Un intenso negro azulado cubría todo el firmamento y dejaba asomar a duras penas algunos escasos puntos blancos brillantes que parecían expandirse por momentos y reducirse por otros. El ambiente se sentía pesado, el calor veraniego me sofocaba cada rincón del cuerpo y para colmo las vestimentas que traía no eran las idóneas. Tenía unas ganas inmensas de partirlas al medio y quedar al desnudo, pero sería un acto altamente repudiable y escandaloso.

Las puertas del salón se movieron, abriendo el paso a un gentío masculino que chismorreaba sobre la reciente pelea, a la vez que intercambiaban billetes. Éstos circulaban de mano en mano por delante de las narices de uno sin cuidado. Para mi gusto, no había sido la gran cosa. Me dejó una sensación de insuficiencia, quedé carente de emoción, pero una jugada es una jugada, y sin importar qué tan mediocre haya sido el encuentro, si había dinero de por medio, debía respetarse lo acordado.

Por el otro lado, el olor que había era inmundo, nauseabundo. Aun estando en el exterior, el maldito no se iba. No se sabía bien qué era o de dónde provenía, tampoco si venía de un único sitio o de más de uno. Intercambiamos miradas con mis amigos. Como lo suponía, ellos también padecían dicho sufrimiento tanto como yo. Nos corrimos hacia una esquina, teniendo cuidado de no perdernos de vista y procurando estar lo más distantes posible de ese sector que nos asfixiaba los pulmones.

Al encontrar la bendita zona segura, tomamos una considerable bocanada de aire puro para limpiar, renovar y deshacernos de toda la toxicidad que habíamos tenido que soportar e incorporar en nuestros organismos. Luego de restaurarnos, reímos sin fundamento alguno y permanecimos así por un tiempo hasta que un recuerdo resonó dentro de mi cabeza, obligándome a bajar el volumen de mi risa hasta dejar de emitirla.

Aclaré mi garganta con cierta incomodidad.

—Venga, a ver, Nino, dame el dinero —le pedí a uno de mis compañeros varones, arruinando el momento de gracia. Lo conocía lo suficiente como para saber que si me agarraba desprevenida, tomaría provecho y no cumpliría con su palabra.

En efecto, se dio cuenta que no pasé por alto el asunto que teníamos pendiente y se quejó, refunfuñando por lo bajo.

—Tenía la esperanza de que no lo recordaras. —Ocultó las manos en sus bolsillos, adoptando una postura relajada, y echó ligeramente la cabeza hacia atrás.

Era una clara señal de que se oponía.

Chasqueé la lengua.

—Mm, lástima. —Le enseñé la palma de mi mano, esperando que depositara el efectivo en ella. Por las dudas, moví cuatro de mis cinco dedos para no perder su atención.

Los otros dos dibujaron una tenue curvatura ante mi contestación que no pareció ser del agrado del aludido.

—Tsk, bien... —accedió irritado, rebuscando con desgano su billetera—. Tuviste suerte nomás, que no se te suban los humos.

— ¿De qué humos hablas? Reclamo lo que me corresponde. Una apuesta es una apuesta, amigo mío —me encogí de hombros. Luego de ello, situó los francos correspondientes donde le había indicado que lo hiciera y los presioné contra mis dedos para apresarlos y evitar que se escaparan o que quisiera recuperarlos—. Fue y es un placer hacer negocios contigo.

Guardé los billetes en mis pantalones con satisfacción, sensación absolutamente contraria a la suya. Ante ello, nuestra compañera se le acercó y le tocó un hombro para después resoplar por la nariz.

—Mejor suerte la próxima, champion —lo trató de consolar con un tono burlesco, mientras le hacía caricias con el pulgar.

Nuestro otro amigo los observó con un ostensible gracejo y Lahiffe no tuvo más remedio que tragarse sus palabras, aceptando la dura y amarga derrota.

