CAPITULO 2

Ino, mi amiga más antigua, fuma, se enrolla con chicos a quienes apenas conoce y la han expulsado del instituto dos veces. Una vez tuvo que presentarse ante un tribunal por absentismo escolar. Antes de conocer a Ino no sabía qué era el absentismo. Para vuestra información, es cuando te saltas tantas clases que acabas teniendo problemas con la ley. Estoy casi segura de que si Ino y yo nos hubiésemos conocido ahora, no seríamos amigas. Somos completamente distintas. Cuando iba a sexto, a Ino le gustaba el papel de cartas, las fiestas de pijamas y quedarse despierta toda la noche viendo películas de John Hughes, igual que a mí. Para cuando llegamos a octavo, se escabullía de casa mientras mi padre dormía para encontrarse con chicos a los que había conocido en el centro comercial. La traían a casa antes de que se hiciese de día. Yo me quedaba despierta hasta que regresaba, aterrorizada ante la idea de que no llegase antes de que mi padre despertase. Pero siempre llegaba a tiempo. Ino no es el tipo de amiga a la que llamas por teléfono todas las noches o con la que tomas el almuerzo todos los días. Es como un gato callejero, viene y va a su gusto. No puede atarse a un lugar o a una persona. En ocasiones, paso días y días sin ver a Ino, y entonces, en mitad de la noche, tocan a la ventana de mi habitación y es Ino, agazapada en la magnolia. Siempre dejo el pestillo de la ventana abierto, por si acaso. Ino y Natsu no se soportan: Ino cree que Natsu es una estirada, y Natsu piensa que Ino es bipolar. Natsu piensa que Ino me utiliza; Ino piensa que Natsu me controla. Yo creo que es posible que ambas tengan un poco de razón. Pero lo que importa es que Ino y yo nos entendemos, y eso cuenta más de lo que la gente imagina. Ino me llama de camino a nuestra casa. Dice que su padre se está comportando como un idiota y que viene a pasar un par de horas, y que si tenemos comida. Ino y yo estamos en el salón compartiendo un bol de ñoquis que han sobrado de la comida cuando Natsu llega a casa después dejar a Hanabi en la barbacoa que organiza el equipo de natación para celebrar el final de temporada.

—Ah, hola. —Y entonces divisa el vaso de Coca-Cola Light de Ino encima de la mesita del café, sin posavasos—. ¿Te importaría usar un posavasos?

En cuanto Natsu desaparece por la escalera, Ino exclama:

—¡Dios! ¿Por qué es tan bruja tu hermana?

Deslizo un posavasos bajo su bebida.

—Piensas que todo el mundo es una bruja.

—Eso es porque lo son.

Ino pone lo ojos en blanco y mira al techo antes de soltar a todo volumen:

—Tiene que quitarse el palo del culo.

Desde su habitación, Natsu chilla:

—¡Te he oído!

—¡Ésa era la idea! —responde Ino a gritos, mientras se come el último ñoqui.

Me limito a suspirar.

—Se marchará pronto.

Entre risitas, Ino pregunta:

—¿Y qué va a hacer Kiba? ¿Le encenderá una vela todas las noches hasta que vuelva a casa?

Dudo un poco. No estoy segura de que deba continuar con el secreto, pero estoy convencida de que Natsu no quiere que Ino sepa nada de su vida personal. Así pues, me limito a responder:

—No estoy segura.

—Espera un momento. ¿Le ha plantado? —pregunta Ino.

Asiento con pena.

—Pero no le digas nada —le advierto—. Todavía está triste.

—¿Natsu? ¿Triste? —Ino se mira las uñas—. Natsu no tiene emociones humanas normales como el resto de nosotros.

—Es que no la conoces. Además, no todos podemos ser como tú.

Me ofrece una sonrisa llena de dientes. Tiene los ojos azules y la hace parecer helada y filosa.

—Cierto.

Ino es puro sentimiento. Chilla a la menor ocasión. Dice que a veces tienes que gritar tus sentimientos; si no lo haces, se pudren. El otro día le chilló a una mujer en el supermercado por pisarle el pie de manera accidental. No creo que sus emociones corran ningún peligro de pudrirse.

—No puedo creer que dentro de unos días no vaya a estar aquí —digo y, de repente, me lloran los ojos.

—No se está muriendo, Hinata. No hace falta ponerse en plan « Buaaah» . —Ino tira de un hilo suelto en sus pantaloncitos cortos rojos. Son tan cortos que se le ve la ropa interior cuando se sienta. Es roja, y le va a conjunto con los pantalones. —De hecho, creo que esto te irá bien. Ya es hora de que hagas la tuya y dejes de hacer caso de todo lo que te dice la reina Natsu. Éste es nuestro año, perra. Ahora es cuando las cosas se ponen interesantes. Morréate con unos cuantos chicos, vive un poco… ¿Lo pillas?

