Capítulo 2

Odiaba a Inuyasha Taisho con todas sus fuerzas. En la guerra había sentido auténtico odio hacia aquellos hombres viles que se aprovechaban de los más débiles, pero ninguno de ellos la torturó nunca de esa manera. ¿Quién se creía que era? El mismísimo diablo estaría orgulloso de él.

La llamó "puta", como si creyera que en verdad la conocía, y, desde entonces, la trataba como tal. Cuando se juntaban en el comedor para las dos comidas principales del día, insistía en que ella debiera comer con el servicio teniendo en cuenta su "profesión". Le restregaba una y mil veces que hubiera gastado el dinero de la familia en comprarse ropa. Las joyas de Kaede desaparecieron más adelante. Creyó que la iban a acusar de un robo hasta que Kaede discutió con Inuyasha porque, al parecer, él las había escondido para salvaguardarlas de ella. ¿Cómo pudo hacer algo como aquello? Ella jamás había robado, ni siquiera cuando pasaba hambre en el campo. Su último movimiento fue intentar alejar a Rin de ella porque era una mala influencia para una dama. Desgraciadamente para él, Rin hacía lo que le venía en gana y no parecía apetecerle alejarse de ella. Se habían hecho amigas.

Kaede se convirtió en su guardiana. Cada vez que Inuyasha entraba en una sala en la que ella estuviera, lo echaba a patadas. No se quedaba callada ante cualquier insulto que lanzara contra ella y se lo devolvía con el doble de daño. Tampoco dudaba en mostrar su disgusto por haber escondido sus joyas y por intentar alejar a Rin de la única amiga que tenía. Había acabado por ser el perdedor de una batalla que él mismo había iniciado por los motivos más equivocados.

Todavía no se le permitía salir afuera. De no ser por el hecho de que Rin también tenía terminantemente prohibido salir al exterior, pensaría que aquello era cosa de Inuyasha. Seguro que él sería capaz de encerrarla para torturarla, pues era evidente lo mucho que le gustaba el aire del exterior. No veía nada por las ventanas de la casa, nada que le dijera algo. Solo los jardines, las verjas y vegetación al frente. Grandes árboles de altas copas, nada más. Le encantaba la naturaleza; de hecho, la encontraba preferible a la ciudad, pero quería saber más del lugar en el que se encontraba. Solo sabía que estaban en Italia. ¿En qué parte? No parecía la Toscana por lo que describieron sus padres. Tampoco creía que fuera la capital, ni mucho menos Venecia. ¿Dónde estaba?

Abrió la ventana y dejó que el aire fresco golpeara sus mejillas. Hacía una brisa estupenda y refrescante, el sol iluminaba todo el jardín y la temperatura era deliciosa. ¿Quién podría resistirse a algo como aquello? Ella, desde luego, no. Estaba sola en esa habitación y nadie tendría por qué darse cuenta de que había salido a dar una pequeña vueltecita por el jardín.

Giró la cabeza para mirar a ambos lados y apoyó las manos en el alfeizar de la ventana, relamiéndose los labios con anticipación. Había esperado tanto a que llegara ese momento… Una vez en el jardín, se quitaría los molestos zapatos de tacón que tantas heridas le habían provocado. Kaede y Rin decían que era normal al principio y que con el tiempo se acostumbraría y ya no le saldrían ampollas. Ella no estaba tan segura de eso y estaba harta de sufrir. Andaría descalza sobre la hierba húmeda por el rocío.

Subió una rodilla al alfeizar e iba a sentarse con medio cuerpo dentro y medio fuera cuando una voz la retuvo.

− ¿Vas a escaparte?

¿Por qué era siempre tan oportuno? El día, de repente, ya no le parecía tan bonito. Decidió no contestarle para evitar peleas. Con el tiempo, había descubierto que lo peor era contestar a las crueldades de Inuyasha. Entonces, él se inflaba de orgullo masculino y empezaba a competir para ser quien dijera lo más hiriente. No sería ella. Estaba harta de sus estúpidos insultos y de sus desprecios.

− El silencio de una delincuente. – suspiró − No creo que a tu marido le hiciera mucha gracia…

A su marido tampoco le haría ni pizca de gracia que su primo haya besado a su esposa. De eso no se burlaba, ¿no?

