Castillo de los Fitzgerald Williams,
Inverness, Escocia.
La habitación estaba exactamente como la había dejado. El pesado cortinaje de damasco borgoña a medio descorrer, el cepillo aún sobre la repisa de la chimenea. La luz de la luna iluminaba tímidamente la silueta de los muebles cercanos al balcón, por el cual ingresaba la brisa fría del otoño escocés.
El fuego del hogar crepitaba de nuevo, como si nunca hubiese sido apagado en primer lugar. Le dió un vistazo al reloj cucú. Apenas había transcurrido media hora desde las . El agitado murmullo proveniente del piso inferior indicaba que la fiesta de su madrastra estaba en pleno apogeo.
Sarah reprimió un sollozo y se pasó el dorso de la mano por la cara. No serviría de nada llorar. Debía buscar a Toby.
El Rey de los Goblins la siguió hasta el cuarto del bebé, pero se plantó en el umbral de la puerta, manteniéndose oculto entre las sombras de la noche. Sarah se preguntó si su caballerosidad sería real o una mera fachada. A modo de recordatorio, sus palabras resonaron en su cabeza y se ruborizó instantáneamente. No podemos mentir. Ciertamente, no le había dado excusas para sentirse traicionada e internamente le agradeció que por lo menos le permitiera despedirse. Habría estado en su derecho negarse.
Se obligó a atravesar la estancia, memorizando cada rincón. Esta sería la última vez que pisaría su hogar. ¡Vaya, jamás había pensando en la árida mansión de los Fitzgerald-Williams como suya! Ese siempre había sido el privilegio del cottage de su abuela materna, bajo los cielos azules de la sempiterna Skye.
Recelosa, apoyó las manos en el borde labrado de la cuna. La idea de encender la lámpara le cruzó la mente, pero la niñera de Toby dormía con una oreja pegada al cuarto del bebé y no quería atraer su atención. Los invitados no le preocupaban, pues cualquier alma que se aventurara por las plantas altas del castillo estaría interesada en encontrar un hueco donde pasar desapercibida, no en inmiscuir las narices en los asuntos de otros.
Tampoco era su intención despertar a Toby, aunque aquello fue una batalla perdida de antemano. Una sonrisa asomó en sus labios al ver que su hermanito se removía, arrugando las sábanas blancas entre sus deditos pringosos. Sus enormes ojos azules se abrieron de par en par, absorviendo sus alrededores con frenesí. ¿Sabría donde había estado?
"No recordará nada, ¿verdad?"
"Es improbable" contestó el Rey, en un susurro apenas audible.
Acarició el rostro sonrosado de Toby, absorta en sus rasgos infantiles. La redondez de las mejillas. El suave vello de las cejas, casi invisibles en contraste con la piel rosada. La mullida mata de cabello miel. El puente gracioso de la nariz. Sarah había crecido con la noción de que, tarde o temprano, abandonaría el hogar familiar por el suyo propio, pero a diferencia de aquello, el futuro que ahora yacía delante no le permitiría visitarlo. No lo vería crecer ni estaría con él cuando montara su primera yegua. No podría darle dulces a escondidas de su madre, ni mucho menos lo vería casándose y teniendo hijos.
Este momento era lo único que tendrían y Sarah se juró en ese mismo instante que lo atesoraría por siempre.
"Debo irme y no podré volver" exclamó, doblándose sobre la cuna y depositando el beso más baboso del que era capaz. Rozando su orejita, murmuró: "Estarás a salvo, te lo prometo" incorporándose y haciendo un gran esfuerzo por conservar la calma, continuó. "Sé un buen muchacho, hazme orgullosa" el niño carcajeó, balbuceando con desparpajo una respuesta incomprensible, ajeno a la realidad. "Lancelot te cuidará mientras no estoy" acomodó al oso de felpa de forma que quedase junto a la almohada. Él se aferró a una de las patas de felpa. Dirigió una mirada suplicante hacia la puerta y oyó su murmullo de aprobación. Volvió la atención a su hermano, asegurándose que las sábanas lo cubrieran bien. "Te amo, Toby. Sé feliz"
Con un último beso en la frente y el corazón latiendo dolorido, se separó de la cuna. Toby parpadeó soñoliento y cuando salió de su campo de visión se oyeron unos gorjeos curiosos y, al cabo de unos segundos, su respiración acompasada. Extrañada, levantó la vista y alcanzó a distinguir el movimiento de la mano del Rey. Debía haberlo dormido. Aquel gesto debería haberla indignado, pero ahora sólo sentía agradecimiento. No era necesario que Toby la sintiera partir. Se aproximó a él con amargura y cuando estuvo a su lado vió que sus ojos dispares brillaban.
