Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la escritora Jennifer Niven, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados como ansiedad, depresión, suicido, bullyng, etc. se recomienda estar consciente de ello a la hora de leer. Pueden encontrar el libro a la venta en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
Edward
Vuelvo a estar despierto
6° día
«¿Es hoy un buen día para morir?»
Es lo que me pregunto por la mañana al despertarme. En clase, a tercera hora, cuando intento mantener los ojos abiertos mientras el señor Schroeder sigue soltando su rollo. En la mesa, a la hora de la cena, mientras engullo las judías verdes. De noche, mientras permanezco en vela en la cama porque mi cerebro no se desconecta por culpa de todo lo que tiene que pensar.
«¿Es hoy el día?»
«Y si no es hoy, ¿cuándo?»
Me lo pregunto también ahora que me encuentro en una estrecha cornisa a seis pisos de altura.
Estoy tan arriba que prácticamente formo parte del cielo. Miro la acera y el mundo bascula. Cierro los ojos, disfruto de la sensación de las cosas girando. Quizá esta vez sí lo haga y deje que el aire se me lleve. Será como flotar en una piscina, dejarse arrastrar hasta que no haya nada.
No recuerdo cómo he subido hasta aquí. De hecho, no recuerdo prácticamente nada anterior al sábado, y nada que sea anterior a este invierno. Sucede siempre: la mente en blanco, el despertar. Soy como ese viejo con barba, Rip Van Winkle.
Ahora me ves, ahora ya no. Cualquiera pensaría que ya me he acostumbrado a eso, pero esta última vez ha sido peor si cabe, puesto que no he permanecido dormido un par de días, o una semana o dos, sino que he permanecido dormido durante todas las fiestas, es decir, Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo. No sabría decir qué es lo que ha sido distinto esta vez, solo que cuando me desperté me sentí más muerto de lo habitual. Despierto, sí, pero completamente vacío, como si alguien se hubiese estado alimentando de mi sangre. Ahora estoy en mi sexto día desde que volví a despertar y en mi primera semana de clase desde el 14 de noviembre.
Abro los ojos y el suelo sigue allá abajo, duro y permanente. Estoy en la torre que alberga la campana del instituto, en una cornisa de unos diez centímetros de ancho.
La torre es pequeña, con unos pocos metros de hormigón rodeando lo que es la campana en sí, y luego este murete que actúa a modo de barandilla y al que me he encaramado para llegar donde estoy. De vez en cuando golpeo una pierna contra él para recordarme que está ahí.
Tengo los brazos extendidos como si estuviera dando un sermón y toda la ciudad, no muy grande y aburrida, aburridísima, fuera mi congregación.
—¡Damas y caballeros! —grito—. ¡Les doy la bienvenida a mi muerte!
Cabría esperar que dijese «vida», ya que acabo de despertar, pero es justo cuando estoy despierto que pienso en morirme.
Grito al estilo de un predicador de la vieja escuela, sacudiendo espasmódicamente la cabeza y pronunciando las palabras de tal modo que vibren al final, y a punto estoy de perder el equilibrio. Me sujeto por detrás, pensando que es una suerte que nadie se dé cuenta de ello, ya que, afrontémoslo, aparentar que no tienes miedo cuando estás aferrado a la barandilla como un pollo al palo del gallinero resulta complicado.
—Yo, Edward Cullen, sin estar en pleno poder de mis facultades mentales, lego la totalidad de mis pertenencias terrenales a Emmett McCarty, a Alice Brando y a mis hermanas. Todos los demás, que se j...
En casa, mi madre nos enseñó desde muy pequeños a decir esa palabra deletreándola o, mejor aún, ni deletrearla (si debemos utilizarla) y, por desgracia, es una costumbre que tengo arraigada.
A pesar de que ya ha sonado la campana, algunos de mis compañeros de clase siguen pululando por el patio. Es la primera semana del segundo semestre del último curso de bachillerato y ya se comportan como si hubieran acabado y no estudiaran aquí. Uno de ellos levanta la vista en mi dirección, como si me hubiese oído, pero los demás no, bien porque no se han percatado de mi presencia, bien porque saben que estoy aquí y piensan: «Oh, bueno, no es más que Edward el Friki».
De repente, gira la cabeza y señala al cielo. Al principio pienso que me señala a mí, pero es entonces cuando la veo, a la chica. Está a escasos metros de mí, en el lado opuesto de la torre, también ha superado la barandilla para encaramarse a la cornisa, su cabello chocolate oscuro se agita con la brisa, el bajo de su falda se infla como un paracaídas. Aunque estamos en Indiana y en enero, va descalza, solo con medias, y veo que sujeta las botas en la mano y tiene la mirada fija en sus pies o en el suelo, es difícil adivinarlo. Está paralizada.