— ¿Y... ahora qué hacemos? —preguntó Nathaniel, poniendo los brazos en jarra.

—Vamos a patear unos buenos sacos de arena hasta acabar con los nudillos rojos —sentenció Alya con auténtica energía y entusiasmo, dejando perplejo al pelirrojo. Desconocía de dónde surgía tanto hervor.

—A decir verdad, me gustaría que vayamos a picotear algo. Al menos, por mi parte, estoy hambriento a punto tal que podría comerme una vaca aquí mismo, en este instante. —Nino cubrió su abdomen y dibujó una dramática expresión de sufrimiento.

Los tres arrugamos la frente.

—Wow, wow, tigre. Tranquiliza a ese estómago tuyo y pídele que aguante. Cuanto más tarde lleguemos, peor será. Ya comerás algo calentito y rico en tu casa —Alya buscó disuadirlo. Sabía el efecto que tenían sus palabras en el varón y lo útil que resultaba en situaciones como la que se presentaba.

Con Kurtzberg nos miramos.

—Emprendamos marcha entonces, caballeros —alargué la última palabra y le guiñé un ojo cómplice a mi amiga.

La gracia del asunto es la siguiente: ambas debíamos vestirnos como hombres y hacernos pasar por dos de ellos ya que, de lo contrario, nos pondrían en un sitio aparte, distante del resto de la audiencia. Es por ese motivo que Marín y Alan iban en representación nuestra para facilitarnos las cosas y eludir cualquier conflicto posible.

Con una boina, una camisa y tirantes, unos pantalones, un par de zapatos, algo de maquillaje y un buen bigote falso, lográbamos engañar a muchos. El cabello nos lo arreglábamos de forma tal que pudiéramos cubrirlo casi en su totalidad. Teníamos suerte de que el pelo corto seguía siendo tendencia. A su vez, debíamos practicar en soledad nuestra tonalidad para que sonara más grave, varonil y creíble, y apretar nuestros senos con una banda elástica para poder simular un tronco plano.

Los chicos se burlaron la primera vez que les mostramos cómo habíamos quedado, pero luego de aquel día, nunca más volvieron a hacerlo. Aprendieron que no debían subestimarnos, porque cuando nos proponíamos algo, lo conseguíamos.

— ¡Mueve esas piernas que sin ti no vamos a ningún sitio! —Alya lo apresuró a Nino dándole un golpe en la nuca que lo espabiló.

Los tres nos desplazamos hacia el Cadillac Touring que nos esperaba a unas cuadras, mientras que el aludido venía caminando detrás nuestro con notorio enfado.

— ¡Eh, qué vivos! —protestó, sobándose la zona afectada—. ¿Y Nathaniel qué? ¿Y ustedes? No soy el único que sabe conducir.

—Pero el auto es tuyo y si lo rayamos o le hacemos cualquier otra cosa, luego te quejas —le recordé cuando llegamos al sector donde se encontraba el vehículo.

La Césaire no tardó en subirse primera, acomodándose en el asiento contiguo al del conductor. Por parte mía y de Nathaniel, nos situamos en la parte trasera y aguardamos a que el moreno se dignara a hacer lo mismo.

Escuché a alguien suspirar.

—Mira, cariño, no quiero amenazarte, pero si no colocas tu trasero aquí en este preciso instante, partiremos sin ti —le avisó nuestra amiga, impaciente, señalando a su izquierda.

Lahiffe ladeó la boca e intercaló su mirada entre los tres, queriendo ver a través de nuestros ojos qué nos pasaba por dentro, es decir, cuál era nuestra postura ante el surgente conflicto. No pudo hacer más que resoplar al no hallar lo que quería.

— ¿Saben que los detesto, no es así? —entornó los párpados y se cruzó de brazos después de acomodarse la boina.

—Sigue repitiéndote eso hasta que en verdad te lo creas —le recomendó la morena con fastidio—. Ahora, deja de parlotear de una buena vez y arranca el maldito coche.