"Si deseas llevarte algo, ahora es el momento Sarah"
Sarah asintió y los dirigió nuevamente a la última habitación del corredor.
Él caminó a su lado esta vez, sus brazos rozándose de tanto en tanto, aún cuando el pasillo era lo suficientemente ancho como para que cupieran seis personas. Uniendo las manos en silenciosa plegaria, lo ojeó. No le cabía duda que lo hacía a propósito. Había más detrás de sus seductores rasgos, más aparte del carisma que lo envolvía. Lo deseaba y eso la asustaba, pues le quitaba la única ilusión que tenía de control. Además, no lo conocía y las leyes humanas no se aplicaban en absoluto en su caso. ¿La estaría tocando por puro placer o para intimidarla? ¿Le daría tiempo para ajustarse a su nueva realidad o demandaría cumpliese con el acuerdo al que llegaron a la brevedad?
Sarah se aplaudió a si misma por hacer de todo un desastre. Los retratos del pasillo la contemplaban con sorna, desde Lady Totenham que posaba con un sabueso a sus pies hasta Lord Kenneth, a quien envenenaron durante su propio banquete de bodas. Ninguno tenía verdadero poder para juzgarla, ni siquiera Lady Irene, cuyo rostro se presentaba en su mente con repugnante claridad. Lo que más la frustraba es que dejaría a Toby a merced de los caprichos de esa megalómana y su padre, siempre preocupado, no se percataría de ello.
La sensación de impotencia que pensar en todo eso le produjo provocó que se enfadara consigo misma de tal forma que casi diera de bruces con la puerta del dormitorio.
Casi, porque los brazos del Rey la atraparon en el instante en que las rodillas se le doblaban. Impactó de llenó contra su torso y echó la cabeza hacia atrás, sorprendida. Sus manos se le deslizaron con premura por la cintura, una de ellas reptándole por el valle de los pechos hasta al cuello.
"¿Estas bien?" le susurró al oído, inclinándose e invadiéndole los sentidos con su presencia.
Cerró los ojos, un rayo de placer atravesándola al sentir el calor en el bajo vientre que se produjo en respuesta a su avance.
El efecto que tenía en ella la aterrorizaba.
"S-sí..." jadeó.
Podría haberse sentido mucho más avergonzada, pero la salvó de ello al dejarla ir.
"Debo advertirte que, a partir del momento en que te marches de aquí, ya no podrás regresar" dijo, la dulzura de su tono traicionando la crudeza de sus palabras. "Pero parece que ya lo habías deducido. Llévate lo que quieras"
"¿Será como si no hubiera existido?"
Él no dijo nada. Por alguna razón, aquello azuzó la zarza de su furia. Nunca nadie sabría jamás del sacrificio que estaba haciendo. Nadie se preguntaría ni se preocuparía por lo que le sucedió. Observó la habitación, viendo cada libro, cada muñeca, cada objeto y mueble que contenía. ¿Todo esto desaparecería en cuanto se fuera?
Sarah se dió vuelta de golpe.
"¡No le quites el oso a mi hermano!"
El Rey sonrió, labios pálidos y finos y dientes ligera e inquietantemente afilados...