− ¿Te ha comido la lengua el gato? – insistió – Normalmente, eres más contestona.

Normalmente, era mucho más estúpida, pero, para su desgracia, se estaba volviendo una experta sobre el ego de Inuyasha Taisho. Sabía que le encantaba ser el primero y el mejor en absolutamente todo y que no soportaba la competencia. Kaede le había narrado historias al respecto de sus negocios que le ponían los pelos de punta. Sabía también que era de carácter muy irascible; cualquier tontería lo ponía en guardia. Además, cuanto más enfadado estuviera, más frío y desagradable se volvía. Finalmente, había descubierto que nada le daba más rabia que desear algo que no podía tener. Eso también lo supo por Kaede, con esas mismas palabras, y le pareció que le estaba lanzando una indirecta. ¡Eso era absurdo! ¿Por qué iba a quererla a ella? Tal y como expresó tan poco caballerosamente, para él solo era una puta muy cara.

Se mordió el labio inferior con rabia contenida, pero dejó de hacerlo cuando la mano de él la tocó. Acarició suavemente su labio, justo donde ella se había mordido; por un momento, le pareció que la miraba con dulzura. ¿Por qué tenía esos cambios de humor tan extraños? Si fuera siempre odioso, todo sería mucho más sencillo. Le hacía sentirse confundida.

− No hagas eso. − le pidió − Sería una pena que se estropearan unos labios tan bonitos.

Siempre hacía bonitas referencias hacia lo que él había definido como una belleza exquisita. Decía que era hermosa y sabía reconocer su mirada de admiración cuando se cruzaban, pero eso también aumentaba su odio. Había dejado muy claro que, en su opinión, utilizaba sus encantos para engatusar a hombres ricos como Kouga. En otras palabras, que se comportaba como una puta. ¡Qué desagradable le resultaba esa palabra!

Se dejó ayudar por él a disgusto. Inuyasha le cogió las manos y le hizo volver a estar de pie frente a la ventana. Después, se volvió hacia la ventana y se quedó contemplando el paisaje. Cada día le parecía que era mucho más apuesto. La luz del sol le daba unos maravillosos reflejos de oro a sus ojos dorados. Unos ojos tan profundos e hipnóticos que a veces tenía que apartar la mirada, temerosa de caer presa de su seductor embrujo. Era todo cuanto una mujer podía desear de un hombre y, sin embargo, tenía tan mal talente y era tan prepotente… Si mejorara su carácter, le iría mejor con las mujeres, ya que había escuchado que la mayoría le tenían miedo.

Mientras pensaba en todo aquello, Inuyasha le agarró el mentón y le hizo levantarlo para que lo mirara a los ojos. ¿Qué quería ahora? Había evitado que saliera al jardín, ya podía dejarla en paz y volver a sus cuentas o a lo que quiera que estuviera haciendo.

− ¡Pobre pajarito! – exclamó − Te hemos tenido encerrada por mucho tiempo…

No tanto, pero para ella era una eternidad.

− Te encanta estar afuera, ¿verdad?

No necesitaba respuesta, por eso no se la dio. Ahora que Inuyasha sabía su gran secreto, no permitiría que volviera a ver la luz del sol en lo que le quedaba de vida. Quería deshacerse de ella, pero, con tal de evitar que ella obtuviera algo que le gustaba, estaba dispuesto a condenarse a sí mismo teniendo que soportarla. Era un mal bicho.

− Hoy tengo que ir a la ciudad a atender unos negocios. – comentó − ¿Quieres acompañarme?

¿Le estaba hablando en serio? Frunció el ceño y lo contempló con la sospecha bien patente. ¿Por qué iba él a querer que ella lo acompañase? Algo olía a cuerno quemado. ¡Ya está! Seguro que había comprado un billete de barco o de tren para ella y pensaba obligarla a marcharse. O quizás unos mercenarios…

− Deja de fruncir el ceño o te saldrán arrugas. − se lo acarició para suavizarlo − Ponte algo más apropiado para la ciudad. − le ordenó − Te esperaré en el vestíbulo, no tardes.