Esta ocasión, fue definitiva. No objetó nada al respeto y se montó en el automóvil, alegrándonos. El pelirrojo inclusive le palmeó la espalda. En menos de lo que canta un gallo, arrancó el motor y emprendimos marcha hacia nuestro lugar de destino.

Los cuatro nos conocimos trabajando en el campo. Cuando el sector masculino de la población fue llamado a defender la nación en la guerra, mujeres, adultos mayores y niños debimos ocupar los puestos laborales que habían dejado vacíos a sus espaldas.

No voy a negar que, en un principio, me regocijé: tuve el privilegio de poder presenciar y ser testigo de cómo éramos bendecidas con el cumplimiento de un reclamo que veníamos arrastrando por décadas, el cual, por desgracia, ocurrió en circunstancias lamentables. Fue tan placentero ver cómo los señores de clase alta se retorcían, incapaces de hacer algo por arrebatarnos la enorme potestad que nos caía milagrosamente de arriba, que me fue imposible no alegrarme siquiera un poco.

De todas formas, más allá de esa diminuta felicidad, no puedo decir que he pasado un buen momento. Lo que vino después fue demasiado complicado de atravesar, de hecho, hasta la fecha lo sigue siendo, sobre todo al tratarse de una experiencia nunca antes vivida ni vista. Aun así, no debería quejarme, o al menos considero que no tengo de qué al comparar mi situación con el martirio diario que Adrien vive. Y hablo de su situación en presente a duras penas, porque cada vez me cuesta más convencerme de que voy a volver a verlo.

Hace dos años, Francia lo convocó para que la representara en la batalla contra el enemigo. Por ende, fue su deber responder al llamado como hijo reconocido de la misma, haciéndose cargo de lo solicitado. Todos los que lo conocíamos y le teníamos estima tuvimos que aceptarlo por mucho que nos doliera y partiera al medio.

Nino atravesó la misma suerte. La diferencia es que él estaba aquí, en su forma física, presente, con vida. Luego de padecer pie de trinchera y sufrir la amputación de la parte inferior de la rodilla izquierda, fue devuelto a casa, ya que no podía seguir contribuyendo en el enfrentamiento. En su lugar, llevaba una prótesis, una pierna artificial de madera, a la cual le costó horrores adaptarse. Pasó meses abrumado, resguardado de la sociedad, atormentado con los recuerdos de los ataques y desconsolado por la pérdida de su miembro.

Con gran valor se reincorporó en el trabajo, peleando por el lugar que le correspondía hasta llegar a un acuerdo con el dueño del terreno. Entonces nos reencontramos.

Nathaniel, por el otro lado, arrancó siendo un completo desconocido para nosotros. No era de la zona y nunca antes lo habíamos visto. A su vez, despertó nuestra curiosidad el hecho de que no estuviera en el mismo infierno que el resto de los hombres. Él no quiso entrar en detalles y eso acrecentó el interés. Por alguna razón, decidimos darle un voto de confianza ciego, sin saber qué consecuencias traería nuestra relación.

Alya entró en reemplazo de su padre; al igual que muchas otras féminas, se hizo responsable del empleo de sus familiares. Gracias a ello, tuve la oportunidad de conocerla a fondo. Terminó siendo una de las pocas mujeres con la que logré entenderme y simpatizar. La manera en la que fui criada me generó ciertas dificultades a la hora de establecer una relación con personas de mi mismo género, así como también del género contrario.

Juntos nos pusimos de acuerdo para hacer algo que tuviéramos en común y que pudiera distraernos del presente, así como alejarnos temporalmente de aquellos males que nos consumían (y consumen). Fue así como accedimos a presenciar pugilismo y a practicarlo en la clandestinidad, a escondidas del pueblo francés, al caer el sol.

