CAPÍTULO I.
La Llegada del Nuevo Mundo/ El Infierno de Invierno.
Nosotros, los vikingos de diferentes tribus e islas, comprendimos aquella noche que no podíamos seguir compartiendo el mismo planeta con el resto de las naciones del continente, no de forma pacífica, no sin liberarnos del peso de los dragones, no sin mejorar nuestras armas y estrategias.
Lo comprendimos justo cuando, en medio de nuestras batallas habituales, en todas las islas vikingas conocidas, ocurrió lo mismo, con tan solo unos minutos de diferencia, ellos llegaron, con el mismo estampado, los mismos escudos, el mismo idioma… y las mismas intenciones. Ninguno de nosotros había esperado algo mínimamente similar a aquello. Nadie esperaba recibir ese ataque mientras nos encontrábamos, por decirlo de alguna forma, con los pantalones bajados. Desearíamos que tan solo hubiese sido una noche, una sola noche había eliminado a una gran parte de nuestra población, una sola noche bastó para eliminar nuestras esperanzas y espíritus guerreros; pero no fue suficiente para ellos, ellos, por algún motivo, deseaban más.
Nos masacraron como nunca imaginamos que nos masacrarían durante una semana entera, lloramos como nunca hubiésemos imaginado que haríamos, vimos cosas provocadas por humanos que jurábamos que solo los dragones, esas bestias del infierno, podían causar. Cambió nuestra mentalidad, destruyó nuestras mentes, nos hizo obligó a desechar todo lo que habíamos comprendido como bueno, justo y noble. La mayor vuelca de tuerca que sufrimos fue aquella opción que, a pesar de que jamás en tres generaciones se había si quiera planteado, parecía la respuesta perfecta para nuestros problemas. La semana del Infierno de Invierno, nos preguntamos si ya era momento colgar las hachas y cascos y dejar de lado nuestro orgullo en nombre de los que aún quedábamos, ¿Cómo, oh, Odín padre, seguir peleando por nuestro orgullo si nuestros hijos eran descuartizados frente a nuestros llorosos ojos? ¿Cómo, oh, Odín padre, mantenerse en una tierra muerta si estamos contemplando a nuestros niños morir de hambre?
¿Cómo mantenernos en el mismo lugar en la que todo aquello ocurrió? Recordar a esos barcos, repletos de hombres malévolos, embutidos en armaduras espantosas y armados con instrumentos de perdición. Recordar como llegaban ejércitos con espadas sujetadas de forma extraña, nos tomaban con el mango afilado el borde de nuestras armaduras, nos tiraban al suelo y allí nos mataban mediante golpes contundentes en nuestras pecheras o en estocadas firmes en nuestros pechos. Como otros venían montados en nobles corceles que reventaban nuestras cabezas con sus coces. Como los más horribles traían armas nunca vistas, solo necesitaban apretar una parte de aquel artilugio digno de nuestras más horribles pesadillas y del agujero salían disparadas un nuevo tipo de flechas, más pequeñas, más rápidas, más mortíferas.
No escuchamos, en aquel entonces, en medio de nuestro infierno de dragones y humanos abominables, al orgulloso hombre gritando desde la seguridad de su barco que nos quería muertos a todos. No por nuestras tierras o minerales, no para esclavizarnos tal y como lo habían hecho con los que llevaban cadenas y tenían la piel ennegrecida, no querían nada de eso, querían recuperar el honor que supuestamente habían perdido por nuestra culpa. Todavía no entendemos a que se refiere.
Vimos, todos nosotros, horrorizados, como aquellos salvajes iba directo a los más débiles, ancianos y niños fueron los primeros muertos, porque eran los que no corrían rápido, porque eran los que necesitaban la ayuda. Vimos cómo la población infantil y anciana disminuía con cada una de sus extrañas flechas, vimos a padres, abuelos y nietos morir entre gritos y lágrimas, y solo temblamos, temblamos por la rabia y la impotencia de ver a los más pequeños y desprotegidos no tener tan si quiera una oportunidad de defenderse. Temblamos al ver que, después de tantos años de mantener a los nuestros seguros contra el fuego infernal de los dragones, ahora unos nuevos demonios tiraban por los suelos nuestro duro trabajo.