"Renuncias a todo lo que no te lleves, así que el juguete es suyo" respondió, y le acomodó un mechón de cabello detrás del hombro. Empero, la ternura del gesto fue eclipsada por la fatalidad en su tono. Este le cayó laxo tras la espalda, apenas meciéndose con el movimiento. Pasó otro segundo hasta que contestó: "Quienes te conocieron recordarán nítidamente tu existencia"
Se suponía que eso debía traerle alivio, pero entonces, ¿por qué no lo hacía? ¿Sería como si se hubiese fugado? Ah, eso es muy interesante, pensó, una sutil y maliciosa sonrisa extendiéndole las comisuras de los labios. Lady Irene estaría furiosa, farfullando por los rincones acusaciones contra su díscola hijastra.
Sarah intentó aplastar la culpa que le causó pensar en su padre. Estaba demasiado enojada con él como para dejar que el afecto que todavía le tenía saliera a la luz.
Y definitivamente se negó a pensar en Toby. Dolía demasiado atreverse a pensar que la edad le impediría albergar memorias sustanciales sobre su hermana mayor.
"¿Sería posible que no lo hicieran? Es decir, que no me recordaran"
Sarah le sostuvo la mirada al Rey hasta que el peso de la suya le indujo a desviar los ojos al balcón. Densas nubes negras comenzaban a tapar la luna.
"No tengo poder sobre aquellos que no me lo han otorgado" dijo. Sarah dejó que le tomara las manos entre las suyas. Él agregó: " Pero, si sirve de algo, veré que puedo hacer"
Con las manos a ambos lados de las caderas, Sarah escudriñó la estancia. Casi podía oír a Nana Brigit proclamando que todo viaje necesitaba de un baúl. Pero no podría llevarse un baúl, ¿o sí?
Como si le leyera la mente, el Rey de los Goblins la salvó del predicamento.
"Lo que quieras, Sarah"
Ya sin dudar, vació el baúl al pie de la cama. Mucho de lo que allí había eran vestidos de fiesta comisionados para la temporada entrante, a los que hizo a un costado sin remordimiento. A juzgar por la vestimenta del Rey, no era eso lo que necesitaría para vestir. Ninguno combinaba con el cuero, el bronce bruñido, las calzas negras y las camisas de seda con volantes. Sarah se detuvo en seco.
"¿Qué vestiré? ¿Puedo usar lo que quiera?"
Él la observó con curiosidad.
"Tendrás un ajuar nuevo mañana mismo" respondió, encogiéndose levemente de hombros. "Pero no veo impedimiento a que te arregles como deseéis si no estáis en la corte"
Sarah sonrió, un inmenso peso abandonándola.
Fue hasta las repisas y sacó los volúmenes de cuentos de hadas que Nana Brigit le regaló en su decimotercero cumpleaños. Del tocador agarró el joyero, al que envolvió en un pañuelo de gasa antes de colocarlo encima de los libros. Colocó un par de peluches y la primera muñeca de porcelana que su padre le regalara. Y a todo lo tapó con sus dos vestidos favoritos: rojo sin mangas, perfecto para trabajar el jardín y uno amarillo, ideal para ensuciar. Cerró el baúl y se incorporó de un salto, sintiéndose mucho más ligera que antes. Exhaló, paladeando el sabor de la libertad. No era esto lo que habría sentido si se casaba con alguno de los señores que tenía en vista su madrastra, estaba segurísima.
De pronto, un maullido captó su atención y a Sarah le dió un vuelco el corazón. Un gato robusto y gris perla descendió grácilmente desde arriba de un armario y, a paso ligero, se acercó a ella. Sarah se incorporó, la pesada tapa del cofre haciendo un ruido sordo al escapársele de las manos. Ambas se contemplaron largo rato, incapaces de desviar la mirada. Cientos de escenarios le cruzaron la mente, pero en todos prevalecía la culpa. ¿Cómo había podido olvidarla? Acortó la distancia y la alzó, estrujándola contra su pecho.
El corazón le latía a mil. ¡De todas las cosas para ignorar, omitir, desatender y relegar...!