Para ello, pasábamos tiempo en una academia no tan renombrada de boxeo en la que podíamos ejercitar con los elementos necesarios. No forzábamos ninguna entrada, ya que no queríamos que se enteraran de nosotros. Hacíamos un trabajo minucioso para acceder, y una vez que nos volvíamos, dejábamos cada cosa en su lugar. Bueno, más o menos, no se puede ser precisos.

El viento impactaba contra mi rostro, ligeramente asomado por fuera del carro. Mientras mis compañeros mantenían un diálogo, yo estaba enfrascada en mi mente. Las imágenes ilusorias de cómo debía estar Adrien en la fecha actual atacaban mis pensamientos como una ametralladora y me generaban una agonía tremenda en el pecho.

Lo extrañaba con cada fibra de mi ser. Anhelaba verlo, sentirlo, más no quería hacerme falsas ideas. Las probabilidades eran muy escasas. A pesar de eso, no podía permitirme llorar, no hasta saber cuál y cómo era su situación con certeza. Hasta entonces, debía guardarme el llanto.

En un acto inconsciente, sujeté una parte de mi camisa y con lentitud me acerqué hasta ella para poder olfatearla. Cerré los párpados para disfrutar la sensación. Ésta aún conservaba su olor, y sin quererlo, me transporté a la época en la que éramos dos tórtolos cortejándose por primera vez.

Antes de que pudiera caer en cuenta, sentí el movimiento brusco que efectuó el auto al detenerse, lo que me dio a entender que ya estábamos donde debíamos estar. Los chicos bajaron primero y luego nos dieron una mano para ayudarnos a hacer lo mismo.

En fila, con Nathaniel en la cabecera, nos desplazamos sigilosamente hasta un acceso trasero que derivaba en un callejón con chatarra acumulada. Era una única ventana rectangular, larga, pero no demasiado ancha. El único que cabía por ella era el pelirrojo quien, con nuestra ayuda, lograba atravesarla y dar con el otro lado. Primero, espiamos para confirmar que no había nadie dentro; segundo, levantamos el vidrio para que no tuviera que romperlo; y tercero, lo empujamos con ayuda de nuestras manos, haciendo que recargue sus pies en ellas.

Una vez que ingresó, corroboró que estuviera vacío y volvió hacia nosotros, indicándonos que nos moviéramos hasta la puerta de entrada. Los tres hicimos caso y trotamos hacia allí, tratando de hacer el menor ruido posible. Escuchamos como se desbloqueaba la puerta y acto seguido se abría. Nos recibió con una reverencia que nos dio ganas de reír, pero nos contuvimos.

Nos inmiscuimos dentro y Alya desempacó lo que traía dentro de una bolsa marrón desgastada que había agarrado a último momento. Como no queríamos ser descubiertos, hacíamos lo que podíamos bajo la luz de la luna, a quien teníamos como testigo de nuestros actos, pero de vez en cuando necesitábamos otro tipo de iluminación. De eso se encargaba ella.

— ¿Se van a cambiar o van a quedarse así? —nos preguntó Nino a Alya y a mí, a la vez que removía su saco y se arremangaba.

—Nos quedamos así —respondimos al unísono con una sonrisa cómplice.

—Ya hasta están sincronizadas —bromeó Nathaniel, quien se quedó tan solo en musculosa en la parte superior.

Evitamos largar una risa por su acertado comentario, limitándonos a sacarnos las boinas y arrojarlas al suelo. A su vez, nos despojamos del calzado, quedando en medias. Subimos las mangas de nuestras camisas hasta los hombros y desabrochamos algunos botones para poder respirar mejor. Conservamos los bigotes porque era todo un trabajo tener que volver a pegarlos.

Nos dispusimos a arrancar en parejas, pegando puñetazos en las palmas contrarias y practicando distintos tipos de defensas. Fuimos rotando por turnos y una serie indefinida de ataques hasta pasar a lo siguiente: los varones se pusieron a saltar la soga para entrar en calor y prepararse, mientras que nosotras, las mujeres encubiertas, nos pusimos a golpear un saco de arena con el mismo formato de antes.