Con mi voz normal, no la de predicador, digo, manteniendo al máximo la calma:
—Te lo digo por experiencia, lo peor que puedes hacer es mirar hacia abajo.
Muy lentamente, vuelve la cabeza hacia mí. Conozco a la chica, o al menos la conozco de verla por los pasillos. Abre un poco los ojos al ver que estoy aquí y, por mucho que me gustaría pensar que lo hace porque soy guapísimo, sé que no es así.
No puedo resistirme.
—¿Vienes mucho por aquí? Porque digamos que este lugar es mío y no recuerdo haberte visto nunca.
Ni ríe ni pestañea, sino que se limita a mirarme desde detrás de unas gafas anticuadas que le ocultan casi toda la cara. Intenta dar un paso hacia atrás y su pie impacta contra el muro. Se tambalea un poco, y antes de que caiga presa del pánico, digo:
—No sé qué te ha traído aquí arriba, pero, a mi entender, la ciudad se ve más bonita y la gente más agradable, incluso las peores personas parecen casi amables. Con la excepción de Mike Newton, Rosalie Hale y toda esa gente con la que vas.
Se llama Bella Nosequé. Es una animadora muy popular, una de esas chicas con las que jamás pensarías tropezarte en una cornisa a seis pisos de altura. Detrás de esas gafas tan feas, es bonita, parece casi una muñeca de porcelana. Ojos grandes, una cara dulce en forma de corazón, una boca que ansía esbozar una sonrisilla perfecta. Es una chica que sale con tíos como Ryan Cross, la estrella de béisbol, y se sienta con Rosalie Hale y otras abejas reina a la hora de comer.
—Pero, afrontémoslo, no hemos subido hasta aquí para disfrutar de la vista. Te llamas Bella, ¿no?
Pestañea una vez, y lo tomo como un sí.
—Edward Cullen. Creo que el año pasado estuvimos juntos en álgebra.
Pestañea de nuevo.
—Odio las mates, pero no es por eso que estoy aquí. Lo digo sin ánimo de ofender, si es por eso que estás aquí arriba. Lo más probable es que seas mejor en mates que yo, porque casi todo el mundo es mejor que yo en mates, pero tranquila, no pasa nada, ya que destaco en cosas más importantes, como en la guitarra, en el sexo y en decepcionar constantemente a mi padre, por nombrar solo algunas. Por cierto, por lo visto eso que cuentan de que nunca acabas utilizándolas en el mundo real es verdad. Las matemáticas, me refiero.
Sigo hablando, pero me doy cuenta de que estoy quedándome sin fuerzas. En primer lugar, necesito mear y, por lo tanto, no son solo mis palabras las que vibran. (Nota para mí mismo: antes de intentar suicidarte, recuerda echar la meadilla.) Y en segundo lugar, empieza a llover, razón por la cual, con la temperatura que tenemos, acabará convirtiéndose en aguanieve antes de que alcance el suelo.
—Empieza a llover —digo, como si ella no lo viese—. Supongo que luego dirían que la lluvia arrastrará la sangre, que nos dejará hechos un amasijo menos complicado de retirar. Lo que me preocupa, no obstante, es eso del amasijo. No soy un engreído, pero soy humano, y no sé tú, pero a mí en el funeral no me apetece dar la impresión de haber pasado por la trituradora.
Está tiritando o temblando, no lo sé muy bien, de modo que voy aproximándome a ella centímetro a centímetro, con la esperanza de no caer antes de llegar allí, porque lo último que deseo es quedar como un imbécil delante de esta chica.
—He dejado claro que quiero que me incineren, pero a mi madre no le va. Y mi padre hará lo que ella diga para no disgustarla más de lo que ya lo esté, y además está lo de «eres demasiado joven para pensar en estas cosas, ya sabes que la abuela Cullen vivió hasta los noventa y ocho. No tenemos por qué hablar de eso ahora, Edward, no preocupes a tu madre».
Continúo hablando.
—De manera que me pondrán en un ataúd abierto, lo que significa que, si salto, no estaré nada guapo. Además, me gusta mi cara así, intacta: dos ojos, una nariz, todos los dientes, un detalle que, si quieres que te sea sincero, es uno de mis mejores rasgos.