Con esas palabras salió de la sala, dejándola con la palabra en la boca. ¿Iba a llevarla con él de verdad? ¿No era ninguna broma cruel para ver la ilusión en su rostro y luego destruirla? Fuera como fuese, estaba convencidísima de que, si perdía esa oportunidad, no se le volvería a presentar. ¡Necesitaba salir de allí!

Corrió hacia su dormitorio. El dormitorio que se suponía que debía compartir con su marido si regresaba algún día. Se cambió el sencillo vestido para estar por casa por otro conjunto. Botines negros, una camisa azul celeste de manga larga que se ató hasta el cuello, incluyendo un bonito lazo violeta, y un vestido azul marino de tirantes que se iniciaba bajo sus pechos. Se recogió el pelo en dos trenzas francesas, tal y como solía peinarla su madre y se empolvó la nariz.

Al bajar, Inuyasha la esperaba en el vestíbulo, tal y como le había prometido. Frunció el ceño al verla. Había mirado su vestido con admiración, pero sus trenzas lo disgustaban. Siempre miraba a disgusto su cabello recogido, pero no había vuelto a emitir una sola palabra al respecto. Ya no le pedía que se soltara la melena. Tampoco iba a soltársela porque él se lo pidiera. Con Kaede y con Rin estaba aprendiendo a ser una dama de la alta sociedad y no pensaba echar por la borda sus enseñanzas.

− Iremos en mi coche.

¿Inuyasha tenía un coche? Bueno, tenía televisión, ¿por qué no un coche? Una vez había viajado en un camión cuando los alemanes la llevaron a su nuevo "trabajo", y escapó en el maletero de un estupendo coche, pero nunca había montado en un coche en condiciones. Estaba nerviosa. Si hubiera sabido antes que tenía un coche, se habría asomado por la ventana para verlo cuando salía por las mañanas.

Se quedó sin respiración al ver el automóvil. Tenía cuatro asientos forrados de cuero y por dentro se veía muy moderno y brillante. Por fuera también estaba tan brillante como si acabaran de lavarlo. La carrocería era negra excepto en el maletero y el capó, donde era de color burdeos. Tenía detrás una capota para cubrir el coche si empezaba a llover o si hacía mucho sol. También se fijó en las ruedas. Eran enormes y en el centro tenían una placa metálica de color dorado. No era tan estúpida como para pensar que se trataba de oro, pero perfectamente podría tratarse de un baño de oro. Miró el maletero y se preguntó si cabría en él. Su estúpida pregunta le hizo reírse.

− ¿Qué te hace tanta gracia?

Debía haberle parecido estúpida en ese momento.

− Solo pensaba en la última vez que monté en coche. Estaba escapando de los alemanes y me subí al maletero del coche de un oficial muy importante. − se rio − No sé por qué, me preguntaba si cabría en el tuyo…

Después de decirlo, se arrepintió. Inuyasha era lo suficientemente cruel y mezquino como para intentar hacer la prueba. ¿Cómo pudo haberle dado ideas? Se volvió temerosa de sus traviesas intenciones, pero, en su lugar, lo vio… ¿Preocupado?

− ¿Qué sucede?

− ¿Por qué hiciste algo tan estúpidamente peligroso? − la regañó − ¿Sabes lo que te habrían hecho si te hubieran atrapado? ¡Un oficial! − se peinó el pelo hacia atrás − Podrías estar muerta ahora o algo mucho peor…

− Pe-Pero…

− ¿Sabes lo que es un campo de concentración? − sacudió la cabeza en una negativa que le hizo torcer el gesto− Entonces, es mejor que no lo sepas…

− No tenía otra opción que hacerlo. Me tuvieron mecanografiando conversaciones durante tres años. Uno de los soldados que nos vigilaba por ser extranjeras siempre me perseguía y esa noche me siguió a las duchas. Lo golpeé para defenderme y él se quedó inconsciente. − narró lo sucedido aquel día − Ya no podía quedarme, estaba condenada…

Inuyasha no dijo ni una sola palabra en respuesta, pero pudo notar la tensión en su cuerpo. Parecía que estuviera a punto de golpear a alguien y ella era el blanco más sencillo para cualquiera. Decidió callarse, encogerse de hombros y seguirlo como si fuera un corderito. Una vez en el coche, él le puso un cinturón y fue tan brusco que casi la asfixió. Tuvo que aflojárselo después.