—Vivo lo suficiente —respondo.

—Sí, en el asilo de ancianos —se burla Ino, y le lanzo una mirada de reproche.

Natsu empezó a trabajar de voluntaria en la Comunidad de Jubilados Gakure cuando se sacó el carnet de conducir. Su trabajo consistía en ayudar a organizar la hora del cóctel para los residentes. Yo la ayudaba de vez en cuando. Disponíamos los cacahuetes y servíamos las bebidas y, a veces, Natsu tocaba el piano, aunque lo habitual era que lo acaparara. Nitabe es la diva de Gakure. Es la reina del gallinero. Me gusta escuchar sus historias. Y a miss Mary no se le da muy bien conversar por culpa de la demencia, pero fue ella quien me enseñó a tejer. Ahora tienen a otro voluntario, pero sé que en Gakure, cuantos más mejor, porque la mayoría de los residentes reciben muy pocas visitas. Debería dejarme caer. Echo de menos ir de visita. No me hace gracia que Ino se burle de ello.

—La gente de Gakure ha vivido más que todas las personas a quienes conocemos juntas. Hay una mujer, Nitabe, ¡que formaba parte del servicio que viaja al extranjero a entretener a las tropas! Recibía cientos de cartas al día de los soldados que se habían enamorado de ella. Y un veterano que perdió una pierna ¡le envió un anillo de diamantes!

De repente, Ino parece interesada.

—¿Se lo quedó?

—Sí —admito—. Creo que no fue correcto quedárselo si no tenía intención de casarse con él, pero me lo mostró y era precioso. Era un diamante rosa muy raro. Seguro que ahora vale un montón de dinero.

—Nitabe suena increíble —dice Ino a regañadientes.

—Podrías acompañarme a Gakure algún día. Podríamos asistir a la hora del cóctel. Al señor Perelli le encanta bailar con las chicas nuevas. Te enseñará el foxtrot —le sugiero. Ino pone una mueca de horror, como si le hubiese sugerido pasar el rato en el vertedero de la ciudad.

—No, gracias. ¿Qué tal si te saco yo a bailar? —responde, y señala el piso de arriba con la cabeza—. Ahora que tu hermana se marcha, podemos divertirnos de verdad. Ya sabes que yo siempre me lo paso bien.

Es cierto: Ino siempre se lo pasa bien. A veces, demasiado bien, pero bien al fin y al cabo.


La noche antes de la marcha de Natsu, las tres estamos en su habitación, ayudándola a hacer los últimos preparativos. Hanabi está organizando los artículos de baño de Natsu, que mete con cuidado en el estuche transparente. Natsu intenta decidir qué abrigo llevarse.

—¿Me llevo el chaquetón y el anorak, o sólo el chaquetón? —me pregunta.

—Sólo el chaquetón. Te lo puedes poner para ir arreglada, o para los días de diario —respondo.

Estoy tumbada en su cama, supervisando los preparativos de las maletas.

—Hanabi, asegúrate de que el tapón de la loción esté bien apretado.

—La loción es nueva. ¡Claro que está apretado! —gruñe Hanabi, pero lo comprueba de todos modos.

—En Kumo el frío empieza antes que aquí. Creo que me llevaré ambos — resuelve Natsu, que dobla el abrigo y lo coloca encima de la maleta.

—¿Por qué me preguntas si ya te habías decidido? Además, dijiste que vendrías a casa por Navidad. ¿Vendrás?

—Sí. Deja de comportarte como una mocosa —me urge Natsu.

La verdad es que Natsu no está metiendo muchas cosas en el equipaje. No necesita demasiado. Yo en su lugar me habría llevado toda mi habitación, pero Natsu no. Su habitación tiene casi el mismo aspecto. Natsu se sienta a mi lado y Hanabi se acomoda a los pies de la cama.

—Todo está cambiando —digo con un suspiro. Natsu pone una mueca y me abraza.

—No ha cambiado nada. Somos las chicas Hyuga para siempre, ¿te acuerdas?

Papá está de pie en la entrada de la habitación. Llama a la puerta, a pesar de que está abierta y le vemos con claridad.

—Voy a meter las maletas en el coche —anuncia. Le observamos desde la cama mientras arrastra una de las maletas escalera abajo y luego sube a por la otra.

—Oh, no, no os levantéis. No quiero molestar —comenta en tono sarcástico.

—No te preocupes, no nos levantamos —respondemos a coro.

Durante la última semana, papá ha estado sumergido en modo limpieza de primavera, a pesar de que no estamos en primavera. Se está deshaciendo de todo: la panificadora que no utilizamos nunca, cedés, mantas viejas y la antigua máquina de escribir de mamá. Lo regalará todo. Un psiquiatra podría relacionar todo esto con la marcha de Natsu a la universidad, pero yo no sabría explicar el significado exacto de sus actos. Sea lo que sea, resulta irritante. Ya he tenido que ahuyentarlo dos veces de mi colección de unicornios de cristal. Apoyo la cabeza en el regazo de Natsu.