Le sonrío para que vea a qué me refiero. Todo donde debe estar, al menos exteriormente.
Viendo que no dice nada, sigo aproximándome muy despacio sin dejar de hablar.
—Sobre todo, me sabe mal por el tipo de las pompas fúnebres. Vaya trabajo de mierda, y encima tener que ocuparse de un tarado como yo.
Alguien grita desde abajo.
—¿Isabella? ¿Es Bella la que está allá arriba?
—Oh, Dios mío —dice ella, tan bajito que apenas la oigo— OhDiosmíoohDiosmío.
El viento le levanta la falda y le alborota el cabello. Parece que vaya a salir volando.
Abajo se oye un murmullo y grito:
—¡No intentes salvarme! ¡Solo conseguirás matarte! —y entonces añado, muy bajito, dirigiéndome solo a ella—: Mira, vamos a hacer lo siguiente. —debo de estar a poco más de un palmo de la chica—. Quiero que lances los zapatos hacia donde está la campana y que luego te sujetes a la barandilla, simplemente que te agarres a ella, y cuando hayas hecho eso, que te apoyes bien y levantes el pie derecho para pasarlo por encima del murete. ¿Entendido?
—Entendido. —dice, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento que casi le hace perder el equilibrio.
—No muevas la cabeza.
—Entendido.
—Y, hagas lo que hagas, no te equivoques de dirección y des un paso adelante en vez de darlo hacia atrás. Contaré hasta tres, ¿entendido?
—Entendido.
Arroja las botas en dirección a la campana y caen sobre el hormigón con un ruido sordo.
—Una. Dos. Tres.
Se agarra a la piedra y se apuntala. Luego levanta la pierna y la pasa por encima y queda sentada sobre la barandilla. Mira hacia el suelo y me doy cuenta de que se ha quedado paralizada, así que le digo:
—Bien. Estupendo. Pero deja de mirar hacia abajo.
Dirige lentamente la mirada hacia mí y con el pie derecho busca a tientas el suelo de la torre del campanario, y en cuanto veo que lo encuentra, digo:
—Ahora pasa la pierna izquierda como puedas. Y no te sueltes de la pared.
Tiembla con tanta fuerza que hasta le oigo el castañeteo de los dientes, pero veo cómo acaba juntando el pie izquierdo al derecho y sé que ya está a salvo.
De modo que solo quedo yo. Miro abajo una última vez, más allá de mi cuarenta y siete de un pie que no para de crecer —hoy llevo unas zapatillas deportivas con cordones fluorescentes—, más allá de las ventanas abiertas del cuarto piso, del tercero, del segundo, más allá de Rosalie Hale, que está en la escalera de entrada riéndose a carcajadas y agitando su cabellera rubia como si fuese un poni, sujetando los libros por encima de su cabeza en un intento de coquetear y protegerse de la lluvia al mismo tiempo.
Miro más allá de todo esto y me concentro en el suelo, que está ahora húmedo y resbaladizo, y me imagino tendido allí.
«Podría saltar. Estaría hecho en cuestión de segundos. Se acabó Edward el Friki. Se acabó sufrir. Se acabó todo.»
Intento superar la inesperada interrupción que me ha supuesto salvar una vida humana y retomar lo que tenía entre manos. La percibo durante un minuto: la sensación de paz cuando mi mente se acalla, como si ya estuviera muerto. Soy ingrávido y libre. Nada ni nadie que temer, ni siquiera a mí mismo.
Entonces oigo una voz a mis espaldas que dice:
—Quiero que te sujetes a la barandilla y que, cuando estés bien agarrado, te apoyes y levantes el pie derecho para pasarlo por encima del murete.
Y de repente noto que pasa el momento, que tal vez ya ha pasado, y ahora me parece una idea estúpida, con la excepción de la cara que pondría Rosalie cuando me viera pasar volando por su lado. Río solo de pensarlo. Río con tanta fuerza que casi me caigo, y me asusto —me asusto de verdad— y me agarro y Bella me sujeta justo cuando Rosalie levanta la cabeza. Entorna los ojos.
«Bicho raro», dice alguien. El grupillo de Rosalie se mofa. Rosalie ahueca las manos junto a la boca y enfoca hacia arriba.
—¿Estás bien, B?
Isabella se inclina por encima de la barandilla sin soltarme las piernas.
—Estoy bien.
Veo que se entreabre la puerta de acceso a la escalera del campanario y que aparece mi mejor amigo, Emmett McCarty. Emmett es negro. No negro como los que salen en las series de la tele por cable, sino negro negro. Y creo que eso de tener un nombre tan de blanco es para él como llevar clavada una espina gigantesca y espantosa.