Le encantó el viaje. Sin la capota puesta el viento chocaba contra su rostro y se la agitaban las trenzas alrededor del rostro. Se sentía libre por primera vez en mucho tiempo y los pulmones se le estaban llenando de aire puro procedente de la naturaleza. ¡Y pensar que había estado tanto tiempo encerrada en la oscura casa Taisho! No quería volver a ese lúgubre lugar. Quería pasar el resto del día, de la semana y del mes corriendo, saltando y bailando por el campo con los pies descalzos. Si incluso oía a los pájaros… En la casa Taisho tenía que forzar el oído para lograr escuchar un canto lejano, como si esos pobres animalitos no se atrevieran a acercarse al jardín de la casa.

Inuyasha fue recuperando el buen humor poco a poco según iban avanzando por la carretera. Alzó la cabeza ilusionada cuando pudo ver de lejos lo que parecía una ciudad. Tenía que haber algún letrero por la zona para poder ver el nombre. Lo encontró a unos pocos kilómetros: Portezza.

− ¿Estamos en Trento?

− Veo que sabes de geografía.

Trento estaba en la zona norte de Italia, muy lejos de grandes ciudades repletas de cultura y del mar italiano, pero no quería desanimarse. Así estaba más cerca de casa para regresar algún día. Además, tenía muchos campos, era muy verde. Le encantaban las zonas tan verdes y daba gracias a que la guerra no había arrasado también ese lugar. La ciudad, en cambio, era otra cuestión. No había edificios derruidos, ni campos quemados, pero la actitud de la gente volvía gris un sitio realmente hermoso.

Vivían en adorables casitas blancas cuya única decoración era madera. Había flores en todas las ventanas de todas las casas. También pudo ver niños jugando en una fuente enorme. Y, aun así, no lograba sentir la felicidad que intentaba transmitir ese lugar. Se veía a los ciudadanos cansados, envejecidos y totalmente desanimados. Ese lugar ya no era lo que fue un día, pero estaba segura de que se recuperaría del despotismo con el paso del tiempo.

− Ya no pareces tan animada… − comentó Inuyasha.

− La gente está triste…

− ¿Qué esperabas? − se metió las manos en los bolsillos − Ellos también han vivido la guerra, aunque no les haya tocado de cerca. Eso por no hablar de nuestro propio dictador…

− ¿Es verdad lo que le hicieron? − curioseó.

− Si lo que has oído es que fue fusilado junto a su amante y, posteriormente, colgado en la plaza Loreto, estás en lo cierto. Una turba enfurecida destrozó sus cadáveres hasta que fueron irreconocibles.

No había recibido menos de lo que merecía, pero, igualmente, se llevó las manos al pecho horrorizada. Algo tan horrible había sucedido tan cerca de allí…

− ¿Cómo te has enterado? – trató de saber − Yo no os dije nada y estabais las tres encerradas en casa.

− Lo oímos en la radio…

− Al menos no visteis las fotografías.

Ni quería verlas. Ya estaba muerto, ¿por qué destrozar su cadáver? Sabía que muchos habían perdido padres, hijos y hermanos a sus manos, pero ¿de qué les serviría ensañarse con el cuerpo de un muerto? Ya lo mataron, ya pagó con su vida. No podía imaginarse a sí misma albergando tanto odio como para destrozar un cadáver. Los muertos ya no podían hacer más daño.

Acompañó a Inuyasha hasta el banco. Era precioso. Un edificio antiguo de altas columnas, pequeñas salas con el suelo de mármol y elegantes molduras. No había esculturas que enriquecieran el sitio, pero la arquitectura era más que suficiente. Quedó fascinada por el lugar. Mientras que Inuyasha resolvía algunos asuntos, caminó entre las salitas y curioseó todo lo que quiso. Apenas sabía un par de palabras en italiano, así que entendió muy poco de lo que le dijeron hasta que un empleado le habló en inglés. En su escuela de Francia, estudiaba la mitad de las asignaturas en inglés, y se le daba bastante bien.

Aquel empleado era uno de los tesoreros y le explicó encantado todo lo que quiso saber sobre la fundación del banco, el edificio o la economía. Fue realmente amable y terminó hablándole de su familia. Le narraba alegremente la última trastada de su hijo pequeño cuando algo a su espalda le hizo callarse abruptamente. Al volverse, se encontró con Inuyasha, y comprendió que el hombre se sintiera cohibido. Desde luego, se había ganado muy mala fama.