—Así que vendrás a casa por Navidad, ¿verdad?

—Sí.

—Ojalá pudiese acompañarte. Eres menos aburrida que Hinata —se queja Hanabi. Le doy un pellizco.

—¿Ves? —se jacta.

—Hinata será muy divertida siempre y cuando te comportes. Y las dos tenéis que cuidar de papá. Aseguraos de que no trabaja demasiados sábados seguidos. Aseguraos de que lleve el coche a la inspección el mes que viene. Y comprad filtros para el café. Siempre se os olvidan los filtros del café.

—Sí, mi sargento —coreamos Hanabi y yo. Examino la expresión de Natsu en busca de tristeza o miedo o preocupación, alguna señal de que la asusta marcharse tan lejos, de que nos echará de menos tanto como nosotras a ella. Pero no la encuentro. Esa noche, las tres dormimos en la habitación de Natsu. Hanabi siempre es la primera en caer dormida. Yo permanezco tumbada a oscuras con los ojos abiertos. No puedo dormir. La idea de que mañana por la noche Natsu no estará en esta habitación me entristece tanto que apenas puedo soportarlo. Odio los cambios más que nada en este mundo. Desde las sombras, Natsu pregunta:

—Hinata… ¿has estado enamorada alguna vez? Enamorada de verdad.

Me pilla desprevenida. No tengo ninguna respuesta preparada. Intento pensar en alguna, pero ya está hablando otra vez.

—Desearía haberme enamorado más de una vez. Creo que deberías enamorarte al menos dos veces en el instituto —dice en tono melancólico. Luego deja escapar un suspiro diminuto y se duerme. Natsu siempre se duerme así, un suspiro soñador y ya está de camino a Nunca Jamás: así de fácil. Me despierto en mitad de la noche y Natsu no está. Hanabi está hecha un ovillo a mi lado, pero Natsu no. La oscuridad es total; sólo la luz de la luna se filtra a través de las cortinas. Me levanto de la cama y voy a la ventana. Me quedo sin aliento. Ahí están: Kiba y Natsu, de pie en el camino de entrada. Natsu aparta la mirada de Kiba, hacia la luna. No se están tocando. Hay tanto espacio entre los dos que resulta evidente que Natsu no ha cambiado de opinión. Suelto la cortina y regreso a la cama. Hanabi ha invadido mi espacio. La empujo unos centímetros para dejar sitio a Natsu. Desearía no haber visto esa escena. Era demasiado íntima. Demasiado real. Debía pertenecerles sólo a ellos. Si pudiese borrarla de mi mente, lo haría. Me tumbo de lado. ¿Qué se debe de sentir al tener un chico que te quiere hasta tal punto que llora por ti? Y no un chico cualquiera. Kiba. Nuestro Kiba. En respuesta a su pregunta: sí, creo que he estado enamorada de verdad. Aunque solamente una vez. De Kiba. Nuestro Kiba.


Así fue como Natsu y Kiba se convirtieron en pareja. En cierto modo, el primero en decírmelo fue Kiba. Ocurrió hace dos años. Estábamos sentados en la biblioteca durante nuestra hora libre. Yo estaba haciendo los deberes de matemáticas; Kiba me ayudaba porque se le dan bien las mates. Teníamos las cabezas dobladas sobre la página, tan cerca que olía el jabón que había utilizado esa mañana. Irish Spring. Y entonces, dijo:

—Necesito un consejo. Me gusta una chica.