Matamos a algunos de los suyos, evidentemente, pero, por muchos de los suyos que cayeran, seguían llegando de esos enormes barcos, no se detenían en ningún momento continuaban y continuaban saliendo, como si los que muriesen tan solo se despertasen nuevamente en los barcos, dispuestos a volver a pelear.
La masacre acabó cuando las extrañas flechas del último hombre fueron gastadas, cuando las espadas necesitaban afilarse y los escudos ya no podían soportar otro golpe. Solo entonces se dieron media vuelta, con la tranquilidad de alguien que sabe que no será asesinado, subieron a sus barcos y nos dejaron tranquilos durante dos semanas. Dos semanas llenas de terror, funerales e intentos de entrenamiento contra fuerzas que no comprendíamos.
Intentamos recoger armas olvidadas, pero aquellos desgraciados no dejaron atrás ni una sola. Inspeccionamos a sus muertos, pero a ellos también los despojaron de sus armas. Como no se lo merecían, no les dimos un trato correcto a sus muertos, incluso si aquello nos revolvía los estómagos y la conciencia, pero no se lo merecían, no merecían nada de piedad.
Con las pocas personas que quedamos de la masacre del nuevo mundo, los vikingos decidimos acabar con nuestras diferencias y ocultarnos a todos en un mismo archipiélago durante esas dos semanas de paz, huyendo de los dragones y de las gentes de los barcos, respetando nuestras costumbres y decisiones bélicas, manteniendo las distancias necesarias para no causar confrontaciones. Drago y los suyos se levantaron, alzando su voz hacia los dioses, haciendo que los formuladores de nuestro destino escucharan las verdades que tan solo se murmullaban en nuestras cabezas, las verdades que el protocolo y las costumbres no permitían aceptar, las verdades que tomaba a nuestro orgullo y lo destrozaban de la misma manera que nuestras gentes habían sido destrozadas por los extranjeros.
Los vikingos, por mucha fuerza que tuviésemos todos unidos, no podíamos luchar dignamente y vencer dos guerras. Moriríamos degollados, aplastados y decapitados si intentásemos vengarnos de los extranjeros asesinos, tenían armas que ni si quiera podíamos soñar en construir, armas que parecían magia pura, armas de las que no sabíamos defendernos. Moriríamos de hambre por la guerra contra los dragones, aquellas bestias que parecían venir de los infiernos de nuestros enemigos, matándonos de formas poco honorables. Habíamos de zanjar alguno de esos dos problemas.
–No podemos continuar de esta forma –gruñó sangrando por la cicatriz de su cara, su imagen era tan horrible que los niños se ocultaban en los pechos de sus padres–, ¿¡Cómo podríamos seguir de esta forma!? ¡Miraos! ¡Venga, miraos! –ordenó, pero nadie le hizo caso–. ¡Con miedo! Temblando como ridículos, ¿¡Desde cuando los vikingos temblamos!? –golpeaba iracundo la mesa que se tambaleaba bajo su fiereza–. Tenemos que parar al menos con el tema de los dragones, si acabamos con los dragones, acabar con esos bastardos será tan solo un juego de niños –estampó la palma de sus robustas manos en la mesa chamuscada–. Usemos a los dragones –sonrió asquerosamente, retorciendo nuestros estómagos al dejarnos ver sus podridos y rotos dientes–, utilicemos a estas bestias que queman nuestras cosechas y hagamos que ahora quemen ¡A esos asquerosos asesinos!
Su gente vitoreó, alguno de nosotros también lo hizo, pero muchos dudamos al ver a nuestros jefes ver con malos ojos la propuesta de Drago.
–¡Jefe Estoico! –uno de los soldados de Berk, siendo secundado por otros guardias de distintas tribus, entró empapado por la lluvia torrencial, con las piernas temblando y los ojos tan asustados como si estuviese viendo todo el horrible panorama de hace unos días repitiéndose, aferrándose de los portones–. ¡Barcos, Estoico, barcos enormes! ¡Como los de antes!