No le quedó otra que despedirse y acompañarlo fuera del banco. Una vez fuera, le ofreció su brazo, al cual se agarró extrañada por el caballeroso gesto. Pasearon por las calles de la ciudad en un ritmo apacible muy poco habitual entre ellos.

− No sabía que hablaras tan bien en inglés.

Le explicó su afiliación con el idioma desde su infancia.

− ¿Hablas algún otro idioma?

− Aparte de inglés y francés, hablo alemán, por supuesto. − eso era más que evidente − También aprendí polaco, pero solo podría hablarlo por la calle. Nunca lo escribí.

− ¿Y no sabes español? – curioseó − Viviendo tan cerca de España…

− Sí, sé algunas palabras y algunas expresiones, pero poco más. Nunca he estado en España. Unamuno me enseñó lo que sé cuando vino a Francia…

Inuyasha se detuvo en seco al escucharla y la miró como si acabara de terminar con la guerra ella sola. ¿Había dicho algo malo?

− ¿Conociste a Miguel de Unamuno?

− Sí, pero era muy pequeña. Creo que no tenía ni cinco años… − meditó − Pero lo recuerdo muy bien. Causó mucho impacto en mí y en mi familia. Como mis padres eran artistas, se movían en sus mismos círculos.

Inuyasha no dijo ni una palabra más en un largo rato. Siguieron caminando y le fue narrando la historia de cada lugar por el que pasaban. Debía admitir que estaba siendo encantador, tan encantador como cuando les llegó la noticia del fin de la guerra. Le daba miedo que ese Inuyasha volviera a desaparecer tan rápido como llegó. No querría tener alguna discusión con él tan lejos de la casa. Seguro que era capaz de abandonarla en ese lugar desconocido para ella si lo enojaba…

Se detuvieron delante de unas oficinas. Inuyasha le prometió que la invitaría a comer auténtica pasta italiana después si se portaba bien y lo esperaba donde él le había indicado. Estaba tan deseosa de probar esa pasta que le obedeció sin remilgos. Desde la ventana vio a los niños jugando en la plaza como si nada sucediera. Le gustaría volver a ser niña para estar con sus padres y olvidarse de todo el sufrimiento. Las peores consecuencias de todos los conflictos eran siempre para los niños, pero, en lugares tan recónditos como ese, uno podía olvidar. Ella también quería olvidarlo todo… todo menos a Inuyasha caminando junto a ella por el campo; Inuyasha protegiéndola de los hombres que se presentaban por el camino; Inuyasha buscando comida para ella; Inuyasha velando por ella mientras dormía. Por un momento, había olvidado todo lo que Inuyasha había hecho para mantenerla sana y salva. No estaría allí en ese momento si no fuera por su fiera protección…

Tardó una media hora que se le hizo eterna, pero que compensó informándole de que no tenía nada más que hacer al salir. La llevó del brazo a un bonito restaurante y se sentaron en la terraza cubierta por unas parras de uvas que tenían una pinta deliciosa. Inuyasha pidió el mejor vino, pasta preparada al estilo tradicional del lugar y cappuccino de postre. Una vez probó un cappuccino preparado en Francia, pero estaba segura de que aquel estaría mucho mejor.

La comida estaba deliciosa y la tomaron en un silencio para nada incómodo. Limpió el plato de lo buena que estaba y, tan rápido como se lo recogieron, le pusieron un cappuccino delante. Lo miró con ansiedad mal disimulada. La crema cubierta de canela tenía una pinta estupenda y estaba deseosa de tomárselo entero. Le dio el primer sorbo con gula mal contenida e Inuyasha se rio de ella señalando su rostro. Avergonzada, se limpió con una servilleta la espuma de la comisura de los labios.

− He estado pensando en lo que me has dicho antes. − lo miró sin comprender − Hablas muchos idiomas y pareces tener facilidad para aprenderlos…

¿Eso era un cumplido?

−Además, sabes mecanografiar. Tal vez pudieras hacer algo en casa para ayudar.