Por un segundo, pensé que era yo. Pensé que iba a decir que era yo. Tenía la esperanza de que lo dijese. Era a principios de curso. Habíamos pasado todo el mes de agosto juntos, a veces con Natsu, pero casi siempre solos, porque Natsu tenía prácticas en la plantación Montpelier tres días a la semana. Nadamos mucho. Lucía un bronceado fantástico gracias a la natación. Así que, por una décima de segundo, creí que iba a decir mi nombre. Pero entonces vi cómo se sonrojaba, con la mirada perdida en el espacio, y supe que no se refería a mí. Hice una lista mental de todas las chicas posibles. Era una lista corta. Kiba no tenía muchas amigas. Tenía a su amigo del alma, Hetsu, que se mudó de Suna cuando íbamos a la escuela, y a su otro amigo del alma, Jin, y ya está. Podría ser Ten Ten, del equipo de voleibol. Una vez la señaló como la chica más guapa de su curso. En defensa de Kiba, le obligué a ello. Le pregunté quién era la chica más guapa de cada curso. De entre las de mi clase, escogió a Sakura. No me sorprendió, pero aun así noté que se me encogía un poco el corazón. Podría ser Jodie, la universitaria de la librería. Kiba hablaba a menudo de lo lista que era, y de lo sofisticada que era porque había estudiado en la India y ahora era budista. ¡Ja! Yo era mitad japonesa; fui yo quien le enseñó a Kiba a comer con palillos. Probó el kimchi por primera vez en mi casa. Estaba a punto de preguntárselo cuando la bibliotecaria nos hizo callar, así que volvimos a concentrarnos en los deberes. Kiba no volvió a sacar el tema y yo no pregunté. Sinceramente, prefería no saberlo. No era yo, y eso era lo único que me importaba. No se me ocurrió en ningún momento que pudiese ser Natsu. No la veía como el tipo de chica que podía gustarle. Ya la habían invitado a salir antes, cierto tipo de chicos. Chicos inteligentes que eran sus compañeros en clase de química y sus oponentes en las elecciones del consejo estudiantil. Visto en perspectiva, no resulta tan sorprendente que a Kiba le gustase Natsu, dado que él encajaba en ese tipo de chico. Si me preguntasen qué aspecto tiene Kiba, diría que es normal. Tiene el aspecto de alguien a quien se le dan bien lo geek, el tipo de chico que se refiere a los cómics como novelas gráficas. Pelo castaño. Pero no de un castaño especial, sino un castaño normal. Ojos oscuros que se tornan turbios en el centro. Es más bien flacucho, pero fuerte. Lo sé porque una vez me torcí el tobillo junto al antiguo campo de béisbol y me llevó a caballito hasta casa. Tiene marcas en las mejillas que le hacen parecer más joven de lo que es. Siempre me han gustado sus marcas. Si no las tuviera, su rostro sería demasiado serio. Lo que me resultó más sorprendente e increíble fue que a Natsu también le gustase. No por el tipo de persona que es Kiba, sino por el tipo de persona que es Natsu. Nunca me había mencionado que le gustase ningún chico, ni una sola vez. La caprichosa era yo; la casquivana, como diría mi abuela. Natsu, no. Natsu estaba por encima de esas cosas. Su existencia se desarrollaba en un plano superior donde esas cosas (los chicos, el maquillaje y la ropa) carecían de importancia. Ocurrió de repente. Natsu llegó tarde del instituto ese día de octubre. Tenía las mejillas sonrosadas a causa del frío aire montañoso, se había trenzado el pelo y llevaba una bufanda en torno al cuello. Había estado trabajando en un proyecto en el instituto, era la hora de cenar y yo estaba cocinando pollo a la parmesana y espaguetis con salsa de tomate. Entró en la cocina y anunció:

—Tengo algo que contaros.

Los ojos le hacían chiribitas. Recuerdo que se estaba desenrollando la bufanda del cuello. Hanabi estaba haciendo los deberes en la mesa de la cocina, papá estaba de camino a cas revolvía la salsa.

—¿Qué? —preguntamos Hanabi y yo.

—Kiba dice que le gusto.

Natsu se encogió de hombros con gesto satisfecho. Los hombros casi le llegaron a las orejas. Me quedé muy quieta. A continuación, solté la cuchara de madera en la salsa.

—¿Kiba, Kiba? ¿Nuestro Kiba?

No me atrevía siquiera a mirarla. Temía que se diese cuenta.

—Sí. Hoy me ha esperado a la salida de clase para decírmelo. Dice… — Natsu sonrió, emocionada—. Dice que soy la chica de sus sueños. ¿Os lo podéis creer?

—Vaya —respondí. Intenté transmitirle felicidad con esa palabra, pero no sé si lo conseguí. Lo único que sentía era desesperación. Y envidia. Una envidia tan profunda y tenebrosa que parecía asfixiarme. Así que volví a intentarlo, esta vez con una sonrisa.

—Vaya, Natsu.

—Vaya —repitió Hanabi—. ¿Así que ahora sois novio y novia?

Contuve el aliento a la espera de su respuesta. Natsu tomó un pellizco de parmesano y se lo metió en la boca.

—Creo que sí.

Y entonces sonrió, y su mirada se tornó tierna y líquida. Comprendí que a ella también le gustaba. Y mucho. Esa noche escribí mi carta para Kiba. Querido Kiba…

Lloré mucho. Y así fue como terminó. Terminó antes incluso de tener mi oportunidad. Lo importante no era que Kiba hubiese escogido a Natsu, sino que Natsu le había escogido a él. Ése era el fin. Lloré a mares. Escribí mi carta. Lo dejé todo atrás. No he vuelto a pensar en él de esa forma desde entonces. Están hechos el uno para el otro. Sigo estando despierta cuando Natsu regresa a la cama, pero cierro los ojos rápido y finjo dormir. Hanabi está acurrucada a mi lado. Me parece oír un sorbido y miro a Natsu de reojo. Está de espaldas a nosotras. Le tiemblan los hombros. Está llorando. Natsu no llora nunca. Ahora que he visto a Natsu llorar por él, estoy más convencida que nunca: estos dos no han terminado.