"¿Puedo... puedo llevarme a Mimi?" imploró. El animal no había dejado de maullar, desorientado. Sarah aligeró la presión del abrazo. "Por favor, por favor, por favor"
El Rey arqueó una ceja, visiblemente sorprendido. Se aproximó cauteloso, pero la cuadratura de sus hombros exudaban confianza, como si estuviera acostumbrado a los animales. Mimí lo observaba recelosa, pero en cuanto él le acarició detrás de una oreja ella emitió un grave ronroneo. Él sonrió presumido y sus ojos dispares se clavaron en los de ella. Sarah exhaló, percatándose que había estado conteniendo la respiración.
"Daré órdenes para que mis goblins no la persigan. Les atrae todo aquello que sea lo suficientemente pequeño como para comerse" al ver su expresión de horror, él rió. Pasó una mano por encima del lomo peludo y la gata entrecerró los ojos, contenta. Luego, el tono de su voz más serio, añadió: "Aunque dudo que les llame la atención un animal que rasguña y muerde" Sarah sospechó que más se refería a ella que a la gata, y se sonrojó de nuevo, azorada. "¿Estás lista? Odio permanecer más tiempo del necesario alejado del castillo..."
Para cuando terminó de cersiorarse que todo aquello que extrañaría estaba guardado en el cofre y el baúl de viaje, una tormenta azotaba ya las paredes del castillo. Era similar a la que surgió inesperadamente cuando el Rey de los Goblins apareció por primera vez en el balcón y Sarah tuvo la ligera sensación que ambas cosas estaban relacionadas.
Poco podía oírse por encima del rugido del viento y del agua golpeando furiosa contra las piedras ennegrecidas. La humedad del aire habría sido insoportable si no fuera porque aún vestía el camisón. Sentía la pesada mirada del Rey encima suyo y aunque el ruedo estaba descocido y agujeros de diversos tamaños adornaban la falda, nunca se había sentido tan admirada como en aquel instante. Desconocía lo que le deparaba el futuro, pero nada podía ser peor que el maltrato y las crueldades que sufrió durante años. Si tenía a Mimí a su lado. ¿Qué podía salir mal?
A estas alturas Sarah ya había sido testigo de varios actos mágicos. Laberintos que aparecían al asomarse por el balcón, pixies que no eran tan amables como los cuentos infantiles buscaban hacerlas parecer, extrañas manos que hablaban y tocaban en lugares indecorosos y amigables monstruos peludos. Y, sin embargo, cada vez que el Rey de los Goblins hacía aparecer en sus dedos una de esas bolas de cristal, ella lo encontraba perturbadoramente emocionante.
Alguna de sus manos – parecía no haber una preferencia – se alzaba y ¡pop! Un cristal surgía, las puntas de sus dedos largos y enguantados apenas acariciándolo. Una esfera cautivadora, cuya superficie cristalina no siempre reflejaba algo. En esta ocasión, por ejemplo, parecía contener una leve humareda y por eso no le resultó descabellado que cuando la lanzó en dirección a sus pertenencias estas desaparecieran en una nube de humo blanquecino.
Aunque eso no explicaba el colorido rastro de brillantina que momentáneamente quedó suspendido en el aire.
"No quiero que entren moscas en esa linda boca" murmuró el Rey de los Goblins al colocar el índice bajo su barbilla y cerrarle, efectivamente, los labios entreabiertos. Sarah le dirigió una mirada desafiante y él enarcó una ceja. Algo debió habérsele ocurrido, porque sus ojos brillaron: la pupila normal se dilató considerablemente, una mueca burlona alterando la imperceptible curvatura de sus labios. "Sa-rah..." el arrastre de su voz le debilitó las rodillas y aunque ella logró ocultarlo, el carmín de las mejillas la delató.
"Qué" le espetó ella, simulando tener una valentía de la que en estos momentos carecía por completo.
Él no respondió y como su expresión era inescrutable, Sarah temió haber cruzado una línea. Pero cuando las botas negras de caña alta del Rey de los Goblins acortaron la distancia que los separaban y su semblante mordaz estuvo a poco más de un palmo, Sarah pensó que la primera reacción – si bien no era bienvenida – hubiera sido mil veces mejor que la segunda, con la que no tenía ninguna familiaridad...