Eso sí que era interesante. Se moría de aburrimiento muchas veces y no le gustaría pasar el resto de su vida bordando por las tardes. Encontrar otra cosa con la que entretenerse estaría muy bien.

− Así, podrías pagar todos tus gastos…

Debió adivinar que planeaba algo. La verdad era que estaba de acuerdo en pagar por sus gastos, pero no pudo reprimir las ganas de burlarse un poco de él por ser tan repetitivo con el mismo tema.

− Si quieres, puedo devolver la ropa. – sugirió − Ahora bien, tendré que andar desnuda. Como Kaede ha tirado toda mi ropa vieja, no tengo nada que ponerme…

Su broma no tuvo el efecto deseado. La mirada de Inuyasha parecía hambrienta de repente y le recordó cómo la miró aquella noche en cierta posada. Dejó la taza sobre el plato y se retorció las manos sobre el regazo sin saber qué hacer.

− No se puede devolver la ropa. Solo te la arreglan si ha habido algún fallo, nada más.

La respuesta fue un alivio hasta que decidió añadir lo último.

− Sin embargo, si quieres andar desnuda, no me molestaría.

Estaba muy segura de que no le molestaría en absoluto, pero a ella sí. No iba a tentar más de lo necesario su suerte. Sabía que Inuyasha deseaba acostarse con ella, no era ninguna estúpida. No obstante, eso no quería decir que tuviera que acostarse con él. Estaba casada y era una dama. Además, tampoco se habría acostado con él, aunque no estuviera casada al conocerlo. Su madre le enseñó algunas cosas antes de marcharse a Polonia; una de ellas era cambiar de tema cuando un hombre se ponía demasiado meloso.

− ¿En qué consiste ese trabajo?

Inuyasha aceptó el cambio de tema aparentemente.

− Necesito que alguien pase a máquina algunos documentos importantes de la familia y los informes mensuales. Tampoco estaría de más contar con alguien que sabe idiomas.

Él también sabía muchos idiomas, lo descubrió cuando viajaron juntos, pero no dijo nada en voz alta. Si necesitaba a otra persona, sería por alguna razón. Estaría desbordado de tareas pendientes.

− No parece difícil.

− No lo es.

Después de comer, la llevó a pasear por un parque que se veía sorprendentemente intacto por los estragos de la dictadura y la guerra. Caminaron por los caminos de piedra, vieron las flores y dieron de comer a los patos y los cisnes. Quedó particularmente impresionada por una hermosa pareja de cisnes que nadaban todo el tiempo juntos. Cuando uno se paraba por lo que fuera, el otro también lo hacía y lo esperaba. Eran encantadores.

Ya atardecía cuando volvieron al coche. Inuyasha la ayudó a subir y, después, montó él mismo. Se estaba portando como un perfecto caballero. Aunque había tenido sus altibajos, había sido encantador durante todo el día… más encantador que nunca. ¿Eso qué significaba? ¿Le aguardaba alguna sorpresa desagradable en la casa? Estaba tan acostumbrada a que la mal tratara que le costaba creer que se estuviera comportando de esa manera con ella sin tener algún motivo oculto. Inuyasha era cruel por naturaleza. La única pizca de buen humor y caballerosidad que tenía la reservaba para su abuela y su hermana pequeña. ¿Por qué le dio un poco de eso a ella?

Estiró las piernas que sentía entumecidas de tanto caminar y apoyó la cabeza en el respaldo para contemplar el cielo anaranjado. Todavía no habían llegado a la casa y ya añoraba el exterior. ¿Le dejaría salir de ahí en adelante o solo se trataba de algo excepcional porque Inuyasha estaba de un humor estupendo? No podía quedarse sin saberlo, así que se volvió hacia el hombre que conducía y le preguntó.

− ¿Podré salir a partir de ahora?

Frunció el ceño en respuesta y le contestó sin apartar la vista de la carretera.

− ¿No estás a gusto en la casa? Mi abuela y mi hermana se esfuerzan mucho por entretenerte…

− No he dicho eso… − musitó − Me gusta el aire fresco, nada más.

Sabía a la perfección que Kaede y Rin trataban de retenerla a su lado por todos los medios. Si bien Inuyasha disfrutaba torturándola, a esas dos mujeres les había caído en gracia, y hacían todo lo posible para que disfrutara del tiempo que pasaban juntas. Ella disfrutaría más de ese tiempo si transcurriera en el jardín, por ejemplo.