Al día siguiente, llevamos a Natsu al aeropuerto. Una vez fuera, cargamos las maletas en un porta equipajes. Hanabi intenta subirse encima para bailar, pero papá la hace bajar enseguida. Natsu insiste en entrar sola, como dijo que haría.

—Natsu, al menos déjame que te acompañe a facturar el equipaje. Quiero ver cómo cruzas el control de seguridad —dice papá, mientras intenta maniobrar el portaequipaje en torno a Natsu.

—No me va a pasar nada. Ya he volado sola en avión. Sé cómo hacerlo — repite. Se pone de puntillas y le da un abrazo a papá—. Llamaré en cuanto llegue, te lo prometo.

—Llama todos los días —susurro. El nudo que tengo en la garganta no para de crecer y se me escapan unas cuantas lágrimas. Esperaba no llorar porque sabía que Natsu no lo haría y llorar sola es patético, pero no puedo evitarlo.

—Ni se te ocurra olvidarte de nosotras —le advierte Hanabi.

El comentario hace sonreír a Natsu.

—Eso es imposible. Nos abraza una vez más. Me deja a mí para el final. Como sabía que haría.

—Cuida bien de papá y de Hanabi. Ahora estás a cargo.

No quiero soltarla, así que la abrazo más fuerte. Sigo esperando una señal, una indicación de que nos echará de menos tanto como nosotros a ella. Y entonces se pone a reír y la suelto.

—Adiós, Nat —digo, y me enjugo las lágrimas con el filo de la camiseta. Los tres la observamos mientras empuja el carrito hasta el mostrador de facturación. Estoy llorando a lágrima viva, secándome las lágrimas con el dorso del brazo. Papá nos rodea con el brazo a Hanabi y a mí.

—Esperaremos hasta que esté en la fila para pasar el control de seguridad.

Cuando termina de facturar el equipaje, se da la vuelta y nos mira a través de las puertas de cristal. Levanta una mano, se despide y se dirige a la fila del control de seguridad. Contemplamos cómo se aleja, pensando que quizá se vuelva una vez más, pero no lo hace. Ya parece muy lejana. Natsu, la chica de las matrículas de honor, siempre competente. Cuando me llegue la hora de marcharme, dudo mucho que sea tan fuerte como Natsu. Pero, ahora en serio, ¿quién lo es? Lloro durante todo el camino de vuelta a casa en el asiento trasero del coche. Hanabi me dice que soy más niña que ella, me agarra de la mano y la aprieta con fuerza, y sé que ella también está triste. A pesar de que Natsu no es una persona ruidosa, en casa parece reinar el silencio. En cierto modo está vacía. ¿Cómo será cuando me marche dentro de dos años? ¿Qué van hacer papá y Hanabi? No soporto la idea de que lleguen a una casa vacía y oscura sin Natsu y sin mí. Quizá no me marche muy lejos; tal vez incluso pueda vivir en casa durante el primer semestre, eso sería lo correcto.


Esa misma tarde, Ino me llama por teléfono y me dice que me encuentre con ella en el centro comercial. Quiere mi opinión sobre una chaqueta de piel y, para ver el efecto completo, tengo que verla en persona. Estoy orgullosa de que me pida mi opinión de sastre y me sentaría bien salir de casa y no seguir estando triste, pero conducir sola hasta el centro comercial me pone nerviosa. Yo (y todo el mundo, en realidad) me considero una conductora asustadiza. Le pregunto si puede enviarme una foto, pero Ino me conoce demasiado bien.

—Nop. Arrastra el culo hasta aquí, Hinata. No aprenderás a conducir mejor hasta que hagas de tripas corazón y te decidas a hacerlo.