Aquella discusión hubiese continuado, su propuesta hubiese sido escuchada, seguramente aceptada con el pasar de los minutos y las argumentaciones, todos deseábamos terminar de una vez con, por lo menos, alguna de las guerras que nos mataban sin compasión. Pero en aquel momento, en el cual la idea de utilizar a los dragones como armas para la guerra con las nuevas potencias se veía tan ideal y perfecta, un nuevo barco enorme fue traído hacia nuestras tierras por las mareas y los motores de este, trayendo en aquella majestuosidad de artefacto a un rey pretencioso y ambicioso, pero no sanguinario.
Ningún de nosotros se atrevió a salir a recibirlo, todos los vikingos nos ocultamos tras las puertas de aquel gran salón improvisado. Las mujeres fueron las primeras en tomar armas y derramar lágrimas, cada una se colocó delante de los pocos ancianos y niños que quedaban, dispuestas a evitar la horrible matanza de los débiles. A nosotros, los hombres, nos costó más reaccionar, pero, en cuanto se escuchamos el tintineo de esas armaduras y los pasos firmes de nuestros enemigos, tomamos las armas e hicimos formaciones tras nuestros jefes, que ya se encontraban armados y furiosos, dispuestos a no dejar que ninguno de nosotros muriésemos. Drago fue el que se adelantó ante todos, demostrando que, por muy loco y sanguinario que fuese, realmente no nos quería muertos.
Fue entonces que aquel esperpento de hombre se presentó, risueño y tranquilo, confiado de que, a pesar de tener pocos guardias, no lo mataríamos. Estaba completamente desarmado, tanto que, incluso nuestros jefes bajaron las armas por la sorpresa. Llegó cubierto por capas oscuras y artilugios que lo protegían de la lluvia. Llegó sonriente y con las manos juntas delante de su vientre.
Al vernos, se le desdibujo la sonrisa cálida, se transformó en una mueca de pena y lo sentimos como un insulto.
–Oh, mis queridas tribus vikingas –su voz, calmada y suave, resonó por todo el salón–. ¿Qué os han hecho mis vecinos? –se atrevió, entonces, a avanzar hasta el punto de poder despojarse de las prendas que lo salvaguardaban de la lluvia torrencial.
En cuanto se aventuró en nuestro salón, Drago colocó su hacha en la garganta del desconocido, haciendo que su corona se tambalease en su pequeña cabeza.
–No te acerques –gruñó furioso–, o colgaré tu cabeza en la hasta más grande que el mundo jamás haya visto.
Los guardas se pusieron tensos, sacaron espadas e intentaron ayudar a su rey. Pero él mismo monarca los detuvo. Dijo, entonces –Perdonad, que maleducado he sido –sonó realmente arrepentido para la mayoría de nosotros–. Mis más sinceras disculpas, no debía de tomarme la libertad de adentrarme sin pedir permiso –decía mientras se alejaba del hacha y volvía a cubrirse con los ropajes de la lluvia–. Pero, bueno, como podéis ver –señaló el cielo, que seguía roto en lágrimas ardientes–, esta lluvia es demasiado feroz.
Nos alegramos al ver que ni uno solo de nuestros líderes bajaban la guardia.
–¿Qué es lo que quiere? –cuestionó Oswald, de tal manera que no hubiese forma alguna en la que el forastero si quiera se imaginase que su apodo era El Agradable.
La sonrisa volvió a formarse en su pequeño y ridículo rostro. –Ayudaros, por supuesto –dijo, inclinándose ante nuestros jefes–. Tan solo quiero que esta lucha carente de sentido acabe. Mi pueblo gasta materia más que necesaria para ayudar a los reinos que os atacan sin piedad. Además, todo este desperdicio de sangre no traerá beneficio alguno a ni una sola de las potencias –cubrió su cara con una de sus enguantadas manos, le oímos soltar un suspiro–, es inútil –dijo una vez se quitó la mano de la cara–, patético, realmente. Completamente innecesario.
Enmudecimos por un largo rato.