No le extrañó que la agarrase de la cintura ni que la apretase contra su cuerpo, de modo tal que ella sintiera cada pulgada de él: desde los ángulos de las caderas estrechas, pasando por la coraza de cuero repujado (llena de singulares segmentos de bronce bruñido que le enfriaban los pechos aún a través del camisón), hasta llegar a donde debían estar las clavículas, pero que para ella era el inicio del cuello.
Tampoco que la firmeza de su abrazo fuera escandalosamente obseno.
No obstante, no hizo amague de darle una bofetada o cualquier otro castigo que a su institutriz pudiera habérsele ocurrido por su insolencia.
"Deberías cuidar el lenguaje, Sa-rah" susurró.
La luchadora innata que llevaba dentro quiso responderle, pero antes que pudiese elaborar una contestación adecuada, él volvió a besarla.
Sarah no tardó más que un segundo en confirmar sus mayores temores, porque en cuanto sus bocas entraron en contacto las puntas de los dedos de los pies se le arquearon y el vello en la nuca se le erizó. El beso tenía la misma pasión que el anterior, pero había una insistencia... una urgencia en este que la asustaba. Intentó echarse para atrás, más él la sujetó con la mano derecha tras la espalda, mientras la izquierda seguía la línea de la espina, reptando hacia abajo, abajo, abajo; y Sarah pensó que se detendría en la base de la columna (y así fue durante un instante); pero no, continuó inexorable hasta alcanzarle el muslo y la ansiedad de sentirlo más cerca de lo que ya lo tenía se convirtió en una necesidad.
¿Qué era esto que sentía? Los caminos que le trazaban sus palmas en la piel ardían, dejándola en llamas, vulnerable. Había experimentado algo similar en el bosque, cuando la besó a la sombra de los melocotoneros. Pero no como esto. Jamás como esto.
Sarah sintió algo húmedo tocándole los labios y, aún cuando la sorpresa por comprender de qué se trataba amenazó con inmovilizarla, los entreabrió. Su lengua se abrió paso a través de estos y, de repente, unas murallas invisibles - de las que había ignorado su presencia hasta entonces - se desplomaron, disolviéndose en la nada, dejándole indefensa.
Se sentía avergonzada del anhelo que él despertaba dentro suyo e intentó hacérselo saber.
Pero el Rey de los Goblins la sujetó con más fuerza, impidiéndole cualquier tipo de movimiento al retenerla contra su cuerpo delgado, como si advirtiera el miedo que la avasallaba y compitiera con este para ganarle la partida. Una corriente eléctrica comenzó a recorrerle el cuerpo, sacudiéndola de pies a cabeza.
Era pavoroso. Inquietante. Cautivante.
Algo dentro suyo acababa de encajar. El impulso que daba vida a la osadía que la caracterizaba desvió el curso del miedo que hasta entonces la había atenazado, para concentrar las energías a su disposición y convertirla en la personificación de un voraz incendio. De la garganta se le escapó un sollozo y se aferró al cuello de su capa como si de ello le dependiera la vida.
Estaba en desventaja. El sabia muy bien lo que hacia y ella...
Tímidamente, intento seguir su compás. Era electrizante. Él rugió y ambos vibraron con la potencia del sonido. Sus lenguas se enroscaron la una con la otra, danzando, enredándose sin tregua. Tenía la impresión que él sabía el efecto (y el alcance) que tenía en ella. Era una leve corazonada, apenas un susurro en su mente, pero tan corpóreo que temía hacerlo a un lado. ¿Cuántas cosas ya le habían sucedido por hablar de más, por darle voz a sus frustraciones?
El mundo había cesado de existir. Solo eran ellos dos. Ellos dos y el torrente de energía que los unía, que los atravesaba y devoraba con extraordinario afán y desenfreno.
Si entre los deberes de la Reina incluía estas apasionadas demostraciones de deseo...