Así que eso es lo que hago: conduzco el coche de Natsu al centro comercial. Tengo el carnet y todo, pero me falta seguridad. Mi padre me ha dado clases muchas veces, y Natsu también y, con ellos en el coche, no tengo ningún problema, pero me pongo nerviosa cuando conduzco sola. Lo que me asusta es cambiar de carril. No me gusta apartar la vista ni por un momento de lo que está ocurriendo justo enfrente. Tampoco me gusta conducir deprisa. Pero lo peor de todo es que tiendo a perderme. Los únicos lugares adonde soy capaz de llegar con absoluta seguridad son la escuela y la tienda de comestibles. Nunca he tenido que aprender cómo llegar al centro comercial porque Natsu nos llevaba siempre. Pero ahora sé que tengo que esforzarme porque soy la responsable de llevar a Hanabi. Aunque la verdad es que Hanabi se orienta mejor que yo. Sabe cómo llegar a montones de sitios. Pero no quiero que tenga que explicarme cómo llegar a donde sea. Quiero sentirme como la hermana mayor, quiero que se relaje en el asiento del pasajero, segura en el conocimiento de que Hinata la llevará a donde tiene que ir, como me pasaba a mí con Natsu. Claro que también podría usar el GPS, pero me siento boba pidiéndole que me indique cómo llegar al centro comercial cuando he estado allí un millón de veces. En su lugar, me inquieto en cada giro, y dudo cada vez que veo una entrada a la autopista. ¿Era la norte o la sur? ¿Giro aquí o en la siguiente? Nunca había tenido que prestar atención. Pero por ahora todo va bien. Escucho la radio, moviéndome al ritmo de la canción, e incluso conduzco con una sola mano al volante. Lo hago para fingir confianza, porque dicen que cuanto más finges, más cierto te acaba pareciendo. Todo va tan bien que tomo un atajo en lugar de la autopista. Paso por el vecindario de al lado e, incluso mientras lo hago, empiezo a preguntarme si ha sido una buena idea. Tras un par de minutos, el paisaje empieza a resultarme poco familiar y me doy cuenta de que he girado a la izquierda en vez de a la derecha. Intento contener el pánico que me invade y retroceder. « Puedes hacerlo, puedes hacerlo» . Hay una señal de stop a cuatro bandas. No veo a nadie, así que sigo adelante. Ni siquiera veo el coche que viene a mi derecha. Lo noto antes de verlo. Chillo hasta quedar ronca. La boca me sabe a cobre. ¿Estoy sangrando? ¿Me he mordido la lengua? La toco y sigue ahí. El corazón me late a mil por hora; me siento sudada y pegajosa. Respiro profundamente, pero no consigo que me entre el aire. Me tiemblan las piernas al salir del coche. El otro conductor ya ha salido, está inspeccionando su coche de brazos cruzados. Es mayor que mi padre y tiene el pelo gris y lleva bermudas con langostas rojas estampadas. Su coche está bien, pero el mío tiene una abolladura enorme a un lado.

—¿No has visto la señal de stop? ¿Estabas enviado mensajes con el teléfono? —pregunta.

Niego con la cabeza; se me está cerrando la garganta. No quiero llorar. Mientras no llore… Parece darse cuenta. La arruga de irritación que tiene entre las cejas se está suavizando.

—Mi coche parece estar en perfecto estado. ¿Te encuentras bien? —me pregunta, a regañadientes.

Asiento una vez más.

—Lo-lo siento mucho —respondo.

—Los jóvenes tenéis que ser más prudentes —dice como si yo no hubiese abierto la boca. El nudo que tengo en la garganta empieza a crecer.

—Lo siento de verdad, señor.

Hace un ruido que suena como un gruñido.

—Deberías llamar a alguien para que venga a buscarte. ¿Quieres que espere contigo? —se ofrece el hombre.

—N-no, gracias.

¿Y si es un asesino en serie o un pedófilo? No quiero quedarme a solas con un desconocido.

El hombre se marcha con su coche. En cuanto desaparece, se me ocurre que debería haber llamado a la policía mientras estaba aquí. ¿No se supone que tienes que llamar a la policía siempre que hay a un accidente de coche, pase lo que pase? Estoy casi segura de que nos lo enseñaron en la autoescuela. Así que he cometido otro error. Me siento en la cuneta y miro fijamente el coche de Natsu. No llevo ni dos horas con él, y ya lo he destrozado. Apoyo la cabeza en mi regazo y me siento hecha una bola. Me empieza a doler el cuello. Es entonces cuando empiezan a brotar las lágrimas. A mi padre no le hará ninguna gracia. A Natsu tampoco. Los dos estarán de acuerdo en que no debería estar conduciendo por la ciudad sin supervisión, y quizá tengan razón. Quizá aún no esté preparada. Quizá no lo esté nunca. Quizá cuando sea vieja, mis hermanas y mi padre tendrán que llevarme a los sitios porque soy una inútil. Saco el teléfono y llamo a Kiba. Cuando responde, digo:

—Kiba, ¿puedes hacerme un favor? —y me tiembla tanto la voz que me siento abochornada. Y claro que se da cuenta, porque es Kiba. Enseguida se pone serio.

—¿Qué ha ocurrido?

—He tenido un accidente de coche. No sé ni dónde estoy. ¿Puedes venir a buscarme?

—¿Te has hecho daño? —pregunta.

—No, estoy bien. Es que… —Si pronuncio una palabra más, romperé a llorar.

—¿Qué señales ves? ¿Qué tiendas?

Estiro el cuello para echar un vistazo alrededor.