–Por lo que, quiero zanjar esto asunto de una forma que, espero, consideréis adecuada. Complaceros a ambos bandos…
–¿Qué va a hacer? –gruñó alguno entre nosotros–. ¿Matarnos más gentilmente? –reímos al ver a ese vikingo imitar burlescamente los dejos del pequeño rey.
Lo vimos apretar los dientes antes de responder –Lo que ellos quieren es tener a los vikingos a sus pies –explicó tranquilamente–, no haceros esclavos, pero hacer os sintáis como tales, como si fuerais –pensó unos minutos, ignorando nuestra indignación–, simples posapiés.
Gruñimos casi en unísono.
–Por favor, no os enfadéis conmigo. Tengo la solución, mis queridas tribus vikingas. Una forma en la que ellos os dejen en paz de una vez por todas. Las potencias reciban beneficios y–hizo una pausa dramática–, vosotros estaréis seguros
Nos removimos por la emoción y la inseguridad, nos miramos preguntándonos si confiar en aquel, aparentemente, famélico hombre.
Oímos a Estoico el Vasto preguntar –¿Y cuál, si se puede saber, es esa magnifica solución?
Oímos, luego, la risilla de aquel pretencioso rey –Bueno –dijo una vez detuvo sus risas–, podría decírosla si no estuviese sufriendo por el frio de esta lluvia torrencial.
…
Esperamos durante lo que parecieron interminables horas en una esquina del salón improvisado, calmando a nuestros niños, contándoles historias y asegurando que, a pesar de las adversidades, nos volveríamos a levantar. Con los más seniles de nuestros ancianos, aquellos que eran pocos y necesitaban motivación, les presentamos falsas estrategias para derrocar a los asquerosos forasteros asesinos. Mientras que la verdad se hablaba con nuestras mujeres y con aquellos que la edad les había traído sabiduría.
Una de ellas, Gothi, quien, a pesar de que insistíamos en que no se exigiera tanto, seguía peleando contra la edad y los enemigos, nos aconsejaba como pudo acerca de cómo matar a aquel rey y usarlo para intimidar a los demás. En qué posición y con qué expresión colgar su cabeza en una estaca alta y adornada, para espantar a los demás forasteros, también nos indicó de como acomodar a cada de sus guardias y hacer luego con las armas que habían traído. Pero, luego de todas esas ideas sanguinarias, el joven hijo de Oswald el Amable, quien seguía escuchando la genial idea del rey pequeño, nos recordó algo importante.
Con su pequeña hermana en los brazos, una de las pocas bebés que habían sobrevivido, dijo –No podríamos contra ellos –masculló enojado–. Ese tipo no es tonto, ha venido con guardias y seguramente tiene más en ese dichoso barco, me lo ha dicho ese –el muchacho apuntó a uno de los lugartenientes del clan de los Marginados, quienes no habían intentado ningún motín desde su llegada–. Si lo matamos, nos matarán a nosotros –finalizó, mirando a su hermana. Lo vieron sonreír grotescamente luego de unos segundos de ensordecedor silencio–. A menos, claro, que queráis usar sus propias armas y técnicas para acabar con los que quedan afuera, o dejar carnada para dragones en los barcos, para que los ataquen a ellos.
–¡Dagur! –el llamado de Oswald resonó por toda la estancia, alarmándonos, pero su hijo ni se inmutó. Luego de ser llamado él, los demás jefes pronunciaron el nombre de sus respectivos hijos. Vimos como cada uno de ellos se levantaba honorablemente y se acercaba a la mesa de los líderes, vimos como, por primera vez, aquellos niños aceptaban su destino como futuros jefes de sus respectivas islas. Fue solo el más pequeño y temeroso de ellos, el hijo del gran Estoico el Vasto, quien volteaba de vez en cuando a vernos mientras avanzaba más temeroso. Cuando lo vio, el rey forastero se enterneció, viendo finalmente como un niño actuaba como tal, a diferencia de los orgullosos y audaces muchachos que le retaban con la mirada mientras avanzaban hacia él; pero nosotros no concordábamos con la idea del forastero de como un niño tenía que actuar, no importaba que Hiccup fuese el más pequeño, el más débil o el más joven, tenía que actuar como uno de los nuestros.