—Hoy toca pizza. —dice.
Y lo dice como si yo no estuviera en el borde del tejado, con los brazos extendidos y una chica agarrándome por las rodillas.
—¡¿Por qué no lo haces y acabas de una vez con esto, rarete?! —grita desde abajo Mike Newton, conocido también como MikeMike, conocido también como gilipollas.
Más risas.
«Porque luego tengo una cita con tu madre», pienso, pero no lo digo porque, reconozcámoslo, es poco convincente, y también porque entonces subiría, me pegaría un puñetazo y me tiraría, lo que le quita la gracia a lo de hacerlo yo solo.
Lo que hago, en cambio, es decir a gritos:
—¡Gracias por salvarme, Bella! ¡No sé qué habría hecho si no hubieses venido! ¡Supongo que ya estaría muerto!
La última cara que vislumbro abajo es la de mi tutor, el señor Banner. Cuando me mira furioso pienso: «Estupendo. Simplemente estupendo».
Dejo que Bella me ayude a superar el murete y pisar el hormigón. Oigo abajo el murmullo de un aplauso, no para mí, sino para Bella, la heroína. Estoy tan cerca de ella que veo que tiene la piel lisa y transparente, con la excepción de dos pecas en la mejilla derecha, y que sus ojos son de un tono chocolate que me hace pensar en el otoño. Son los ojos lo que me llama la atención. Son grandes e inquisitivos, como si lo vieran todo. Aun siendo cálidos, son ojos que no se andan con tonterías, de esos que te miran directamente, y estoy seguro de ello a pesar de las gafas. Es guapa y esbelta, pero no excesivamente alta, con piernas largas e inquietas y caderas curvilíneas, un detalle que me gusta en una chica. En el instituto hay muchas chicas con cuerpo de chico.
—Solo estaba sentada aquí —dice—. En la barandilla. No he subido para...
—¿Me permites que te pregunte una cosa? ¿Crees que el día perfecto existe?
—¿Qué?
—Un día perfecto. De principio a fin. En el que no ocurre nada horroroso, ni triste, ni ordinario. ¿Crees que es posible?
—No lo sé.
—¿Has tenido alguna vez uno?
—No.
—Yo tampoco, pero lo busco.
—Gracias, Edward Cullen —dice entonces en voz baja. Se pone de puntillas y me estampa un beso en la mejilla. Y huelo su champú, que me recuerda el aroma de las flores. Me susurra al oído—: Si alguna vez le cuentas esto a alguien, te mato.
Con las botas todavía en la mano, corre para cobijarse de la lluvia y cruza la puerta que conduce al tramo oscuro de escalera desvencijada que desemboca en uno de los muchos pasillos de la escuela, siempre excesivamente iluminados y concurridos.
Emmett la ve marchar, y en cuanto la puerta se cierra a sus espaldas se vuelve hacia mí.
—¿Por qué haces eso, tío?
—Porque todos tenemos que morir algún día. Y quiero estar preparado.
Este no es el motivo, por supuesto, pero a Emmett le bastará. La verdad es que hay muchos motivos, que en su mayoría cambian, además, a diario, como los treinta y cuatro estudiantes que murieron a principios de esta semana cuando un hijo de puta abrió fuego en el gimnasio de su instituto, o la chica dos cursos menor que yo que acaba de morir de cáncer, o el hombre que vi en el exterior de los cines del centro comercial arreándole una patada a su perro, o mi padre.
Emmett tal vez piense que lo soy, pero no me llama «bicho raro», razón por la cual es mi mejor amigo. Dejando de lado el hecho de que lo aprecio por esto, poca cosa tenemos en común.
Técnicamente, este año estoy en periodo de prueba, debido a un temilla en el que estuvieron implicados un pupitre y una pizarra. (Para que quede constancia, una pizarra nueva es más cara de lo que cabría suponer.) También tiene que ver con un incidente en el que rompí una guitarra durante una asamblea, la utilización ilegal de petardos y un par de peleas. Como resultado de ello, he accedido de manera no voluntaria a lo siguiente: someterme a una tutoría semanal, mantener una media de notable alto y participar al menos en una actividad extraescolar. Elegí macramé, porque no tenía ni idea de qué era y porque soy el único chico entre veinte chicas que estaban buenas, lo que consideré un porcentaje de probabilidades bastante elevado para mí. Además, tengo que comportarme, llevarme bien con los compañeros, reprimirme y no derribar pupitres y contenerme y no incurrir en ninguna forma de «altercado físico violento». Y debo siempre, siempre, haga lo que haga, morderme la lengua, porque, por lo visto, si no lo hago es cuando empiezan los problemas. Si a partir de ahora envío a tomar por c... cualquier cosa, se traduce en una expulsión directa.