—Falstone. Estoy en el 8109 de Falstone Road —respondo mirando al buzón más cercano.

—Voy de camino. ¿Quieres que siga al teléfono contigo?

—No hace falta —cuelgo y empiezo a llorar. No sé cuánto tiempo llevo allí sentada llorando cuando otro coche se detiene frente a mí. Levanto la vista y es el auto de Naruto Uzumaki con las lunas tintadas. Una de las ventanillas desciende. No me lo creo, quiero esconderme debajo de algo.

—¿Hinata Hyuga? —Lo miro y asiento. Está sonriente por alguna razón, no es que necesite una. Es Naruto Uzumaki, siempre está sonriendo.

—¿Estás bien?

Asiento otra vez y, con un gesto, le hago saber que puede marcharse. Vuelve a subir la ventanilla y pienso que se va a marchar de verdad, pero entonces aparca a un lado. Sale de su coche y empieza a inspeccionar el mío. Lo escucho silbar.

—Vaya, sí que metiste la pata. ¿Tienes la información del seguro del otro tipo?

—No, su coche estaba bien —respondo, mientras me seco las lágrimas furtivamente—. Fue culpa mía.

—¿Tienes seguro?

Asiento.

—¿Los has llamado?

—N-no, pero viene alguien.

Naruto se sienta a mi lado. —¿Cuánto tiempo llevas ahí sentada y llorando sola?

Escondo la cara y me vuelvo a secar las mejillas.

—Y-yo no estoy llorando.

Naruto Uzumaki y yo éramos amigos antes de que se convirtiese en Uzumaki, cuando era Naruto Namizake. Formábamos parte de la pandilla en la escuela. Los chicos eran Naruto Uzumaki, Toneri Otsutsuki y Sasuke Uchiha. Las chicas éramos Sakura y yo, y Temari, que vivía al final de la manzana, y a veces Ino. De pequeña, Sakura vivía a dos calles de distancia. Resulta curioso lo importante que es la proximidad durante la infancia. Quién sea tu mejor amigo depende directamente de lo cerca que estén vuestras casas. Con quién te sientes depende de lo cerca que estén vuestros apellidos en el alfabeto. Es un gran juego de azar. En octavo, Sakura se mudó a otro vecindario y seguimos siendo amigas un tiempo más. Venía al vecindario a pasar el rato, pero algo había cambiado. Al llegar al instituto, Sakura nos había eclipsado. Seguía siendo amiga de los chicos, pero la pandilla de chicas estaba acabada. Temari y yo continuamos siendo amigas hasta que se mudó el año pasado, pero siempre había algo humillante cuando estábamos juntas, como si fuésemos dos rebanadas de pan sobrantes y juntas formásemos un sándwich seco. Ya no somos amigos. Ni Sakura y yo, ni Naruto y yo. Por eso me resultaba tan extraño estar sentada a su lado en una acera cualquiera como si el tiempo no hubiese pasado.

Le suena el móvil y se lo saca del bolsillo.

—Me tengo que ir.

—¿Adónde vas?

—A casa de Sakura.

—Entonces, más te vale apurarte... Sakura se enfadará si llegas tarde.

Naruto suelta un resoplido como si no le importase, pero se levanta de golpe. Me pregunto cómo será ejercer tanto poder sobre un chico. No creo que me gustase. Tener el corazón de alguien en tus manos entraña mucha responsabilidad. Está entrando en su coche cuando, como si se le ocurriese de repente, pregunta:

—¿No quieres que llame al seguro por ti?

—No hace falta. Pero gracias por parar. Ha sido muy amable de tu parte.

Naruto sonríe de oreja a oreja. Una sonrisa brillante como el sol. Recuerdo eso de Naruto: lo mucho que le gustan los refuerzos positivos.

—¿Te sientes mejor?

Asiento una vez más. La verdad es que sí.

—Bien.

Tiene el aspecto de un Chico Guapo de otros tiempos. Podría ser un gallardo soldado de la primera guerra mundial, tan atractivo que su chica esperaría su regreso de la guerra durante años, tan apuesto que podría esperar para siempre. Podría llevar una chaqueta deportiva, conducir un Corvette con la capota bajada y una mano en el volante, de camino a recoger a una chica para llevarla a un baile de los años cincuenta. Naruto tiene el tipo de atractivo honrado que parece más del ayer que de hoy. Tiene algo que les gusta a las chicas. Fue el primer chico que me gustó. Me resulta muy extraño cuando pienso en ello. Parece que ocurrió hace una eternidad, pero tan sólo fue hace cuatro años.

Kiba aparece un minuto después, mientras le envío a Ino un mensaje para avisarle de que no iré al centro comercial. Me pongo de pie.

—¡Cuánto has tardado!

—Me dijiste el 8109. ¡Éste es el 8901!

—No, dije el 8901 —respondo con seguridad.

