Desde que Draco se había ido, Harry se había negado a sentir dolor.

No, Harry Potter se puso sus jeans negros, su camiseta verde esmeralda y había salido por todos los clubes de la ciudad que uno pudiese imaginarse, aunque siempre, siempre muggles. Gente que no tuviera que ver con su retorcido mundo, que hizo que la persona que más amaba se fuera de su lado.

A veces los maldecía a todos, a toda la estirpe, pero no valía de nada. Aquello no cambiaba las cosas. Y francamente, mientras menos rememorara los sucesos que los llevaron a aquel momento irreparable, mejor.

A pesar de que cuando las probó por primera vez dijo que no le habían gustado, descubrió pronto que las drogas le ayudaban a no pensar, no pensar por unos momentos mientras agitaba la cabellera negra al ritmo de la música y recibía miradas lascivas de la gente a su alrededor. La combinación con algún trago fuerte era su favorita, hasta ahora, se había bebido todo su dinero.

Hermione y Ron no lo aprobaban, por supuesto que no. Trataron de convencerlo millones de veces para que renunciara a ello y siguiera adelante con su vida, pero Harry estaba más allá de la salvación, él no quería seguir con su vida.

Porque Draco se había ido, y tenía que permanecer drogado para sacarlo de su mente. Para olvidar que lo estaba olvidando.

Elegía a sus presas con detenimiento, la verdad. Porque nadie era lo suficientemente bueno. Necesitaba que fueran rubios, pero no rubios como el sol, no, rubios como la nieve. Aunque nunca encontraba el tono adecuado. Y los ojos grises, obviamente. Era algo muy extraño de encontrar y cuando lo hacía no lo disfrutaba. Le faltaba la heterocromía. Aquel iris de un tono grisáceo más azulado que el de su lado. Le faltaba el porte, la mandíbula afilada, la voz. Les faltaba todo.

Sabía que quizás estaba siendo más fácil de lo que debería. Apenas habían pasado seis meses. Pero es que estaba seguro de que no iba a volver, y cuando aquella realización lo golpeaba, lo llevaba a ir al club, y cuando iba al club, bebía, y cuando bebía, debía inhalar y cuando eso pasaba, señor, cuando eso pasaba...

Era una pesadilla, sinceramente. Su vida nunca fue feliz. Tuvo que escapar de un maníaco que lo quería matar desde la mera edad de once años, perdiendo mucha gente en el camino, perdiendo hasta su propia vida, pero esto, esto era una nueva escala de dolor. Uno más grande que el que había experimentado constantemente a lo largo de su vida.

Al menos, hasta que llegó Draco.

¿Quién lo pensaría? Diez años después de la guerra, luego de haberse ido a Francia, volvieron a reencontrarse. Fue una ardua relación, mucha limeza de asperezas, mucha desconfianza. Pero cuando lo miraba, todo cobraba sentido. Él cobraba sentido. Su existencia solo la tenía si Draco estaba a su lado.

Pero ya no. Ya no lo estaba.

Por eso y más jadeó de sorpresa en ese preciso momento, aunque no debería. Se encontraba en un perfecto estado de shock cuando frente a él, Draco Malfoy, apareció.

No lucía diferente a la última vez que le vio, aquel cabello rubio perfectamente cuidado, sus fríos ojos grises examinándolo, levantando una ceja hacia su dirección. Las manos metidas en los bolsillos.

—Estás aquí...

—¿Cómo podría no estarlo? —preguntó él— Harry...

—No —lo cortó—. No, por favor. Solo, no digas nada. No hace falta decir nada. Por favor —imploró al borde de la desesperación.

Draco había suspirado, posando las manos en sus bolsillos, pero obedeció.

Y así pasaron los días.

Harry no dejaba que el rubio se explicara, decidía ignorar el elefante en la habitación. Porque estaba seguro de que se iría de nuevo. Lo sentía, y no podría soportarlo.

Así que le hablaba de su día a día, tratando de hacerle entender que se había agarrado de lo más mínimo para sentirse vivo de nuevo. Draco no respondía.

Nunca respondía.

Al pasar una semana, pasó lo inevitable. Estalló.

—Harry, basta —habló firmemente, cuando el ojiverde se había sentado en el sillón frente a él.

—¿De qué?

—Sabes de que hablo —Draco juntó sus cejas y arrugó la frente en preocupación—. Debemos hablarlo, o al menos dejar de ignorarlo.

—No —negó, ocultando el rostro entre las manos—. No haremos esto. No quiero olvidarte.

El rubio había suspirado, cruzándose de brazos. Si le fuera humanamente posible llorar, quizás lo habría hecho. El corazón de Harry se encogió en su pecho mientras las lágrimas saladas mojaban sus mejillas tras sus lentes y negaba, las entrañas completamente revueltas y el puslo acelerado.

—Entonces déjame ir.

Harry levantó la vista, encontrando sus orbes. Sus preciosos orbes.

La Piedra de la Resurrección vibró en su mano.