En el despacho de tutoría, me presento ante la secretaria y tomo asiento en una de las sillas de respaldo duro hasta que el señor Banner está dispuesto a recibirme.
Conozco a Benedicto (Ben) —como yo lo llamo— como si lo hubiese parido, y sé que solo querrá saber qué demonios hacía yo en lo alto del campanario. Con un poco de suerte, no tendremos tiempo para hablar de nada más.
Al cabo de unos minutos me indica con un gesto que pase. Es un tipo bajito y robusto que parece un toro. En cuanto cierra la puerta, su sonrisa se esfuma. Se sienta, se inclina sobre la mesa y me mira fijamente, como si yo fuera un sospechoso al que debe interrogar.
—¿Qué demonios hacías en lo alto del campanario?
Lo que me gusta de Benedicto no solo es que es predecible, sino que va al grano.
Lo conozco desde mi primer año aquí.
—Quería ver el paisaje.
—¿Tenías intención de saltar?
—No el día que toca pizza. Jamás el día que toca pizza, que es uno de los mejores días de la semana.
Debería mencionar que sé eludir las preguntas de manera brillante. Tan brillante que si me dieran una beca para estudiar en la universidad me especializaría en eso, aunque ¿para qué tomarme la molestia? Ya tengo dominado ese arte.
Espero a que me pregunte por Isabella, pero me dice:
—Necesito saber si tenía intenciones de hacerse daño. Lo digo muy en serio. Si el director Wertz se entera de esto, está usted fuera de aquí antes de que le dé tiempo a pronunciar la palabra «suspensión», o cualquier otra cosa. Y ni que decir tiene que si no presto atención y decide volver a subir allí y saltar, me enfrento a una demanda judicial y, con el sueldo que me pagan, créame si le digo que no tengo dinero para defenderme. Y esto se aplica tanto a si salta desde lo alto del campanario como si lo hace desde la torre Purina, independientemente que sea propiedad de esta escuela o no.
Me rasco la barbilla como si estuviera reflexionando sobre lo que me acaba de decir.
—La torre Purina. Buena idea.
No se mueve excepto para mirarme casi bizqueando. Como la mayoría de la gente en este país, Benedicto no cree en el humor, sobre todo si tiene que ver con temas delicados.
—No tiene ninguna gracia, señor Cullen. No es para tomarlo a broma.
—No, señor. Lo siento.
—En lo que jamás piensan los suicidas es en lo que dejan atrás. Y no me refiero solo a sus padres y hermanos, sino también a sus amigos, novias, compañeros de clase y profesores.
Me gusta que piense que hay tantísima gente que depende de mí, incluyendo no solo una, sino varias «novias».
—Solo estaba matando el tiempo. Y estoy de acuerdo en que seguramente no es la mejor manera de pasar la primera hora de clase.
Coge una carpeta, da unos golpecitos con ella sobre la mesa y hojea su contenido.
Espero mientras lee y luego vuelve a mirarme. Me pregunto si estará contando los días que faltan para que llegue el verano.
Como los policías que salen en la tele, se levanta y rodea la mesa hasta que se cierne sobre mí.
Se apoya en ella, se cruza de brazos y miro más allá de él, en busca del espejo unidireccional para identificaciones que debe de haber escondido en algún lado.
—¿Es necesario que llame a su madre?
—No. Lo repito, no. —y lo repetiría más: «No, no, no»—. Mire, ha sido una estupidez. Solo quería ver qué se sentía mirando hacia abajo desde allí. Jamás saltaría desde lo alto del campanario.
—Si vuelve a suceder, si piensa en ello, aunque solo sea eso, la llamaré. Y se someterá a un análisis de detección de drogas.
—Valoro mucho su preocupación, señor. —intento parecer lo más sincero posible, porque lo último que deseo es tener un resplandeciente haz de luz enfocándome en todo momento, siguiéndome por los pasillos del instituto, siguiéndome por las demás facetas de mi vida, sean las que sean. Y la verdad es que, en el fondo, Benedicto es una persona de mi agrado—. Y en cuanto a eso de las drogas, no es necesario que pierda su precioso tiempo. De verdad. A menos que cuente también el tabaco. ¿Las drogas y yo? Nos llevamos fatal. Créame, las he probado. —cruzo las manos como un buen chico—. Y por lo que a este asunto del campanario se refiere, aunque no ha sido en absoluto lo que se imagina, le prometo de todos modos que no volverá a pasar.
