N.A: Entonces, el otro día me acordé de esta historia y mis musos dijeron "¿por qué no contarla desde el punto de vista de Integra?" y acá estamos :)
II
Su vecino de enfrente es francés.
O eso cree, a juzgar por las frases coloridas que escucha salir del garaje ajeno de vez en cuando, en esos extraños momentos donde tiene tiempo de fumarse un cigarro en el patio mientras juega con la gata del vecino.
No sabría decir en qué trabaja. Tal vez sea mecánico, considerando el tiempo que pasa en esa cochera con las manos metidas en su MGB —aunque no lo culparía si no lo fuera, ese auto bien merece la pena la atención—, pero también podría ser un barman, ocupar cualquier trabajo que no requiera pulcritud de apariencia e incluso ser un jodido mercenario, por lo que importa. Se sacude las ideas de la cabeza las esporádicas veces donde su cerebro osa aventurarse a pensar en su vecino unos segundos más de lo necesario, culpando al fastidio laboral mientras trata de volver a enfocar su atención en las caricias robadas que el animal bajo sus dedos le permite prodigarle.
Lleva varios meses en ese vecindario, y las únicas palabras que ha intercambiado es con la viejecita que pasea un labrador demasiado amistoso, a quienes siempre se encuentra en la vereda cuando sale a dejar la basura. No es un mal lugar, aunque está lejos del lujo donde creció, y por lo mismo está contenta allí. Walter viene entre las semanas para asegurarse de que está comiendo y de que las botellas en el armario no hayan aumentado —o bajado—, aunque trata de ser sutil con ambas cosas.
Falla miserablemente, por supuesto. Pero ella le dará la consideración por su educación. El resto del tiempo lo pasan en una charla pasajera de él informándole cosas de su familia, poniéndola al día sobre los chismes más destacados de la sociedad británica y de los amigos de la familia que siguen preguntando por ella. Ella rueda los ojos y él se ríe, mesurado, aunque sospecha que disfruta en secreto esa casi tortura. Pero Walter también llega con algún postre especial que él mismo le ha preparado, con una bolsa de hojas de té o un paquete de sus amados Dunhill porque, aunque su misión de mayordomo sea vigilar esporádicamente su salud, la rutina pesa más y a fin de cuentas ella siempre ha sido su favorita.
Hablando de cigarrillos, su vecino francés parece tan apegado a ellos como ella misma. No recuerda haberlo visto sin algún palo de tabaco colgando de la boca las pocas veces que se han cruzado, o esas pocas veces en que ella lo observa dar vueltas alrededor de su amado automóvil, con los jeans rotos colgando bajos en sus caderas, una camiseta manchada y el paño grasiento metido en el bolsillo. Al menos, tienen algo en común. Sonríe con ironía para sí misma mientras descarta también esa idea. No es común que Integra Hellsing esté buscando similitudes con la gente a su alrededor.
Pero a pesar de todas esas ideas descartadas, de esos pensamientos olvidados en el aire por la superficialidad de su existencia, hay veces —algunas, muy pocas, es todo lo que admitirá— donde desearía no desechar el pensamiento fugaz y actuar, ser capaz de levantar la cabeza cuando él va caminando por la misma vereda, soltar el teléfono y simplemente saludarlo. O levantar la mano en señal amistosa cuando ambos están sentados en sus porches, ella acariciando una gata ajena y él haciendo sabe dios qué cosas, con su cigarro entre los labios y esa larga trenza rojiza enrollada en sus hombros.
Se pregunta si le respondería.
Probablemente sí, parece del tipo amistoso y no un serio estirado como los que está acostumbrada a tratar. Quizás él le sonreiría y se acercaría, le diría cómo se llama la gata del vecino de la que ella se ha encariñado, contaría anécdotas del vecindario, dándole datos de dónde comprar las mejores verduras o la carne más fresca, y le confiaría la historia detrás de ese automóvil de lujo por el que se esmera tanto.
Podrían volverse amigos.