Cuando él rompió el beso, Sarah trató de esconderse de su mirada. Estaba segura que sus mejillas tenian el color de las ciruelas. Cerró los ojos. Respiraba entrecortadamente, exánime, y las exhalaciones de ambos se mezclaban en la escasa pulgada que los distanciaba, confundiéndose y perdiéndose la una en la otra.
Restregó los muslos, en vano intentando liberarse de la humedad entre ellas.
"Sarah, mírame" prorrumpió él; pero como ella continuara evadiéndolo, le tironeó los cabellos de la base de la nuca. "Mírame"
A Sarah le dolió el tirón y se habría negado, pero la exigencia en su voz la conminó a obedecer. Un jadeo de asombro manó de ella: el deseo nublaba su mirada y nada quedaba de la claridad de sus emociones. ¿Seria posible que ella hubiese provocado ese cambio en su naturalmente controlada disposición? Sarah no conseguia decidir si eso la fascinaba o...
"Llámame por mi nombre" su demanda bien podría haber caído en saco roto, pues ella solo lo observó como si le hubiera crecido otra cabeza. La besó de nuevo. Ella se aferró a sus hombros, temiendo que las piernas le cedieran en cualquier momento. Él gruñó, alzándola un par de palmos por encima del suelo."Sé que aquella peste de gnomo lo mencionó" bufó, sumamente indignado, y ella sonrió débilmente.
Pero antes que pudiese decir algo, un grito los tomó por sorpresa y los hizo voltear la cabeza.
Era la niñera.
Bajo el umbral de la puerta abierta.
Toby estaba en sus brazos, que ya no lloraba si no que gimoteaba vacilante. La tormenta debía haberlo despertado y su llanto, a la niñera. Y quizás a esta le llamó la atención el ruido que producían las ventanas abiertas del balcón contiguo a la habitación del bebé al estamparse una y otra y otra vez en las piedras, lo que la motivó a asomarse.
Pero aquello no debería haber sucedido. Sarah lo supo en cuanto vió la mirada del Rey.
"¿Quién sois?" murmuró la mujer. Era rolliza y ya le estaban saliendo algunas canas, pero a Sarah siempre le había caído en gracia . "La fiesta de los señores es abajo, ¡váyase de aquí!"
La educación tan espartanamente invertida en ella intentó tomar las riendas de la situación para evitar un escándalo, pero cuando intentó avanzar dos determinados pasos hacia la mujer, él le rodeó la cintura y la apretó contra su cuerpo, apenas dándole la sensación de estabilidad.
"Milord, os ruego que soltéis a Lady Sarah" la voz cascosa le tembló, al igual que las manos que sostenían a Toby.
"Creo que no será posible" respondió él, hincándole los dedos en la carne de las caderas.
No importaba que quisiera hacerla su reina, aquella no era manera de tratar a los demás, y abochornada por la escena que debían estar presentando, Sarah quiso ponerlo en su lugar. Pero la voz simplemente no le salió de la garganta y horrorizada dirigió la vista hacia él, que ni siquiera la miraba. ¿Sería posible que también leyera las mentes?
"¡Váyase!" la pobre mujer ya estaba histérica y Sarah se dió vuelta en su abrazo. "Llamaré a Lord Williams"
La risa del Rey retumbó alrededor de ellos, llenando cada hueco vacío de la habitación. Mimí, que estaba en algún lugar cercano a ella, le saltó encima, sumamente alarmada. Sus pequeñas garritas le atravesaron el camisón, lastimándole el hombro.
"No seré yo quien os lo impide, llamadle. Llamadle y veamos si le importa"
Se produjo un tenso silencio, durante el cual ninguno de los presentes se quitó la vista de encima. Sarah presintió que él solo estaba aguardando. Para qué, no tenía idea, pero no debía ser nada bueno. Esta vez sí reconoció el brillo en su mirada: desprecio, mofa, pura maldad. La reacción de la pobre mujer le divertía.
