24 de septiembre, 3018 de la T.E. del Sol
La joven apretó los dientes en un gesto de inexperiencia y frustración, a la vez que disminuía el agarre ejercido por sus temblorosos dedos. Deseó tener las manos libres para poder secar las gotas de sudor que perlaban su frente; no obstante, en lugar de recibir la ayuda deseada, escuchó una voz a su lado que le ordenó: — No paréis, continuad.
Ella no desvió la mirada del cuerpo abierto que tenía ante sus ojos, pero no pudo evitar que se notara que el temblor no hacía más que empeorar.
— No puedo — masculló. — Khrenin, yo no…
— Continuad.
Herena cerró los párpados durante un ligero momento e intentó relajarse. Si no hubiera sido por el hedor que impregnaba el cadáver, se hubiera tomado la libertad de inspirar profundamente una buena bocanada de aire, pero en esos momentos aquella licencia le parecía la peor opción.
— No estoy preparada. Ha sido una mala idea. No quiero…
— Continuad.
La voz de su tutor, normalmente suave y bondadosa y ahora impregnada de autoridad, la devolvió a la realidad. Armándose de valor, volvió a tomar con fuerza las tenazas y ejerció presión sobre ellas para volver a abrir el intestino del animal, mientras que con su mano izquierda se preparaba para penetrar en su interior.
— Ya lo tenéis. Con esto es suficiente, no hace falta abrir más. Meted los dedos y tantead.
Herena se acercó más aún la vela que usaba para alumbrarse, y agachó la cabeza para observar las ya desangradas entrañas del pobre cerdo.
— No veo nada — contestó, negando a su vez con la cabeza.
— Meted la mano y palpad — repitió su tutor.
Ella intentó reunir valor, maldiciendo la hora en la que había decidido que era una buena idea acceder a la sugerencia de una disección, e internó los dedos en el intestino. Fue palpando poco a poco, aguantando para sí las ganas de vomitar; hasta que, cuando estaba a punto de darse por rendida, sus yemas tantearon algo.
— Espera, he encontrado algo. Parece una… pared, o algo así.
— Intentad agarrarlo y extraedlo. Pero hacedlo con las tenazas.
Herena sacó la mano con cuidado y volvió a agarrar su instrumento; sin embargo, cuando volvió a dirigir la mirada hacia el interior del animal, a punto estuvo de dejarlo caer al suelo.
— ¡Por las barbas de Dúrin! Es… ¿qué es, Khrenin?
El tutor se colocó sus propios guantes de tela y se aproximó hacia el animal. Herena le dejó espacio para que mirase.
— Vaya — chasqueó la lengua. — Poco se podía hacer. Es un tumor.
La joven volvió de nuevo su mirada hacia las tripas del animal, a pesar de que las suyas propias estaban más que revueltas. Aquello que había tanteado en el intestino grueso tenía un aspecto gelatinoso y mucoso, pero a la vez era grande y duro.
— ¿Eso es lo que lo ha matado? — inquirió la muchacha.
Su tutor se irguió frente a la mesa y se quitó los guantes. — Eso es lo que mata a varios de los nuestros también. Un mal asunto. No hay cura.
— ¿No podemos extraerlo?
El enano mayor dirigió una mirada curiosa a la pálida tez de su pupila, e instantes después se echó a reír. — Bueno, podríamos hacerlo, aunque sería un poco tarde para salvarle la vida al pobre animal. Esta enfermedad acabó con él hace ya unos días. Pero, si vuestra pregunta se refiere a si podríamos extraerlo ahora para examinarlo y así saciar vuestra curiosidad… Sí, podríamos; aunque esa operación llevaría demasiado tiempo, supongo, y vos tenéis prisa.
Herena frunció el ceño, pues aquella tarea le resultaba más gratificante, aún con las náuseas y el mal rato que había pasado, que una reunión de los Señores; pero, a sabiendas de su deber, asintió con convicción y se quitó sus propios guantes. — Tienes razón.
Khrenin se la quedó mirando muy fijamente mientras ella se quitaba a su vez el delantal lleno de sangre y se lavaba las manos; gesto que no pasó desapercibido por la princesa, quien preguntó: — ¿Qué ocurre?
Su tutor simplemente se la quedó mirando aún más rato y negó con la cabeza, mientras sonreía, y contestó: — Cuánto habéis crecido.
Herena le devolvió la sonrisa. Khrenin había sido su maestro desde que era una niña, y, aunque su deber principal como tutor de la princesa había consistido en enseñarle la historia de su gente, así como las tradiciones y leyes del pueblo de Dúrin, e instruirla en una fluida dialéctica del Khuzdûl, la pequeña había mostrado una profunda disposición hacia otras disciplinas secundarias, como la literatura, la música, y sobre todo, las ciencias. Tal había sido su necesidad de aprender que la joven había continuado con sus lecciones a lo largo de su desarrollo, e incluso ahora, cuando ya había sobrepasado la mayoría de edad, continuaba estudiando e instruyéndose con pasión.
— Debo reconocerte que hoy lo he pasado mal — se sinceró Herena, tirando el delantal manchado al cubo donde echaban los desperdicios. La sonora risa de su tutor la volvió a traer de vuelta al mundo real.
— Cualquiera lo diría — comentó Khrenin con ironía. — Por un momento he temido que fuérais a desmayaros.
— Pues anda que ibas a hacer nada por ayudarme — se cruzó la joven de brazos, alzando una ceja a modo escéptico.
— Bueno, sólo necesitábais un empujón para seguir adelante — se aproximó el maestro a ella, agarrándola de los hombros y sonriéndole con cariño. Ya volvía a ser el bondadoso profesor de siempre. — Y, teniendo en cuenta que no ha sucedido nada malo… os rogaría que ese remoto incidente que no ha llegado a acaecer quedara entre nosotros.
La princesa permaneció un rato en silencio, hasta que ella misma estalló en una carcajada: — No te preocupes. No le contaré nada a mi padre, si es lo que te atemoriza.
— Mejor para ambos, pues. Yo conservaré mi puesto y vos vuestras clases. Y ahora, sin ánimo de hacer de niñera, creo que deberías daros prisa. No os vendría mal un baño antes de la reunión. El delantal ayuda, pero no hace milagros.
