ANGEL CAÍDO
Prólogo
· Marzo de 1823, Hyûga Castle, Konoha ·
—Te amo.
Dos extrañas y sencillas palabras que poseían un increíble poder.
No era que lady Hinata Hyûga —hija de un duque y hermana de otro, con un elevado sentido del honor, y del deber y futuro objeto de una presentación impecable, dueña de un pedigrí incomparable envidiado por toda la sociedad— no las hubiera escuchado a lo largo de su vida. Era que los miembros de la aristocracia no amaban.
Y si lo hacían, no recurrían a algo tan vulgar como confesarlo.
Así que fue toda una sorpresa, hablando claro, que aquellas palabras salieran de sus labios con tanta facilidad y veracidad. Pero a lo largo de sus dieciséis años de vida Hinata jamás había pensado que sentiría tanto placer al deshacerse de los grilletes que acompañaban su nombre, su pasado y su familia. A decir verdad, abrazó con rapidez el riesgo y la recompensa, encantada de sentir por fin. De vivir. De ser ella misma.
Correr ese riesgo era en sí mismo una condena, a fin de cuentas se trataba de amor.
Pero se sentía libre.
Estaba segura de que no podía existir un momento tan hermoso como ese; estar entre los brazos del hombre que amaba, con el que iba a pasar toda la vida. Todavía más, con el que construiría su futuro abandonando en el camino su nombre, su familia y su reputación.
Yahiko la protegería. Él se lo había dicho mientras la resguardaba del frío viento de marzo y también estaba protegiéndola allí, en los establos de la propiedad familiar.
Yahiko la amaría. Había susurrado las palabras mientras sus manos desabrochaban, desnudaban y prometían todo con su suave contacto.
Y ella le había respondido, ofreciéndose por completo.
«Yahiko». Ella suspiró su placer al aire, acurrucada contra él, amortiguada por músculos fibrosos y áspera paja, y cubierta por una cálida manta de caballos que debería resultar áspera e incómoda pero que de alguna manera se había vuelto suave, sin duda por los placeres que acababa de presenciar.
Amor. Algo más propio de sonetos, madrigales, cuentos de hadas y novelas.
Amor. Una emoción difícil de disfrutar que hacía que los hombres lloraran, cantaran y sufrieran por el deseo y la pasión.
Amor. Aquel sentimiento que alteraba la vida y la volvía brillante, cálida y maravillosa. La emoción que todos estaban desesperados por descubrir.
Y ella la había encontrado. Allí. Ese gélido invierno, en el abrazo de ese magnífico muchacho. No, muchacho no, hombre. Era un hombre igual que ella era una mujer, se había convertido en una entre sus brazos, contra su cuerpo.
Uno de los caballos del establo relinchó con suavidad y pateó el suelo de su box, resoplando por comida, agua o cariño.
Yahiko se movió debajo de ella, que se aferró a él al tiempo que tiraba de la manta para recolocarla a su alrededor.
—Todavía no.
—Debo marcharme. Tengo obligaciones.
—Pero yo te necesito —repuso ella, intentando camelarlo.
Él le puso la mano en el hombro desnudo, cálida y áspera contra su piel suave, y la hizo estremecer. Era raro que alguien la tocara —hija de un duque y hermana de otro—. Era inocente. Prístina. Intocable.
Hasta ese momento. Sonrió al pensarlo. A su madre le daría un ataque de nervios al enterarse de que su hija no tenía intención de presentarse en sociedad. Y cuando lo supiera su hermano —el duque del desdén—, el más aristócrata de los aristócratas de Londres... no lo aprobaría.
Pero a Hinata no le importaba. Sería la señora Tavish, ni siquiera conservaría el «lady» al que tenía derecho. No lo quería. Solo quería a Yahiko. No le importaba que su hermano fuera a hacer todo lo posible para detenerla. No podría conseguirlo.
Ese caballo hacía mucho tiempo que había dejado las cuadras, como decía el refrán. Pero Hinata todavía estaba en el pajar. Se rio ante la idea, mareada por el amor y el riesgo que corría; las dos caras de una misma moneda que resultaba muy gratificante.
Yahiko se movió debajo de ella y se deslizó fuera del cálido capullo que habían formado sus cuerpos, haciendo que el frío aire del invierno le erizara la piel desnuda.
—Debes vestirte —dijo él, cogiendo sus pantalones—. Como nos pille alguien...
No era necesario que terminara la frase, llevaba semanas diciéndola; la primera vez que se besaron y todos los momentos que robaron después. Si alguien los pillaba, lo azotarían o algo mucho peor. Y ella quedaría arruinada.
Pero en ese momento, después de lo que acababa de ocurrir, después de yacer desnudos en el áspero heno del invierno, de dejar que la explorara, tocara y acariciara con sus manos, callosas por trabajar la piedra, ya estaba arruinada. Y no le importaba. No le importaba nada.
Huirían... debían huir para poder casarse. Irían a Escocia. Comenzarían una nueva vida; ella tenía dinero de sobra.
No le importaba que él no tuviera nada.
Se amaban y con eso era suficiente.
Ser un miembro de la aristocracia no era algo que se pudiera envidiar; más bien era digno de lástima. Si no se tenía amor, ¿para qué vivir?
Suspiró y miró a Yahiko durante un buen rato, maravillada por la elegancia con la que se puso la camisa y la metió en la cinturilla del pantalón, por la forma en que tiró de las botas para subirlas como si lo hubiera hecho mil veces en este espacio tan bajo. Lo vio anudarse la corbata al cuello y meter los brazos en las mangas de la chaqueta antes de ponerse el abrigo. Sus movimientos eran suaves y precisos.
Cuando terminó, Yahiko se volvió hacia la escalera que conducía a los establos de la planta baja, musculoso y de huesos largos.
Ella subió la manta intentando hacer desaparecer la sensación de frío que dejaba su marcha.
—Yahiko —lo llamó con suavidad, sin querer que la oyera nadie.
Él la miró y ella vio algo en sus ojos; algo que no identificó al momento.
—¿Qué?
Hinata sonrió, tímida de repente. Lo que debía ser imposible teniendo en cuenta lo que acababa de hacer. Lo que acababa de ver.
—Te amo —repitió una vez más, maravillada por cómo las palabras salían de sus labios, por la forma en que la envolvía el sonido, veraz, hermoso y bondadoso.
Él vaciló en la parte superior de la escalera, colgando sobre los escalones con tan poco esfuerzo que casi parecía flotar en el aire. Yahiko no dijo nada durante un rato; el tiempo suficiente como para que ella sintiera el frío de marzo en los huesos. El tiempo suficiente como para que un atisbo de inquietud la atravesara.
Por fin, él esbozó aquella sonrisa radiante y descarada que tanto la había atraído desde el principio. Todos los días durante un año entero, o quizá más tiempo. Hasta aquella tarde cuando la tentó por fin, hasta que la besó por fin sin vacilación. Hasta que le prometió la luna y tomó todo lo que ella podía ofrecer.
Pero no lo había tomado.
Había sido ella la que se lo entregó. Libremente.
Después de todo, lo amaba. Y él la amaba.
Se lo había dicho. Quizá no lo hubiera hecho con palabras, pero sí con caricias.
«¿No lo había hecho?».
La duda la atravesó junto con otra emoción desconocida. Algo que lady Hinata Hyûga —hija de un duque y hermana de otro— no había sentido antes.
«Dilo —deseó—. Dímelo».
—Eres una chica muy dulce —dijo él después de un interminable momento.
Y se perdió de vista.