− No puedes ir sola a la ciudad.

Eso podía comprenderlo. No era un buen momento. Además, vivían bien lejos de la urbe. Con lo que tardaría en llegar andando, más le valía llevar material de acampada.

− ¿Y al jardín? – sugirió − ¿Puedo salir al jardín?

− ¿Por qué no? − coincidió.

− ¿Y Kaede? − se atrevió a preguntar − ¿Y tu hermana?

Sus manos se tensaron en el volante hasta que, de repente, dio un volantazo y frenó de golpe. Apenas se había recuperado del susto cuando se le echó encima. No debió preguntar por las otras mujeres, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

− ¿Te lo han pedido ellas?

Estaba tan cerca que su aliento golpeaba su piel.

− No, ellas nunca piden nada. − intentó ponerse en una posición más cómoda sin éxito − Solo creí que les gustaría…

− Si consiento que salgan, tienes que prometerme que no les meterás ideas raras en la cabeza.

¿De qué estaba hablando? Ella no le metía ideas raras en la cabeza a nadie. Si temía que fueran como ella, no tenía nada de lo que preocuparse, pues su intención era justamente la contraria. Ella trataba de parecerse a las mujeres de su familia.

− Te lo prometo…

Hizo la promesa sin saber muy bien qué estaba prometiendo. Después, Inuyasha volvió a mirarla tal y como lo hizo en el restaurante, cuando le hizo aquella estúpida bromita sobre andar desnuda. La diferencia era que entonces estaban solos en medio de la nada y podría hacer lo que quisiese. No se dejaría distraer una segunda vez por un truco de novata, mucho menos cuando tenía toda la ventaja.

Agarró una de sus trenzas y jugueteó con ella entre sus dedos durante unos instantes que se le hicieron terriblemente largos. Era hipnótico ver sus dedos jugando con la trenza, tirando de ella y deslizándola a lo largo de su masculina mano. Los hombres nobles que describía Kaede tenían manos suaves y femeninas. Inuyasha tenía manos grandes, ásperas y tremendamente masculinas. Unas manos que cualquier mujer desearía sentir en su piel. Unas manos perfectas para…

− Te dije que no me gustaba tu pelo recogido…

Pensó que nunca volvería a decirle nada al respecto.

− Kaede dice que una dama casada no debe llevar el pelo recogido en público.

− Aquí estamos solos tú y yo…

Estuvo a punto de repetirle que él no era su marido, pero Inuyasha la miró con anticipación, adivinando su respuesta, y le lanzó la advertencia. Si volvía a mencionar ese detalle, le daría unos azotes. Estaba segura de ello, así que optó por mantener la boca cerrada y rezar por que no hiciera alguna locura allí en medio de la nada. Sus plegarias fueron escuchadas segundos después e Inuyasha volvió a su sitio.

Condujo como un loco. Ese viaje tan apresurado no le gustó tanto como el anterior. Pensó que se le habría vuelto a agriar el humor por su forma de conducir, pero, al llegar, descubrió hasta qué punto estaba equivocada. Cogió su mano y le hizo entrar tras él a la casa. A continuación, la guio por el pasillo del vestíbulo hasta el final y le obligó a entrar en su despacho. Sabía que el despacho de Inuyasha estaba ahí por su hermana, pero nunca había entrado en él. Cuando Rin se lo dijo, decidió que ese sitio estaba vetado para ella.

Al final de la estancia había un enorme ventanal que daba al jardín y desde el que entraba la luz natural del sol. Estaba cubierto por unas cortinas color crema. Había grandes estanterías repletas de libros, pero nada en comparación con la biblioteca de la casa. Justo frente a la ventana estaba el enorme escritorio de madera color caoba que debía utilizar Inuyasha. Detrás de él había una silla tapizada con cuero que parecía realmente cómoda. Se fijó también en la lámpara de araña en el techo. La del salón era más grande, pero le parecía que esa era mucho más bella.

− Esa será tu mesa.