Así pues, Herena volvió a sus estancias tan rápido como pudo y se dispuso a darse un baño rápido. Uno de los puntos fuertes de de vivir en un reino como Erebor era que en él se cobijaban los mejores arquitectos e ingenieros de la Tierra Media (aunque muchos Elfos y Edain se negaran a aceptar aquella afirmación), y muchas de sus viviendas se gratificaban de la intrincada red de tuberías que había contruidas entre los muros de la montaña, así como de las aguas calientes que fluían bajo ella. Con todo ello, Herena no tardó más de media hora en lavarse y volver a vestirse, esta vez de manera más ceremoniosa, con un vestido largo y oscuro, acompañado de un sencillo collar y unos pendientes de jade. En cuanto a su cabello negro y largo, decidió a recogérselo con una trenza a sus espaldas; pero el acicalamiento capilar no era su fuerte, y por desgracia su dama de confianza no estaba a su servicio a aquellas horas.
— Maldita sea — gruñó para sí, mientras sus finos pelos insistían en escapar de sus dedos. — Voy a llegar tarde.
Sin embargo, cuando estaba a punto de darse por vencida y cogía ya una horquilla de su tocador para hacerse un semirrecogido rápido, alguien llamó a su puerta.
— Por favor, Khagan (madre), dime que eres tú — suplicó la joven, esperando a que la puerta se abriera del todo. Para su suerte, aunque no se trataba de su madre, su tía Dís apareció toda ataviada de azul oscuro, con los cabellos negros y la barba recogida en una decena de trenzas pequeñas, y unos pendientes de aguamarina a juego con sus profundos ojos.
— No soy tu madre, pero creo que te serviré de ayuda — contestó la hermana del Rey, cerrando la puerta tras de sí. — ¿Puedo preguntar cómo es que no estás aún preparada? La reunión es en veinte minutos.
— Lo siento, he salido tarde de la clase con Khrenin y…
— Oh, santo Aulë — dirigió su tía los ojos al cielo. — Anda, déjame ayudarte con el pelo.
— Por favor, hazme solo una trenza, no quiero acudir muy… ¡Ay! ¡Tía, con un poco de cuidado!
Dís había metido ya el cepillo en el desordenado cabello de su sobrina sin ningún tipo de miramientos, y lo cepillaba hacia atrás con la prisa propia de la situación. — ¿No podías dejar la clase para otro día?
— Era urgente. Un ganadero de Valle le había entregado a Khrenin un cerdo que había muerto hacía poco, y…
— Mejor no termines la frase, anda — la interrumpió su tía, metiendo ya sus dedos entre el pelo de ella. — Entonces, ¿una trenza? ¿Seguro que no quieres nada más… apropiado?
— No sé lo que quieres decir con apropiado, pero una trenza está bien, gracias.
Dís musitó entre sus labios entrecerrados algo que sonó similar a "menuda niña ésta" y se dispuso a comenzar la improvisada tarea. — Podrías probar a hacerte un recogido como el mío; si no quieres algo tan intrincado, uno más sencillo, al menos, con menos trenzas.
— Tía, por favor, no empecemos.
— Y de la barba ya ni hablamos, ¿no?
Herena entrecerró los ojos con exasperación. Siempre tenía que salir el tema de la barba. Herena se asemejaba a la familia de su padre en ciertos aspectos: era morena, de tez blanca, y ojos azules como el agua clara y salvaje de un arroyo. Sin embargo, físicamente se parecía mucho más a su madre, pues era muy alta, más que la mayoría de los Khazâd; más incluso que maese Dwalin, que era ya conocido por su longitud entre los suyos. La familia de Graella había sido siempre de una estatura más que sobresaliente en las Ered Luin, y ahora, entremezclados con la riqueza étnica que existía en el interior de la montaña, llamaban aún más la atención.
Pero el tema de la barba era un tema aparte. Desde hacía unos pocos años, se había impuesto una nueva moda entre las más jóvenes enanas de Erebor, pocas como ellas eran, pero más que suficientes para destacar por ello: raparse la barba, de modo que sus rostros quedaban como los de las Edain o, peor aún, las de las mujeres elfas. Este gesto era considerado como una afrenta entre las mayores, quienes, por otra parte, no habían tenido más remedio que acostumbrarse a la "tendencia".
Así pues, tenías frente al espejo por un lado a la dama Dís, imponente y orgullosa, con sus cabellos y sus barbas recogidas en miles de trenzas, y la mirada orgullosa y fría bajo sus pobladas cejas; y sentada a su lado a su sobrina Herena, más alta pero también más menuda, con su largo cabello recogido en una sola trenza y el rostro blanco completamente despejado.
— Nunca os entenderé a las jóvenes. No sabéis que nuestra barba es nuestro orgullo, nuestra identidad, nuestra…
— Tía, me encantaría volver a tener esta conversación por centésima vez contigo — se apresuró a interrumpirla Herena en cuanto la mayor hubo terminado su labor, levantándose con premura de su asiento, — pero voy tarde y padre me va a ma…
Sin embargo, ella también fue interrumpida justo cuando estaba a punto de salir por la puerta, pues ésta fue abierta de forma violenta desde fuera.
— Madre mía, Herena, ¡qué susto! — exclamó la enana que apareció tras ella. — Pensaba que Dís te había recogido ya. Sólo nos pasábamos para asegurarnos; un detalle por nuestra parte, al parecer.
Herena agachó ligeramente la cabeza a modo de respeto, pues la que acababa de irrumpir en la habitación era su madre, la reina Graella, majestuosamente vestida con un traje rojo oscuro, y los labios y las mejillas coloreadas del mismo color. Llevaba engarzada sobre su barba color anaranjada un majestuoso collar de zafiros, y los dedos llenos de anillos dorados. Aunque su físico no había cambiado mucho a lo largo de aquellos años, su temple se había vuelto más severo y orgulloso, y era ya una enana que había alcanzado la madurez, una auténtica Azbad (señora) de los Enanos.