—Así debería ser. Lo quiero ver por aquí dos veces a la semana en vez de una. Vendrá los lunes y los viernes y hablará conmigo, para que pueda comprobar cómo va.
—Encantado, señor... Me refiero a que de verdad me gustan estas conversaciones que mantenemos, pero estoy bien.
—No es negociable. Y ahora hablemos sobre el final del último semestre. Se perdió usted cuatro, casi cinco semanas de clase. Dice su madre que tuvo la gripe.
De hecho, se refiere a mi hermana Kate, pero no lo sabe. Fue ella quien llamó por teléfono para justificar mi ausencia, porque mi madre ya tiene suficientes preocupaciones.
—Si eso fue lo que dijo, ¿quiénes somos nosotros para discutírselo?
La verdad es que estuve enfermo, pero no de algo que se explique tan fácilmente como una gripe. Mi experiencia me ha dado a entender que la gente se muestra mucho más compasiva cuando te ve fastidiado, y por millonésima vez en mi vida pienso en que ojalá tuviera el sarampión, la viruela o cualquier enfermedad que todo el mundo comprendiese para de este modo facilitar el asunto, tanto para ellos como para mí. Cualquier cosa sería mejor que la verdad: «Volví a desconectarme. Me quedé en blanco. Estaba patinando y al momento siguiente mi mente empezó a trazar círculos, como un perro viejo y artrítico que intenta ponerse cómodo antes de tumbarse. Y luego se apagó y me fui a dormir. Pero no a dormir como duerme la gente cada noche. Imagínate un sueño prolongado y oscuro en el que no puedes ni siquiera soñar».
Benedicto entorna de nuevo los ojos hasta convertirlos en una raja y me mira fijamente, como si intentara hacerme sudar.
—¿Y podemos esperar que durante este semestre venga a clase y se mantenga alejado de todo tipo de problemas?
—Por supuesto.
—¿Y esté al día en sus deberes de clase?
—Sí, señor.
—Hablaré con la enfermera para que se encargue de realizarle el test de drogas. —taladra el aire para señalarme con el dedo—. Como periodo de prueba se entiende «un periodo para poner a prueba la idoneidad de alguien; un periodo durante el cual el estudiante debe mejorar». Mírelo si no me cree y, por el amor de Dios, siga vivo.
Lo que no digo entonces es: «Quiero seguir vivo». Y no lo digo porque, teniendo en cuenta la gruesa carpeta que tiene delante, jamás me creería. Y una cosa más que tampoco creería: estoy luchando para permanecer en este mundo asqueroso de mierda. Lo de subir a la cornisa del campanario no tiene nada que ver con la muerte. Tiene que ver con el control. Tiene que ver con no volver a dormirme nunca más.
Benedicto rodea la mesa y coge un fajo de panfletos de Adolescentes con Problemas. Entonces me dice que no estoy solo y que siempre puedo hablar con él, que su puerta está abierta, que está aquí y que volverá a verme el lunes. Quiero decirle que, sin ánimo de ofender, todo eso no me sirve de gran consuelo. Pero lo que hago, en cambio, es darle las gracias, y lo hago por esas ojeras oscuras que luce y por las arrugas tipo código de barras que le rodean la boca. Seguramente encenderá un pitillo en cuanto me marche. Cojo unos cuantos folletos y lo dejo tranquilo. En ningún momento ha mencionado a Bella, y me siento aliviado por ello.
¡HEY, bienvenidas al primer capítulo! Estamos de estreno. Ahora, hablando del capítulo. Hay tantas luces rojas aquí, me da mucha impotencia. Saber que hay gente que no puede ver a través del sufrimiento de los demás, que no puede sensibilizarse hacia el dolor de una persona, que no es capaz de ver las alertas frente a su nariz. La vida tiene formas extrañas de actuar y Bella y Edward se encuentran en un momento nada común, pero en definitiva, algo les tiene deparado el futuro. ¿Cómo vieron este primer capítulo? Creo que todas podemos llegar a la misma conclusión, Edward hace más de lo que dice y tiene algunos problemillas. Ah y como ignorar ese sentido del humero tan característico hahaha.
Las leo en los reviews siempre y recuerden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.
—Ariam. R.
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