Pero su vida está demasiado ocupada para andar haciendo amigos o conociendo a la gente de su vecindario.
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El francés de enfrente sabe de su pequeña —gran— discusión con su novio (exnovio, se recuerda). Está segura de que vio un destello de su trenza rojiza en la periferia de su visión cuando salió para cerrarle la puerta en la cara al grandísimo imbécil que creyó que podía engañarla con otras mujeres echando mano al argumento de "es que trabajas demasiado y no me incluyes en tu tiempo". Está furiosa, más allá de la ira y del dolor, mientras arroja sus regalos caros en una caja de cartón y la tira en una esquina, dispuesta a dejarla en la primera institución de caridad al día siguiente. No llorará, no quiere llorar, pero las lágrimas tercas se escapan de sus ojos impulsadas por la pura rabia de sentirse traicionada por alguien en quien había decidido confiar. Las limpia de un manotazo, apartando los lentes para evitar quebrarlos (sería un dolor de cabeza literal salir a comprar otros) mientras echa mano de una botella y zanquea hacia la habitación, dispuesta a ahogar el recuerdo del estúpido rumano bajo varias onzas de alcohol.
Cuando se va de casa, tres semanas después, alcanza a verlo por el rabillo del ojo mientras arroja la maleta en el asiento trasero. Lo ve levantar la vista de su trabajo y mirar en su dirección un momento, mientras ella se sube al asiento del piloto, retrocede y pisa el acelerador a fondo, dejando atrás su casa, la gata del vecino, la viejecita con el labrador y su vecino francés al que nunca saludó.
Una semana más tarde, ella está de vuelta. Su pequeña escapada terminó y es hora de volver a su rutina laboral y a su ocupada vida, le guste o no. Aparca en el estacionamiento y se baja con rapidez, deseando entrar ya porque su cajetilla se quedó vacía a mitad del camino y dios sabe que necesita un cigarrillo con urgencia.
Su apurada búsqueda es infructuosa, porque si bien encuentra los cigarros, el maldito encendedor parece haberse hecho humo. Camina de regreso al auto y hurga en la guantera, sin éxito alguno. Frustrada, cierra la puerta para apoyarse en ella mientras considera sus opciones: lo único que se le ocurre es conducir otros diez minutos al mini market más cercano para recién ahí poder encender un maldito cigarrillo y llenarse los pulmones de la tan ansiada nicotina. Gime internamente ante la perspectiva de perder más tiempo, hasta que levanta la cabeza y lo ve.
El francés de enfrente.
Está sentado en la escalinata de su casa, fumando. Por supuesto.
Esta vez, ella no descarta la idea y en vez de ello actúa. Se separa del automóvil y avanza a pasos firmes en su dirección. Lo ve mirarla con cautela, sus ojos —verdes, él tiene unos hermosos ojos verdes, se da cuenta— escaneando su figura intrusa mientras ella se detiene frente a él, sin saludar.
—¿Podrías darme fuego?
Resulta que Pip Bernadotte es más de lo que imaginó, en el buen sentido de la palabra. Comparte mucho más que su encendedor cuando la invita a pasar el rato en su casa, a la pequeña fiesta que lleva a cabo con su grupo de amigos. Su charla fácil, las bromas absurdas y esos profundos ojos verdes la acogen como si ella siempre hubiera estado presente entre su círculo de amistades, haciéndola sentir cómoda mientras ella le da una paliza en el juego de póker y los demás se ríen de él.
Compartirán más cosas con el paso del tiempo, pequeños secretos que no están destinados a ser conocidos por nadie más salvo ellos dos; secretos que le va susurrando al oído mientras sus manos ásperas mapean la piel de su estómago y su aliento le hace cosquillas en el cuello. Besos como plumas, salpicados a través de sus clavículas, una boca exigente sobre la suya, con esos profundos ojos verdes siempre clavados en su alma, como si hubieran esperado toda una vida para conocerla.
Y finalmente lo hicieron.