— Lo lamento, he tenido… problemas técnicos.
— Ya da igual. Los Señores están abajo esperando. Debemos ir aprisa.
La princesa bajó la vista hacia los pies de su madre, y vio allí a un niño de cabellos castaños envuelto en un abrigo gris demasiado grande para él, no en cuanto a estatura, pero sí en cuanto a porte. Los azules ojos del pequeño, iguales a los de las dos enanas que tenía frente a él, lucían inseguros y atemorizados.
— Eh, pequeñín — se aproximó Herena a él, posando una mano sobre su cabellera. — ¿Qué ocurre?
Éste simplemente se encogió de hombros a modo de respuesta, pero la enana pudo sentir cómo temblaba bajo su tacto.
— Oye, oye — se agachó para agarrarlo de los hombros con cariño, internando su mirada en la de él. — No estarás nervioso, ¿no?
El pequeño negó vivazmente con la cabeza, pero aquel gesto no resultó completamente convincente. Herena dirigió una rápida mirada a su madre, que había endulzado su expresión y ahora mostraba una ligera sonrisa en el rostro.
— No te preocupes, Frerin. Esos Señores pueden resultar intimidantes, pero la mayoría de las veces no muerden.
La expresión del niño pareció relajarse un tanto, y Herena ensanchó su sonrisa.
— Son como padre — continuó hablando. — Al principio parece un viejo perro de caza, pero que yo sepa nunca te ha mordido. ¿O sí? — inquirió, riendo, antes de lanzar un fugaz mordisco a la tripa de su hermano menor.
Éste comenzó a revolverse para zafarse del agarre de su hermana, riendo a carcajadas. — ¡Ay, Herena, para!
La princesa cesó en su ataque, y, besando las mejillas del niño, se levantó del suelo y dijo: — Venga, bajemos ya. Como bien dice madre, no es bueno hacer esperar a los Señores... aunque no muerdan.
Así pues, los cuatro salieron de las estancias reales, situadas en las plantas más altas de la montaña, y se dispusieron a bajar hacia el Salón de las Siete Sillas. Era llamado así porque era la estancia destinada a las reuniones celebradas entre los siete linajes de los Enanos; aunque evidentemente no había siete sillas en él, sino alrededor de un centenar. Éstas estaban dispuestas de modo que las principales, destinadas a cada uno de los Señores y a sus hijos, quedaban en el centro de la misma; mientras que el resto, las de los consejeros y demás personas de confianza del rey, se situaban detrás, rodeándolas.
Esta sala quedaba en una de las plantas intermedias de la montaña, las destinadas a albergar los asuntos de importancia del reino, así que las cuatro figuras se dispusieron a acudir a uno de los muchos elevadores que discurrían por el interior de la misma. Para llegar al más próximo de ellos se decidieron a atajar por el mirador que quedaba en la cara sur de la montaña. Al pasar por el pasillo, Herena quedó paralizada un momento, observando a lo lejos. Era una cálida tarde de finales de septiembre, y el sol relucía en lo alto del cielo, allá lejos al Oeste. La princesa se quedó vislumbrando los innumerables tejados de la ciudad de Valle, refulgentes contra el brillo del atardecer; y, más allá, el inconmensurable verde del bosque que se extendía hasta donde la vista no le llegaba a alcanzar. Herena se quedó mirando como hechizada, hasta que la voz de su madre le llegó desde lejos, sacándola de su ensoñación: — ¡Herena!
La joven agitó la cabeza y volvió la mirada al corredor, donde sus familiares la esperaban con impaciencia.
— ¿Qué haces? — inquirió la reina. — ¡Venga, vamos!
La joven asintió con la cabeza y continuó su camino, no sin antes devolver una última mirada a la lejanía.
Llegaron de manera pronta a las grandes puertas del salón, abiertas aún de par en par y atascadas por una algarabía de enanos, la mayoría de ellos mayores y con largas barbas blancas adornadas con abalorios de oro y plata, y con grandes abrigos de piel arropando sus anchos hombros. Los señores hablaban entre sí, algunos de forma calmada, otros a grandes voces, pero probablemente todos discutían acerca del tema que ese día debería debatirse en la sala: las minas de Moria.
Herena se relajó al ver que la mayoría de sus lejanos parientes aún no habían entrado en la sala, pero al caminar entre la multitud se topó con la mirada adusta de su padre, que los observaba tanto a ella como a su hermano con severidad. El Rey Thorin había envejecido en aquellos años, y sus cabellos otrora negros ahora lucían salpicados de canas blancas por doquier; pero sus ojos azules seguían anidando aquel fuego secreto que lo delataba como uno de los más grandes de su estirpe.
— Llegáis tarde — aseveró el monarca, cruzado de brazos, dirigiéndose a sus dos hijos.
— Lo lamentamos, Khagam (padre) — se disculpó la princesa, agachando la cabeza en señal de respeto.
Thorin enarcó una ceja como respuesta, y se agachó para quedar a la altura de su hijo menor, inspeccionando sus ropas.
— ¿Estás nervioso? — le preguntó, colocando sus manos sobre los hombros del niño. Éste por un momento pareció querer negar con la cabeza, después asentir, y finalmente se encogió de hombros de forma escueta. El rey ahogó una sonrisa en sus labios. — No te preocupes, pequeño. Lo harás bien. Además, tu hermana estará junto a ti.
Herena asintió con la cabeza mientras dirigía una tierna mirada a su hermano pequeño; demasiado pequeño, bajo su juicio, para debutar con el tema que iba a tratarse aquel día.
Thorin se levantó de nuevo y posó sus ojos sobre los azules de su primogénita. — Y tú, ¿estás lista?
La joven asintió de forma resuelta: — Estoy acostumbrada.
El monarca agachó levemente la cabeza a modo de asentimiento, y se giró para entrar en la sala. Las puertas ya habían quedado casi vacías, y la mayoría de los enanos estaban apiñados en el interior. Dirigió su mano izquierda con disimulo en dirección a su hijo, quien se la agarró con un gesto de alivio, sólo hasta que ambos atravesaran los portones.