—No, estoy seguro de que dijiste el 8109. ¿Y por qué no respondes al móvil?

Kiba sale del coche y, cuando ve la abolladura, se queda boquiabierto.

—Mierda. ¿Ya has llamado al seguro?

—No. ¿Te importa hacerlo tú?

Kiba llama y luego nos sentamos en su coche con el aire acondicionado encendido mientras esperamos. He estado a punto de sentarme en el asiento trasero, cuando de repente me he acordado de que Natsu ya no está. He ido en su coche montones de veces, pero creo que nunca me había sentado delante.

—Mmm… Sabes que Natsu te matará por esto, ¿no?

Giro la cabeza tan rápido que el pelo me golpea la mejilla.

—Natsu no se va a enterar. ¡N-no le digas nada!

—¿Cuándo iba a hablar con ella? Hemos roto, ¿te acuerdas?

Frunzo el ceño.

—Kiba, sabes que me molesta cuando la gente hace eso. Les pides que te guarden un secreto y, en lugar de contestar sí o no, responden: « ¿A quién se lo voy a contar?» .

—¡No he dicho « ¿A quién se lo voy a contar?» !

—Solo di sí o no. No lo conviertas en una pregunta.

—No le diré nada a Natsu. Esto quedará entre tú y yo. Te lo prometo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Entonces se hace el silencio y ninguno de los dos dice nada. Tan sólo se oye el ruido del aire fresco que sale de los conductos de ventilación. Se me revuelve el estómago al pensar en cómo se lo explicaré a mi padre. Quizá debería darle la noticia con lágrimas en los ojos para que se apiade de mí. O podría decir algo del estilo « Tengo una noticia buena y otra mala. La buena es que estoy bien, no tengo ni un rasguño. La mala es que el coche está destrozado» . Quizá « destrozado» no sea la palabra más adecuada. Estoy dándole vueltas a cuál sería la mejor palabra cuando Kiba dice:

—¿Así que vas a dejar de hablarme sólo porque Natsu y yo hayamos roto?

El tono de Kiba es jocosamente amargado o amargadamente jocoso, si es que existe tal combinación. Lo miro sorprendida.

—¿Cómo puedes decir eso? Claro que seguiré hablándote. Pero no en público.

Éste es el papel que interpreto con él: el de la hermana pequeña exasperante. Como si fuese igual que Hanabi. Como si no nos llevásemos sólo un año. Kiba no sonríe, parece abatido, así que le doy un codazo.

—¡Era una broma! —sollozo.

—Hinata, ella… ¿te explicó lo que pensaba hacer? Quiero decir, ¿formaba parte de su plan?

Cuando me ve titubear, añade:

—Venga, sé que te lo cuenta todo.

—La verdad es que no. Al menos, esta vez no. De verdad, Kiba. No sabía nada. Te lo prometo —le aseguro con la mano en el corazón. Kiba asimila mis palabras. Se mordisquea el labio inferior, y reflexiona:

—Puede que cambie de idea. Es posible, ¿no?

No sé si es más cruel decir que sí o que no porque sufrirá de todos modos. Porque, a pesar de que estoy al 99,99999 por cien segura de que volverán a estar juntos, existe la pequeña posibilidad de que no, y no quiero darle esperanzas. Así que no digo nada. Kiba traga con fuerza, y su nuez sube y baja. Apoyo la cabeza en su hombro y digo:

—Nunca se sabe, Kiba.

Kiba mantiene la mirada al frente. Una ardilla sube a un roble a toda velocidad. Sube y vuelve a bajar otra vez. Los dos la contemplamos.

—¿A qué hora aterriza?

—Todavía faltan unas cuantas horas.

—Vendrá… ¿Vendrá a casa por Acción de Gracias?

—No. No tienen vacaciones por Acción de Gracias. Es Kumo, Kiba. No celebran las mismas festividades. —Quería decirlo con tono jocoso, pero me sale desganado.

—Tienes razón.

—Pero vendrá en Navidad —añado, y los dos suspiramos. —¿Puedo seguir visitándolos? —me pregunta Kiba.

—¿A Hanabi y a mí?

—Y a tu padre también.

—No nos vamos a ir a ninguna parte —le aseguro. Kiba parece aliviado.

—Bien. No soportaría perderos también a vosotros.

En cuanto lo dice, se me detiene el corazón y me olvido de respirar y, por un momento, me siento mareada. Y luego, como suele suceder, el sentimiento, ese extraño aleteo en el pecho desaparece y llega la grúa. Llegamos a casa.

—¿Quieres que te acompañe a decírselo a tu padre? —se ofrece.

Me animo hasta que me acuerdo de que Natsu dijo que ahora yo estaba a cargo. Estoy casi segura de que responsabilizarte de tus errores forma parte de estar al cargo.