desconfiadas a los grandes e imponentes barcos. Astrid observó extrañada su comportamiento, preguntándose si serían barcos no bienvenidos. Alzó una ceja, y por instinto se acercó a un puesto de pescado con un viejo marinero que miraba también como ella los barcos, con un gesto de intriga y disgusto mientras fumaba distraídamente de una pipa.

De pronto un extraño e inquietante silencio, como la calma antes de la tormenta, inundó las calles del puerto. Astrid pegó un respingo cuando un tablón de madera descendió del barco más grande hasta chocar con fuerza contra la plataforma del puerto, justo cuando los marineros y guardas que habían avistado los barcos comenzaban a entrar al puerto en dirección a los barcos. Sus miradas desconfiadas y alertas no consolaron a la niña, tampoco las lanzas que sujetaban.

Y ahí es cuando lo vio.

Un hombre grande imponente, pero no familiar ni reconfortante como lo fue el del verano anterior. Este tenía un aura negra a su alrededor y te hacía contener el aliento cuando te miraba. Tenía el rostro cubierto de cicatrices, unos ojos grises muertos y la tez tostada. Astrid nunca había visto a alguien semejante. Unas rastas largas y oscuras rodeaban su cabeza a juego con su barca recogida en cuatro trenzas cortas y despeinadas. Estaba cubierto por una gran capa de escamas de dragón negras que relucían con el sol de la mañana que solo cubría un hombro. Astrid creyó ver un destello de metal donde debió de estar su brazo izquierdo. Dio unos pasos hacia atrás y se pegó del todo a la pared del puesto del viejo marinero.

El hombre, que parecía un gran oso negro imponente y cruel, bajó del barco central con paso lento y seguro, con aires de grandeza y autosuficiencia como si acabara de llegar a su propia isla. La niña arrugó la nariz en disgusto cuando los vio bajar de un salto y sonreír alzando la cicatriz blanca y larga en sus labios.

Astrid afinó el oído cuando los cuchicheos más altos de los aldeanos se hicieron más fuertes y frecuentes. El primer guardia se acercó al hombre empuñando su arma, con la espalda rígida y actitud defensiva dijo:

"¿Qué haces aquí, Bludvist?"

El aire de repente se volvió más frío y pesado en el puerto, cayendo sobre la niña como una jarra de agua helada, pero algo dentro de ella decía que no era exactamente por el clima.

Sino por la sonrisa fría e inquietante que cruzó los rasgos del hombre de las cicatrices cuando el guardia le preguntó.

Astrid nunca pensó que una sonrisa podría ser tan...cruel.

El hombre llamado Bludvist dio unos pasos hacia los guardias de Visithug, que retrocedieron casi por instinto.

¿Quién sería ese hombre para asustar hasta a tres vikingos entrenados y armados?

El pecho de la niña se apretó con expectación y, por primera vez desde hace mucho tiempo, temor.

Astrid jamás recordó haberse asustado así antes. No se caracterizaba por ser una niña miedosa y tímida como eran la mayoría de las jóvenes de su casa.

Desde pequeña no había tenido ningún problema en subirse a los sitios más altos, o acercarse a los dragones que deambulaban por la aldea y que aterrorizaban hasta a los vikingos más estoicos, o ir sola al bosque de la isla para explorar o cazar trolls. Nunca había tenido miedo, por que nunca pensó que podría llegar a pasarle algo malo o hacerse daño.

Pero el sentimiento de temor la invadió por primera vez con sobresalto, e incluso para su pequeña mente infantil, estaba claro que ese hombre no era bueno.

Le costó seguir la conversación estando a tantos metros alejada. Por el rabillo del ojo, notó que la gente que caminaba por el puerto, ralentizó su paso y escuchó a escondidas al hombre de la capa de escamas con disimulo como ella y el viejo marinero del puesto de pescado que miraba sin escrúpulos la escena.

"Es bueno volver a Visithug después de tanto tiempo..."

Tenía la voz grave, oscura y rasposa.

El guardia principal que había formulado la pregunta entrecerró los ojos apretando el arma entre sus manos.

"Si fue hace tanto tiempo fue por una razón. Responde la pregunta, Bludvist" insitió con una nota de temblor en la voz.

El hombre soltó una leve carcajada que estremeció a la niña de arriba abajo, grave y sin pizca de humor resonó en todo el puerto aún sin paredes en las que rebotar. Astrid notó como algunas personas que pasaban también pegaban un respingo y aceleraban el paso nerviosas. Tragó saliva y no apartó los ojos de los guardias y el extraño hombre.

Bludvist avanzó unos pasos, pasando de largo a los guardias, que lo siguieron con los ojos y las armas, caminó desinteresado y tranquilo como pez en el agua y una sonrisa, con cada paso rechinando en la madera de las plataformas del pueblo.

Astrid de repente extrañó a la montaña pelirroja y al hombrecillo con mano y pierna de madera.

El hombre observó a su alrededor, como analizando las casas que rodeaban el purto y asomaban entre las colinas, para darse la vuelta y mirar a los hombres con un tinte de gracia en sus ojos opacos.

"He venido ha hablar con mi querido amigo Birger" dijo al fin con un tono que incluso Astrid pudo distinguir como sarcasmo.

Reconoció el nombre del jefe de la aldea tras unos segundos, y vagamente se preguntó si la guerra se avecinaba a Visithug de nuevo. Se encogió sobre sí misma ante el pensamiento.

Para cuando pudo darse cuenta, otros ocho o nueve hombres empezaron a bajar del barco principal. Toscos, de aspecto tan oscuro y malicioso como lo que Astrid supuso que era su líder o capitán, andaban ordenados y en silencio. Sonrieron cuando se colocaron en formación tras el hombre de las cicatrices. Sonrisas inquietantes y que escondían algo.

Astrid se arrimó a la pared tratando de hacerse pequeña, bueno, aún más pequeña.

Entre un remolino de desilusión y alivio, dos de los guardias junto al hombre oso y tres de sus hombres comenzaron a salir del puerto a paso ceremonial. El resto de los hombres se quedaron resguardando los tres inmensos barcos con expresiones indiferentes como si llevaran ahí desde siempre.

La niña los vio alejarse hacia el Gran Salón de Visithug subiendo las calles de piedra y tierra. Se quedó ahí plantada unos minutos hasta que notó que el aire volvía ha hacerse respirable y las personas comenzaban a comportarse con normalidad. Soltó un gran resoplido que no sabía que había estado conteniendo.

Juró haber oído una risa nasal salir del marinero cuando casi se derramó sobre la pared de su puesto cuando el hombre oso desapareció. Le envió una mirada mortal que no debió de ser muy intimidante con su pequeño cuerpo en su vestido de tela pesada grisáceo y viejo por el uso y sus dos trencitas rubias decorando su rostro redondo e infantil.

Se debatió mientras caminaba hacia la salida del puerto entre seguir al hombres al Gran Salón sabiendo que no obtendría nada, ya que no tardarían en echarla en cuanto la vieran cotillear por allí, o volver a la casa Sverson para recibir un buen discurso y regletazos en las manos de la vieja Brenda.

Para cuando se encaminó al Gran Salón, el destino ya había escogido por ella cuando notó una mano huesuda clavarse en su brazo y tirarla hacia atrás.

"¡Henrietta!"

Soltó una maldición y resignada se dejó arrastrar por las calles de Visithug por la viuda Sverson, sin saber que a poca distancia de allí, el destino empezaba a tomar su curso, un curso que la implicaría directamente a ella y cambiaría la historia para siempre.