— Bueno, ven aquí, hija — llamó Graella a la princesa, agarrándola de los hombros a su vez y haciendo como que le recolocaba el vestido y el peinado. — Ya sabes, cuida de tu hermano ahí dentro, está muy nervioso. Y estate atenta a lo que dictamina tu padre y el resto de señores. — Y, acercándose a su oído, le susurró: — Y déjalos con la boca abierta, si conviene.
La joven sonrió con complicidad, y se giró a su vez para entrar en el salón. Graella y Dís se quedaron fuera, observando cómo las puertas se cerraban tras ella, la única mujer entre tantos lores.
— No llevará barba — comentó Dís, — pero luce igual de orgullosa como si le llegara a los pies.
Graella sonrió para sí misma.
Una vez cerradas las puertas, los enanos fueron tomando sus respectivos asientos, la mayoría de ellos situados a las espaldas de los Señores. Herena reconocía levemente las caras de cada uno de ellos porque llevaba varios años acudiendo a aquellas reuniones, y si algún lord había fallecido, alguno de sus hijos, a quienes también conocía, había tomado su cargo. De todas formas, la mayoría de los Señores seguían siendo ya enanos maduros o ancianos; y no eran siete, pues iban acompañados de sus vástagos o, en su defecto, de sus sobrinos o hermanos. El Rey Thorin ocupaba el sillón principal, una especie de trono tallado en granito más ostentoso que el resto, y colocado en altura. A ambos lados, izquierda y derecha, quedaban dos banquetas que eran a su vez más llamativas que las demás. La derecha, que durante muchísimos años había quedado vacía, la ocupaba ahora su hermanito, aunque el pobre parecía increíblemente pequeño sentado sobre la misma, con los pies colgando en el aire y las manos unidas sobre sus rodillas. Herena, no obstante, se dirigió al lugar y tomó su habitual lugar a la izquierda del monarca. Como de costumbre, notó las miradas de los lores posadas sobre ella, algunas hirientes y dubitativas; pero al tomar asiento su padre le dirigió una mirada de reojo y sonrió con orgullo.
Una vez todos estuvieron sentados, el rey alzó una mano al aire, y todas las voces cesaron su murmullo. Estaban dispuestos de forma rectangular, y Herena reconoció a su frente a su tío Dáin, Señor de las Colinas de Hierro. Aunque era más joven que su padre, lucía más anciano, con sus larguísimos cabellos teñidos ya de gris por completo; no obstante, al igual que el fuego en la mirada de su progenitor seguía llameando, a vista de todos estaba que el temple de su primo no se había amilanado ni un mínimo. A ambos lados del enano estaban sentados también sus dos hijos, a quienes Herena hacía ya un tiempo que no veía: Thorin, a la derecha, y Náin, a la izquierda. Como el resto de asistentes, sus parientes se levantaron en señal de respeto hacia su padre. Ella hizo lo mismo, pero se alertó al percatarse de que su hermano había estado a punto de hacer igual; con una rápida negación de cabeza, le indicó a Frerin que se quedara sentado, pues como heredero al trono así debía permanecer, y el pequeño cesó en su intento de posar los pies en tierra y se quedó inmóvil.
Ante un nuevo gesto por parte de su padre, que lucía orgullosamente la corona sobre su frente, todos volvieron a tomar asiento, y el rey comenzó a hablar:
— Amigos y parientes lejanos, ya conocéis todos la razón por la que habéis sido convocados, así que no os retrasaré más de la cuenta. Seguro que muchos de vosotros deseáis volver a vuestras casas con vuestras familias. Iré al grano.
Herena dirigió una atenta mirada a su padre, que estaba a punto de sacar el delicado tema en cuestión a relucir.
— Como ya sabéis, hace ya casi treinta años que nuestro camarada, así como mi más fiel consejero y amigo, Balin hijo de Fundin, marchó con una compañía de los nuestros desde esta montaña con un único cometido: recuperar el reino que antaño nos fue arrebatado, Khazad-dûm.
Los ánimos parecieron tensarse en la sala ante la sola mención del nombre de aquellas minas que con tanto dolor y vergüenza habían sido perdidas hacía tantos años. Herena misma sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, así como una mala sensación al escuchar el nombre de aquel reino del que se rumoreaba hacía años que estaba maldito.
— Como también sabréis, yo me opuse en un principio a autorizar aquella misión, pues quise esperar a que Erebor estuviera completamente reconstruido y afianzado como lo que en otros tiempos fue y como lo que es hoy día: uno de los reinos más poderosos e importantes de la Tierra Media.
Thorin dejó un momento de silencio que de seguro no tenía más función que crear más expectación y regodeo ante aquellas palabras, pero Herena rodó los ojos para sí de forma escéptica.
— No obstante, mi querido pariente ahí sentado, Dáin — comunicó, extendiendo un brazo al frente y señalando a su primo, — me imprimió prisa para recuperar lo que en otro tiempo fue nuestro por derecho.
— Y lo sigo defendiendo — se levantó de improviso el aludido, hablando a voz en grito en contraste con la calma y gravedad que inspiraba el rey. — Las minas de Moria son nuestras. Nuestro pueblo las construyó, las explotó e hizo de ellas un lugar habitable. Nadie más tiene derecho a ocuparlas excepto nosotros.
Un grupo de vítores y voces se hicieron hueco en la habitación, y los enanos comenzaron a erguirse y gritar unos a otros.
— ¡Es cierto! — esclamó Nár, otro de los Señores provenientes de más allá de las montañas. — Thorin Escudo de Roble arrebató la Montaña Solitaria de las garras de ese dragón. ¿Qué puede haber escondido peor en Moria?
Los enanos asintieron unos a otros entre voceríos, pero Thorin ahogó sus ganas de hacer lo mismo que Herena había hecho unos minutos atrás: suspirar y rodar los ojos. Levantándose de nuevo, consiguió que el silencio volviera a reinar en la sala.
— Amigos — continuó, con voz calmada, el rey, — os agradezco sobremanera vuestros halagos a mi persona; pero he de recordaros que esa misión no fue sólo obra mía. Contaba con la ayuda de los hijos de mi hermana, quienes de forma trágica pero honorable murieron para conseguir lo que hoy en día gozamos; así como con un puñado de enanos fieles a mi causa, algunos de los cuales se encuentran hoy presentes aquí.