Pero esta parecía haber sacado coraje, porque retrocedió unos pasos, abriendo la boca para gritar. El Rey hizo chasquear los dedos de la mano izquierda, la que tenía libre, y varios goblins se corporizaron frente a ella.
"Lleven al niño a su cuna" exclamó, y estos no tardaron en arrancarle de las manos a Toby. Este no lloró como supuso que haría, si no que apenas las zarpas sucias de los monstruitos lo tocaron cayó profundamente dormido. El ánimo de lucha se fue en cuanto él clavó los ojos dispares en ella. "Sa-rah..." susurró contra su sien "Sabes que no le haría daño a Tobias, ¿cierto?"
Sarah estuvo tentada de decir que no, que no lo sabía. Pero las pruebas demostraban lo opuesto y decidió que lo más prudente era conceder.
Sujetando a Mimí, que siseaba furiosa a los goblins, Sarah le imploró con la mirada que no le hiciera daño. Se concentró en el calor que emanaba el cuerpo de él y en la seguridad -por contradictorio que aquello le resultaba- que sentía a su lado. Cerró los dedos de la mano libre en torno al género grueso del cuello de su capa, estrechando la distancia entre sus rostros tanto como pudiera.
Una silenciosa súplica la abandonó y su mirada fluctuó hacia allí.
"Hmm... eres mejor de lo que te dí crédito, Preciosa" dijo, la punta de su lengua asomándose entre medio de los labios pálidos para lamerlos con inmoral deleite. Los gritos de la niñera irrumpieron en la espontánea burbuja nacida entre los dos. "Tsk, tsk. Qué ruidosa" su mano surcó el aire como si de un cuchillo se tratase y ella cayó al suelo, inconciente. Sarah habría gritado indignada si hubiera sido posible; pero, como no lo era, se contentó con tironearle de la capa. La sonrisa más lujuriosa que viera alguna vez se extendió en su rostro anguloso. "Ya, ya. Todo está bien"
"¡Está inconsiente!" protestó ella, sorprendida cuando su voz logró romper el nudo en su garganta.
Él estrechó los ojos, su expresión entre intrigada y curiosa.
"Recuérdame porque diablos pensé que sería buena idea tenerte conmigo"
Sarah miró a sus alrededores, más que intranquila. ¿En qué se había metido esta vez? Le dolían los músculos del cuello de tanto que había intentado hablar. Y de tanto que lo besó, pensó, aún sintiendo el cosquilleo en los labios. Los cristales de las ventanas parecían a punto de romperse, la alfombra estaba empapada. Mimí ya no siseaba, si no que se limitaba a estudiar los goblins, agitando la cola en silenciosa amenaza.
"¿Por qué os agradé?" dijo, la voz lastimeramente sumisa.
Su risa resonó en la recámara y fue como un bálsamo para sus nervios. ¿Cómo es que el mismo ser era capaz de provocar tantas reacciones en ella, y en una franja temporal tan corta? Sarah se sentía más que confundida y sólo quería sentarse con la cabeza entre las piernas y separarse momentáneamente del resto del mundo.
Cerró los ojos y pensó en el pelaje invernal de Mimí...
Pero también sintió la respiración del Rey sobre su sien, el puente de su nariz acariciándola.
Era sedosa al tacto, ligera como plumón...
Él depositó un beso (los labios abiertos, la punta de su lengua tocándola con descaro) sobre el hoyuelo que se le formaba en la comisura de la boca, pero no le disgustó, si no que intensificó aquella sensación en el vientre que nació cuando la acorralaba contra el melocotonero.
... Igual de mullida que los cojines del chaise-longue en el rincón opuesto a la cama.
Sarah no advirtió el momento en que se desvanecieron, ni cuando Mimí saltó de sus brazos para explorar la nueva y extraña habitación en la que aparecieron segundos después.
No notó el crepitar del hogar que les entibiaba la espalda, ni que la tormenta ya no arreciaba.
Sólo era conciente del par de ojos que la acechaban, de las emociones que le provocaba la proximidad de sus cuerpos, de la satisfacción que surgía allí donde sus manos desnudas la tocaban...