Al cabo de veinte minutos, cambiamos de posiciones. Los chicos se trasladaron hacia el sector donde estábamos entrenándonos y viceversa. Empezamos casi en sincronía.

Estuvimos tan absortos en lo nuestro que nos olvidamos del clima tórrido e insufrible, de los inconvenientes que tuvimos esa mañana, de las malas noticias que recibíamos como el pan de cada día y del sitio en el que nos hallábamos. Tal es así, que en ningún momento nos percatamos de que alguien entró por la puerta principal mientras nos ejercitábamos. El intruso fue sumamente discreto, lo que contribuyó a que no nos diéramos cuenta de su presencia.

Estaba pegando unos puños al aire, en varios ángulos, con tantas ganas, pensando en cuánto odiaba mi situación. Aquello era mi motivación para descargar todas mis energías. Por el otro lado, Alya estaba recostada en el suelo haciendo una serie de flexiones y los otros dos con las mancuernas.

Si bien mis movimientos eran acelerados y no podía distinguir con claridad cada golpe que efectuaba, sí reconocí una silueta en el fondo, con la parte delantera del cuerpo apuntando en mi dirección. Creí que estaba alucinando, que era algún efecto secundario por haber estado todo el rato en acción. Respiré de manera entrecortada por la boca, lo que me ayudó a perder el aliento con mayor rapidez. Tuve que frenarme.

Me recargué sobre mis rodillas, buscando recomponerme y recobrar mi estado previo.

—No pares, niña —indicó el invasor con cierta rectitud. Era un hombre mayor, a juzgar por su forma de hablar, más gracias a la falta de luz y la vela a medio consumir, no podía comprobar si en efecto era así.

Mis compañeros se detuvieron en seco, escandalizados, y casi de inmediato se palpó un ambiente tenso. Por mi parte, me limité a alzar mi mentón y jadear ante él.

—No soy una niña —retruqué ofendida, cambiando mi voz por aquella que utilizaba cuando era Marín, a pesar de estar agitada.

El sujeto se carcajeó.

—Como tú digas, niño... —remarcó a propósito. Por eso, apreté los dientes, molesta—. ¿Cómo te llamas?

Dudé en responderle.

—Marín —contesté en voz alta, reincorporándome para que pudiera apreciarme mejor. Eché los hombros hacia atrás, inflé un poco mi pecho y coloqué mis brazos a los costados, presionando los puños.

—Bien, Marín —repitió irónico y dio lugar a una pausa. Entrelazó las manos por delante de su silueta y nos escrudiñó—. Te quiero aquí, el jueves, a las nueve de la noche.

Lo miré atónita, sin dar crédito a lo que decía. Mis colegas estaban igual. Podría jurar que intentaban ingeniar un plan eficaz para salir indemnes de esta tirante situación.

—Y hazme el favor de venir solo —remarcó antes de retirarse. Se despidió separando levemente el sombrero que portaba sobre su cabeza. Acto seguido, nos dio la espalda y desapareció de nuestro campo visual.

Supimos que se fue cuando escuchamos un golpe seco y el ruido de unas llaves. Todo este tiempo, lo único que retumbó en el ambiente, habían sido nuestras voces.

Lancé un suspiro, liberando tensión. Todavía me encontraba algo perdida, no comprendía bien lo que aconteció hace instantes. Pude detectar los preocupantes murmullos de mis amigos a unos metros míos. Imaginé que Nino se estaría agarrando los pelos de la cabeza, y de hecho, así fue.

Al rato, una serie de interrogantes se plantearon, más no tardaron en cesar al caer en cuenta de que nos podrían descubrir si permanecíamos aquí. Ya no era seguro, no sabíamos nada de ese tipo, mucho menos de sus intenciones, así que como no podíamos fiarnos de él, nos vestimos, devolvimos los elementos a su sitio y nos largamos, cagados hasta las patas y con los pelos de punta.