Herena no necesitó girar la cabeza para saber que a sus espaldas, muy cercano al rey, se encontraba sentado maese Dwalin, hermano menor de Balin; así como Glóin, otro de los enanos de la compañía de su padre, junto con su hijo Gimli.
— También contamos con la ayuda de un mago conocido por todos nosotros, y de un pequeño pero valeroso hobbit. A decir verdad, a ellos dos y no a mí se debe casi todo el éxito de la compañía.
Un silencio sepulcral se hizo en la sala, pero Herena sonrió, orgullosa ante la honestidad de su padre, que, a su parecer, le hacía aún más grande que todas las joyas que pudiera llevar encima.
— Pero el tema que hoy debe tratarse no es ese, y lo sabéis. Hace años que no tenemos ni una sola noticia de nuestros parientes. Ni una. Mucho se ha postergado ya esta decisión. Debemos decidir: enviar ayuda al sur de las Montañas Nubladas, o quedarnos a la espera de nuevas, como hemos hecho hasta ahora.
Aquella vez fue Náin, hijo menor de Dáin, quien se levantó de un salto de su asiento, y aseveró: — Majestad, si se me permite hablar, he de instaros a enviar un ejército y varios de nuestros mejores ingenieros y arquitectos a las minas. No podemos continuar a la espera: ¡es nuestro deber enviar ayuda a nuestros parientes de inmediato!
El enano acabó esta aseveración con un sonoro puñetazo sobre su silla, y muchos de los asistentes, incluido su padre, se alzaron para apoyar sus palabras.
— Es cierto lo que dice mi hijo — exclamó Dáin. — No es propio de los Khazâd quedarnos de brazos cruzados como señoritas elfas ante la necesidad de los nuestros. ¡Debemos actuar!
Thorin volvió a extender el brazo por tercera vez, y todos volvieron a guardar silencio.
— Veamos lo que el príncipe debe decir al respecto — sentenció, girando la cabeza hacia su hijo.
El pobre Frerin temblaba como un flan, y no era para menos, pues todas las miradas estaban de repente puestas sobre él; pero su hermana le asintió con convicción, y el pequeño se bajó de su asiento, poniéndose en pie. Tras aclararse la garganta, comenzó a hablar:
— Con el permiso de mi padre, el Rey, he de dar mi humilde opinión al respecto. Creo que la opción más sensata sería esperar nuevas de maese Balin desde Moria. Nuestros ejércitos nos son preciados, y no podemos… — paró un momento, como encontrando la palabra adecuada — … arriesgarnos a sacrificarlos por una causa… digamos, extranjera. Los necesitamos aquí.
Un incómodo silencio se abrió paso de nuevo en la sala, pues aunque las palabras del joven príncipe habían resultado elocuentes, no convencían en absoluto a la mayoría de los presentes.
— Con el debido respeto, Majestad — se levantó a sus espaldas, esta vez sí, maese Dwalin, consejero del Rey. — Entiendo las palabras del príncipe. Nuestros ejércitos y tropas están aquí para defendernos, eso es cierto; pero la causa de Moria no es extranjera. Mi propio hermano, como bien sabéis, acudió por su propio pie como líder de la expedición. Me sería indigno no acudir en su ayuda.
— Majestad, si me disculpáis, me gustaría decir algo.
Las cabezas se giraron al frente, pues aquel que había hablado había sido el primogénito de Dáin: Thorin, llamado así en honor a su tío. Éste no era como su hermano Náin, que ya había hablado antes de forma exaltada. Aunque orgulloso como su padre, Thorin era reservado y serio, y casi nunca hablaba o actuaba de forma impulsiva o poco deliberada. De hecho, hasta el momento había sido el único que había pedido permiso para hablar. El rey accedió a su petición con un asentimiento de cabeza.
— Mi Señor — se irguió el sobrino, — no se trata únicamente de acudir en ayuda de nuestros parientes, aunque bien debería ser razón suficiente. No olvidemos que Moria se encuentra no muy alejada del territorio de los Señores de los Caballos, y, peor aún, de los Elfos del sur. — Un silencio incómodo imperó entonces, pues todos habían escuchado los rumores de los Khulum (Elfos) que habitaban al este de las montañas, cerca de las antiguas minas. — Si no tomamos nosotros mismos lo que nos pertenece, ¿cuánto tardarán en hacerlo los demás?
Todos asintieron ante las sabias palabras del enano, mientras que el rey se mesaba las barbas con lentitud. No era una decisión fácil para tomar. Sin embargo, aún quedaba una opinión que escuchar.
— Hija — dio paso el monarca, girando la cabeza hacia su izquierda. La joven princesa, sabiendo que sus palabras no serían (como de costumbre) bien recibidas, se armó de valor y se puso en pie. Con voz calmada pero clara, comenzó a hablar:
— Mis Señores, sé que es vuestro deseo, al igual que el mío, retornar a los salones de nuestros antepasados. Como muchos de los presentes, nunca he visto con mis propios ojos las minas de Moria, pero he oído historias desde pequeña acerca de su inmensidad y su majestuosidad. Creo, como bien ha dicho maese Dwalin, que es nuestro deber acudir en ayuda de nuestros parientes. Yo así lo deseo de manera personal, pues bien sabréis que maese Balin es mi padrino, y deseo con todo mi corazón volver a verle o, al menos, tener noticias de él. Y también considero sabias las palabras de mi primo, pues nuestras minas y nuestras gentes han de ser protegidas de manos invasivas. Pero por esta misma razón solicito la calma antes de actuar.
— Pero ¿cómo…? — Thorin calló con un gesto las inminentes palabras de Dáin, que había estado a punto de volver a levantarse, y continuó el permiso a su hija.
— Tenéis razón, muchos reinos hay cercanos a las minas de Moria; pero los más peligrosos no son, a mi humilde parecer, ni el de los Hombres ni del de los Elfos, sino el que se encuentra más al sur.
Un inquietante susurro se abrió paso entonces en la sala, pero Herena continuó hablando.