No se había fijado en la otra mesa pese a que la tenía a su lado. Era un escritorio más pequeño y más simple que el de Inuyasha, pero con una elegancia acorde a la del hogar Taisho. Palpó con una mano la madera y sintió los nervios en el estómago al pensar que pasaría mucho tiempo con Inuyasha en ese sitio.

− Podemos estrenarla ahora…

No entendió sus palabras hasta que fue alzada y sentada a la fuerza sobre la mesa. ¿Qué pretendía hacer? La respuesta llegó en cuanto los labios de Inuyasha se apoderaron de su boca. Aún no sabía cómo había podido vivir tanto tiempo sin besarlo. Apenas había pasado una semana desde la última vez, pero a ella le parecían años de sequía. ¡Diablos, le gustaba que la besara y que la tocara! No debería gustarle tanto, pues estaba casada con otro hombre, pero no podía evitar lo que su cuerpo sentía.

Sintió unos tirones en sus trenzas, su cabello revolverse y lo tuvo suelto sobre sus hombros en menos de un minuto. Esa fue la señal de que debía detenerse. Colocó las manos en su pecho y empujó para apartarlo de ella, pero apenas lo movió unos pocos centímetros.

− Inuyasha… Basta…

− No quiero parar…

Le bajó los tirantes del vestido de un tirón y sus manos se concentraron en los botones de su blusa. No podía consentirle eso.

− Por favor… − le suplicó.

− Te prometo que suplicarás que no me detenga.

Le abrió la blusa por completo y le levantó las faldas hasta enrollaras en sus caderas. Pensó que debía parecer una cualquiera con toda la ropa interior al aire, pero poco le importó eso cuando él volvió a besarla y la abrazó. Le obligó a abrir las piernas y se instaló entre ellas, empujando el bulto de su entrepierna contra ella. Lo sintió tan duro y tan potente que gimió sobrecogida, aunque no gimió más que cuando le levantó el sujetador y tomó sus senos desnudos entre sus manos.

− Eres tan bella… − musitó contra su cuello mientras lo mordisqueaba − Tan bonita…

− Inuyasha…

− Esto es tu culpa por ser tan hermosa…

Entonces, sus manos agarraron con violencia sus muslos y movió sus caderas contra ella en un movimiento lento, sensual y envolvente. Se habría quedado así para toda la vida de no ser por las voces que empezaron a escucharse en el pasillo. Inuyasha parecía dispuesto a ignorarlas al principio, pero, cuando continuaron y se volvieron cada vez más audibles, se detuvo. Se apartó de ella y apoyó una mano en la pared mientras trataba de calmarse. Ella aprovechó ese momento para levantarse y colocarse bien la ropa.

Justo cuando se ataba el último botón de la blusa, se escuchó el grito horrorizado de Kaede. Los dos se miraron y salieron corriendo del despacho hacia el vestíbulo, al lugar desde el que había llegado el grito. Varios criados, Kaede y Rin se encontraban en el vestíbulo rodeando algo. Rin se secaba las lágrimas con uno de sus pañuelos excesivamente adornados y no veía a Kaede.

− ¡Abrid paso!

Los criados se apartaron al escuchar a Inuyasha. En el suelo, sobre una camilla, yacía Kouga inconsciente y, a su lado, Kaede sostenía su rostro y lo llenaba de besos. Ella temió lo peor al ver esa escena y empezó a llorar sin poder evitarlo. ¿Y si estaba muerto? Le debía la vida a Kouga, era su marido y, sobre todo, era su amigo.

− ¡Kouga!

Cayó al otro lado de Kouga y apoyó la cabeza en su pecho para llorar. Al instante, pudo sentir que respiraba. ¡Kouga estaba vivo!

− ¡Está vivo, Kaede! − cogió la mano de la anciana − Mira, está respirando…

Kaede apoyó su cabeza en el pecho de Kouga, tal y como hizo Kagome anteriormente y suspiró tan aliviada como ella segundos antes.

− Necesita que lo atienda un médico… − dijo Kaede − ¡Llamad al médico! − ordenó entonces.

Se sintió aliviada al escucharla y alzó la cabeza con una sonrisa surcada de lágrimas. Inuyasha le lanzó en respuesta una gélida mirada que perfectamente podría haber congelado el infierno. Debería alegrarse de que Kouga estuviera vivo, ¿no?

Continuará…