Cuando el miembro más joven de la casa Haddock llegó a la mesa de los líderes donde los demás herederos ya habían tomado un asiento junto a sus padres, el rey extranjero no pudo evitar centrarse en él y solo en él, le sonrió tiernamente al verlo sentarse junto a su padre, haciendo que tan solo se viera más pequeño y asustadizo de lo que ya era.
Agnarr, rey de Noruega, empezó a hablar.
…
Fue luego de largas horas que, con los demás jefes de las tribus vikingas, el corazón partido y los ojos desorbitados, todos oímos la propuesta de aquel gobernante extranjero, que aseguraba que lo mejor era comprometer en sagrado matrimonio al pobre niño Haddock con la recién nacida infanta del reino de Noruega, su hija. Aquello sucedió luego de que el pretencioso soberano le diera una buena mirada a cada uno de los hijos de nuestros jefes, paseándose de la a lado, cuando, finalmente, señaló animado al pequeño Hiccup Haddock, como si fuera una tierna mascota que compraba como juguete para su niña.
Quisimos matarlo en ese mismo momento, pero la firmeza de nuestros líderes nos detuvo de cometer locuras contra el único gobernante que nos prometía la salvación absoluta contra las otras potencias.
–Estoico –intentó decir uno de nosotros, mientras veíamos al rey forastero y sus guardias partir bajo la lluvia, pero el gesto rápido de susodicho hizo que callará inmediatamente, dejándolo frustrado.
Uno de los grandes jefes de la nueva unión de las tribus y casas vikingas descansaba encorvado contra su cuerpo en una chamuscada roca, apoyando su frente arrugada en sus fornidas manos, cubiertas de cicatrices, quemaduras y callos provocados por las armas. Verlo de aquella manera, tan destrozado, hacía que nos cuestionásemos que sería de nosotros.
Lo escuchamos suspirar pesadamente, liberándose de mucho aire, pero supimos que la presión que tenía dentro de su corazón no había disminuido lo más poco. Los demás líderes no se atrevían a hablar, se limitaron a suspirar aliviados mientras daban muestras de amor a sus respectivos hijos, por el temor de que, de momento a otro, el rey forastero diese media vuelta y cambiará de opinión. Ahora lo que seguía eran preguntas y dudas, porque todo lo que había pasado era sencillamente confuso.
–Solo me preguntó –lo escuchamos empezar a hablar de momento a otro–, qué pasará con nosotros ahora –lo vimos apretar sus dientes con furia contenida, soltando una amarga risa llena de burla después de unos minutos–. ¿Cómo estarán actuando ahora las demás potencias?
Spitelout dijo escupiendo con asco –Seguro que todos están celebrando como los reyes finos que son. Me juego lo que sea a que era exactamente esto lo que querían. Ponernos contra la espada y la pared para que aceptásemos sin chistar esta tontería–el fornido hombre escupió–. Pero se equivocaron con nosotros, no seremos sus juguetes, ¿verdad, Estoico?
Pero el jefe de Berk no respondió.
Enero de 1883. La Llegada del Nuevo Mundo.
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N/A:
Quiero ir avisando de que, a lo largo de este fanfic, se verán algunos OC's, por el bien de la trama. Sin embargo, no tendrán mucha importancia (al menos no tengo planeado que la tengan).
He visto las series de HTTYD en castellano y latino, y constantemente confundo los nombres, para evitar eso pondré la mayoría de nombres en su idioma original.
Creo que se ha notado, pero por si acaso lo digo, en este AU los padres de Elsa y Anna son algo así como villanos, pero adoran demasiado a sus hijas. Así sí, son los malos, pero no son padres abusivos.
Los títulos tienen esta gracia de ser el nombre de eventos históricos de este mundo alterno que me estoy inventando. Es por eso que, teniendo en cuenta el doble punto de vista (la de las potencias y la de las tribus vikingas) este hecho histórico sería percibido de diferentes formas.