— Muchos son los rumores que nos llegan desde tierras lejanas. La actividad más allá del Bosque Negro se acelera inquietantemente: muchos orcos y trasgos son vistos hoy en día por esas tierras. No podemos mandar a todo un ejército hacia las Montañas Nubladas.
— ¡Con más razón aún! — exclamó uno de los Señores. — ¿Qué debemos hacer? ¿Abandonar a los nuestros al desamparo y a la muerte?
— No: creo que debemos enviar a unos pocos emisarios y espías, lo suficientemente ágiles para no llamar la atención, y que nos traigan así nuevas del sur. — Giró entonces la princesa su cabeza para encarar a su padre, hablándole directamente. — Si mandamos a nuestras tropas, los enemigos nos reconocerán e irán a por ellos y hacia Moria, y ya nada podremos hacer. Enviad a unos cuantos emisarios, mi Señor, enanos de vuestra confianza, y que ellos traigan noticias frescas.
Con una última inclinación de cabeza a modo de respeto, la joven volvió a tomar asiento, intentando pasar por alto las seguras miradas de rabia que debía estar recibiendo en aquellos momentos. Para su suerte, no todas eran de ese talante, pues muchos de los enanos presentes, la mayoría de Erebor, amaban y respetaban a la princesa; pero gran parte de los extranjeros no toleraban que una mujer fuera la encargada de llevarles la contraria. Entre ellos estaba su tío Dáin, que no se molestaba en disimular su animadversión hacia su sobrina. Sin embargo, su primo Thorin la miraba de forma meditabunda, como si estuviera pensando sobre sus palabras y creyera que, a pesar de contrarias a las suyas propias, podían albergar razón en ellas. Náin, sin embargo, observaba a su prima con una escéptica sonrisa en los labios, y ella optó por evitar su mirada.
— ¿Mi Señor? — inquirió la voz de Dwalin a sus espaldas.
Thorin permaneció un momento más en silencio, pensando para sí, hasta que finalmente se levantó de su asiento para dictar sentencia.
Sin embargo, sus palabras quedaron ahogadas en su garganta, pues la puerta de la sala se abrió de improviso, y uno de los guardias del rey penetró en la habitación a toda prisa.
— Pero ¡por las barbas de Dúrin! — exclamó el monarca, visiblemente cabreado. — ¿¡A qué se debe esta interrupción tan inoportuna!? ¡Es una reunión privada!
— Mi Señor — se arrodilló el guardia en el suelo, — lo lamento, pero es urgente.
— Sea lo que sea puede esperar. Sal y aguarda, como deberías haber hecho desde un principio.
— Mi Señor, ha llegado un mensaje desde Rivendel.
El Rey abrió entonces los ojos de manera desmesurada, igual que el resto de los asistentes.
— ¿Desde Rivendel? ¿Qué tenemos que ver nosotros con Rivendel?
— Lo desconozco, Señor. Pero se trata de un mensaje urgente, firmado por lord Elrond en persona.
Los murmullos no tardaron en llegar, y el rey, confundido como estaba, no tuvo más remedio que disolver la reunión.
— La decisión queda aplazada hasta nuevo aviso. Disculpad las molestias, hermanos — tras dichas palabras, el enano salió con premura de la sala para hablar de tú a tú con el pobre guardia. Los señores y consejeros comenzaron a levantarse entonces de sus sillones, pero Herena agarró a Frerin y lo sacó de la habitación a prisa, siguiendo a su padre.
— Khagam — lo llamó una vez éste hubo terminado de hablar con el guardia. — ¿Qué ha pasado?
— ¿Qué es lo que ocurre? — se aproximaron a su vez Graella y Dís, que habían estado esperando fuera. — ¿A qué se debe este alboroto?
Thorin se dirigió a su hija y a su esposa, y les contestó: — Os lo cuento después. Tengo que acudir de inmediato a leer el mensaje. — Dichas estas palabras, se alejó de prisa hacia el elevador, seguido del guardia.
— ¿Qué habrá podido pasar ahora? — inquirió Dís.
Herena negó con la cabeza y se encogió de hombros. — No lo sé.
Apenas unos minutos más tarde, la joven princesa se escabulló con su hermano pequeño, que se encontraba aún en un ligero estado post-traumático, al único jardín que había en toda la montaña. Éste estaba situado en el interior de la misma, en un amplio recoveco por el cual discurría un arroyo de aguas frías y cristalinas y la verde hierba se precipitaba sobre él en forma de leves colinas. Había sido idea de su madre la remodelación y aprovechamiento de aquel santuario natural, pues los enanos de las Ered Luin no estaban acostumbrados a pasar tantísimo tiempo bajo tierra, y precisaban del aire fresco y de la luz del sol más a menudo que sus parientes lejanos; por esta razón, había ordenado allanar el terreno y embellecerlo con árboles y plantas frutales y flores hermosas provenientes de Valle. Allí solían acudir Herena y su hermano cuando querían pasar un rato a solas.
— Lo he hecho fatal — gimoteaba el pequeño, con los pies chapoteando en el agua del arroyo.
— No digas eso — intentaba animarlo su hermana, ya vestida con un vestido blanco mucho más ligero que el anterior, y descalza a su vez sobre la hierba. — Has hablado muy bien, Frerin. No debemos olvidar que ha sido tu primera vez en el Consejo.
— Los Señores querían reírse de mí. Lo he notado.
Herena dejó escapar un suspiro de sus labios, y se aproximó más a su hermano para tomarlo de los hombros. — Frerin, no es que quisieran reírse de ti; es que el de hoy era un tema muy delicado, y más aún para tu edad. Creo que padre no decidió bien al elegir esta fecha para tu debut.
— Lo dices porque eres mi hermana — se cruzó el niño de brazos. — Pero seguro que he quedado en ridículo.
— Está bien, Frerin — se resignó Herena. — Piensa lo que quieras. Pero he de decirte que esa sensación es totalmente normal. Yo aún la tengo cuando salgo de las reuniones. No es fácil enfrentarse a una multitud de Señores ancianos y… — decidió callar sus palabras, pues había estado a punto de soltar la palabra "retrógrados", pero pensó que no era buena idea usarla delante de su hermano por si a éste se le iba la lengua; — …. bueno, señores que tienen sus costumbres muy asentadas, por así decirlo, cuando eres un niño... o cuando eres una mujer.
Frerin la observó entonces con ojos como platos, y comentó: — Pues tú pareces muy segura cuando hablas.
Herena soltó una carcajada ante aquella ocurrencia, y respondió: — Bueno, eso es porque disimulo muy bien, no te engañes. Pero no te preocupes, Frerin; te acostumbraras a la sensación. Te lo prometo.
El niño asintió para sí, aunque no muy convencido. Ambos se quedaron un largo rato en silencio, hasta que el pequeño señaló a las espaldas de Herena: — Mira, es nuestro primo.
La joven giró entonces la cabeza hacia atrás y observó cómo, en efecto, su primo Náin se acercaba hacia ellos con las manos metidas en los bolsillos. Era alto de estatura, aunque no tanto como Herena, y sus cabellos y sus barbas eran muy rubios. Lucía una sonrisa en los labios, y se inclinó ante ambos hermanos al llegar frente a ellos.
— Sus Altezas Reales — los saludó de forma ceremoniosa. — Quería acercarme para felicitar al joven príncipe por su debut hoy ante nuestro pueblo.
El pequeño se levantó aprisa del suelo e hizo la misma reverencia ante su primo mayor, pero éste continuó hablando: — Creo que vuestras palabras han sido más que acertadas hoy. Os doy mi enhorabuena, Alteza.
Al niño se le dibujó entonces una enorme sonrisa en la cara, y preguntó: — ¿En serio?
— Ajá — asintió el mayor. — De hecho, mi hermano os estaba buscando. Quería hablar con el príncipe en persona acerca de la reunión de hoy.
Frerin se giró entonces hacia su hermana, y ésta le dio permiso con una sonrisa en los labios y un "te lo dije" en la mirada. — Venga, ve. No hagas esperar a nuestro pariente.
El pequeño dio un par de saltitos en el aire y, calzándose a toda prisa, corrió hacia el interior de la montaña.
No obstante, tan pronto como se quedaron a solas, la joven princesa se volvió hacia su primo y le espetó: — No estás para nada de acuerdo con lo que ha dicho hoy mi hermano, ¿verdad?
Náin bufó a modo de respuesta y se sentó al lado de su pariente: — No, pero he de reconocer que el niño tiene pelotas. Yo me hubiera cagado encima si le hubiera tenido que llevar la contraria a todos esos viejos.
La joven dejó entonces escapar una sonora carcajada de sus labios, y comentó: — Qué fino eres, Náin.
— Tampoco estoy muy de acuerdo con lo que has dicho tú, oh Herena, la Princesa Ilustrada — soltó con retintín el sobrenombre con el que se conocía a la muchacha entre los suyos. — Pero, como de costumbre, supongo que tienes razón. Siempre la tienes. Y si no — añadió, arrancando una flor silvestre de la hierba, — tu bienamado padre seguro que sale a dártela.
— Mi bienamado padre — lo reprendió Herena, quitándole la flor de entre las manos — tiene criterio propio y sabe que mis consejos son, por lo general, buenos. Lo mismo podría decir del tuyo, que siempre sale para defenderte.
— Ah, ah — negó Náin con el dedo mientras se tumbaba sobre la hierba. — He de llevarte la contraria, querida prima. En este caso, soy yo quien insiste en hacerle la pelota a mi padre.
La joven volvió a reír con ganas, y se dejó caer a su vez sobre la hierba. — Por un momento, durante la reunión, pensé que te habías cabreado conmigo.
— Qué va. Es imposible cabrearse contigo, ¿lo sabías?
Herena frunció el ceño de manera escéptica, pero no añadió nada más. Ambos primos permanecieron largo rato en silencio, hasta que la muchacha volvió a romper el momento:
— Hacía ya mucho que no nos veíamos.
Su primo sonrió con ternura, y se inclinó para acariciar la mejilla de su pariente, como tan a menudo solía hacer cuando ésta era más pequeña. — Reconozco que te echaba de menos.
— No escribes nunca — le recriminó Herena.
— Es cierto. Lo siento — alzó las manos Náin en señal de disculpa. — He estado muy liado últimamente.
— No me digas — alzó Herena una ceja, jugueteando aún con la flor entre sus dedos. — ¿Y con quién has estado liado desde la última vez que nos vimos?
El enano resopló al aire, y contestó: — Bueno, de eso quería hablarte. Tengo una noticia.
La joven dejó su jugueteo entonces para dirigir una curiosa mirada a su primo. — ¿Cómo? ¿Y cuál es esa noticia?
El otro fue a abrir la boca, pero negó en el último momento. — No debería contártelo aún.
— Está bien — se encogió Herena de hombros y se dejó caer del todo sobre el suelo, la cabeza apoyada sobre la hierba. Sin embargo, no tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que Náin, como bien esperaba, apareciera ante su campo de visión, apoyando ambas manos al lado de los costados de su prima.
— Hagamos un trato — comentó. — Yo te cuento mi secreto si tú me cuentas de qué va la carta que le ha llegado a tu padre.
— ¿Cómo? — inquirió la joven. — Ni hablar. No puedo hacer eso.
— Oh, venga — suplicó su primo, presionando con sus dedos las costillas de la muchacha y provocando que ésta se retorciera de la risa.
— ¡Ay, Náin! — se quejó, apartando sus brazos de un empujón y reincorporándose sobre el suelo. — Basta ya. No voy a hacerlo.
— Está bien, te lo contaré. Pero debes prometerme que lo guardarás en secreto.
— Está bien.
— Herena, hablo en serio. No lo sabe ni siquiera mi hermano. Sólo lo he hablado con mi padre, así que no es nada oficial aún.
— ¡Qué pesado eres! Que sí, que me lo callo. ¿De qué se trata?
El enano tomó entonces una buena bocanada de aire, y con un brillo especial en los ojos, soltó: — Voy a casarme.
Aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre Herena, y debió notarse en su rostro, porque su primo preguntó: — ¿Qué pasa? ¿No te lo esperabas?
Y ella, meditabunda, contestó: — Pues… no. Casarte… ¿tú? ¿El que tiene una novia por mes?
— Bueno, voy a cumplir ciento catorce años. No puedo ser un don juan toda la vida. He de sentar la cabeza.
— Ajá — asintió Herena. — Y… ¿cómo se llama?
— Oh, se llama Nírri — contestó el aludido, mientras el brillo en sus ojos crecía y crecía. — Y es… cómo decírtelo; sabes que soy un romántico empedernido, ¿verdad?
Herena alzó una ceja: — Más o menos.
— Bueno, pues Nírri es… Con ella no pienso en ninguna otra.
— Como bien has dicho, un romántico empedernido.
— Quiero decir… que no me imagino estando con ninguna otra. No creo que haya ninguna otra enana en mi vida, Herena. Es hermosa, y graciosa, y decidida, y… entre tú y yo, es la única capaz de bajarme los humos.
Herena continuaba en silencio, y finalmente contestó: — Pues… me alegro mucho por ti, Náin.
Sin embargo, y sin venir a cuento, su primo le echó un manotazo de agua fría del arroyo.
— ¡Ay, pedazo de imbécil! ¿Se puede saber qué te pasa?
— Esa es la Herena que yo conozco. ¿Qué te ocurre? Estás como mustia.
— Bueno, es que estoy sorprendida — se secó ella la cara. — No me imaginaba que este día pudiera llegar, la verdad. Aún recuerdo cuando eras un mocoso adolescente que intentaba sin éxito cortejar a medio Erebor.
— Bueno, las personas cambiamos con el tiempo, Herena — se encogió de hombros él; y con una sonrisa juguetona abriéndose camino en su rostro, preguntó: — Y tú… ¿qué me cuentas?
La princesa frunció el ceño, comenzando a sentirse molesta de verdad. — ¿Qué ocurre conmigo?
— Pues… ¿hay alguien en tu vida?
La joven dejó escapar un bufido de sus labios, y se levantó del suelo, alisándose el vestido. — No, ni falta que hace.
— Oh, venga ya — la retuvo, no obstante, su primo, agarrándola del bajo del traje. — Sabes que lo digo por tu bien, Herena.
— Bueno, me alegra que te preocupes por mí — se soltó ella de su agarre. — Pero por ahora estoy feliz sola, y así permaneceré un largo tiempo.
— Herena, eres una muchacha preciosa, inteligentísima y segura de ti misma. ¿A qué esperas?
— Pero ¿se puede saber a qué viene esa pregunta? — inquirió ella. — Tú has necesitado de ciento trece años para comprometerte. Yo tengo sesenta y siete recién cumplidos. ¿Debo darme más prisa que tú?
— Pero ¿se puede saber por qué te enfadas? — se defendió Náin, que no entendía muy bien la reacción de su prima. — Sólo te estoy preguntando.
— Bueno, Náin, te lo voy a dejar claro — se agachó ella para quedar a su altura. — No tengo intención de enamorarme ni de casarme por el momento, ¿de acuerdo?
Náin bufó a modo de respuesta: — Menudos humos gastas. No te preocupes, que no te volveré a sacar el tema.
Ella asintió con avidez y se levantó de nuevo, dispuesta a volver al interior de la montaña mientras intentaba aguantar sus lágrimas en los ojos.
— Ah, ¡Herena! — escuchó de nuevo la voz de su primo desde lejos llamándola.
— ¿¡Qué!? — exclamó la otra, girándose de forma airada.
— Sólo quería decirte que te pases a ver a mi hermano cuando puedas. Él también ha salido muy impresionado con tu aportación en la reunión.
Herena permaneció un largo momento en silencio, hasta que finalmente preguntó: — ¿En serio?
Su primo asintió desde la lejanía, y ella se dio la vuelta para retomar su camino; sin embargo, pensándolo mejor, giró y volvió al lado de su primo, que la miraba con incertidumbre. Detuvo su rostro a muy escasos centímetros del de él, y le dijo: — Un consejo para el futuro, Náin. Si llevas mucho tiempo sin verme, haz como tu hermano y habla conmigo acerca de la reunión, y no me preguntes sobre mis planes amorosos. Me resulta un tema más estimulante y menos invasivo.
Y, dicho esto, se alejó de nuevo hacia la puerta.
¡Holis! Espero que hayáis disfrutado leyendo de este primer capítulo tanto como yo escribiéndolo.
Quienes estéis familiarizadas con la historia original habréis podido comprobar que hay cambios más que palpables con la versión anterior, no sólo en cuanto a redacción sino en cuanto a trama. La relación de Herena con sus primos, como ya dije anteriormente, será bastante distinta de como estaba narrada en la primera versión de la historia, y se indagará y profundizará más sobre ella en los próximos capítulos.
Esta primera parte ha servido, a mi parecer, para internarnos un poco en el reino de Erebor y en la Familia Real; hemos conocido no sólo a Herena, sino también (aunque bastante por encima) a su madre, su tía y su hermano. En el siguiente capítulo conoceremos un poco mejor a Graella, y entenderemos la razón por la que Herena se ha molestado tanto por las palabras de su primo. También tocaremos un tema de especial importancia en esta versión de la historia: la razón (o razones) de las desvanecencias entre los Enanos y los Elfos. Y…. (tchan tchan tchan): sí, presentaremos a Thranduil y a Legolas (hype).
Por último, quiero añadir que los pocos vocablos que se han usado en Khuzdul los he sacado de una página en la que se traduce vocabulario básico de la lengua de Tolkien; sin embargo, si alguien ve en ellos algún error agradecería que me lo comentara. También se usará mucho a lo largo de la historia el término Khazâd, empleado por los Enanos para denominarse a sí mismos.
Así que ¡esto es todo por ahora! Os espero para el siguiente cap. ¡Besos! Xxx
P.D.: He de añadir que tengo la costumbre personal de escribir en cursiva para enfatizar alguna palabra de la oración, como si los personajes la pronunciaran con especial interés o bien con cierto deje irónico.
